Índice
El guardián de los arcanos
Prólogo
PRIMERA PARTE. El presente
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
SEGUNDA PARTE. Una semana después
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
TERCERA PARTE. Tres días después
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Capítulo 86
Glosario
Agradecimientos
Biografía
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
Prólogo
Templo de Jerusalén.
Agosto, año 70 de la Era Cristiana
Las cabezas volaron sobre la muralla del templo con un siseo, docenas de ellas, como una bandada de aves desmañadas, los ojos y la boca abiertos de par en par, con flecos de carne colgando del punto del cuello por donde se lo habían cercenado. Algunas cayeron en el Patio de las Mujeres; golpearon las losas ennegrecidas de hollín con un tamborileo rítmico, provocando que viejos y niños huyeran a la desbandada. Otras llegaron más lejos, pasaron sobre la puerta de Nicanor y aterrizaron en el Patio de Israel, donde diluviaron alrededor del gran Altar de los Holocaustos como gigantescas piedras de granizo. Unas pocas se estrellaron contra los muros y el techo del mismísimo Mishkan, el santuario situado en el corazón del complejo del templo, que dio la impresión de gemir y gruñir bajo el ataque, como víctima de un dolor físico.
—Miserables —gritó el niño con voz estrangulada, mientras lágrimas de desesperación se agolpaban en sus ojos azul zafiro—. ¡Malditos miserables romanos!
Desde el privilegiado lugar que ocupaba en lo alto de las murallas del templo, contempló la masa de legionarios que se movían como hormigas bajo él. Sus armas y sus corazas brillaban a la luz de los incendios. Sus gritos resonaban en la noche y se mezclaban con el silbido de las catapultas, el batir de los tambores, los chillidos de los agonizantes y, por encima de todo ello, el tronar sordo de los arietes, de modo que el niño tuvo la impresión de que el mundo se estaba partiendo en dos poco a poco.
—Ten piedad de mí, mi Señor —susurró, citando el salmo—, pues estoy angustiado. Mis ojos están devastados por el dolor, y también mi cuerpo y mi alma.
Durante seis meses, el cerco se había cerrado en torno a la ciudad hasta arrebatarle la vida. Desde sus posiciones iniciales en el monte de los Olivos y el monte Scopus, las cuatro legiones romanas, formadas por miles de soldados, habían avanzado de manera inexorable hacia el interior, derribando cada línea defensiva, repeliendo a los judíos, empujándolos hacia el centro. Habían muerto incontables defensores, aniquilados cuando intentaban contener los ataques, crucificados a lo largo de los muros de la ciudad y en todo el valle del Cedrón, donde se habían congregado tantos buitres que ocultaban el sol. El olor de la muerte lo dominaba todo: un hedor corrosivo y omnipresente que quemaba las ventanas de la nariz como una llama.
Nueve días antes había caído la fortaleza Antonia. Seis días después, los patios exteriores y las columnatas del recinto del templo. Ahora solo permanecía en pie la parte interior fortificada, donde se apretujaban como peces en un barril los que quedaban de la en otro tiempo orgullosa población: sucios, famélicos, forzados a comer ratas y cuero, y a beber su propia orina, tan grande era su sed. Aun así seguían luchando frenéticamente, sin esperanza, arrojando piedras y vigas de madera ardiendo contra los atacantes; en ocasiones hacían una salida para expulsar a los romanos de los patios exteriores y eran rechazados con pérdidas terribles. Los dos hermanos mayores del muchacho habían muerto en la última intentona, despedazados cuando intentaban derribar una máquina de asedio romana. Sus cabezas mutiladas bien podían contarse entre las que eran catapultadas sobre las murallas.
—Vivat Titus! Vincet Roma! Vivat Titus!
Las voces de los romanos ascendieron como una ola sonora, aclamando a su general, Tito, hijo del emperador Vespasiano. A lo largo de los parapetos, los defensores intentaron contrarrestar los cánticos, proclamando a voz en grito los nombres de sus líderes, Juan de Gischala y Simón Bar-Giora. No obstante, sus voces apenas se oían, porque tenían la boca seca y los pulmones, débiles: en todo caso, les costaba vitorear con entusiasmo a unos hombres que, según se rumoreaba, ya habían cerrado un trato con los romanos para salvar la vida. Se mantuvieron firmes medio minuto, y después sus voces se fueron apagando poco a poco.
El muchacho extrajo una piedra del bolsillo de su túnica y empezó a chuparla para intentar olvidar la sed. Se llamaba David y era hijo de Judá el vinatero. Antes de la gran revuelta, su familia poseía unos viñedos en las colinas con bancales de las afueras de Belén. Sus uvas de color rubí producían el vino más ligero y dulce jamás saboreado, como la luz del sol en una mañana de primavera, como la brisa fresca que soplaba en los bosquecillos de tamarindos. Cuando llegaba el verano, el muchacho ayudaba en la cosecha y pisaba las uvas; reía al sentir la fruta aplastada bajo sus pies, el zumo que manchaba de rojo sangre sus piernas. Ahora que