La mitad oscura

Stephen King

Fragmento

Prólogo

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—Rájalo —dijo Máquina—. Rájalo mientras estoy aquí mirando. Quiero ver cómo brota la sangre. No me lo hagas decir dos veces.

GEORGE STARK,
Vida de Máquina

La vida de las personas —su vida auténtica, en contraposición a la mera existencia física— empieza en momentos diferentes. La vida real de Thad Beaumont, un niño que había nacido y crecido en el barrio de Ridgeway de Bergenfield, New Jersey, empezó en 1960. Durante ese año le sucedieron dos cosas. La primera definió su vida; la segunda, casi terminó con ella. Thad Beaumont tenía por entonces once años.

En enero, envió un relato corto a un concurso literario patrocinado por la revista para adolescentes American Teen. En junio, recibió una carta de los editores de la revista en la que se le informaba que su trabajo había sido galardonado con una mención de honor en el apartado de ficción del concurso. La carta añadía que el jurado le habría otorgado el segundo premio si su ficha de inscripción no hubiera dejado constancia de que todavía le faltaban dos años para poderlo considerar un genuino «adolescente americano». Pese a ello, decían los editores, el relato, Junto a la casa de Marty, era un trabajo de extraordinaria madurez y merecía sus felicitaciones.

Dos semanas más tarde llegó un diploma de mérito de American Teen. Llegó por correo certificado, con acuse de recibo. El diploma llevaba escrito su nombre con una caligrafía inglesa tan enrevesada que apenas pudo descifrarlo, y un sello dorado en la parte inferior con el logotipo de American Teen en relieve: las siluetas de un chico con el pelo al cepillo y una chica con coleta de poni bailando un jitterbug.

La madre de Thad, un niño tranquilo y formal que no parecía enterarse nunca de nada y que solía tropezar con sus largos pies, abrazó a su hijo y le colmó de besos.

Su padre no pareció impresionado.

—Si el condenado cuento era tan bueno, ¿por qué no se lo han pagado? —gruñó desde las profundidades de su sillón.

—Glen…

—Está bien. Y a ver si ese Ernest Hemingway tuyo me trae una cerveza cuando termines de achucharlo.

La madre no dijo más, pero hizo enmarcar la primera carta y el diploma que siguió, pagando el trabajo con sus propios ahorros, y los colgó en la habitación del pequeño, sobre la cama. Cuando iba un pariente o alguna visita, ella les hacía entrar para que los vieran.

«Algún día Thad será un gran escritor», decía a todo el mundo. Siempre había presentido que a su hijo le esperaba algo grande, y aquella era la primera prueba. Thad sentía vergüenza al escuchar estos comentarios, pero quería demasiado a su madre para decírselo.

Avergonzado o no, el pequeño decidió que su madre estaba en lo cierto, al menos en parte. No sabía si llevaba dentro a un gran escritor pero, en cualquier caso, se dedicaría a escribir. ¿Por qué no? Se le daba bien y, lo que era más importante, disfrutaba haciéndolo.

Cuando las frases le salían redondas, se sentía de maravilla. Además, no siempre podrían negarle el dinero por un tecnicismo. No siempre tendría once años.

El segundo suceso importante que le ocurrió en 1960 empezó en agosto. Fue por entonces cuando se iniciaron los dolores de cabeza. Al principio no eran muy fuertes, pero cuando la escuela empezó de nuevo a primeros de septiembre, los dolores leves y latentes en las sienes y detrás de la frente se habían convertido ya en mórbidas y monstruosas agonías maratonianas. Cuando lo dominaban aquellos dolores de cabeza, lo único que podía hacer era quedarse en cama, con la habitación a oscuras, deseando la muerte. A finales de septiembre, Thad tenía la esperanza de morir; a mediados de octubre, el sufrimiento había aumentado hasta tal punto que el pequeño empezó a temer que no le sobreviniera la muerte.

La aparición de aquellas terribles jaquecas solía ir precedida por un sonido fantasmal que solo él oía; parecía el lejano piar de un millar de pájaros. A veces casi podía ver aquellos pájaros, que le parecían gorriones, apiñándose por docenas en los cables del teléfono y en los tejados como hacían en primavera y en otoño.

Su madre lo llevó a la consulta del doctor Seward.

El doctor le examinó los ojos con un oftalmoscopio y movió la cabeza en un gesto de negativa.

Después, echó las cortinas, apagó la luz e indicó a Thad que fijara la vista en un espacio vacío de la pared de la consulta. Tomó una linterna y la enfocó hacia ella, formando un brillante círculo luminoso, que apagó y encendió rápidamente varias veces mientras Thad lo miraba.

—¿Te sientes raro cuando ves esto, hijo?

Thad negó con un gesto.

—¿No te sientes aturdido, como si fueras a marearte?

Thad repitió el ademán.

—¿Hueles algo? ¿Como a fruta podrida o a trapos quemándose?

—No.

—¿Qué me dices de tus pájaros? ¿Los has oído mientras mirabas el parpadeo de la luz?

—No —insistió Thad, desconcertado.

—Son los nervios —refunfuñó más tarde su padre, mientras Thad aguardaba en la antesala—. Ese condenado crío es un manojo de nervios.

—Creo que es migraña —les dijo el doctor Seward—. No es corriente en una persona tan joven, pero existen antecedentes. Y el muchacho parece muy… intenso.

—Lo es —asintió Shayla Beaumont, no sin un tono de aprobación.

—Bien, tal vez algún día se encuentre algún remedio. Por ahora, me temo que tendrá que seguir padeciéndolas hasta que se le pasen.

—Sí, y nosotros con él —añadió Glen Beaumont.

Pero no se trataba de nervios ni de migrañas, y tampoco se le pasaron.

Cuatro días antes de la noche de Difuntos, Shayla Beaumont oyó que uno de los niños con los que Thad esperaba el autobús escolar cada mañana empezaba a gritar. Cuando se asomó a la ventana de la cocina, vio a su hijo tendido en medio del camino particular de la casa, preso de convulsiones. Junto a él estaba la fiambrera del almuerzo, con su contenido de fruta y bocadillos esparcido por la superficie asfaltada del camino. Shayla salió corriendo, hizo que los demás niños se apartaran y se quedó de pie junto a su hijo, impotente y temerosa de tocarlo.

Si el gran autobús amarillo que conducía el señor Reed hubiera tardado un poco más en llegar, Thad probablemente habría muerto allí mismo. Pero el señor Reed había sido enfermero en Corea y atinó a echar la cabeza del pequeño hacia atrás para desobstruir las vías respiratorias antes de que se asfixiara con su propia lengua. Thad fue conducido en ambulancia al hospital del condado de Bergenfield donde, casualmente, un doctor llamado Hugh Pritchard estaba en el servicio de urgencias —tomando un café e intercambiando mentiras sobre jugadas de golf con un amigo— cuando el chico ingresó. También casualmente, resultaba que Hugh Pritchard era el mejor neurólogo del estado de New Jers

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