Central Park

Guillaume Musso

Fragmento

cap-2

1

ALICE

Creo que en todo hombre hay otro hombre. Un desconocido, un Conspirador, un Zorro.

STEPHEN KING

Primero el soplo vivo y cortante del viento que azota un rostro.

El rumor ligero de las hojas. El murmullo distante de un riachuelo. El piar discreto de los pájaros. Los primeros rayos del sol que se adivinan a través del velo de párpados todavía cerrados.

Luego el crujido de las ramas. El olor de la tierra mojada. El de las hojas en descomposición. Las notas amaderadas y potentes del liquen gris.

Más lejos, un zumbido indefinido, onírico, disonante.

Alice Schäfer abrió los ojos con dificultad. La luz del amanecer la cegaba, el rocío de la mañana impregnaba su ropa. Empapada de sudor helado, tiritaba. Tenía la garganta seca y un fuerte sabor de ceniza en la boca. Sus articulaciones estaban doloridas; sus miembros, anquilosados; su mente, embotada.

Cuando se incorporó, tomó conciencia de que estaba tumbada en un banco rústico de madera sin pulir. Estupefacta, descubrió de pronto que el cuerpo macizo y robusto de un hombre estaba encogido contra su costado, descargando todo su peso sobre ella.

Alice reprimió un grito y su ritmo cardíaco se aceleró de golpe. Al intentar apartarse, cayó al suelo y se levantó de inmediato. Fue entonces cuando se percató de que su mano derecha estaba esposada a la muñeca izquierda del desconocido. Retrocedió instintivamente, pero el hombre permaneció inmóvil.

«¡Mierda!»

El corazón le dio un vuelco. Una mirada al reloj: el cristal de su viejo Patek estaba rayado, pero el mecanismo seguía funcionando y el calendario perpetuo indicaba: martes 8 de octubre, ocho de la mañana.

«Pero ¿dónde diablos estoy?», se preguntó, secándose con la manga el sudor de la cara.

Miró a su alrededor para situarse. Se encontraba en el corazón de un bosque otoñal, un sotobosque fresco y denso de vegetación variada. Un claro agreste y silencioso rodeado de robles, matorrales espesos y salientes rocosos. Nadie en las inmediaciones, lo cual, en vista de las circunstancias, sin duda era preferible.

Alice levantó los ojos. La luz era hermosa, suave, casi irreal. Unos copos brillaban a través de las ramas de un olmo inmenso y resplandeciente cuyas raíces perforaban una alfombra de hojas húmedas.

«¿El bosque de Rambouillet? ¿El de Fontainebleau? ¿El de Vincennes?», aventuró mentalmente.

Un cuadro impresionista de tarjeta postal cuya serenidad contrastaba con la violencia de ese despertar surrealista al lado de un absoluto desconocido.

Con prudencia, se inclinó hacia delante para verle mejor la cara. Era la de un hombre entre treinta y cinco y cuarenta años, de cabello castaño revuelto y barba incipiente.

«¿Un cadáver?»

Se arrodilló y le puso tres dedos sobre el cuello, a la derecha de la nuez. El pulso que notó presionando la arteria carótida la tranquilizó. El tipo estaba inconsciente, pero no muerto. Lo observó con calma. ¿Lo conocía? ¿Podía ser un granuja al que había metido entre rejas? ¿Un amigo de la infancia al que no reconocía? No, esas facciones no le decían absolutamente nada.

Alice se apartó unos mechones rubios que le caían por delante de los ojos y miró las manillas que la unían a aquel individuo. Eran un modelo estándar de doble seguridad utilizado por numerosos cuerpos de policía y servicios de seguridad privada de todo el mundo. Era incluso muy probable que se tratara de las suyas. Alice buscó en el bolsillo de los vaqueros confiando en encontrar allí la llave.

No estaba. En cambio, notó la forma de un revólver metido en el bolsillo interior de la cazadora de piel. Creyendo que era su arma reglamentaria, cerró los dedos con alivio en torno a la culata. Pero no era el Sig Sauer que utilizaban los policías de la Brigada Criminal. Se trataba de una Glock 22 de polímero cuya procedencia ignoraba. Quiso comprobar el cargador, pero no era nada fácil con una mano trabada. Aun así, lo consiguió a costa de algunas contorsiones, procurando no despertar al desconocido. Estaba claro que faltaba una bala. Mientras manejaba la pistola, se dio cuenta de que la culata estaba manchada de sangre seca. Se abrió del todo la cazadora y descubrió también unas manchas de hemoglobina coagulada en la blusa.

«¡Joder! Pero ¿qué he hecho?»

Alice se frotó los párpados con la mano libre. Una migraña lacerante irradiaba ahora en sus sienes, como si una tenaza invisible le comprimiera el cráneo. Respiró hondo para dar salida al miedo y trató de agrupar sus recuerdos.

La noche anterior se había ido de marcha con tres amigas por los Campos Elíseos. Había bebido mucho, encadenando una copa tras otra en diferentes coctelerías: el Moonlight, el Treizième Étage, el Londonderry... Las cuatro chicas se habían despedido hacia las doce. Ella había ido sola hasta su coche, estacionado en el aparcamiento subterráneo de la avenue Franklin-Roosevelt, luego...

Un agujero negro. Un velo de algodón envolvía su mente. Su cerebro daba vueltas en el vacío. Su memoria estaba paralizada, congelada, bloqueada en esa última imagen.

«¡Vamos, haz un esfuerzo, joder! ¿Qué pasó después?»

Se veía claramente pagando en uno de los cajeros automáticos y bajando la escalera hacia el tercer sótano. Había pimplado demasiado, eso era indudable. A trancas y barrancas, había llegado hasta su pequeño Audi, había abierto la puerta, se había sentado al volante y...

Nada más.

Por más que intentaba concentrarse, un muro de ladrillos blancos le impedía acceder a sus recuerdos. El Muro de Adriano se alzaba ante su reflexión, toda la Gran Muralla China, frente a unas tentativas vanas.

Tragó saliva. Su nivel de pánico aumentó. Ese bosque, la sangre en su blusa, esa arma que no era la suya... No se trataba de una simple resaca al día siguiente de una juerga. Si no se acordaba de cómo había ido a parar allí, seguro que era porque la habían drogado. ¡Quizá un tarado le había echado éxtasis líquido en la copa! Era muy posible: como policía, en los últimos años se había enfrentado a varios casos relacionados con la droga de la violación. Guardó esa idea en un rincón de su cabeza y empezó a vaciar sus bolsillos: su cartera y su carnet de policía habían desaparecido. Tampoco llevaba encima ningún otro documento de identidad, ni dinero, ni teléfono móvil.

La angustia se sumó al miedo.

Una rama crujió e hizo salir volando a una bandada de currucas. Algunas hojas rojizas se arremolinaron en el aire y le rozaron la cara a Alice. Con la mano izquierda, la chica se subió la cremallera de la cazadora mientras sujetaba la parte de arriba con la barbilla. Fue entonces cuando vio en la palma de su mano algo escrito con bolígrafo, una serie de números anotados deprisa y corriendo, como una chuleta de colegial que estuviera a punto de borrarse:

2125558900

¿A qué correspondían esas cifras? ¿Era ella quien las había escrito? «Es posible, pero no seguro...», consideró, mirando la letra.

Cerró los ojos un breve instante, desamparada y asustada.

Se negó a perder la entereza. Era más que evidente que esa noche había tenido lugar un suceso grave. Pero, si no guardaba ningún recuerdo de ese episodio, el hombre al que estaba encadenada iba a refrescarle rápidamente la memoria. Al menos eso era lo que

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