El ahogado del Támesis (Inspector Thomas Pitt 5)

Anne Perry

Fragmento

Capítulo 1

1

El inspector Pitt se estremeció y contempló la escena con aspecto triste mientras el sargento Froggatt levantaba la tapa de la cloaca, descubriendo la abertura que había debajo. Unos escalones de hierro conducían hacia un abismo de piedra donde resonaban la corriente y el goteo distante del agua. ¿Se imaginó Pitt el ruido de las garras de las ratas al moverse?

Una ráfaga de aire húmedo ascendió desde la profundidad, y Pitt percibió inmediatamente el acre olor que provenía del fondo. Pensó en el laberinto de túneles y escaleras, las miríadas de distintos niveles, y aún más túneles formados por ladrillos legamosos que se extendían bajo la ciudad de Londres y se llevaban los desechos y los desperdicios.

—Aquí abajo, señor —dijo Froggatt apenado—. Ahí encontraron el cuerpo. Todo esto resulta raro, muy raro.

—Cierto —asintió Pitt, ajustándose más la bufanda alrededor del cuello.

Aunque solo era principios de septiembre, el inspector tenía frío. Las calles de Bluegate Fields rezumaban un aire malsano y olían a pobreza y miseria humana. El lugar había sido en otra época un barrio próspero, lleno de casas altas y elegantes, zona de residencia de mercaderes. En la actualidad era uno de los barrios portuarios más peligrosos de Inglaterra, y Pitt estaba a punto de descender a las alcantarillas para examinar un cadáver que había aparecido junto a las enormes compuertas que cortaban las mareas del Támesis.

—¡Muy bien!

Froggatt se apartó, determinado a no ser el primero en entrar al agujero abierto, camino de las cavernas húmedas y oscuras.

Pitt se acercó resignado al borde del orificio, se agarró a los escalones y empezó a bajar con cuidado. Mientras las tinieblas se cernían sobre él, el agua que corría por un nivel inferior se oyó más claramente. Pitt olfateó el líquido viciado, sepultado, añejo. Froggatt inició también el descenso, dejando un par de escalones de distancia entre los pies de él y las manos de Pitt.

Al llegar a las losas mojadas del fondo, Pitt se reacomodó el abrigo en los hombros y se volvió para buscar al encargado de la limpieza del alcantarillado que había comunicado el descubrimiento. Estaba allí, entre las sombras, y presentaba sus mismos colores y contornos borrosos. El individuo era bajo y de nariz puntiaguda. Vestía unos pantalones remendados con trozos de otras prendas y ceñidos a la cintura con una cuerda. Blandía un palo largo con un gancho en la punta y alrededor de las caderas llevaba una bolsa grande de arpillera. Estaba habituado a la oscuridad, los muros eternamente goteantes, el olor y las distantes correrías de las ratas. Quizá había visto tantas muestras de lo trágico, lo primitivo y lo obsceno de la vida humana que ya nada le sorprendía. En aquellos momentos su rostro no reflejaba ninguna expresión aparte de un natural recelo hacia la policía y cierto sentido de su propia importancia, dado que las cloacas eran su dominio.

—Viene a recoger el cuerpo, ¿no? —Estiró el cuello para comprobar la estatura de Pitt—. Es muy extraño. No debe hacer mucho tiempo que el muerto está aquí; de lo contrario, las ratas hubiesen dado cuenta de él. No presenta mordeduras. Me pregunto quién habrá sido capaz de una cosa así.

Al parecer, se trataba de una pregunta retórica, ya que el hombre, en lugar de esperar una respuesta, se volvió y se alejó corriendo por el enorme túnel. A Pitt le recordó a un pequeño roedor corriendo por los adoquines mojados. Froggatt siguió a los dos, ajustándose el sombrero hongo hasta las orejas y chapoteando ruidosamente con los chanclos.

Al doblar una esquina, se encontraron frente a las grandes compuertas del río, cerradas contra la marea ascendente.

—¡Ahí! —anunció el individuo con autoridad, y señaló el cuerpo pálido que yacía de costado tan modestamente como era posible. El cadáver estaba desnudo por completo, tumbado sobre las piedras negras, al lado del canal.

Pitt se sobresaltó. Nadie le había advertido de que el muerto careciese de la decencia que habitualmente proporciona la ropa ni fuese tan joven. La piel era lisa y suave, apenas un discreto bozo en las mejillas. El estómago plano, los hombros pequeños. Pitt se arrodilló, olvidándose de los ladrillos legamosos.

—El fanal, Froggatt —pidió el inspector—. ¡Tráigalo aquí, hombre! ¡Aguántelo firme!

Resultaba injusto enfadarse con Froggatt, pero la muerte, sobre todo cuando se trataba de un fallecimiento inútil y patético, siempre lo afectaba de ese modo.

Pitt giró el cuerpo con suavidad. El muchacho no tendría más de quince o dieciséis años. Los rasgos aún no se le habían formado por completo. El pelo, aunque estaba mojado y sucio, debía de ser rubio y ondulado, un poco más largo que el usual. A los veinte hubiese sido un chico guapo, cuando la cara hubiese tenido tiempo de madurar. En aquellos momentos, el chaval había palidecido, un poco hinchado de agua, y sus ojos claros estaban abiertos.

Pero la suciedad solo era superficial; bajo las ropas, se notaba que había recibido buenos cuidados. No se apreciaba la mugre arraigada de aquellos que no se lavan y se ponen las mismas prendas un mes seguido. El chico era delgado; pero se trataba únicamente de la naturaleza de la juventud, no el azote del hambre.

Pitt le cogió una mano y la examinó. La flojedad no era solo debida a la flaccidez de la muerte. La piel no presentaba callos, ni ampollas, ni restos de mugre como la de un zapatero remendón, un trapero o un barrendero. Las uñas estaban limpias y bien cortadas.

Seguro que el muchacho no procedía de la pobreza irritante y opresora de Bluegate Fields. Pero ¿por qué iba desnudo?

Pitt miró al limpiador de las cloacas.

—¿Aquí abajo las corrientes son suficientemente fuertes para despojar a una persona de sus ropas? —preguntó—. ¿Acaso si estuviera debatiéndose, ahogándose?

—Lo dudo. —El hombre sacudió la cabeza—. Quizá en invierno, cuando llueve mucho. Pero no ahora. En cualquier caso, las botas no se saldrían. El cuerpo no debe hacer mucho que está aquí, de lo contrario las ratas se habrían encargado de él. Un par de años atrás, el hijo de otro limpiador resbaló y se ahogó; los roedores lo devoraron hasta dejarlo en los huesos.

—¿Cuánto cree usted?

El individuo meditó unos instantes, permitiendo a Pitt saborear su pericia antes de contestar.

—Unas horas —dijo al fin—. Depende de por dónde cayera. De todas formas, pocas horas. La corriente no se lleva unas botas. Las botas siguen puestas.

Pitt debería haber pensado en ese detalle.

—¿Encontró ropas? —preguntó, aunque no estaba seguro de si podía esperar una respuesta sincera.

Cada limpiador tenía su propio tramo de canal, celosamente vigilado. No resultaba un trabajo tan absorbente como la organización de un sufragio. La recompensa consistía en las cosas que se acumulaban bajo las rejas: monedas, a veces de oro, y alguna que o

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