El valle de los leones

Ken Follett

Fragmento

1

Los hombres que querían matar a Ahmet Yilmaz eran personas serias. Se trataba de estudiantes turcos exiliados que vivían en París. Habían matado a un agregado de la embajada de su país, así como colocado una bomba e incendiado la casa de un alto ejecutivo de las Líneas Aéreas turcas. Eligieron a Yilmaz como su blanco inmediato porque constituía un importante apoyo para la dictadura militar y porque vivía, convenientemente, en París.

Tanto su hogar como su oficina estaban bien protegidos, y se desplazaba en un Mercedes blindado, pero todos los hombres tienen alguna debilidad, según opinaban los estudiantes, y esa debilidad suele ser el sexo. En el caso de Yilmaz tenían razón. Un par de semanas de vigilancia les reveló que Yilmaz solía salir de su casa dos o tres noches cada semana, conduciendo la camioneta Renault que sus criados utilizaban para las compras, y se dirigía a un callejón del Distrito Quince para visitar a una hermosa joven turca que estaba enamorada de él.

Los estudiantes decidieron colocar una bomba en el Renault mientras Yilmaz se divertía.

Sabían dónde conseguir los explosivos: Pepe Gozzi, tratante de armas, era uno de los muchos hijos del «padrino» Mémé Gozzi. Las vendía a cualquiera, pero prefería los clientes políticos pues, según admitía alegremente, «los idealistas pagaban precios más altos». Había ayudado a los estudiantes turcos en sus dos atentados anteriores.

Sin embargo, había un inconveniente en el plan de la bomba en el vehículo: Yilmaz solía marcharse solo de casa de la chica en el Renault, pero no siempre. A veces la llevaba a cenar, en otras ocasiones, ella salía en el automóvil y regresaba media hora después cargada de pan, fruta, queso y vino, evidentemente para celebrar una fiesta íntima. De vez en cuando, Yilmaz regresaba a su casa en taxi y la chica se quedaba con el coche durante un par de días. Como todos los terroristas, los estudiantes eran románticos, y se mostraban reacios a arriesgarse a matar a una mujer hermosa cuyo único crimen era el fácilmente excusable de amar a un hombre que no la merecía.

Discutieron el problema democráticamente. Tomaban todas las decisiones por votación y no reconocían líderes, aunque había uno entre ellos cuya fuerte personalidad se imponía a los demás. Se llamaba Rahmi Coskum, y era un hombre joven, atractivo y apasionado, con un poblado bigote y cierta luz de iluminado en sus ojos. Su energía y decisión habían impulsado los dos proyectos anteriores hasta el fin, a pesar de los problemas y los riesgos. Rahmi propuso consultar con un experto en bombas.

Al principio, la idea no sedujo a los otros. ¿En quién podían confiar?, se preguntaron. Rahmi sugirió a Ellis Thaler, un americano que se llamaba a sí mismo poeta pero que, de hecho, se ganaba la vida dando lecciones de inglés y había aprendido todo lo que sabía sobre explosivos mientras luchaba en la guerra de Vietnam. Rahmi le había conocido hacía un año más o menos: habían trabajado juntos en un periódico revolucionario de escaso éxito llamado Caos, y juntos también habían organizado una lectura de poemas a fin de recoger fondos destinados a la Organización para la Liberación de Palestina. Ellis parecía comprender la ira de Rahmi ante lo que estaba ocurriendo en Turquía y su odio hacia los bárbaros que lo llevaban a cabo. Algunos de los otros estudiantes también conocían a Ellis: había sido visto en varias manifestaciones, y ellos habían supuesto que se trataba de un estudiante graduado o un joven profesor. Sin embargo, se mostraban reacios a que participase en la operación una persona no turca, pero Rahmi había insistido, hasta que finalmente dieron su consentimiento.

Ellis dio la solución a su problema enseguida: la bomba tendría que llevar un mecanismo de control remoto. Rahmi debía sentarse junto a una ventana, frente al apartamento de la chica o en un coche aparcado en la calle, sin dejar de vigilar el Renault. En su mano habría un pequeño radiotransmisor del tamaño de un paquete de cigarrillos, como los utilizados para abrir las puertas automáticas en los garajes. Si Yilmaz se metía solo en su coche, Rahmi apretaría el botón del transmisor, y una señal de radio activaría un interruptor en la bomba. Ésta se activaría y estallaría tan pronto como Yilmaz pusiera el motor en marcha. Pero si era la chica quien entraba en el vehículo, Rahmi no presionaría el botón y ella podría alejarse con su bendita ignorancia. La bomba estaría segura hasta que fuese conectada.

–Si no se aprieta el botón, no hay explosión –comentó Ellis.

A Rahmi le gustó la idea y preguntó a Ellis si quería colaborar con Pepe Gozzi en la construcción de la bomba.

–Claro –respondió Ellis.

Surgió entonces otro inconveniente.

–Tengo un amigo –dijo Rahmi– que quiere conoceros a los dos, Ellis y Pepe. A decir verdad, debe conoceros, ya que de lo contrario no hay trato. Él es el amigo que nos proporciona el dinero para explosivos, coches, sobornos, armas y todo lo demás.

–¿Por qué quiere conocernos? –inquirió Ellis.

–Desea asegurarse de que la bomba funcionará y quiere estar seguro de poder confiar en vosotros –respondió Rahmi con aire ausente–. Todo lo que tenéis que hacer es traerle la bomba, explicarle cómo funcionará, estrecharle la mano y permitirle que os mire a los ojos directamente. ¿Es eso pedir demasiado por parte del hombre que está haciendo posible todo el asunto?

–Por mí, de acuerdo –dijo Ellis.

Pepe dudaba. Quería el dinero que pudiera sacar del trato, del mismo modo que el cerdo siempre quiere comer en su artesa, pero le contrariaba conocer caras nuevas.

–Escucha –dijo Ellis, tratando de razonar con Pepe–. Estos grupos de estudiantes florecen y se marchitan como la mimosa en primavera, y Rahmi seguro que desaparecerá muy pronto; pero si conoces a su «amigo», podrás seguir haciendo negocios cuando Rahmi se haya marchado.

–Tienes razón –convino Pepe, que no era ningún genio pero era capaz de apreciar la esencia de un negocio si se le explicaba con sencillez.

Ellis informó a Rahmi de que Pepe estaba de acuerdo, y Rahmi concertó una entrevista para el domingo siguiente.

Aquella mañana Ellis despertó en la cama de Jane. Lo hizo de pronto, sintiéndose asustado, como si hubiera sufrido una pesadilla. Al cabo de un momento, recordó el motivo de su inquietud.

Miró el reloj. Era temprano. Revisó el plan mentalmente. Si todo iba bien, ese día obtendría el triunfal fruto de más de un año de paciente y cuidadoso trabajo. Además, podría compartir ese triunfo con Jane, si él continuaba con vida al terminar el día, por supuesto.

Volvió la cabeza para contemplarla, moviéndose con cuidado a fin de no despertarla. El corazón le dio un brinco, como le ocurría cada vez que admiraba su rostro. Jane yacía de espaldas, con su naricilla respingona señalando el techo y su negro cabello esparcido por la almohada como el ala desplegada de un pájaro. Contempló la ancha boca de labios carnosos, que tan a menudo y con tanta exquisitez le besaban. La luz del sol primaveral revelaba el fino vello rubio de sus mejillas, «su barba», decía ella, cuando Ellis bromeaba al respecto.

Era un goce extraño poder verla así, en reposo, con el rostro relajado y en paz. Por lo general, Jane estaba animada, solía reír, arrugar la nariz, hacer muecas, mostrando sorpresa, escepticismo o compasión. Su expresión más corriente era una mueca maliciosa, como la de un muchacho travieso que acabase de realizar una broma especialmente diabólica. Sólo cuando estaba durmiendo o pensando en algo con suma concentración, podía vérsela de esa manera. Sin embargo, en tales ocasiones él la amaba especialmente, porque al encontrarse desprevenida e inconsciente, su apariencia insinuaba la lánguida sensualidad que ardía bajo la superficie, como un fuego lento y ardiente bajo tierra. Al contemplarla de esa forma, sus manos ansiaban desesperadamente tocarla.

Eso había sorprendido a Ellis. El día que la conoció, poco después de llegar a París, Jane le había parecido la típica metomentodo que solía encontrar entre los jóvenes y los radicales de las capitales, en los comités y organizando campañas contra el apartheid o en favor del desarme nuclear, conduciendo marchas de protesta por El Salvador y la contaminación del agua, recogiendo dinero para los hambrientos del Chad o intentando promocionar a un joven talento director de cine. Jane atraía a la gente por su extraordinaria hermosura, los seducía con su encanto y les contagiaba energía con su entusiasmo. Había quedado con ella un par de veces, sólo por el placer de contemplar a una bella muchacha devorando un filete. Pero un buen día, sin apenas recordar cómo sucedió, Ellis había descubierto que dentro de aquella excitante muchacha vivía una mujer apasionada, y se había enamorado de ella.

Recorrió el pequeño apartamento con la mirada. Observó con placer las posesiones personales de Jane: una bonita lámpara hecha con un pequeño jarrón chino; una estantería de libros sobre economía y la pobreza mundial; un enorme sofá blando en el que uno se hundía; una fotografía de su padre (un hombre atractivo que lucía una americana cruzada), tomada con toda probabilidad a principios de los años sesenta; una pequeña copa de plata que Jane había ganado con su poni Dandelion y fechada en 1971, hacía diez años. Ella tenía trece años en aquel entonces, pensó Ellis, y yo veintitrés. Mientras Jane ganaba concursos de ponis en Hampshire, yo me encontraba en Laos, diseminando minas antipersona a lo largo de la línea Hô Chi Minh.

Cuando vio el apartamento por primera vez, casi un año antes, ella acababa de instalarse allí procedente de los suburbios, y estaba casi vacío: era un pequeño ático con la cocina en una alcoba, una ducha dentro de un armario y un retrete al final del vestíbulo. Sin embargo, ella había convertido aquel sucio lugar en un nido alegre. Jane ganaba un buen salario como intérprete, traduciendo al inglés del francés y el ruso, pero su alquiler resultaba caro, ya que el apartamento se encontraba cerca del boulevard Saint-Michel, de modo que había comprado con cautela, ahorrando el dinero justo para la mesa de ébano, la cabecera de cama antigua y la alfombra Tabriz. Jane era lo que el padre de Ellis llamaría una dama con clase. Te hubiera gustado, padre, pensó Ellis. Te hubieras vuelto loco con ella.

Se volvió de lado para mirarla, y aquel movimiento la despertó, como él sabía que ocurriría. Por un instante sus grandes ojos azules miraron al techo. Después dirigió la mirada hacia Ellis, le sonrió y rodó a sus brazos.

–Hola –murmuró, y él la besó.

De inmediato tuvo una erección. Permanecieron juntos un rato, medio adormilados, besándose de vez en cuando. De pronto, ella pasó una pierna por encima de la cadera de Ellis y comenzaron a hacer el amor lánguidamente, sin hablar.

Al principio, cuando se convirtieron en amantes y comenzaron a hacer el amor por la mañana y por la noche, y a menudo también a media tarde, Ellis supuso que semejante ardor no duraría, y que al cabo de pocos días, o tal vez en un par de semanas, la novedad habría desaparecido y volverían al promedio estadístico de dos veces por semana, o cualquiera que fuese. Un año después seguían haciendo el amor como pareja en luna de miel.

Jane se puso encima de él, dejando que el peso de su cuerpo reposara sobre el de Ellis. Su piel húmeda se pegó a la de él. Ellis rodeó su pequeño cuerpo con los brazos y la penetró profundamente. Jane supo que a él le llegaba el orgasmo y alzó la cabeza para mirarle. Justo antes de sentir su furiosa embestida, Jane le besó en la boca. Luego ella lanzó un suave y discreto gemido, y él la dejó que terminase con un largo, suave y ondulante orgasmo. Jane permaneció encima de él, todavía medio dormida. Ellis le acarició el cabello.

Al cabo de un rato, ella se movió y murmuró:

–¿Sabes qué día es hoy?

–Domingo –contestó Ellis.

–Es tu domingo para preparar el almuerzo.

–No lo he olvidado.

–Bien.

Hubo una pausa.

–¿Qué vas a ofrecerme?

–Filete, patatas, guisantes, queso de cabra, fresas y nata.

Ella alzó la cabeza, riendo.

–¡Eso es lo que preparas siempre!

–No lo es. La última vez comimos judías.

–Y la vez anterior, que tú habías olvidado, comimos fuera. ¿Qué te parece si hubiera alguna variedad en tu cocina?

–Eh, un momento. El trato fue que cada uno de nosotros prepararía el almuerzo en domingos alternos. Nadie dijo nada sobre preparar un almuerzo diferente cada vez.

Jane se dejó caer de nuevo sobre él, fingiéndose derrotada.

Ese día Ellis debía ocuparse de un asunto y no había dejado de pensar en ello. Iba a necesitar la ayuda de Jane, y era el momento de pedírsela.

–He de encontrarme con Rahmi esta mañana –comenzó.

–De acuerdo. Me reuniré contigo en tu casa más tarde.

–Hay algo que podrías hacer por mí, si no te importa ir allí un poco antes.

–¿Qué he de hacer?

–Preparar el almuerzo. ¡No! ¡No! Bromeaba. Quisiera que me ayudases en una pequeña conspiración.

–Adelante –dijo ella.

–Hoy es el cumpleaños de Rahmi y su hermano Mustafá está en la ciudad, pero Rahmi no lo sabe. –Si esto da resultado, pensó Ellis, nunca más te mentiré–. Me gustaría que Mustafá se presentara en la fiesta de Rahmi por sorpresa. Pero necesito un cómplice.

–Acepto –dijo ella.

Rodó encima de Ellis y se sentó muy erguida, cruzando las piernas.

Sus pechos eran como manzanas, suaves, redondos y duros. La punta de sus cabellos cosquilleaba sus pezones.

–¿Qué tengo que hacer?

–Bueno, es muy sencillo. He de decirle a Mustafá dónde debe ir, pero Rahmi todavía no ha decidido el lugar donde comer. De modo que tengo que hacer llegar el mensaje a Mustafá en el último momento. Y, probablemente, Rahmi estará a mi lado cuando yo haga la llamada.

–¿Y cuál es la solución?

–Te llamaré a ti. Te diré algunas tonterías, pero mencionaré el lugar. Después llamas a Mustafá, le das la dirección y le indicas cómo puede llegar allí.

Al planearlo, todo parecía satisfactorio, mientras que al explicarlo resultaba totalmente increíble.

Sin embargo, Jane no parecía sospechar nada.

–Es bastante sencillo –dijo.

–Bien –respondió Ellis con rapidez, ocultando su alivio.

–Y después de llamar, ¿cuánto tardarás en llegar a casa?

–Menos de una hora. Quiero esperar y ver la sorpresa, pero me marcharé antes del almuerzo.

–Te han invitado a ti, pero a mí no –comentó Jane, molesta.

Ellis se encogió de hombros.

–Supongo que se trata de una celebración sólo para hombres.

Cogió el librito de notas que había sobre la mesilla de noche y escribió el número telefónico de Mustafá.

Jane saltó de la cama y cruzó la habitación hasta el armario de la ducha. Abrió la puerta y giró la llave del agua. Había cambiado de humor. Ya no sonreía.

–¿Qué es lo que te enfurece? –preguntó Ellis.

–No estoy furiosa –repuso ella–. A veces me desagrada cómo me tratan tus amigos.

–Pero ya sabes cómo son los turcos con respecto a las chicas.

–¡Eso es…, chicas! No les importan las mujeres respetables, pero yo soy una chica.

Ellis suspiró.

–No es propio de ti ofenderte por las actitudes prehistóricas de algunos chovinistas. ¿Qué estás intentando decirme en realidad?

Ella se quedó pensativa un momento, de pie, desnuda junto a la ducha, y estaba tan adorable que Ellis deseaba hacer de nuevo el amor.

–Supongo que estoy diciendo que no me gusta mi estatus –respondió Jane–. Estoy comprometida contigo, todo el mundo lo sabe. No me acuesto con nadie más, ni siquiera salgo con otros hombres, pero tú no estás comprometido conmigo. No vivimos juntos, no sé adónde vas ni qué haces la mayor parte del tiempo, nunca hemos sido presentados a nuestros padres respectivos… y la gente lo sabe, de modo que me tratan como a una mujerzuela.

–Creo que estás exagerando.

–Tú siempre dices lo mismo.

Entró en la ducha y cerró de un portazo. Ellis cogió su navaja de afeitar del cajón donde guardaba su estuche de viaje y comenzó a rasurarse la barba encima del fregadero de la cocina. Habían discutido sobre eso otras veces, y él sabía lo que había en el fondo del asunto: Jane quería que viviesen juntos.

Él también lo deseaba, por supuesto: quería casarse con ella y pasar juntos el resto de su vida. Pero tenía que esperar hasta que terminara la misión, y no podía decirle nada al respecto, de modo que se excusaba con tópicos que para ambos resultaban absurdos y falsos. Aquellas evasivas enfurecían a Jane, porque le parecía que un año era un plazo demasiado largo para amar a un hombre sin que él se comprometiera de alguna manera. Jane tenía razón, naturalmente, pero si todo iba bien, más tarde él podría enderezar la situación.

Acabó de afeitarse, envolvió su navaja en una toalla y la puso en su cajón. Jane salió de la ducha y él ocupó su lugar. No nos hablamos, pensó. Esto es una bobada.

Mientras él se duchaba, Jane preparó café. Ellis se vistió rápidamente con unos vaqueros descoloridos y una camiseta negra y se sentó frente a ella en la pequeña mesa de ébano. Jane le sirvió el café.

–Quiero hablar contigo –le dijo.

–De acuerdo –respondió él con rapidez–. Podemos hacerlo durante el almuerzo.

–¿Por qué ahora no?

–No tenemos tiempo.

–¿Es el cumpleaños de Rahmi más importante que nuestra relación?

–Por supuesto que no.

Ellis percibió la irritación en su propio tono, y una voz interior le advirtió que fuera amable si no quería perderla.

–Pero lo he prometido, y es importante que cumpla mis promesas. Además, me parece que no es tan importante que mantengamos esa conversación ahora o después.

Jane adoptó una expresión firme, testaruda, que Ellis ya conocía: aparecía cuando ella tomaba una decisión y alguien trataba de hacerle cambiar de idea.

–Es importante para mí que hablemos ¡ahora!

Por un instante, Ellis se sintió tentado de contarle la verdad. Pero no era el camino que había planeado. No disponía de tiempo, su mente estaba en otra cosa y no se encontraba preparado. Sería mucho mejor más tarde, cuando ambos estuvieran relajados y él pudiera contarle que su trabajo en París había acabado.

–Creo que esto es absurdo y no quiero seguir discutiendo –dijo–. Por favor, hablaremos después. Ahora tengo que marcharme.

Se levantó.

–Jean-Pierre me ha pedido que le acompañe a Afganistán –comentó ella, mientras Ellis se dirigía a la puerta.

Esa noticia era tan inesperada, que Ellis tuvo que pensar en ella un momento antes de comprender su sentido.

–¿Hablas en serio? –preguntó incrédulo.

–Claro que sí.

Ellis sabía que Jean-Pierre estaba enamorado de Jane, y lo mismo ocurría con otra media docena de hombres. Esa clase de problemas eran inevitables con una mujer como Jane. Ninguno de ellos son rivales serios, se dijo Ellis. Por lo menos, hasta este momento. Comenzó a recuperar la compostura e inquirió:

–¿Te gustaría visitar una zona de guerra?

–¡No es cosa de risa! –repuso Jane, indignada–. Estoy hablando de mi vida.

Ellis meneó la cabeza con incredulidad.

–Tú no puedes ir a Afganistán.

–¿Por qué no?

–Porque me amas.

–Lo cual no me pone a tu disposición.

Por lo menos ella no había dicho: «No, no te amo.» Ellis miró el reloj. Era ridículo: dentro de pocas horas le contaría a Jane todo lo que ella deseaba escuchar.

–No quiero hacerlo así –dijo Ellis–. Estamos hablando de nuestro futuro y ésa es una discusión que no puede ser precipitada.

–Yo no pienso esperar toda la vida.

–No te pido que lo hagas. Te estoy rogando que esperes sólo unas horas, nada más. –Le tocó la mejilla y añadió–: No nos peleemos por un poco de tiempo.

Ella se levantó y le besó en la boca.

–No te irás a Afganistán, ¿verdad? –preguntó Ellis.

–No lo sé –repuso ella.

–Por lo menos, no antes del almuerzo, cariño.

Ella le sonrió y asintió.

–No antes del almuerzo.

Ellis la miró un momento y después se marchó.

La amplia avenida de los Campos Elíseos estaba atestada de turistas y parisinos que habían salido a dar un paseo matinal, moviéndose como ovejas en el corral bajo el cálido sol de primavera y llenando las terrazas de los cafés. Ellis se quedó cerca del lugar convenido. Llevaba una mochila que había comprado en una tienda de material de viaje. Parecía un turista americano, viajando por Europa.

Deseó que Jane no hubiera escogido esa mañana para iniciar una discusión: la encontraría enfurruñada y de mal humor cuando él fuese más tarde. En tal caso, se vería obligado a tratar de calmarla durante un rato.

Intentó olvidarse de Jane y se concentró en la tarea que le esperaba.

Había dos posibilidades en cuanto a la identidad del «amigo» de Rahmi, el que financiaba el pequeño grupo terrorista. La primera era que se tratase de un turco rico, amante de la libertad, que hubiera decidido, por razones políticas o personales, que la violencia estaba justificada contra la dictadura militar y sus defensores. Si ése era el caso, Ellis se sentiría defraudado.

La segunda posibilidad era que se tratase de Boris, una figura legendaria en los círculos en que Ellis se movía, entre los estudiantes revolucionarios, los palestinos exiliados, los conferenciantes de política parciales, los editores de periódicos extremistas mal impresos, los anarquistas, los maoístas, los armenios y los militantes vegetarianos. Se decía que era un ruso, un hombre del KGB que deseaba patrocinar cualquier acto violento de izquierda en Occidente. Muchos dudaban de su existencia, sobre todo aquellos que habían intentado conseguir fondos de los rusos y habían fracasado. Pero de vez en cuando, Ellis había notado que algunos grupos, que durante meses no habían hecho más que quejarse de que no podían comprar una máquina fotocopiadora, de pronto dejaban de hablar de dinero para pasar a la acción. Poco después, se producía un secuestro o un atentado.

Sin duda los rusos financiaban grupos como los disidentes turcos: les era difícil resistirse a un modo tan barato y de tan bajo riesgo de provocar el caos. Además, Estados Unidos realizaba secuestros y asesinatos en América Central, y Ellis no podía imaginar que la Unión Soviética fuese más escrupulosa que su propio país. Y puesto que en esa línea de trabajo el dinero no se guardaba en cuentas bancarias ni se transmitía por télex, alguien tenía que entregar los billetes de banco. Así pues, la conclusión era obvia: Boris tenía que existir.

Ellis deseaba fervientemente conocerle.

Rahmi se presentó a las diez y media en punto. Lucía una camisa Lacoste de color rosa y unos pantalones pardos cuidadosamente planchados. Parecía nervioso. Dirigió una ardiente mirada hacia Ellis y después volvió la cabeza.

Ellis le siguió, permaneciendo a diez o quince metros detrás de él, tal como habían convenido previamente.

En una terraza próxima se hallaba sentada la figura musculosa, quizá demasiado pesada, de Pepe Gozzi, vestido con un traje de seda negra, como si hubiera ido a misa, lo que probablemente era así. En su regazo sostenía un enorme portafolios. Se levantó y echó a andar al lado de Ellis, de tal modo que cualquiera hubiera dudado de si iban juntos o separados.

Rahmi comenzó a subir la colina hacia el Arco de Triunfo.

Ellis vigilaba a Pepe de reojo. El corso tenía un instinto animal de conservación: con discreción, comprobaba si estaban siendo vigilados. Cuando cruzaba la calle o mientras esperaba en el semáforo miraba hacia atrás con total naturalidad, y de nuevo comprobaba si le seguían al pasar frente a una tienda en una esquina, donde veía la gente que había detrás de él reflejada en la luna del escaparate.

Ellis simpatizaba con Rahmi pero no con Pepe. Rahmi era sincero y de altos principios, y la gente que mataba probablemente merecían la muerte. Pepe era totalmente distinto. Él lo hacía por dinero, y porque era demasiado grosero y estúpido para sobrevivir en el mundo de los negocios legales.

Tres manzanas al este del Arco de Triunfo, Rahmi se metió por una calle lateral. Ellis y Pepe lo siguieron. Rahmi cruzó la calle y entró en el hotel Lancaster.

De modo que allí se celebraría la cita. Ellis confió en que el encuentro tuviera lugar en un bar o un restaurante del hotel: se sentiría más seguro en un lugar público.

El vestíbulo de mármol de la entrada resultaba frío comparado con el calor de la calle. Ellis se estremeció. Un camarero vestido de esmoquin miró sus pantalones vaqueros con desdén. Rahmi entró en un pequeño ascensor al fondo del vestíbulo. Así pues, se llevaría a cabo en una habitación del hotel. Ellis siguió a Rahmi al ascensor y Pepe también se apretujó dentro. Los nervios de Ellis estaban tensos como el alambre mientras subían. Bajaron en el cuarto piso y Rahmi los condujo hasta la habitación 41, en cuya puerta dio unos golpecitos.

Ellis intentaba que su rostro apareciera calmado e impasible.

La puerta se abrió con lentitud.

Era Boris. Ellis lo supo en cuanto le vio, sintiendo una viva emoción de triunfo y, al mismo tiempo, un estremecimiento frío de miedo. Parecía llevar escrita la palabra Moscú por toda su persona, desde su corte de pelo barato hasta sus zapatos sólidos y prácticos, y se adivinaba el estilo inconfundible del KGB en la mirada dura y el gesto brutal de su boca. Aquel hombre no era como Rahmi o Pepe; no se trataba de un idealista impulsivo ni de un repugnante mafioso. Boris era un terrorista profesional de corazón duro, que no dudaría en volarle la cabeza a cualquiera de los tres hombres que en ese momento tenía frente a él.

He estado buscándote desde hace largo tiempo, pensó Ellis.

Boris sostuvo la puerta abierta un momento, cubriendo su cuerpo mientras los observaba. Luego dio un paso atrás.

–Entrad –dijo en francés.

Penetraron en la salita de una suite. Estaba decorada con delicadeza, amueblada con sillas, mesas poco corrientes y un armario, que parecían antigüedades del siglo XVIII. Había un cartón de cigarrillos Marlboro y un litro de coñac libre de impuestos de aduana sobre una delicada mesita lateral. En el rincón más alejado una puerta medio abierta daba al dormitorio.

Las presentaciones de Rahmi fueron nerviosamente breves:

–Pepe, Ellis. Mi amigo.

Se trataba de un hombre de hombros anchos. Llevaba una camisa blanca con las mangas recogidas, mostrando unos antebrazos carnosos, cubiertos de vello. Sus pantalones de sarga azul eran demasiado gruesos para aquella temperatura. Del respaldo de una silla colgaba una chaqueta a cuadros negros y marrones, nada a juego con los pantalones azules.

Ellis dejó su mochila en el suelo y se sentó.

Boris indicó con un gesto la botella de coñac.

–¿Un trago? –preguntó.

Ellis no quería coñac a las once de la mañana.

–Sí, por favor… pero de café –pidió.

Boris le dedicó una mirada dura, hostil.

–Todos beberemos café –indicó.

Se dirigió hacia el teléfono. Está acostumbrado a que todo el mundo le tema, se dijo Ellis. No le ha gustado que yo le haya tratado como a un igual.

Resultaba evidente que Rahmi estaba asustado y se agitaba, ansioso, abrochando y desabrochando el botón superior de su polo rosa mientras el ruso llamaba al servicio de habitaciones.

Boris colgó el auricular y se dirigió a Pepe.

–Estoy encantado de conocerle –dijo en francés–. Creo que podemos ayudarnos mutuamente.

Pepe asintió sin hablar. Se sentó en una butaca de terciopelo, y su poderoso volumen embutido dentro del traje negro parecía extrañamente vulnerable comparado con el delicado mueble, como si éste pudiera romperle a él. Pepe tiene mucho en común con Boris, pensó Ellis. Ambos son fuertes, hombres crueles sin conciencia ni compasión. Si Pepe fuese ruso, estaría en el KGB; y si Boris fuese francés, estaría en la mafia.

–Enséñeme la bomba –dijo Boris.

Pepe abrió su portafolios. Estaba lleno de bloques, de unos tres centímetros de longitud y cuatro de anchura, de una sustancia amarillenta. Boris se arrodilló en la alfombra junto a la cartera y presionó con el dedo índice sobre uno de los bloques. La sustancia cedió como si fuese arcilla. Boris la olfateó.

–Supongo que esto es C3 –le dijo a Pepe, que asintió con un gesto–. ¿Dónde está el mecanismo?

–Ellis lo lleva en la mochila –indicó Rahmi.

–No, no lo llevo –repuso Ellis.

El silencio se adueñó de la habitación por un momento. Una expresión de pánico apareció en el rostro joven y atractivo de Rahmi.

–¿Qué quieres decir? –preguntó nervioso.

Su mirada asustada pasó de Ellis a Boris y luego de nuevo a Ellis.

–Me dijiste… Yo le dije a él que tú…

–Cállate –ordenó Boris con brusquedad.

Rahmi obedeció. Boris miró a Ellis con expectación, y éste comentó con falsa indiferencia:

–Temía que fuera una trampa, de modo que dejé el mecanismo en casa. Puede estar aquí dentro de unos minutos. Sólo he de hacer una llamada a mi chica.

Boris lo miró fijamente durante un momento. Ellis le devolvió la mirada con tanta frialdad como pudo. Finalmente Boris preguntó:

–¿Por qué pensaba que podía tratarse de una trampa?

Ellis decidió que, si intentaba justificarse, parecería que se ponía a la defensiva. De todos modos, era una pregunta estúpida. Asumió una actitud arrogante ante Boris, se encogió de hombros y no respondió.

Boris continuó escudriñándole. Finalmente fue el ruso quien habló.

–Yo haré la llamada –susurró.

A los labios de Ellis subía una protesta que ahogó. No había calculado aquel imprevisto. Con sumo cuidado, mantuvo su postura de no-me-importa-un-comino mientras se preguntaba furiosamente: ¿Cómo reaccionará Jane ante la voz de un extraño? ¿Y si ella no está allí? ¿Qué sucederá si ha decidido romper su promesa. Lamentó utilizarla como una salida, pero ya era demasiado tarde.

–Al parecer, es un hombre cuidadoso –dijo a Boris.

–También usted. ¿Cuál es su número de teléfono?

Él se lo dijo. Boris lo escribió en un bloc de notas que había junto al teléfono y luego comenzó a marcar.

Los otros esperaban en silencio.

–¡Hola! –dijo Boris–. Llamo en nombre de Ellis.

Quizá la voz desconocida no la sorprenda, pensó Ellis. De todos modos, ella espera una llamada absurda. «Mencionaré el lugar», le había dicho Ellis.

–¿Qué? –exclamó Boris con irritación.

Mierda, ¿qué le estará diciendo Jane ahora?, se preguntó Ellis.

–Sí, lo soy, pero eso no importa –repuso Boris–. Ellis quiere que traiga el mecanismo a la habitación cuarenta y uno del hotel Lancaster, en la calle de Berri.

Hubo otra pausa.

Sigue el juego, Jane, rogó Ellis en silencio.

–Sí, es un hotel muy agradable.

¡Deja de dar rodeos! Sólo dile a ese hombre que lo harás… ¡Por favor!

–Gracias –dijo Boris y añadió con sarcasmo–: Es muy amable.

Luego, colgó el auricular.

Ellis intentó aparentar que en todo momento había tenido la seguridad de que no surgiría problema alguno.

–Ella sabía que yo era ruso –comentó Boris–. ¿Cómo lo ha descubierto?

Por un instante, Ellis se quedó perplejo, pero después reaccionó y respondió:

–Es lingüista. Conoce los acentos.

–Mientras esperamos a esta tía, vamos a ver el dinero –intervino Pepe.

–De acuerdo.

Boris entró en el dormitorio, y Rahmi aprovechó el momento para susurrar a Ellis:

–¡Yo no sabía que ibas a hacer ese truco!

–Claro que no –repuso Ellis con fingida indiferencia–. Si lo hubieras sabido, no me hubiera servido de salvaguarda, ¿no es verdad?

Boris regresó con un gran sobre de color marrón y se lo entregó a Pepe. Éste lo abrió y comenzó a contar billetes de cien francos.

Boris desenvolvió el paquete de Marlboro y encendió un cigarrillo.

Ojalá Jane no espere para llamar a Mustafá, pensó Ellis. Hubiera debido decirle que era importante que pasara el mensaje de inmediato.

–Todo está ahí –dijo Pepe al cabo de un momento.

Volvió a meter el dinero dentro del sobre, lamió la pestaña, la pegó y lo dejó encima de una mesa.

Los cuatro hombres permanecieron en silencio durante unos minutos.

–¿A qué distancia vive usted? –preguntó Boris a Ellis.

–Quince minutos en moto.

En aquel momento alguien llamó a la puerta. Ellis se tensó.

–Conduce deprisa –comentó Boris, y abrió la puerta–. Café –dijo irritado, y volvió a su asiento.

Dos camareros empujaron una mesa con ruedas al interior de la habitación, se irguieron y, de pronto, los apuntaron con sus pistolas D MAB, arma que solían llevar los detectives franceses.

–¡Que nadie se mueva! –ordenó uno de ellos.

Ellis advirtió que Boris se preparaba para reaccionar. ¿Por qué habría dos detectives nada más? Si Rahmi cometía alguna estupidez y recibía un balazo, Boris y Pepe tendrían ocasión de reducir a los pistoleros.

En aquel momento la puerta del dormitorio se abrió y entraron otros dos hombres, también vestidos de camarero y armados como sus colegas.

En el rostro de Boris apareció un gesto de resignación.

Ellis se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración y lanzó un hondo suspiro.

Todo había terminado.

Un policía uniformado entró en la habitación.

–¡Una trampa! –exclamó Rahmi–. ¡Es una trampa!

–Cállate –dijo Boris, y de nuevo su áspera voz silenció a Rahmi. Luego se dirigió al oficial de policía–: Expreso mi más firme protesta ante este ultraje. Sírvase tomar nota de que…

El policía le dio un golpe en la boca con su puño enguantado.

Boris se tocó los labios y después miró la mancha de sangre que había en su mano. Su actitud cambió cuando se dio cuenta de que la situación era demasiado seria para librarse con sus jactancias.

–Recuerde mi cara –dijo al oficial de policía con voz gélida–. La verá otra vez.

–Pero ¿quién es el traidor? –gritó Rahmi–. ¿Quién nos ha traicionado?

–Él –repuso Boris, señalando a Ellis.

–¿Ellis? –preguntó Rahmi, perplejo.

–La llamada telefónica… –dijo Boris–. La dirección.

Rahmi observó a Ellis. Parecía muy ofendido.

Entraron más policías uniformados.

El oficial señaló a Pepe y dijo:

–Éste es Gozzi.

Dos policías esposaron a Pepe y se lo llevaron. El oficial miró a Boris.

–¿Quién eres tú? –inquirió.

–Me llamó Jan Hocht –respondió Boris con indiferencia–. Soy un ciudadano argentino…

–No te molestes –repuso el oficial con brusquedad–. Lleváoslo.

Se volvió hacia Rahmi.

–¿Y bien?

–¡No tengo nada que decir! –repuso Rahmi, con aire solemne.

El oficial hizo un gesto con la cabeza hacia Rahmi, que también fue esposado. Mientras se lo llevaban, Rahmi lanzó una fiera mirada a Ellis.

El portafolios de Pepe y el sobre lleno de billetes fueron envueltos en plástico. Un fotógrafo de la policía entró en la habitación e instaló un trípode.

El oficial se volvió hacia Ellis.

–Hay un Citroën DS estacionado frente al hotel… -dijo y añadió con vacilación–, señor.

Estoy de nuevo en el lado de la ley, pensó Ellis. Lástima que Rahmi sea mucho más cordial que este policía.

Bajó en el ascensor. En el vestíbulo del hotel el gerente, ataviado con su chaqueta negra y pantalones a rayas ofrecía una penosa expresión en su rostro, contemplando de pie, la llegada de más policías.

Ellis salió a la luz del sol. El Citroën negro estaba aparcado en el otro lado de la calle. Había un conductor y un pasajero en la parte trasera. Ellis subió al coche. El vehículo arrancó inmediatamente.

El pasajero se volvió hacia Ellis.

–Hola, John –lo saludó.

Ellis sonrió. Le resultaba extraño oír su propio nombre después de más de un año.

–¿Cómo estás, Bill? –preguntó.

–¡Aliviado! –exclamó Bill–. Durante trece meses sólo hemos recibido de ti demandas de dinero. Después llegó tu llamada urgente en que nos informabas que teníamos veinticuatro horas para preparar una patrulla de arresto local. Imagina lo que hemos tenido que hacer para convencer a los franceses de que lo hicieran sin contarles la razón. La patrulla tenía que estar lista por los alrededores de los Campos Elíseos, pero para conseguir la dirección exacta debíamos esperar la llamada de una mujer que preguntaría por Mustafá. ¡Y eso era todo lo que sabíamos!

–Era el único medio –dijo Ellis, excusándose.

–Bueno, no fue fácil, y ahora debo algunos favores importantes en esta ciudad, pero lo hemos conseguido. De modo que espero que me digas que ha valido la pena. ¿A quién hemos metido en el saco?

–El ruso es Boris –respondió Ellis.

Bill esbozó una amplia sonrisa.

–Serás hijo de perra… –dijo–. Has atrapado a Boris. No estarás bromeando, ¿verdad?

–No bromeo.

–¡Joder! Será mejor que se lo quite a los franceses antes de que imaginen quién es.

Ellis se encogió de hombros.

–De todos modos, nadie le sacará mucha información. Es el clásico devoto. Lo importante es que lo hemos apartado de la circulación. Se pasarán un par de años hasta que introduzcan un sustituto y el nuevo Boris haga sus contactos. Entretanto, hemos abortado su operación.

–Puedes apostar a que sí. Esto es sensacional.

–El corso es Pepe Gozzi, un tratante de armas –prosiguió Ellis–. Ha suministrado el material para casi todas las acciones terroristas en Francia durante los dos últimos años, y mucho más en otros países. A ése es al que hay que interrogar primero. Envía un detective francés para que hable con su padre, Mémé Gozzi, en Marsella. Presiento que te encontrarás con que al viejo nunca le gustó la idea de que la familia se viera involucrada en crímenes políticos. Ofrécele un trato: inmunidad para Pepe si éste declara contra todas las personas políticas a las que vendió armas, nada de criminales ordinarios. Méme se avendrá a ello, porque eso no cuenta como traición a los amigos. Y si Mémé está de acuerdo, Pepe lo hará. Los franceses pueden pasarse años haciendo juicios.

–Increíble. –Bill parecía asombrado–. En un día has atrapado probablemente a los dos mayores instigadores del terrorismo mundial.

–¿Un día? –dijo Ellis con una sonrisa–. He necesitado un año.

–Ha merecido la pena.

–El joven es Rahmi Coskum –informó Ellis, tratando de apresurarse, ya que había alguien más a quien necesitaba contar todo eso–. Rahmi y su grupo colocaron las bombas en las Líneas Aéreas turcas hace un par de meses y mataron a un agregado de la embajada antes de eso. Si puedes coger a todo el grupo, seguro que encontrarás evidencia forense.

–O la policía francesa les convencerá de que confiesen.

–Sí. Dame un lápiz y yo te escribiré los nombres y las direcciones.

–No es necesario –dijo Bill–. Vas a ponerme al corriente de todo en la embajada.

–No pienso volver a la embajada.

–Vamos, John, no luches contra el programa.

–Voy a darte esos nombres y tú tendrás toda la información realmente esencial, aunque esta tarde me atropelle un taxista francés loco. Si sobrevivo, mañana por la mañana nos encontraremos y te daré todos los detalles.

–¿Por qué esperar?

–Tengo una cita para almorzar.

Bill miró hacia el techo y dijo de mala gana:

–Supongo que te lo debemos.

–Estoy seguro.

–¿Quién es tu cita?

–Jane Lambert. El suyo fue uno de los nombres que me diste cuando me informaste al principio.

–Lo recuerdo. Te dije que si te ganabas su afecto, ella te presentaría a todos los revolucionarios locos, terroristas árabes, parásitos Baader-Meinhof y poetas vanguardistas de París.

–Y fue así, pero me enamoré de ella.

Bill adoptó el aspecto de un banquero de Connecticut que acaba de enterarse de que su hijo tiene intención de casarse con la hija de un millonario negro: no sabía si sentirse emocionado o asustado.

–¿Cómo es ella en realidad?

–No está loca, aunque tiene algunos amigos que sí lo están. ¿Qué puedo decirte? Es tan bonita como una pintura, brillante como un alfiler y cabezota como un asno. En fin, maravillosa. Es la mujer que he estado buscando durante toda mi vida.

–Bueno, comprendo que prefieras celebrarlo con ella y no conmigo. ¿Qué piensas hacer?

Ellis sonrió.

–Voy a abrir una botella de vino, freír un par de filetes, contarle que atrapo terroristas para ganarme la vida y pedirle que se case conmigo.

2

Jean-Pierre lanzó una mirada de compasión a la joven morena que estaba sentada frente a él.

–Creo que sé cómo te sientes –susurró con calor–. Recuerdo haber estado muy deprimido hacia el final de mi primer año en la facultad de medicina. Parece que te hubieran dado más información de la que un cerebro puede absorber y no sabes cómo solucionarlo a tiempo para los exámenes.

–Así es –convino ella asintiendo, a punto de echarse a llorar.

–Es una buena señal –añadió él, tranquilizándola–. Significa que estás dominando el curso. Quienes no se preocupan son los que fracasan.

–¿Lo crees así de verdad?

–Estoy seguro.

La muchacha lo miró con adoración. Apuesto a que te resulto más apetecible que el almuerzo, pensó él. La muchacha se movió ligeramente y el cuello de su jersey se abrió, mostrando el borde de encaje de su sujetador. Jean-Pierre se sintió tentado. En el ala este del hospital había un armario para ropa blanca que casi nunca era usado después de las nueve y media de la mañana. Él lo había aprovechado más de una vez. Se podía cerrar la puerta por dentro y tenderse encima de un montón blando de sábanas limpias…

La joven suspiró y se llevó un pedazo de carne a la boca. Cuando comenzó a masticar, Jean-Pierre perdió todo interés. Le disgustaba ver comer a la gente. De todos modos, sólo tenía que hacer un gesto para demostrar que podía seducirla, aunque en realidad no la deseaba. Era muy hermosa, con su cabello rizado y su tez broncínea; además

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