El club Dumas

Arturo Pérez-Reverte

Fragmento

libro-2

Treinta años después

Hace tres décadas que no piso el bar de Makarova. Es demasiado tiempo, pero siempre sostuve que debe evitarse volver a lugares donde se fue feliz. Después de todo, aquellos extraños días, o esas páginas entonces aún extrañas para mí, cambiaron mucho mi vida. Y, aunque en todo este tiempo apenas supe de sus protagonistas principales o secundarios, cuando recibí la invitación sentí una punzada de melancolía. Y desde luego, mucha curiosidad:

«Tres cortes se dieron en la carne pagana, y el filo para la ballena blanca adquirió su temple.» Te esperamos donde siempre.

Firmado: La Hermandad de Arponeros de Nantucket

El papel de la nota era de un —deliberado, es la palabra exacta— azul pálido con fina cuadrícula bajo las palabras escritas con tinta negra, en una caligrafía pequeña y picuda. En el ángulo superior izquierdo advertí la curiosa marca de agua, más que previsible, de los hermanos Ceniza, que en la vida real —suponiendo diferencia entre una y otra— se llamaron hermanos Raso, con taller de encuadernación en la calle Moratín de Madrid. Elemental, naturalmente. Al fin y al cabo me llamo Boris Balkan y una vez traduje La Cartuja de Parma. También tuve la oportunidad de contar, a modo de esquivo Watson, la historia folletinesca de El club Dumas.

Aún tenía tiempo, así que decidí dar un paseo hasta el bar. Antes de cerrar la puerta y teclear el código de seguridad eché un último vistazo a la biblioteca en sombras. Todo parecía equívocamente normal. Los libros se alineaban en los estantes y Rafael Sabatini me observaba guasón desde la fotografía enmarcada de mi escritorio. «Nació con el don de la risa», recordé, y eso me llevó a la tarde lejana en que conocí a Lucas Corso, sentado ahí mismo con sus gafas torcidas, su gabán enorme, los zapatos sin lustrar y aquel aire de tipo desamparado, de ésos a quienes los hombres ofrecen tabaco, los camareros invitan a una copa extra y las mujeres sienten deseos de adoptar en el acto sin imaginar que, cuando obtenga lo que desea, apenas tendrás tiempo de verlo alejarse galopando en la distancia, con nuevas muescas en su navaja.

Sonreí, recordando a Corso. Esa tarde que tantas cosas cambió, el cazador de libros venía con el manuscrito de Dumas bajo el brazo y una sonrisa novelesca; no la de Scaramouche, consciente de que el mundo estaba loco y tal era su único patrimonio, sino la de uno de esos detectives de Hammett o Chandler: una especie de lobo despiadado y flaco. Me pregunté qué habría sido de él en todos estos años. Tal vez, concluí, tuvo la suerte de encontrar por fin el Audubon o el Poliphilo que lo hicieran millonario, aunque incluso así me costaba imaginar a Corso envejeciendo en la rutina de cine en familia los sábados y barbacoa con amigos los domingos. Por desgracia el tiempo no siempre reconoce a los suyos, ahora casi nadie lee, los millonarios como Varo Borja no gastan su dinero en incunables, y las librerías elegantes de la rue Bonaparte de París hace tiempo que se transformaron en Starbucks con free wifi. El mundo de ahora no parece lugar apropiado para los bibliófilos mercenarios como Lucas Corso.

Crucé la calle hacia el Retiro. Muy cerca, en uno de los elegantes edificios de miradores emplomados con vistas al parque, solía vivir Liana Taillefer: aquella seductora Milady posmoderna que nos tuvo a todos en tensión durante nuestra tormentosa historia dumasiana. Alguien me dijo que ahora empleaba la herencia de su difunto esposo en autopublicarse novelas policiacas escritas sin talento, pero con mucho público y presentación mediática en festivales literarios organizados a golpe de cheque, bótox y minifalda sobre un cuerpo esculpido en clínicas de Marbella.

Como si un pensamiento condujese a otro y éste al mundo real, o tal vez fuese al contrario, un automóvil Jaguar negro pasó despacio junto a la acera, deteniéndose unos metros más allá con los intermitentes encendidos. Moría la tarde, y la creciente oscuridad convertía en una silueta imprecisa a quien lo ocupara. De pronto se abrió la portezuela, bajó el conductor y cruzó delante de mí, sin mirarme, perdiéndose en el interior de uno de los edificios. Era moreno, con bigote, y una cicatriz pálida y familiar le surcaba una mejilla de arriba abajo. No puede ser, pensé sorprendido, que me esté siguiendo el mismísimo Rochefort. Me detuve para echar un rápido vistazo al interior del coche. En el asiento trasero, una anciana con aspecto de miss Marple esotérica charlaba con un caballero elegante, delgado, con aspecto de librero del Chiado lisboeta. Me miraron un momento y sonrieron, enigmáticos. No estaba en los sótanos de Meung en una noche lúgubre, pero sentí un escalofrío. Que me condene, pensé, si no son la baronesa Ungern y el bibliófilo Victor Fargas. Se complica la trama, pensé recordando el maldito Libro de las Nueve Puertas del Reino de las Sombras, al impresor Torchia, Venecia y las hogueras de la Inquisición. También, naturalmente, a ella: Irene Adler. La Mujer, querido Watson. El mismísimo diablo enamorado, que ahora tendría unos espléndidos cuarenta años largos y seguiría mirando a los hombres y a los héroes como sólo saben mirar los ángeles caídos.

A modo de advertencia, o estímulo, experimenté una sensación de cosquilleo idéntica a la que siento cada vez que visito la librería anticuaria de mi querido Luis Bardón. Miré el reloj y aceleré el paso con extraña alegría mientras recordaba las palabras del viejo Azorín: «Entre todas las alegrías, la absurda es la más alegre». Con eso en la cabeza y a punto de llegar al bar de Makarova, caí en la cuenta de que el otro miembro de la Hermandad de Arponeros de Nantucket tendría que acudir a la cita: Flavio La Ponte, el coqueto y pulcro amigo de Corso, siempre atento a las mujeres guapas y las frases breves en la conversación, con mucho punto y seguido. Tan inclinado, siempre, a seducir a la clientela femenina en la trastienda de su librería de la calle Mayor, donde guardaba los clásicos eróticos. Treinta años después, pensé, La Ponte estará calvo, felizmente casado y será padre de tres niños rubios y bajitos como él. Sic transit.

Ya a pocos pasos del bar de Makarova, me detuve presa de un temor súbito. ¿Y si todos han cambiado tanto que no los reconozco? ¿Y si ese mundo para mí felicísimo de El club Dumas no ha resistido el paso del tiempo que todo lo destruye, y la vejez de los héroes se ha transformado en una cadena melancólica de anécdotas pasadas, hipotecas y matrimonios desgraciados húmedos de cerveza?

¡Al diablo!, concluí —y nunca mejor dicho—. He recorrido un camino muy largo y no voy a renunciar a saber lo que somos treinta años después, y sobre todo a recordar lo que fuimos. Si es verdad que la vida nunca termina las historias con recursos de novela gótica, lo cierto es que en ese momento me daba exactamente igual el tiempo transcurrido y los estragos ocasionados. ¿Acaso por envejecer pierden las novelas su misterio, o los seres humanos su biografía?

*

Al filo de la madrugada, Makarova nos invitó a irnos de allí. Todavía nos demoramos un poco, como si temiéramos perdernos unos a otros de nuevo y para siempre. Al cabo, después de pagar yo las tres últimas rondas, nos despedimos hasta la próxima vez. Había valido la pena y prometimos repetir. Llegué a casa sin sueño y me pareció una ocasión perfecta para concluir con el viejo rito, así que bajé a l

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