Prólogo
—Tengo frío, mamá.
—Se te pasará enseguida.
La niña, de seis años, tiritaba. Debería haberse puesto unos leotardos, pero en casa hacía mucho calor. ¿Cómo iba a imaginarse antes de salir que, pocos minutos después, sentiría tanto frío?
Sobre todo tras pasar tanto tiempo inmóvil.
—¿Podemos volver a casa?
—¿No te gusta la excursión?
—Las piedras me hacen daño.
—Se te pasará enseguida —repitió la madre, aunque la niña lo dudaba. Al día siguiente estaría llena de moratones—. Quédate ahí tumbada.
—¿Cuánto rato?
—Hasta que yo te diga.
A su madre le temblaba la voz, como si ella también tiritara pero no quisiera admitirlo. Aunque en realidad llevaba todo el día hablando en tono extraño. A lo mejor había vuelto al hospital y le habían dado malas noticias. La primera vez, cuando estuvo fuera cuatro semanas y se le cayó el pelo, también se le quedó la voz rara. Como si estuviera triste y enfadada al mismo tiempo. ¿Quizá también ella notaba aquellas vibraciones, que se transmitían al pecho y a las cuerdas vocales?
—Mamá —la llamó, cuando estuvo segura de que el traqueteo que sentía en la cabeza no eran imaginaciones suyas.
—Dime.
—Oigo un ruido muy raro.
—No te preocupes.
¿Pero cómo que no? Llevaba media hora sin suceder nada. Tenía una extraña sensación en los brazos y las piernas, de lo fríos y entumecidos que estaban. Esperó un momento y después insistió:
—El ruido es cada vez más fuerte.
—No tengas miedo. Quédate quieta.
Su madre le cogió la mano, pero no como siempre. Más bien como se toma un objeto. Con afán de posesión.
La niña se giró en la oscuridad hacia ella, que la miraba a su vez. La luz de la luna le iluminaba los ojos y le pareció verse reflejada en ellos. No habría sabido decir qué le dio más miedo: lo que vio en su cara o lo que le susurró:
—No te olvides nunca de una cosa.
—¿De qué cosa, mamá?
—De que saliste de mí. Eres mi propia carne y mi propia sangre.
El frío de la noche se fundió de manera perturbadora con el hielo que brillaba en sus ojos. La niña deseaba apartar la vista, pero no podía, como si aquellas pupilas fueran imanes que atraían con fuerza su mirada.
¿Y el amor?, quiso preguntar. ¿Dónde está el amor con el que siempre me mirabas? Ahora los ojos de su madre parecían un lago congelado.
Las vibraciones la distrajeron. Le sacudían todo el cuerpo. Entonces su madre le ordenó:
—¡Cierra los ojos! Ábrelos solo cuando yo te lo diga, pase lo que pase.
Obedeció, aterrorizada. Porque había vislumbrado algo en los ojos de su madre, algo de lo que desearía apartarse toda su vida.
Permanecieron tumbadas en silencio una junto a la otra mientras el ruido se hacía más fuerte y las vibraciones, más insoportables.
De repente, su madre exclamó en tono autoritario:
—No te olvides nunca: ¡tú y yo somos una! ¡Somos iguales, la misma persona!
A pesar de estar tan cerca, hablaba a gritos obligada por el sonido y las vibraciones. La situación resultaba tan amenazante que la niña desobedeció y abrió los ojos. Encontró un cielo mucho más claro que unos minutos antes, cuando se habían tumbado allí.
—Mamá. —Se giró hacia ella, aunque, por el deslumbramiento, no pudo distinguir sus rasgos.
Quería gritar, salir corriendo y llorar, todo a la vez.
Pero ya era tarde.
Estaba demasiado agarrotada para levantarse.
El frío de las vías le había paralizado brazos y piernas. Y las luces del tren de mercancías que atravesaba raudo la oscuridad estaban ya demasiado cerca.
1
27 AÑOS DESPUÉS
HANNAH HERBST
Silencio.
Demasiado silencio.
Normalmente a esa hora Hannah oía las risas y los gritos infantiles ya desde la calle, al menos cuando tenía la suerte de encontrar un hueco cerca de la guardería Los Duendecillos. A veces tenía que dar varias vueltas a la manzana hasta que alguien se iba, aunque la mayoría de quienes vivían en el barrio poseían villas con garaje. En hora punta, cuando los jugadores de fútbol se dirigían a las instalaciones deportivas de las inmediaciones y los alumnos de la cercana escuela Waldorf esperaban a sus padres, en el lujoso distrito Westend de Berlín las dobles filas atascaban el tráfico igual que las furgonetas de reparto en la avenida Kottbusser Damm. Sin embargo, aquel día Hannah había avisado de que recogería antes a Paul, por lo que hasta pudo elegir dónde aparcar delante del edificio cuadrado de la guardería evangélica.
Tampoco era normal que la puerta del jardín no estuviera bien cerrada. Inquieta, Hannah se tocó el cuello. Algo pasaba, y ese algo parecía rodearle la garganta con dedos helados.
Jamás había accedido al recinto sin introducir un código PIN. Al entrar y salir, todo el mundo cumplía con el procedimiento de esperar a que el zumbido terminara y a que la puerta quedara bien encajada, para que ningún niño pudiera salir corriendo a la calle.
¿Estarán de excursión?
Pero en ese caso Myrte, la directora, se lo habría comentado cuando aquella mañana Hannah le había contado los planes para el gran día. Toda la familia viajaría a Dresde para asistir a la inauguración de una exposición de las nuevas fotografías de Richard. También recogerían con antelación del colegio a Kyra, la hija del primer matrimonio de Richard.
Silencio, también cuando abrió la puerta del porche acristalado.
Echó una ojeada al tablón de anuncios y vio uno sobre Wolf Schlagmann, el nuevo estudiante en prácticas, que quería que los alumnos lo llamaran Wolle. Junto a su foto colgaba un aviso de que se retomaba la educación musical temprana. La natación no era hasta el día siguiente. Para ese día no había ninguna actividad especial.
Abrió la siguiente puerta, tras la que se encontraba el zaguán con el guardarropa. Allí, de forma más o menos cuidadosa, colgaban las chaquetas de una docena de niños, con las mudas limpias colocadas en cajones y los zapatos metidos debajo.
En ese lugar se acabó el silencio. Pero la cuerda invisible le apretó el cuello aún más. Porque los sonidos que percibía no los había oído jamás en la guardería. Tampoco se correspondían con un sitio en el que los niños suelen estar contentos. Claro que había ataques de rabia, pataletas y lágrimas, por ejemplo si un niño se caía y se lastimaba la rodilla. Pero ¿qué podía causar aquel murmullo incesante que, al escuchar con detenimiento, se componía de tres cosas: susurros, gimoteos y sollozos?
Hannah atravesó el zaguán, abrió una última puerta y descubrió al enloquecido secuestrador al mismo tiempo que oía sus palabras:
—¡Que me digáis quién ha sido! —gritaba—. ¡Si no me lo decís, os mato a los dos!
2
El joven, delgado y de unos veinticinco años, estaba plantado en mitad de la sala polivalente, situada entre las aulas y la cocina. A esa hora, el espacio se usaba de comedor. Flotaba en el aire el olor a patatas al romero y a garbanzos. Los platos servidos estaban dispuestos en las mesitas. Pero los niños, que debían de estar comiendo, se apelotonaban agachados junto al piano, donde Myrte y Anja, de rodillas, los rodeaban con los brazos intentando protegerlos.
De ahí provenían los susurros.
«No miréis, apartad la vista, mirad al suelo», les pedían en voz baja. Ellas apenas se atrevían a levantar los ojos.
El secuestrador se hallaba en el sitio donde en diciembre se ponía el árbol de Navidad. Tenía en su poder a un niño y una niña, cada uno sujeto por el cuello con un brazo.
Más tarde Hannah le describiría a su marido como «hipo mental» el impacto que sintió en el cerebro al presenciar aquel peligro mortal. La sensación de que millones de neuronas sufrían de pronto calambres irregulares que interrumpían constantemente sus pensamientos.
La alumna que el joven retenía era…, ah, sí…, Samira, una niña morena de brillantes ojos verdes que siempre lucía un lazo en el pelo. Aquel día lo llevaba rojo, a juego con su vestido de Mickey Mouse. Era ella quien sollozaba y gemía de forma tan desgarradora.
El niño que estaba su lado permanecía mudo, a pesar de que tenía el cañón del arma apoyado en la sien. Al contrario que con Samira, Hannah no necesitó esforzarse para recordar su nombre. Porque era Paul. Su hijo de cinco años.
3
—¡Dios mío! —susurró apenas, porque las invisibles manos que le atenazaban el cuello casi le impedían respirar. Nadie se fijó en ella. Ni las cuidadoras, ni Paul, ni el secuestrador armado.
—¿Quién ha ido contando esas mentiras? —gritaba el hombre.
Hannah sentía como si una catarata de pensamientos quisiera desbordarse literalmente de su cabeza.
Lo conozco. Acabo de verlo.
La cara de Wolf-podéis-llamarme-Wolle estaba desencajada, apenas se correspondía con la sonriente foto del cartel que acababa de ver en el tablón.
Pocas horas después, los medios de internet informaron sobre aquello que los periódicos tradicionales solo pudieron publicar al día siguiente: el «asesino de la guardería» se había colado con un arma en el centro educativo y había actuado como un loco homicida.
Más adelante, un redactor no se privó de publicar el siguiente titular: «¿Quién teme al Wolle feroz?».
Un niño o una niña (nunca se supo quién fue) había acusado a Wolf/Wolle de haberle realizado tocamientos mientras jugaban en los columpios. Aquello había sucedido varios días atrás. La dirección de la guardería suspendió al profesor hasta que se aclararan los hechos, pero, por desgracia, no solo olvidó retirar su cartel del tablón, sino que también le dejaron un mensaje en el contestador. El mensaje lo oyó su mujer embarazada. Como el matrimonio pasaba por una crisis, aquello supuso una razón más para echar de casa al futuro padre. Al mismo tiempo, el rumor se propagó entre los amigos de Wolle hasta llegar al instituto donde había estudiado Pedagogía Social. Abandonado y difamado, comprendió que su vida personal y profesional había terminado. Nunca se aclararía si de verdad había tocado a algún niño de manera inapropiada. Además, quedaba fuera de toda duda que una persona con tendencia a los ataques de agresividad no podía seguir laboralmente vinculado con la infancia. Al parecer, presentaba una vena violenta y enfermiza, la ira lo cegaba y le hacía perder el control. Samira y Paul no eran unas víctimas que hubiera seleccionado. Tan solo tuvieron la mala suerte de ser los primeros en cruzarse en su camino.
Paul.
El niño miraba en su dirección, pero sin verla. Como anestesiado. Ella le hizo unas señas, movió un poco la cabeza. Todo muy discretamente, pues por nada del mundo quería llamar la atención del secuestrador.
Vale. Ahora sí me ve.
Hannah pasó a un modo de comunicación no verbal. Su mejor amiga Telda le comentó una vez que aquella manera de comunicarse con otras personas sin usar la voz parecía telepatía. Sin embargo, era necesario que esas personas poseyeran una sensibilidad especial. Como Paul, con quien llevaba practicando ese lenguaje desde que empezó a interesarse por su profesión.
Yo te protegeré, le transmitió, cerrando con fuerza los párpados dos veces y volviéndolos a abrir transcurrido un segundo.
«Mamá, ¿tú en qué trabajas?», le había preguntado su hijo por primera vez hacía como un año, y ella le contestó: «Leo en la cara de la gente».
Él hizo un gesto de curiosidad con su pecosa naricilla y, con una sonrisa pícara, preguntó: «¿Y qué lees en la mía?».
«Alegría, curiosidad… ¡y que tienes el cuarto hecho una leonera!».
En aquel momento Paul acababa de cumplir cuatro años, pero ya entonces quiso que se lo explicara con más detalle. Y así lo hizo. Le contó que, como experta en microexpresiones faciales, se fijaba en los más mínimos cambios de los músculos de la cara. En los movimientos de labios y barbilla, de ojos y nariz, de cejas y frente. Microexpresiones que no se pueden controlar por mucho que se intente, y que desaparecen más deprisa que un pestañeo.
«¿Y así puedes saber si alguien miente?».
«O si tiene miedo, o si siente asco, alegría o tristeza».
O desesperación, mezclada con la intención de atacar. Como Wolle en aquel momento. Comprendía que el joven creía que no tenía nada que perder. Esos eran los más peligrosos.
«¿Experta en microexplicaciones? —se burló Paul—. ¿Y eso para qué sirve?».
El niño soltó unas risitas cuando ella le hizo cosquillas en el ombligo y lo llamó «graciosillo». Le encantaba hacerlo reír porque sus carcajadas le parecían adorables, todavía sonaban a risa de bebé, con sus gorjeos y sus grititos.
«Pues mira, trabajo por ejemplo para la policía, o en los juicios. A veces no saben determinar si una persona es mala de verdad. Entonces me llaman y estoy presente cuando hablan con ella. Presto atención para ver si la expresión de su cara se corresponde con sus palabras o sus actos».
En el caso de Wolle, no cabía ninguna duda. Todas las señales encajaban.
Las cejas levantadas y arqueadas: desesperación. La mirada penetrante: ira. Estaba a punto de estallar. A punto de segar dos vidas. La pregunta era: ¿cuál primero?
¿La de Paul o la de Samira?
Debía hacer algo. ¡Enseguida!
—¡Eh! —gritó, y entonces sí repararon en ella. El secuestrador la miró solo un momento, los ojos de Paul permanecieron fijos más tiempo.
Bien, eso está bien.
Acuérdate de lo que te he enseñado, articuló sin emitir sonidos, apoyándose el dedo índice en la sien. ¡Acuérdate!
Paul soltó un suspiro, pero asintió con la cabeza. Había leído en sus ojos lo que quería transmitirle.
Richard lo consideraba prematuro, pero ella opinaba que nunca era demasiado pronto para fomentar la empatía de los niños. Es la base del estudio de las microexpresiones faciales: se aprende a identificar los sentimientos de otras personas, sin que estas digan nada. Así, igual que Richard había enseñado a Paul a montar en bicicleta o a hacer fotografías, Hannah lo había familiarizado con los principios básicos del lenguaje corporal.
¿Qué hemos practicado?, articuló sin sonido.
Paul asintió de nuevo. Había comprendido. Lo había leído en sus ojos. Hannah dio gracias a Dios por haber empezado tan pronto a aguzar sus sentidos.
Ella se señaló primero los ojos, y luego a Wolle.
Eso es. ¡Míralo! ¡No apartes la mirada! ¡Busca el contacto visual!
Lección 1: sinceridad. Sostener la mirada.
En su opinión, la verdad era lo que más lejos te llevaba en esta vida. Y la verdad se refleja no en las palabras de la gente, sino en sus expresiones faciales.
«Nada transmite mayor sinceridad que sostener la mirada y mostrar abiertamente nuestros sentimientos», le había enseñado a Paul.
Una charla con un amigo, más adelante una conversación con una profesora y luego, llegado el momento, una primera cita. Esas eran las circunstancias que Hannah tenía en mente durante las lecciones. No una situación de peligro mortal en la guardería.
Sí, muy bien. Eso es.
El corazón le resonó en el pecho como un puño golpeando una puerta cuando vio a Paul tirarle al joven de la manga.
—¿Eh?
Wolle bajó la mirada hasta él. Le puso el cañón entre los ojos. Aun así, Paul no cometió ningún error. Consiguió lo que Samira era incapaz de hacer. La niña tenía los ojos arrasados en lágrimas y los sollozos le sacudían todo el cuerpo. Alguien inexperto, y tan cegado como Wolle, podía interpretarlo no solo como un signo de terror y angustia, sino también de culpabilidad. Por el contrario, los gestos de Paul lo hacían parecer tan inocente como un corderito. Acongojado y asustado, pero sincero. Y, como consiguió mantener la mirada hipnótica y rabiosa de aquel hombre al límite y desesperado, este tomó una decisión. No consciente. De manera intuitiva, dio credibilidad al niño cuando le dijo:
—No he sido yo, Wolle.
¿Acepté deliberadamente la muerte de Samira?, se preguntaba Hannah años después, al recordar lo sucedido. ¿Había realizado una selección activa? ¿Había ayudado a su hijo a parecer menos culpable sirviéndose de sus conocimientos de lenguaje no verbal para que el cañón se apartara de él y el disparo no acabara en su cabeza, sino en la de Samira?
Porque en aquel momento toda la ira de Wolle se dirigió contra la niña. Soltó a Paul, que no se alejó aunque Hannah primero le hizo gestos y luego incluso le gritó para que fuera con ella. Pero el niño se quedó quieto. Ya no miraba fijamente a los ojos del secuestrador, sino a la pistola, cuyo cañón se apoyaba en la sien de Samira.
Hannah no oyó el clic del gatillo. Tampoco el disparo. Sin embargo, de pronto la sangre empezó a correr por el suelo de vinilo.
Lo sucedido se aclaró más adelante. También de dónde había salido la navaja, que Paul jamás debió sustraer del escritorio de Richard y, mucho menos, llevar a la guardería.
«Marek y yo queríamos tallar unos trozos de madera», declaró más tarde en el informe policial.
En vez de para eso, había aprovechado el momento en que Wolle se desentendió de él para clavarle la navaja en el muslo. Y así, en el último momento, había salvado a Samira, que fue trasladada a casa sana y salva mientras los médicos del hospital Virchow luchaban por la vida del joven.
El suelo de vinilo de la guardería era muy fácil de limpiar. Al día siguiente ya nada recordaba al desequilibrado que casi había matado a dos niños.
La sangre solo manaba en la memoria de Hannah.
Las horribles imágenes fueron poco a poco perdiendo intensidad. Aunque tuvieron que pasar siete años para que dejaran de perseguirla en sueños.
Y eso solo sucedió porque aquellas escenas fueron reemplazadas por una pesadilla aún peor, que se desató en casa de la familia Herbst en la noche del 12 al 13 de octubre.
4
SIETE AÑOS DESPUÉS
CASA DE LA FAMILIA: HANNAH, RICHARD,
PAUL Y KYRA HERBST
NOCHE DEL 12 AL 13 DE OCTUBRE
Un asesino múltiple declaró una vez que matar es fácil. Lo difícil es convivir después con el crimen.
Ya veremos si es cierto.
La primera puñalada, directa al corazón, le costó un esfuerzo sobrehumano. Aunque todo acabó enseguida y Kyra no se enteró de nada. La adolescente de quince años tan solo exhaló un último suspiro.
Luego le tocó el turno al padre. Armó más escándalo. El silencio que reinó tras su último jadeo resultó más atronador que la agonía.
Por la oscuridad del dormitorio se expandió el olor a hierro. Se le pegaba a los pelillos de la nariz. La luz de la luna, que se colaba por las ventanas de la primera planta, envolvía la escena en un resplandor plateado, como de mercurio. También dibujaba sombras de ramas danzantes en la alfombra clara, que absorbió la sangre que goteaba del cuchillo mientras se dirigía al pasillo.
Qué divertida la puerta del dormitorio infantil. Tenía un adhesivo verde en el que ponía con rotulador Edding negro:
¡Desde que cumplí doce hay que llamar antes de entrar! Firmado: Paul
Allá voy. Ya es tarde y matar resulta agotador.
Un intenso bostezo ocultó el leve chirrido que soltó la puerta al abrirse lentamente para dar paso al oscuro dormitorio.
En el que se encontraba el último objetivo de aquella noche.
5
13 DE OCTUBRE
HOY
«Las muertes por incendio en realidad son muertes por el humo».
Se despertó con esa frase en la cabeza e instintivamente empezó a olfatear el aire. Como si quisiera asegurarse de que el edificio no estaba en llamas y de que el humo no invadía la habitación.
Pero no notó nada. No sintió olor a fuego ni había humo intentando colarse por debajo de la puerta de entrada, que estaba a su derecha, más allá de la descolorida alfombra que una vez fue de pelo largo y color crema, y que en aquel momento parecía un sucio felpudo: grisácea y totalmente aplastada por infinidad de pisadas.
«En un incendio la mayoría de las víctimas no mueren a causa de las llamas. Se asfixian con el humo tóxico».
Al menos tenía una visión clara: la del plafón blanco lechoso que parecía una ensaladera, mal atornillado al techo lleno de parches de yeso. La colcha en la que estaba tumbada tenía muchas manchas y era casi del mismo color que las cortinas cerradas que colgaban a su lado. Eran de un tejido marrón muy grueso que no dejaba pasar la luz, por lo que no sabía si era de noche o si aquellas cortinas cumplían especialmente bien su función. ¿Y si…? —Este era solo uno de los pensamientos que la perturbaban—. ¿Y si no hay ventanas detrás?
Quizá las cortinas eran falsas, como las orquídeas de plástico que había en un jarrón sobre la cómoda. Sin embargo, la televisión era real. Emitía un extraño rumor monótono y por eso funcionaba más como único punto de luz que como fuente de información. La pantalla resultaba demasiado pequeña para la distancia que había hasta la cama. Para poder ver las imágenes tendría que levantar la cabeza, y sentía que le faltaban fuerzas. Sería mejor que se sentara en la cama; le iría bien para la tensión arterial, que tenía descontrolada. Pero no lo consiguió. Por la sencilla razón de que las bridas con las que estaba atada no le dejaban margen de maniobra.
El cabecero, gris y sucio, era de cuero sintético y contaba con una barra de acero horizontal. Quizá fuera por motivos estéticos, o quizá para evitar que los objetos depositados en la parte alta cayeran al colchón. Independientemente de para qué estuviera diseñada, alguien había usado aquella barra para inmovilizarla y había apretado tanto las bridas que ni siquiera podía deslizar una mano hacia la otra. Se encontraba en una posición como la de Cristo en la cruz, con la cabeza apoyada en el colchón y las muñecas elevadas medio metro por encima del torso.
«Una simple papelera incendiada puede originar miles de metros cúbicos de humo».
Al parecer, estaban emitiendo un reportaje sobre incendios en el hogar. Se habló de detectores de humo, del tiempo medio de llegada de los bomberos y del fenómeno por el cual muchas personas, al ver el fuego, se quedan tan fascinadas por las llamas que pierden un tiempo precioso admirando como hipnotizadas su furia destructora, en lugar de pedir ayuda.
¡Ayuda!, gritó entonces. Pero solo en sus pensamientos.
No tenía las piernas atadas. Pataleando, logró bajar la colcha hasta los pies de la cama. Como si eso sirviera para algo.
Pero ¿qué tenía sentido en aquella situación?
Se había despertado sin saber dónde, atada a una cama desconocida y en una habitación desconocida, amueblada de forma tan anónima e insustancial que solo podía tratarse de un hotel barato. Tenía una visión despejada de la triste decoración. Una lámpara de pie con pantalla de tela, paneles de madera oscura en las paredes y una acuarela, que representaba un camino en medio del bosque, colgada torcida junto a la puerta del baño. Lo veía todo, pero se sentía tan desorientada como si la envolviera una niebla tóxica que —y este era otro pensamiento terrible— la acompañaría a todas partes aunque lograra liberarse de sus ataduras. Porque la humareda tóxica no estaba en la habitación, eso lo comprendió al instante, al cerrar los ojos y sentir que se perdía dentro de sí misma. La niebla del olvido (como la llamó desde ese momento) se encontraba en su interior y había inundado su razón.
¡Está ahogando mi conciencia!
Su garganta reseca emitió un gemido ronco, lleno de terror. Aquel quejido expresaba la terrible comprensión de hallarse totalmente desamparada e indefensa. No solo a nivel físico, sino también a nivel mental.
Cerró los ojos e intentó recordar, pero solo encontraba la niebla del olvido. Se sentía como una conductora que, entre la densa neblina, avanza cada vez más despacio porque solo distingue las cosas de manera imprecisa. Los faros traseros de los vehículos de delante, los contornos de unas sombras a los lados que podrían ser cualquier objeto: árboles, quitamiedos, coches que quedan atrás… Logra vislumbrar algo, pero, por más que fuerce la vista, resulta imposible distinguir más allá de una intuición. Eso mismo le pasaba a ella con sus pensamientos. Sabía que, perdidos entre la humareda impenetrable, se encontraban sus recuerdos: qué o quién era y cómo había llegado hasta allí, hasta encontrarse en aquella situación, descalza, vestida únicamente con un camisón de algodón y encerrada en una habitación de hotel. Con unos dolores que partían de algún punto de su cuerpo, que no lograba localizar, y que irradiaban en todas direcciones.
Y cuanto más se esforzaba por liberar sus recuerdos de la impenetrable capa de niebla, más parecía alejarse lo que la definía como persona: su nombre, edad, profesión, estado civil, lugar de procedencia…
No sé quién o qué soy, no sé dónde estoy, pensó, y, de no haber sido por aquella voz que le hablaba de manera tan agradable y tranquilizadora desde la televisión, seguramente habría soltado el último amarre con la realidad y se habría perdido definitivamente en el mar del olvido.
«… interrumpimos la programación para ofrecerles en directo la rueda de prensa de la policía de Berlín».
En el silencio que siguió a las palabras de la presentadora, oyó un chirrido, como el de un grifo que se cierra. En ese mismo momento cesó el rumor monótono que, a todas luces, no provenía de la televisión.
Miró a la izquierda, hacia la puerta tras la que debía de estar el cuarto de baño. Luego intentó girar el cuerpo en la misma dirección, pero tuvo que renunciar mientras se le escapaba un grito.
Aquel ligero movimiento había desencadenado una oleada de dolores ardientes y febriles, que avanzaban como llamaradas hacia el vientre desde la región inguinal.
Maldita sea, ese es el foco del incendio.
En el lado izquierdo, entre la cadera y las costillas.
¿Sería ese el origen de las llamas, desde donde partía hacia su cerebro la humareda que le nublaba la conciencia?
La niebla del olvido.
Se revisó el cuerpo. Y vio el bulto bajo el camisón.
¿Qué demonios…?
Notaba como si tuviera una herida abierta. Por el abultamiento del camisón, parecía que se la habían tapado con un apósito. Sin embargo, tanto dolor indicaba que no le habían suministrado suficientes analgésicos. Volver a tumbarse de espaldas le produjo un tormento indescriptible.
«Damas y caballeros, muchas gracias por su numerosa presencia. Lo primero: el objetivo de esta rueda de prensa no es alarmar a la población. Sin embargo, es nuestro deber poner sobre aviso a la opinión pública sobre la persona de Lutz Blankenthal, también conocido como el Cirujano».
Levantó la cabeza y distinguió en la pantalla a un hombre flaco y de mejillas hundidas. Debajo, un cartel ponía: «Philipp Stoya, comisario jefe de la Policía Criminal».
Vale, sé leer. Y estoy en el cuerpo de una mujer adulta herida, atada a la cama de un hotel, pensó, resumiendo los fragmentos de información que había logrado reunir.
«Ayer por la tarde, Blankenthal protagonizó una huida espectacular del hospital penitenciario de Buch, en el distrito berlinés de Pankow. Este hombre de cincuenta y siete años es un criminal altamente manipulador y, por lo tanto, muy peligroso. Nadie, y este es nuestro llamamiento expreso, debe interponerse en su camino. Si se lo encuentran, no se hagan los héroes. No se expongan al peligro y avisen inmediatamente a la policía. Esta es una fotografía suya de fecha reciente».
Trató de incorporarse tirando con los brazos; no logró sentarse del todo, pero al menos quedó apoyada en el cabecero. El suplicio que le causó aquel cambio de posición fue insoportable. Parecía que unas garras se le clavaran en la herida y le arrancaran la carne del cuerpo, como si rasgaran el papel de un envoltorio.
A pesar de todo, no perdió la conciencia. Veía mejor la foto del hombre fugado, que (exceptuando una franja a la derecha con las cotizaciones en bolsa) ocupaba toda la pantalla.
Solo se mostraba la cara del criminal, pero, si se hubiera podido abrir el campo, no le habría extrañado que la imagen completa representara a aquel hombre en un velero, con las fuertes manos en el timón y la prominente barbilla (un poco demasiado grande) dirigida hacia la brisa fresca que le apartaba de la frente arrugada los cabellos grises, algo rizados en la nuca. Si ella hubiera tenido que describirlo con tres adjetivos a partir de aquella foto, estos habrían sido: serio, saludable y seguro de sí mismo. Por su parte, el investigador jefe de la brigada de homicidios de Berlín enumeró tres palabras bien distintas, aunque también empezaran por «s»:
«Lutz Blankenthal es un sanguinario, un sociópata y un sádico».
Las cámaras abrieron el plano para mostrar una mesa colocada sobre un escenario, montado en una especie de polideportivo. Delante había al menos una veintena de periodistas.
«Sin haberse presentado siquiera al examen de acceso a la universidad, y mucho menos haber estudiado medicina, se las ha apañado para ocupar varias plazas de médico en distintos hospitales. Entre estos puestos se encuentra el de cirujano jefe en una clínica privada de la ciudad de Potsdam. Ha engañado a decenas de expertos, pero sobre todo a sus pacientes, que le confiaron su vida y varios de ellos la perdieron. No cometan el mismo error, no se dejen engañar por su carisma ni por lo serio de su apariencia. Tras esa fachada de simpatía se esconde un psicópata con un alto grado de sadismo. Este hombre siente excitación al contemplar cuerpos humanos abiertos en canal. No es un simple estafador que falsifica un título de doctor para reírse de sus superiores. Blankenthal raja de arriba abajo a sus víctimas para divertirse, a veces sin anestesia, solo por el placer que le produce la visión de sus entrañas».
Ella soltó otro grito. Esta vez no por el dolor, aunque mientras el policía pronunciaba las últimas palabras había notado con más intensidad los pinchazos de la herida. En ese instante fue el terror lo que la hizo estremecerse. Porque la puerta que había a su izquierda se abrió con un chasquido y una vaharada de vapor cálido con olor a gel de ducha inundó la habitación.
Y, con ella, una sombra. Solo se distinguían sus contornos en la luz azulada de la televisión, donde el comisario Stoya continuaba informando:
«Ayer, Blankenthal fue trasladado al hospital penitenciario por una sospecha de infarto, aunque suponemos que fingió los síntomas y en realidad está perfectamente sano. Allí consiguió reducir a sus vigilantes y a la doctora que lo atendía. Forzó un armario con uniformes médicos y, una vez más, se vistió de cirujano. Luego me referiré específicamente a los detalles de su huida, que sin duda dan testimonio de su inteligencia mortal, en el sentido más literal de la palabra».
En ese momento, ella comprendió a quién pertenecía aquella sombra que, junto con el vapor de la ducha, había llegado hasta la cama. Un hombre recién aseado, tan solo con una toalla en la cintura, al que sería muy fácil imaginar en un velero si llevara ropa de navegación en vez de estar medio desnudo.
«Por desgracia debo informarles de que, en su huida, el Cirujano también secuestró a una…».
En mitad de la frase, el hombre bajó el sonido.
—¿Quién es usted? —preguntó ella, aunque acababa de oír su nombre varias veces.
Su voz sonaba mitad ronca y mitad susurrante. Notó que se le hinchaban las aletas de la nariz y se le tensaban los mú