La larga marcha

Stephen King

Fragmento

STEPHEN KING

HABLA SOBRE LAS NOVELAS QUE PUBLICÓ

CON EL SEUDÓNIMO DE

RICHARD BACHMAN

«Entre 1977 y 1984 publiqué cinco novelas con el seudónimo de Richard Bachman –acaba de confesar Stephen King–. Hubo dos razones por las cuales al fin me relacionaron con Bachman: en primer lugar, porque los cuatro libros iniciales estaban dedicados a personas próximas a mí, y en segundo lugar, porque mi nombre apareció en los formularios del registro de propiedad de uno de los libros. Ahora la gente me pregunta por qué lo hice, y aparentemente no tengo respuestas muy satisfactorias. Por suerte, no he matado a nadie, ¿verdad?»

Mientras King firmaba unas novelas con su nombre auténtico, y otras con un seudónimo, también tenía conciencia de que su promedio de obras publicadas superaba los límites de lo normal. En el prólogo que escribió para una edición conjunta de cuatro novelas de «Richard Bachman», Stephen King explicó: «Las cifras habían llegado a una cota muy elevada. Eso influyó. A veces me siento como si hubiera plantado un modesto paquete de palabras y hubiese visto crecer una especie de planta mágica… o un jardín descontrolado de libros (¡MÁS DE CUARENTA MILLONES DE EJEMPLARES EN CIRCULACIÓN!, como se complace en proclamar mi editor).»

King ha adjudicado precisamente a su editor el nacimiento de «Richard Bachman», y lo ha hecho con una alegoría típicamente hilarante y desenfadada: «Yo no creía estar saturando el mercado como Stephen King… pero mis editores sí lo pensaban. Bachman se convirtió en un elemento de transacción, para ellos y para mí. Mis “editores de Stephen King” se comportaron como una esposa frígida que sólo desea entregarse una o dos veces al año, y que le pide a su marido permanentemente cachondo que se busque una prostituta de lujo. Era a Bachman a quien yo recurría cuando necesitaba desahogarme. Sin embargo, eso no explica por qué experimentaba la incesante necesidad de publicar lo que escribía aunque no precisara dinero.»

Stephen King considera que sus novelas firmadas con seudónimo son sinceras: «Por lo menos, las escribí con el corazón, y con una energía que ahora sólo puedo imaginar en sueños.» Y añade, para terminar, que quizá habría publicado las cinco novelas con su propio nombre «si hubiera conocido un poco mejor el mundo editorial… Sólo las publiqué entonces (y permito que se reediten ahora) porque siguen siendo mis amigas».

PRIMERA PARTE

LA SALIDA

1

Diga la palabra secreta y ganará cien dólares. George, ¿quiénes son nuestros primeros concursantes? ¿George…? ¿Estás ahí, George?

GROUCHO MARX
Apueste su vida

Un viejo Ford azul se detuvo esa mañana en el aparcamiento vigilado, con el aspecto de un perrillo cansado tras una larga carrera. Uno de los vigilantes, un joven inexpresivo con un uniforme caqui y los correspondientes correajes, pidió que le mostraran la tarjeta azul de identidad. El muchacho que iba sentado en el asiento trasero entregó la tarjeta de plástico a su madre, que se la dio al vigilante. Éste la introdujo en una terminal de ordenador que parecía fuera de lugar en aquel apacible paisaje rural. La terminal engulló el plástico y la pantalla se iluminó:

GARRATY, RAYMOND DAVIS

RD. 1 POWNAL MAINE

ANDROSGOGGIN COUNTY

NÚMERO ID. 49-801-89

OK-OK-OK

El vigilante pulsó otra tecla y todo desapareció de la pantalla, quedando de nuevo limpia y vacía, con su color verdusco. Después hizo un gesto de que el coche podía pasar.

–¿No nos devuelven la tarjeta? –preguntó la madre–. ¿No…?

–No, mamá –respondió Garraty con tono paciente.

–Pues no me gusta –añadió la mujer, mientras detenía el coche en un sitio libre.

Llevaba repitiendo esa frase desde que habían emprendido el camino en la oscuridad, a las dos de la madrugada. En realidad, la había murmurado por lo bajo durante todo el trayecto.

–No te preocupes –dijo el muchacho, mirando alrededor con una confusa mezcla de expectación y temor. Bajó del coche antes casi de que el motor lanzara su último jadeo asmático.

Garraty era un joven alto, de buena complexión, y llevaba una descolorida chaqueta militar para protegerse del frío en aquella mañana primaveral. Su reloj marcaba las ocho en punto.

La madre también era alta, pero demasiado delgada. Sus pechos eran apenas unas leves protuberancias. Su mirada era insegura y errática, como afectada por una profunda conmoción, y su expresión era la de un inválido. Su cabello pelirrojo se había despeinado bajo el puñado de horquillas que supuestamente debía mantenerlo en su sitio. Sus ropas colgaban desmañadamente de su cuerpo, como si acabase de perder varios kilos.

–Ray –murmuró con aquel susurro de conspiración que él había llegado a temer–. Ray, escucha…

El muchacho bajó la cabeza y fingió arreglarse la camisa. Uno de los vigilantes estaba comiendo una ración militar de alimentos concentrados directamente de la lata, mientras leía un cómic. Unas gotas de salsa de judías le bajaban por la comisura de los labios. Garraty contempló al vigilante y pensó por enésima vez: Esto es real. Y ahora, por fin, la idea empezó a cobrar una forma concreta.

–Todavía estás a tiempo de cambiar de idea…

El miedo y la expectación le formaron un nudo en el estómago.

–No, ya no queda tiempo –replicó–. La fecha límite de retirada era ayer.

Todavía con voz de conspiradora, la madre insistió:

–Ellos lo comprenderán. Sé que lo harán. El Comandante…

–El Comandante… –le interrumpió Garraty, mientras observaba el gesto desesperado de su madre–. Ya sabes lo q

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