Buick 8, un coche perverso

Stephen King

Fragmento

Ahora: Sandy

AHORA: SANDY

El año después de quedarse huérfano de padre, el hijo de Curt Wilcox iba mucho por el cuartel (y cuando digo mucho es mucho), pero sin que le echara nadie, ni le preguntaran a qué puñeta volvía. Todos entendíamos su intención: no perder el recuerdo de su padre. De psicología del dolor sabemos mucho los polis; la mayoría, más de lo que nos gustaría.

Entonces Ned Wilcox asistía al último curso de secundaria en el instituto de Statler. Debía de haberse dado de baja del equipo de fútbol americano; a la hora de elegir prefirió nuestro cuerpo, Troop D. Parece raro que un adolescente elija hacer trabajitos sin cobrar y renuncie a los partidos del viernes por la noche y las fiestas del sábado por la noche, pero es lo que hizo. Dudo de que le convenciera alguno de nosotros, pero la decisión le granjeó nuestro respeto. Ned había decidido que ya era hora de no seguir jugando, y punto. Decisiones así no siempre saben tomarlas los adultos. Ned la tomó antes de tener edad para comprar alcohol. Por no poder, legalmente no podía ni comprarse tabaco. Yo creo que su padre habría estado orgulloso. No es que lo crea, es que lo sé.

Estando Ned tan a menudo en el cuartel, supongo que era inevitable que viera lo del cobertizo B y le preguntara a alguien qué era y por qué estaba allí dentro. A quien tenía más posibilidades de preguntárselo era a mí, que había sido el mejor amigo de su padre, al menos entre los que seguíamos en el cuerpo. Hasta es posible que tuviera ganas de que me lo preguntara. O te cura o te mata, como se decía antes. Démosle una buena dosis de satisfacción a este gato tan curioso.

Lo que le pasó a Curtis Wilcox fue muy sencillo. Se murió por culpa de un borracho veterano del condado, a quien conocía y había arrestado seis u ocho veces. El borracho, que se llamaba Bradley Roach, no quería hacer daño a nadie, como sucede normalmente entre borrachos. Claro que eso no te quita las ganas de patearles su culo dormido hasta Rocksburg.

A finales de una tarde calurosa de julio del año cero uno, Curtis paró a uno de esos camiones de dieciséis ruedas que viajan por todo el país. El conductor se había salido de la autopista porque tenía ganas de comer algo casero, no el típico Burger King o Taco Bell de la I-87. Curt estaba parado en la parte asfaltada de la gasolinera Jenny abandonada que hay en el cruce de la estatal 32 de Pensilvania y Humboldt Road; en el sitio exacto, por lo tanto, aunque con muchos años de diferencia, donde había aparecido en nuestra parte del universo conocido aquel maldito Buick Roadmaster. Se puede llamar coincidencia, aunque yo, que soy poli, no creo en las coincidencias, sino en las cadenas de hechos que se van haciendo más largas y frágiles hasta que las rompe la mala suerte o, sin ir más lejos, la mezquindad de las personas.

El padre de Ned siguió al camión porque tenía un neumático en mal estado. Al verlo pasar se dio cuenta de que le colgaba un trozo de goma de una de las ruedas traseras, como un molinete negro gigante. Camioneros independientes que tiren de recauchutaje hay los que quieras (la verdad es que yendo como va la gasolina casi no tienen más remedio), y a veces se les pelan y se cae el trozo. La interestatal está llena de cosas negras, o en la calzada o en los laterales, como si fueran pellejos de serpientes prehistóricas gigantes. Ir detrás de un vehículo en esas condiciones es peligroso, sobre todo en una carretera de dos carriles como la SR 32, el tramo de interestatal que va de Rocksburg a Statler; un trozo de carretera bonito, pero que no lo cuidan. Curt debía de querer que el camionero arreglase el neumático antes de que el trozo se soltara y acabase en la cara del siguiente conductor desprevenido. Dependiendo del tamaño, hasta podía romper el parabrisas. Aunque no se diera la circunstancia, el conductor que fuera detrás correría el peligro de quedarse en la cuneta, chocar con un árbol o, en caso extremo, saltarse el terraplén y acabar en el Redfern, cuyo cauce coincide punto por punto durante diez kilómetros con la 32.

Curt puso la sirena, y el camionero fue buen chico y paró. Curt aparcó justo detrás y, como paso previo, comunicó su 20 y la razón de haber parado al camión. Esperó la confirmación de Shirley. Luego salió y fue caminando hasta el camión.

Si hubiera ido directamente a donde se asomaba el conductor para mirarle, quizá en el día de hoy aún estuviera en el planeta Tierra, pero se paró a echarle un vistazo al trozo suelto de la rueda trasera exterior y hasta le pegó un tirón para ver si podía arrancarlo. El camionero lo vio todo, y declaró en el juzgado. Lo de pararse Curt fue el penúltimo eslabón de la cadena que llevó a su hijo a Troop D y acabó convirtiéndole en parte integrante de lo que somos. Para mí que el último fue que Bradley Roach se inclinara para coger otra lata del pack de seis que llevaba en el suelo de su Buick Regal (en efecto, otro Buick, que no el Buick; parece mentira, pero en los desastres y las historias de amor, vistos en retrospectiva, siempre se ve todo alineado como los planetas en las cartas de los astrólogos). Menos de un minuto después, Ned Wilcox y sus hermanas se habían quedado sin padre, y Michelle Wilcox sin marido.

El hijo de Curt empezó a rondar por el cuartel de Troop D a poco del entierro. Ese otoño yo llegaba para el turno de tres a once (o simplemente a ver cómo iba todo, porque siendo el perro que gobierna el trineo cualquiera se desentiende), y tenía muchas posibilidades de encontrarme al chaval antes que a nadie. Mientras sus amigos estaban en el campo Floyd B. Clouse, el de detrás del instituto, echándose un partido, practicando con los tackling dummies y haciendo chocar las palmas, Ned, con su chaqueta verde y oro del instituto bien abrochada, amontonaba hojas secas en el césped de delante del cuartel. Él me saludaba con la mano, y yo le devolvía el saludo: qué pasa, chaval. A veces, después de haber aparcado, salía a darle un poco de palique. Según cómo, me contaba las últimas tonterías de sus hermanas, pero aunque se riera le notabas el cariño que les tenía. Otras veces entraba por detrás y le preguntaba a Shirley cómo estaba el panorama. Sin Shirley Pasternak los cuerpos de seguridad del oeste de Pensilvania serían un desastre. Eso está más claro que el agua.

En invierno te encontrabas a Ned en el aparcamiento, donde los troopers, los polis del estado, aparcan sus vehículos personales, dándole al quitanieves. En principio se encargan los hermanos Dadier, dos granujillas de por aquí, pero Troop D está en zona amish, al borde de las Short Hills, y cuando hay una tormenta fuerte no sirve de casi nada haber pasado el quitanieves,

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