Santuario

William Faulkner

Fragmento

 Indice

Índice

Portadilla

Índice

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Capítulo XXXI

Notas

Sobre el autor

Créditos

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I

 

 

 

 

Desde detrás de la hilera de arbustos que rodeaba el manantial, Popeye contempló al hombre que bebía. Una senda apenas marcada llevaba desde el camino hasta el manantial. Popeye había visto cómo el forastero —delgado y alto, sin sombrero, con unos gastados pantalones grises de franela y una chaqueta de tweed cruzada sobre el brazo— avanzaba por la senda y se arrodillaba para beber.

El manantial brotaba al pie de un haya y corría después sobre un fondo de arena que formaba remolinos y ondulaciones. Estaba rodeado por una espesa vegetación de cañas y brezos, de cipreses y árboles de goma donde la luz del sol, sin origen visible, yacía, quebrada en mil reflejos. En algún sitio, escondido e imposible de precisar y, sin embargo, cercano, un pájaro cantó tres notas para callar luego.

En el manantial, el forastero inclinó el rostro hacia los rotos reflejos multiplicados de su propio beber. Al erguirse de nuevo, aunque no había oído el menor ruido, vio aparecer entre ellos, también hecho añicos, el sombrero de paja de Popeye.

Frente a él, al otro lado del manantial, se hallaba un hombre de estatura por debajo de lo normal, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, y un cigarrillo sesgado, que formaba un ángulo agudo con su barbilla. Llevaba un traje negro, con la chaqueta, de talle alto, muy ajustada. Se había remangado los pantalones con una sola vuelta y estaban manchados de barro; lo mismo les sucedía a los zapatos. Su rostro presentaba un extraño color exangüe, como iluminado por una luz eléctrica; enmarcado por aquel soleado silencio, con el sombrero ladeado y los brazos levemente separados del cuerpo, tenía esa desagradable falta de profundidad de la hojalata en relieve.

Tras él, el pájaro cantó de nuevo: tres compases monótonamente repetidos; un sonido profundo y sin sentido que surgía de un silencio bostezante y lleno de paz que daba la impresión de aislar aquel lugar y del que un momento después brotó el ruido de un automóvil que pasaba por la carretera y que acabó perdiéndose a lo lejos.

El hombre que había bebido siguió arrodillado.

—Supongo que lleva una pistola en ese bolsillo —dijo.

Desde la orilla opuesta Popeye dio la impresión de contemplarlo con dos negros botones de goma blanda.

—Soy yo el que hace las preguntas —dijo Popeye—. ¿Qué es eso que tiene en el bolsillo?

El otro llevaba aún la chaqueta cruzada sobre el brazo. Levantó hacia ella la mano libre: del bolsillo izquierdo sobresalía un aplastado sombrero de fieltro y del derecho un libro.

—¿Qué bolsillo? —dijo.

—No lo saque —respondió Popeye—. Dígame qué es.

La mano del forastero se detuvo en el aire.

—Es un libro.

—¿Qué libro? —dijo Popeye.

—Un libro cualquiera. De los que lee la gente. Algunas personas, al menos.

—¿Lee usted libros? —preguntó Popeye.

La mano del otro se había inmovilizado por encima de la chaqueta. Los dos hombres se contemplaron desde los lados del manantial. La tenue columna de humo del cigarrillo, formando espirales delante del rostro de Popeye, le obligó a torcer la mitad de la cara, creando una máscara tallada en dos expresiones simultáneas.

Del bolsillo de detrás del pantalón Popeye sacó un pañuelo sucio y lo extendió en el suelo detrás de sus talones. Luego se sentó con las piernas cruzadas, frente por frente del forastero. Iban a dar las cuatro de la tarde de un día de mayo. Permanecieron así, uno frente a otro, por espacio de dos horas. De cuando en cuando el pájaro cantaba en el pantano, como si se tratara del mecanismo de un reloj; dos veces más, automóviles invisibles pasaron por la carretera y el ruido terminó perdiéndose a lo lejos. El pájaro cantó de nuevo.

—Y, por supuesto, no sabe cómo se llama —dijo el forastero—. No creo que sea usted capaz de reconocer ningún pájaro, como no sea alguno que esté cantando en su jaula en el vestíbulo de un hotel o se lo sirvan en un plato a cuatro dólares la pieza.

Popeye no dijo nada. Siguió sentado con su ajustado traje negro, el bolsillo derecho de la chaqueta pesadamente abultado contra el costado, retorciendo y estrujando los cigarrillos entre sus manos delicadas, demasiado femeninas, y escupiendo en el manantial. Su piel tenía una palidez oscura, como de muerto. La nariz era vagamente aquilina pero le faltaba por completo el mentón. Su cara, sencillamente, dejaba de existir, como el rostro de un muñeco de cera olvidado demasiado cerca del fuego. Una cadena de platino le cruzaba el pecho de un bolsillo a otro del chaleco, semejante a un hilo de telaraña.

—Oiga —dijo el otro—. Me llamo Horace Benbow. Soy abogado y trabajo en Kinston. Antes vivía en Jefferson y hacia allí me dirijo. Toda la gente del condado le dirá que soy inofensivo. Si se trata de

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