Detonación
Reinosa, martes 2 de septiembre de 1975. 2.35 h
La mujer irrumpió en el recibidor de la casona con el camisón manchado de sangre y el rostro contraído por el espanto. Sin perder un segundo, se abalanzó sobre el teléfono que reposaba en la cómoda y comenzó a marcar.
Jadeaba. Aunque había dejado abierta la puerta principal, desde su posición no podía ver lo que ocurría fuera y temía que en cualquier momento se produjera una nueva detonación. Se estremeció al pensar en el cadáver del señor Orduña, en la bala que le había atravesado el pecho. A él ya no podrían salvarlo, pero a los demás…
Uno, dos, tres. Los tonos se sucedían sin que nadie descolgara. Miró a su alrededor con desesperación y empezó a gritar. Necesitaba ayuda. Ya.
Al fin, una voz masculina y ligeramente somnolienta se elevó al otro lado de la línea:
—Guardia Civil de…
—¡Han matado a Lorenzo Orduña! ¡Lo han matado! —chilló la mujer.
—Perdone, ¿qué…?
—¡Le han disparado! ¡Aquí, en la casona! Soy Mercedes, la cocinera.
Se oyó un respingo y, después, el estrépito de una silla al ser arrastrada.
—¡Rápido! Dígame qué ha pasado —le ordenó el hombre.
—Ha sido Somoza —gimió ella—. Le ha pegado un tiro…
—¿Guillermo Somoza?
—¡Sí, tiene un revólver! ¡Dense prisa, por favor!
—Entonces ¿sigue allí? ¿Somoza sigue allí?
La mujer tragó saliva.
—Sí, está en los jardines, herido… Se ha caído al escalar el muro. Y hay otro hombre… —musitó angustiada.
—¿Con él?
—No, en la calle. ¡Lo he visto en el portón! ¡Vengan ya, por Dios!
—¿Se encuentra a salvo?
—Yo sí, pero mis compañeros… Ellos están fuera. Con Somoza.
—No se mueva de ahí.
PRIMERA PARTE
1
La chica
Madrid, mañana del viernes 23 de noviembre de 2007
Treinta y dos años después del crimen
Seis minutos. Ese era el tiempo que Daniel llevaba mirando a la chica que dormía en su cama. Desquiciado, con los puños apretados y las uñas perforándole la palma de las manos, a duras penas lograba contener el grito de rabia que le subía por la garganta. Ya había revisado varias veces las mesillas de noche, había peinado cada centímetro de la habitación e incluso había ido a la cocina a comprobar el contenido del cubo de la basura, sin resultado. Sabía que debía despertarla, que solo así podría despejar la duda que lo atormentaba, y sin embargo…
Miedo. Eso era lo que lo paralizaba. Miedo a la muchacha y al riesgo que suponía, porque si esa desconocida confirmaba lo que parecía evidente, su vida podría dar un vuelco, el vuelco que tanto había procurado evitar y que no estaba dispuesto a aceptar.
Sacudió la cabeza, asqueado de sí mismo, y la observó una vez más. Iluminada por los rayos de sol que se filtraban por las persianas entreabiertas, respiraba de forma plácida y una leve sonrisa presidía sus sueños. Tenía el pelo oscuro y la nariz afilada, y en su rostro no se adivinaba arruga alguna. A juzgar por su aspecto, no debía de superar los veinticinco años. Y estaba desnuda.
Desvió la vista al suelo. Al pie de la cama descansaba la ropa de la chica y, en lo alto del montón, un sujetador negro de encaje y un tanga a juego acapararon toda su atención. El cuerpo le tembló al tragarse un resoplido de frustración. ¿Por qué no se limitó a tomarse una copa en aquel local de mala muerte y luego se marchó a casa?
En realidad, apenas conseguía evocar lo sucedido la noche anterior. En la memoria conservaba imágenes difusas que lo situaban acodado en la barra de un bar de Malasaña. Recordaba haber estado de charla con uno de los camareros y que, animado por el alcohol, incluso se atrevió a hablarle de todo el sufrimiento que le había legado su padre, de aquella herencia envenenada que recibió cuando tan solo era un niño. Sin embargo, a partir de ahí la secuencia de la velada se desvanecía en su mente entre una neblina densa e impenetrable, como el humo de un antiguo expreso.
Se pasó la mano por la frente con una fuerza excesiva, casi arañándose, y dirigió la mirada a su derecha, al armario empotrado donde Marta guardaba antes sus vestidos. La puerta corredera de madera ocultaba el interior, pero era consciente de que, si la desplazara, dentro solo hallaría una barra metálica, aire y polvo en suspensión; ni una sola prenda.
Marta se lo había llevado todo hacía dos semanas, cuando lo abandonó. Aquel día, a la hora de comer, él se vio obligado a confesarle la mentira que llevaba sosteniendo durante años y, por la tarde, al volver del trabajo, se la encontró esperándolo en el vestíbulo, con las maletas preparadas. No hubo manera de hacerle cambiar de opinión. Entre gritos, Marta le dejó claro que ya no tenían nada más que hablar, que no quería volver a verlo en la vida, y se marchó. «Para siempre». Esas fueron sus palabras al despedirse, y eso era lo que a él más le dolía: que no hubiera dejado resquicio alguno para la reconciliación. Nada. Desde la ruptura, la había telefoneado más de seis veces, pero Marta había rechazado todas y cada una de las llamadas, sin piedad. No había vuelto a saber nada de ella.
Inspiró hondo. Era verdad que Marta no se merecía el trato que le había dado y que, en cierto modo, la había utilizado. Eso no podía negarlo. Y, sin embargo, estaba plenamente convencido de que, de haber sido sincero con ella desde el principio, también la habría perdido, del mismo modo que ahora, para siempre.
No ignoraba que era difícil ponerse en su lugar. Al fin y al cabo, nadie más tenía que lidiar con recuerdos como los suyos; nadie más tenía que comprender lo que significaban, ni lo que pesaban, pero aun así…
«Asesino».
Esa palabra lo había marcado para el resto de sus días.
Nada había vuelto a ser igual desde la madrugada del 2 de septiembre de 1975, cuando, sin que pudiera sospecharlo, su mundo saltó por los aires.
2
Un accidente
Reinosa, madrugada del martes 2 de septiembre de 1975
Una hora y media después del crimen
Pasaban unos minutos de las cuatro cuando un fuerte estrépito, como de algo que acabara de romperse en mil pedazos, lo despertó.
Desorientado, se incorporó de golpe. El resplandor de las farolas que se colaba en la habitación indicaba que aún era de noche, y en la calle el vendaval que se había levantado esa tarde seguía soplando con ímpetu. Aguardó unos segundos sentado en la cama, expectante, pero no percibió nada más. Se dijo que tal vez el ruido que lo había sobresaltado no fuese más que el aullido del viento, o quizá algo que se había caído fuera, y comenzó a deslizarse de nuevo entre las sábanas. Justo entonces oyó un lamento a lo lejos, dentro del piso, y alzó la cabeza de la almohada, atento. Se le ocurrió que quizá se tratara de sus padres. Hacía varios meses que se peleaban a menudo, aunque casi nunca en mitad de la noche. Arrastrado por la incertidumbre, se calzó las pantuflas y salió a investigar.
En el pasillo las luces estaban apagadas, pero al dar unos pasos logró distinguir al fondo una figura de aproximadamente metro y medio que parecía estar escuchando a hurtadillas, con la cabeza pegada a la puerta de la cocina. Dedujo que se trataba de su hermano, un chico regordete, con el rostro redondo y sonrosado y el pelo castaño y cortado al estilo casco. Tenía nueve años, uno más que Daniel.
—Ramón, ¿qué haces? —siseó mientras se aproximaba a él con cautela.
Del susto, a Ramón se le escapó un chillido. La puerta se abrió de inmediato, y el abuelo Julián se asomó con semblante de preocupación. Era un hombre de sesenta años, cuerpo raquítico, nariz puntiaguda y cabellos ralos. Detrás apareció la abuela Amparo, de la misma edad, bajita, de facciones suaves y con melena negra y rizada, quien, nada más verlos, se llevó las manos a la boca.
—Dios mío. ¿Cuánto lleváis ahí?
Daniel los observó sorprendido, sin entender qué hacían allí a esas horas.
—¿Por qué? ¿Pasa algo?
Ninguno contestó, aunque intercambiaron una mirada de inquietud que al niño le extrañó. Se disponía a insistir en sus preguntas cuando, de pronto, creyó oír a su madre llorar en el interior de la cocina. Sin pensárselo dos veces, esquivó a sus abuelos y entró, seguido de su hermano. La encontraron derrumbada sobre una silla, con los brazos cruzados sobre la mesa y el rostro enterrado en ellos. El cuerpo le temblaba bajo el camisón y la cabeza le daba sacudidas. A sus pies una taza se había hecho añicos, y los niños tuvieron que sortearlos para llegar hasta ella. Aunque la abrazaron con intensidad, tardó un mundo en reaccionar, como si le faltaran las fuerzas.
—Mamá… —murmuró Daniel, y le acarició un mechón castaño y húmedo.
Al fin, ella irguió el mentón. Lo hizo con lentitud y los miró desolada. Aquellos ojos color miel que siempre transmitían viveza habían perdido todo su brillo, como si una nube negra los hubiera velado, y Daniel, que con el tiempo había aprendido a leer en ellos los estados de ánimo de su madre, tuvo la certeza de que algo iba mal, muy mal.
—Mamá, ¿qué le ha sucedido al señor Orduña? —preguntó de pronto Ramón.
Al escuchar a su hermano, Daniel frunció el ceño. ¿A qué venía eso? Estudió el rictus de su madre. Vio que ella palidecía y comenzaba a mover los labios sin emitir ningún sonido, como si las palabras se le hubieran atascado en la garganta y la estuvieran ahogando.
—Ha habido… ha habido un accidente —intervino la abuela Amparo, a su espalda, con voz trémula.
Daniel se volvió hacia ella al instante.
—¿Un accidente? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—En la casona… Hace un rato.
—¿Y está bien? —inquirió él con un asomo de temor—. ¿El señor Orduña está bien?
La abuela respiró hondo. Después se agachó y, cuando estuvo a su altura, le tomó la mano con delicadeza.
—Ha fallecido, cariño.
Daniel se quedó sin aliento y retiró la mano a toda prisa, como si hubiera recibido una descarga. Aquello… aquello era imposible. ¿Cómo iba a haber muerto el señor Orduña?
—¿Y el revólver? —dijo entonces Ramón.
—¿Qué revólver, cielo? —acertó a preguntar la abuela, aunque su tono revelaba que sabía perfectamente a qué se refería su nieto.
Ramón se encogió de hombros.
—No sé. Hace un momento hablabais de eso. Y de un disparo… —Hizo una pausa para mirar a su alrededor y añadió—: ¿Y papá? ¿Dónde está papá?
3
Miedos y obsesiones
Madrid, mañana del viernes 23 de noviembre de 2007
La vibración de un teléfono en alguna parte de la habitación lo sacó de sus pensamientos. Agitado, lanzó una ojeada a la chica y, tras comprobar que seguía dormida, emprendió la búsqueda. No tardó demasiado en dar con la fuente del sonido: era su propio móvil. Lo encontró en uno de los bolsillos de los pantalones que llevaba la noche anterior y que descubrió tirados sobre un pequeño sillón. La pantalla todavía estaba encendida cuando lo cogió, pero el zumbido ya se había detenido.
Un mensaje indicaba que lo acababa de llamar Álex Gómez, uno de sus mejores amigos, además de compañero en Aldaya Abogados, un famoso bufete integrado por más de ochenta letrados y situado en pleno paseo de la Castellana. Ambos trabajaban en el departamento de derecho mercantil y se encargaban de asesorar a empresas y grandes patrimonios bajo la batuta de Javier Aldaya, quien, además de ser uno de los socios del área, era el director del despacho.
Al leer el nombre de Álex, Daniel cayó en la cuenta del motivo de la llamada y murmuró un exabrupto. Esa mañana estaba previsto que los dos dirigieran una importante reunión con varios ejecutivos de una multinacional tecnológica que pretendía absorber a una pujante sociedad española dedicada a la fabricación de microchips. Estaba fijada a las nueve de la mañana, y el despertador que había sobre la mesilla de noche marcaba ya las once y media. Se llevó la mano al rostro. ¿Cómo se le había podido pasar? Sabía que aquella inasistencia le acarrearía problemas, y no era el primer error que cometía en los últimos días, ni mucho menos.
—¿Daniel?
La voz, que procedía de la cama, le hizo dar un salto.
Se giró despacio, temeroso de enfrentarse a la realidad.
Descubrió que la chica se había sentado con la espalda pegada al cabecero y que, tapada con la sábana hasta el escote, lo observaba con aire de contrariedad.
Daniel, que no acertaba a entender la causa de aquel semblante de desdén, quiso formularle la pregunta que tanto lo inquietaba y salir por fin de dudas, pero en su lugar, dominado por la ansiedad, acabó farfullando un par de incoherencias. Se sintió ridículo.
—Tranquilo, no hicimos nada —dijo ella con tono aséptico.
De repente, una oleada de alivio lo atravesó, y la congoja que lo había invadido al considerar que podía existir riesgo de embarazo comenzó a desvanecerse. Por eso no había conseguido encontrar ningún preservativo usado pese a haber revuelto toda la casa. No habían hecho nada. Eso era lo que ella acababa de decir, de forma tajante, con contundencia: nada.
Exhaló un profundo suspiro. No estaba seguro de si a lo largo de la noche le habló a la chica de sus miedos y obsesiones, como los denominó despectivamente Marta antes de dejarlo, pero él jamás traería hijos al mundo. Eso lo tenía clarísimo. Sabía de sobra que, por más que se esforzara, aislarlos de la desgracia que había caído sobre su familia hacía treinta y dos años sería una tarea imposible. Tarde o temprano debería contarles la verdad, o puede que la averiguaran por sí mismos, y entonces, en cualquiera de los dos casos, terminarían sufriendo por un pasado que, aunque les fuera ajeno, les resultaría odiosamente próximo, casi propio. Y para evitar eso, la mejor solución era no tenerlos. Se reservaría para sí todo el dolor, para llevárselo a la tumba, donde se extinguiría como una llama que se apaga bajo tierra.
De hecho, esa negativa a ser padre era precisamente lo que le había llevado a perder a Marta. Bueno, eso y, sobre todo, haberle ocultado durante tantos años su decisión, que era incompatible con la ilusión de ella por formar una familia. Tendría que habérselo contado mucho antes, en lugar de darle largas y hacerle promesas falsas, sí, pero no había sido capaz.
Se esforzó por centrar su atención en la joven, que acababa de doblar las rodillas por debajo de las sábanas. De pronto, se percató de que la versión de la chica no encajaba con el estado de desnudez en que ambos habían amanecido.
—Oye, ¿cómo puede ser que no hiciéramos nada? —preguntó él, notando que los temores volvían a crecer en su interior.
Ella puso los ojos en blanco y le hizo un resumen de la noche anterior. Según dijo, alrededor de las doce había ido con una amiga a una de las primeras fiestas universitarias del curso y, cuando la discoteca cerró, las dos decidieron tomarse la última copa en un bar de Malasaña. Allí fue donde se toparon con él, que en ese momento se encontraba hablando con un camarero. Ella sintió curiosidad y enseguida entablaron conversación. Estuvieron charlando hasta que el sitio echó la persiana. Para entonces su amiga ya se había marchado y, como ella vivía en una residencia de estudiantes que a esas horas ya no estaba abierta, él le ofreció pasar la noche en su casa.
—Por el camino nos besamos, y aquí, en la cama… —se detuvo unos segundos y torció los labios—, me llamaste Marta. Como tu ex, ¿no? —Soltó un resoplido y negó con la cabeza—. Es verdad que me pediste disculpas, pero luego te pusiste a hablar de ella, y así, pues, obviamente… En fin, que no me marché porque no tenía a dónde ir y estaba reventada, pero vamos, que ahora mismo me visto.
En otras circunstancias, Daniel se habría sentido avergonzado, pero en esa ocasión su falta de delicadeza la noche anterior era lo que menos le importaba. Ahora sabía que, por suerte, la situación no se le había ido por completo de las manos, y solo quería que la chica se esfumara, que desapareciera de su vida, como si nunca hubiera existido.
—Fui una tonta al liarme contigo. Ya me lo dijo mi amiga: que me fuera con ella —escupió la muchacha entre dientes mientras se ponía los pantalones—. Por cierto, me llamo Raquel. Seguro que ni te acordabas…
No, al despertar no recordaba su nombre, pero no iba a reconocerlo.
—Ya estoy —anunció ella unos segundos después, tras calzarse los zapatos.
—Bien, te acompaño.
Daniel la precedió hasta la puerta.
—Lo siento —musitó cuando ella franqueaba el umbral.
La chica no respondió. Tampoco esperó a tomar el ascensor; fue directa a las escaleras y comenzó a bajar los peldaños enseguida, sin ni siquiera despedirse.
Daniel suspiró y cerró la puerta con lentitud. Pensó en Marta. Aunque ya no estuvieran juntos, haberse llevado a otra mujer a la misma cama que hasta hacía unos días compartían le hacía sentirse un miserable, como si la hubiera traicionado. Todavía más… Desde que se conocieron en aquel concierto de jazz, Marta siempre había sido su mayor sostén, su faro en aquel mundo de sombras por el que llevaba transitando desde los ochos años, cuando su vida se derrumbó, y ahora…
Afligido, cruzó el piso y salió al balcón para tomar el aire. Tenía la esperanza de que eso lo ayudara a reducir el terrible dolor de cabeza con el que se había levantado.
Iba a apoyarse en la barandilla cuando el móvil empezó a zumbarle en el pantalón de pijama. Supuso que se trataría de nuevo de Álex, preocupado por la falta de respuesta, y soltó un bufido. ¿Es que no podían concederle un respiro?
Sin embargo, cuando lo sacó del bolsillo se quedó atónito. En la pantalla destellaba el nombre de otra persona, alguien de quien llevaba demasiado tiempo sin saber nada: su hermano.
Apartó los ojos del teléfono y miró al horizonte con inquietud. ¿Por qué lo llamaba ahora Ramón?
Mientras cavilaba sin decidirse a descolgar, distinguió a Raquel en la lontananza. La chica caminaba a buen paso por la calle Príncipe de Vergara en dirección a la boca de metro. Daniel se dijo que probablemente no volverían a cruzarse. Al fin y al cabo, los dos pertenecían a mundos diferentes. Aunque ¿cuál era su mundo? En los últimos días había perdido toda referencia. ¿Lo que había construido durante años era real o solo se trataba de un disfraz, de una forma de esconder una constante huida hacia delante, como le reprochó Marta antes de abandonarlo?
Observó una vez más el teléfono, que seguía vibrando.
Ramón…
Por un instante le rondó la idea de que tal vez esa llamada fuera lo mejor que podía pasarle en esas circunstancias, cuando todo volvía a desmoronarse a su alrededor. Treinta y dos años atrás tuvo la ocasión de confiar en Ramón y no lo hizo. Desde entonces siempre se había preguntado si, de haberle revelado lo que sentía y lo que se proponía hacer, su hermano habría conseguido disuadirlo o incluso lo habría detenido a la fuerza. De haber sucedido así, no se habría ahorrado todo el sufrimiento que le sobrevino después, pero sí los gritos, el dolor de los puñetazos y el sabor de la sangre que aún lo acompañaban. Cada día.
4
Asesino
Reinosa, mañana del martes 2 de septiembre de 1975
Unas horas después del crimen
Aquella madrugada los mayores se negaron a profundizar más sobre lo ocurrido en la casona y, mientras Beatriz se quedaba sollozando en la cocina, los abuelos condujeron a los niños de vuelta a la cama. Sin embargo, por más que lo intentaba, Daniel no lograba conciliar el sueño. No entendía qué podía haberle sucedido al pobre señor Orduña, que siempre lo había tratado con cariño cuando él iba a jugar a la casona con su amigo David.
Daniel había conocido a David Bárcena, el sobrino de Lorenzo Orduña, hacía cinco meses, durante un partido de fútbol que se improvisó en la calle, y desde entonces no habían dejado de compartir aventuras. Aunque David vivía en Burgos, su familia solía pasar muchos fines de semana en la casona de los Orduña, y eso había permitido que ambos se viesen a menudo durante el último tramo del curso. No obstante, cuando los dos se habían vuelto verdaderamente inseparables había sido a lo largo de esas vacaciones de verano, que David estaba disfrutando casi en su totalidad en Reinosa, en compañía de sus primas y sus tíos. Durante aquellas semanas inolvidables, el portón de la elegante vivienda había estado abierto de par en par para Daniel, y él no había parado de jugar, correr y reír con su amigo por aquel inmenso lugar.
Hasta el domingo anterior.
El maldito domingo.
Daniel no había olvidado lo ocurrido aquella tarde; tampoco las palabras que Ángeles, la mujer de Lorenzo Orduña, pronunció al despedirse de él.
Sin embargo, le parecía que, si lo que habían dicho los abuelos era cierto, no había nada de malo en que unas horas después se acercara a la casona a ver a su amigo. David idolatraba a su tío, casi más que a su propio padre, y estaba seguro de que su muerte lo habría dejado muy triste.
Lo meditó un instante más.
Sí, por la mañana iría a la casona para estar con David. Y, de paso, intentaría averiguar qué había sucedido con ese misterioso revólver al que se había referido Ramón.
Al filo de las seis de la mañana cayó rendido y, cuando se despertó, descubrió que el reloj marcaba ya las nueve y media. Sin perder tiempo, fue en busca de su hermano, y poco después ambos enfilaron el pasillo. Al pasar junto al dormitorio de sus padres, Daniel se asomó y advirtió que no había nadie. Luego siguieron hacia el salón, donde encontraron a la abuela Amparo. Estaba cosiendo con expresión de zozobra, sentada en el sofá, sola, con la misma ropa que le habían visto hacía unas horas, como si hubiera pasado la noche allí.
—Hola, abuela —la saludó Ramón en un susurro tímido.
La mujer alzó la vista. En la mano sostenía la aguja, con pulso irregular, y los ojos, vidriosos, le brillaban a la luz de la lamparita. No sonrió y, en lugar de darles los buenos días, emitió un sonido ininteligible, una especie de gorjeo.
—¿Dónde está mamá? —se atrevió a preguntar Daniel.
Ella apretó los labios y demoró unos segundos la respuesta.
—Con el abuelo. Se han ido.
—¿A la librería?
Amparo negó con la cabeza y devolvió su atención a la falda que estaba arreglando, sin añadir nada.
—¿Y papá? —quiso saber Ramón—. En la habitación no hay nadie.
La mujer, que parecía a punto de echarse a llorar, dejó la aguja a un lado y se incorporó con brusquedad.
—Bueno, ¡ya está bien! A desayunar.
Ninguno rechistó, y fueron tras ella.
Daniel comió en silencio el bizcocho y, tras apurar el vaso de leche, le preguntó a su abuela si más tarde podría acompañarlo a la casona de los Orduña. También se ofreció a ir él solo, aunque en esa opción, en realidad, no tenía depositada mucha fe. En mayo, dos niños habían muerto arrollados por el ferrocarril cuando cruzaban el paso a nivel que comunicaba su mismo barrio con el resto de Reinosa, y desde ese momento todo había cambiado para él: ahora los mayores ya no le permitían que atravesara las vías del tren sin vigilancia, como antes, y, cuando iba o volvía de la casona de los Orduña, solían acompañarlo.
Lo que no se imaginaba era que ella le contestara del modo en que lo hizo:
—No, hoy no saldremos de aquí. Nos quedaremos en casa.
Daniel la miró con estupor.
—¿Todo el día?
—Sí, todo el día.
—¡Pero yo quiero ir! —replicó indignado, y comenzó a bracear—. Quiero ver a David. Él…
Fue inútil. La abuela Amparo no cedió un milímetro, y además se negó en redondo a justificar su decisión. Incluso lo amenazó con darle un sopapo si no se callaba. Impotente ante lo que consideraba una injusticia, Daniel concluyó que la única solución pasaba por escaparse. Nunca había hecho algo así, pero no estaba dispuesto a permanecer encerrado entre esas cuatro paredes; no esa mañana. Él quería salir, estar con su amigo y averiguar lo que había pasado. ¿Cómo iba a quedarse allí tantas horas?
Ya en su habitación, dudó si debía contarle a Ramón su plan de fuga e incluso si le convenía pedirle ayuda para distraer a la abuela. Se fiaba de él, pero en esa ocasión se trataba de desobedecer una orden. No estaba seguro de que fuera a apoyarlo ni tampoco de que le guardase el secreto, y si se chivaba lo echaría todo a perder. Al final, decidió callárselo.
Una hora más tarde, cuando vio que la abuela Amparo retomaba la costura en el salón, se puso en marcha. Avanzó por el pasillo, pasó de puntillas por delante del cuarto de Ramón y llegó hasta la puerta. La llave no estaba echada. Conteniendo el aliento, accionó la manecilla y salió al rellano. Después cerró con suavidad.
Daniel vivía con su hermano y sus padres en un bloque de pisos enclavado en la avenida La Naval, en una zona obrera situada entre las vías del tren y el polígono industrial, y para ir hasta la casona de los Orduña debía caminar durante algo más de un cuarto de hora. En la calle, pese a ser verano, el viento soplaba con fuerza, pero no le importó; no iba a dar media vuelta por eso. Tampoco le importaron las extrañas miradas que le dedicaron algunas personas con las que se cruzó, como de recelo.
Al fin, divisó el hogar de los Orduña, una enorme casona montañesa de dos alturas, construida en piedra y orientada al sureste. En la fachada principal destacaban una amplia solera con balaustrada y un elegante pórtico de triple arcada. Delante se extendían una gran piscina en la que Daniel no había dejado de nadar aquel verano y unos inmensos jardines por los que discurría un sendero que desembocaba en un portón de barrotes negros. Al este se alzaba una extensa arboleda de sauces, y al oeste se avistaban un huerto y un invernadero. Detrás de la casa, dando al norte, Daniel sabía que había un patio con dos pistas de tenis y, adosada al edificio, una escalera exterior de anchos escalones y descansillo que los Orduña llamaban «patín» y que conectaba directamente con la planta superior de la vivienda. Todo el perímetro se hallaba protegido por un alto muro de piedra, que en su último tramo se convertía en una verja metálica terminada en punta de lanza.
El muchacho se aproximó al portón con cautela.
A unos metros, en los jardines, distinguió a Ángeles Miranda, la esposa de Lorenzo Orduña. Era una mujer muy alta, que superaría el metro ochenta, delgada, con una melena oscura cortada a la altura de los hombros y unos ojos verdosos de aspecto felino que siempre lo habían inquietado. Junto a ella se encontraba su hermana, Susana Miranda, la madre de David. En ese instante ambas hablaban con dos agentes uniformados de la Guardia Civil y parecían muy nerviosas. Muy cerca de ellas, en el sendero, una cinta policial adherida a unos pivotes delimitaba un espacio cuadrangular con una gran mancha reseca de color marrón. Daniel sintió un escalofrío. ¿Aquello era sangre?
El portón se encontraba abierto, pero no se atrevía a pasar. Aquellos dos hombres uniformados le inspiraban temor. Había visto a la Guardia Civil disparando al aire y dando palos en más de una ocasión, en mitad de las manifestaciones y los altercados que cada vez eran más frecuentes, y sus padres siempre le decían que se mantuviera alejado de los agentes.
Indeciso, dirigió la mirada hacia la fachada. Se alegró al atisbar el rostro de su amigo pegado a uno de los ventanales de la biblioteca, sobre la balaustrada. Debido a la distancia, no fue capaz de apreciar su expresión, pero tuvo la impresión de que lo estaba observando, y lo saludó con la mano. En ese momento, el sobrino de Lorenzo Orduña se echó hacia atrás y desapareció. Daniel sonrió. Suponía que David saldría a su encuentro en cuestión de minutos y que simplemente debía esperar. Por ello, se apartó unos metros del portón e, imitando a su padre, se puso a caminar en círculos.
Mientras aguardaba, le vino a la mente el triste recuerdo del incidente que se había producido allí mismo el domingo anterior. Ese día, alrededor de las tres de la tarde, casi un centenar de personas se congregaron sin previo aviso a la entrada de la casona para protestar por el reciente fallecimiento de Jesús Posadas, uno de los empleados más queridos de Aceros Campoo, la empresa metalúrgica que Lorenzo Orduña dirigía junto con su hermano pequeño, Marcos, y en la que el padre de Daniel trabajaba como peón. Según se comentaba, el accidente se había debido a un inaceptable fallo de seguridad, el enésimo motivado por la falta de inversión. Al parecer, cuando Jesús se encontraba manipulando una pieza voluminosa, la barandilla en la que se había apoyado, sobre cuya inestabilidad Lorenzo Orduña ya estaba advertido, se vino abajo, y el hombre cayó desde una altura de varios metros. Ese fue el motivo de que la muchedumbre, furiosa por la pérdida, se presentara en la casona a voz en grito para boicotear el festejo que se celebraba en honor a los novios. Y él, que contaba con el privilegio de asistir al evento gracias a su estrecha amistad con David, tuvo que ver cómo todo se iba al traste. Todo.
Estaba pensando en ello cuando, de pronto, el sonido de unos pasos apresurados y un grito atroz lo devolvieron al presente.
—¡Aaah! ¡Asesinooo! ¡Asesinooo! ¡Tu padre es un asesinooo!
Cuando alzó la mirada, ya era tarde. Un niño robusto, rubio y de ojos grises rebasó el portón a toda velocidad, se abalanzó sobre él con el puño en alto y se lo descargó en la nariz con brutalidad. Era David, que tenía el rostro deformado por la cólera, y en su carrera había dejado atrás a sus familiares y a los dos guardias.
Daniel encajó el golpe estupefacto. Al instante, lo inundó un dolor agudo y penetrante y notó que la sangre comenzaba a correrle por la cara. Después, incapaz de reaccionar, recibió un puñetazo todavía más fuerte en la sien derecha, y luego otro en la izquierda, y a continuación uno más a la altura de la mandíbula. Chilló y le suplicó a su amigo que parara, pero David se había tumbado sobre él para inmovilizarlo y parecía poseído por un ansia animal. Se oían voces de personas que se aproximaban, aunque Daniel comprendió que no podía esperar más para defenderse. Asustado, hizo acopio de todas sus fuerzas, logró flexionar la rodilla e impactó con la rótula en el estómago de David, que soltó un alarido y se llevó las manos a la tripa. Daniel sintió que el muchacho se retorcía encima de él y temió que, cuando se repusiera, contraatacase con mayor violencia. Por eso trató de alejarlo de sí empujándolo con los brazos. David, que no debía de esperarse aquello, salió despedido hacia atrás y cayó de espaldas, a plomo, con un ruido sordo. Después, su cuerpo quedó quieto, inerte, con la mirada perdida en las nubes, y a lo lejos alguien aulló de pánico.
Daniel quiso acercarse para comprobar el estado de su amigo, pero ni las piernas ni los brazos le respondieron, como si el escalofrío que le acababa de erizar la piel también le hubiera congelado los nervios.
Fue entonces cuando los guardias y las dos mujeres llegaron a su altura.
—David, por favor, por favor… —gimió Susana mientras se arrodillaba junto a su hijo y le cogía el rostro con las manos.
Tras unos segundos angustiosos, David movió el cuello y soltó una tos ronca.
—Mamá…
Daniel aspiró una larga bocanada de aire. Sin darse cuenta, había dejado de respirar de puro miedo. Se puso en pie con dificultad, se secó con la manga de la chaqueta la sangre que le bañaba la cara y, tras comprobar por última vez que David estaba vivo, echó a correr, con los ojos llenos de lágrimas.
Oyó que alguien se dirigía a él en tono autoritario, pero no se volvió. En su lugar, lloró sin consuelo y vagó por los alrededores hasta que, en un callejón desierto, se dejó caer de rodillas. Entre estertores, admitió la terrible verdad, la que había pronunciado David, la que daba sentido a todo lo sucedido en las últimas horas: su padre había matado al señor Orduña. No había sido ningún accidente. Por eso los abuelos habían aparecido en su casa en plena madrugada, y por eso Ramón y él se habían encontrado a su madre en la cocina envuelta en lágrimas.
Temblaba de los pies a la cabeza, y la garganta se le contraía con las arcadas que le subían del esternón. Llegó un momento en que no pudo contener el vómito y vació el estómago en el suelo. Las entrañas le ardían. ¿Cómo podía haber sucedido algo así?
Estrelló los puños contra el pavimento una y otra vez hasta desgarrarse los nudillos. Después estalló en un chillido ensordecedor que reventó el aire.
Cuando ya no fue capaz de sostener más la voz, se hizo un ovillo, como un animal apaleado, y dejó que las horas pasaran.
5
Silencio
Madrid, mañana del viernes 23 de noviembre de 2007
El móvil había dejado de vibrar hacía rato. Extraviado en sus recuerdos, Daniel no había llegado a descolgar, y su hermano ya había cortado la comunicación.
Miró la pantalla fijamente, con el pulgar posado sobre el botón verde, y volvió a lamentar no haber confiado en Ramón aquella mañana de 1975, antes de escaparse. Se preguntó si ahora no sería buena idea apoyarse en él, desahogarse y contarle lo de Marta, compartir el pánico que lo invadía al sentir que se asomaba al abismo por segunda vez. Creía que sí, que eso lo ayudaría, pero el abrupto modo en que rompieron toda relación hacía algo más de un año se lo impedía. O quizá fuera el orgullo, no lo sabía.
Llevaban sin dirigirse la palabra desde mayo de 2006, desde el día en que Ramón le comunicó que había cambiado de residencia a la abuela Amparo. Ella había comenzado a presentar signos de demencia cuatro años atrás, y en su momento ambos acordaron que ingresara en una residencia de Aguilar de Campoo, no de Reinosa. De ese modo, Daniel se garantizaba no poner un pie en aquella localidad a la que había jurado no regresar, y Ramón, sacrificándose por él, asumía el engorro de hacer treinta kilómetros en coche cada vez que iba a verla. Sin embargo, Daniel no cumplió su parte: no la visitó tan a menudo como había prometido, y al final su hermano, harto de recorrer una y otra vez la carretera, la trasladó a la residencia La Gloria, en Reinosa, sin consultárselo siquiera. Furibundo, Daniel le recriminó que eso era tanto como condenarlo a no verla, pero su protesta no sirvió de nada; Ramón se limitó a decirle que ya era hora de que pasara página, y la discusión concluyó con un silencio que se había mantenido a lo largo de todo ese tiempo.
Al ver la llamada perdida una vez más, no pudo evitar que lo asaltaran los remordimientos. Había pasado ya más de un año y medio alejado de los suyos, un año y medio sin saber prácticamente nada de ellos, ni siquiera de la pequeña Isabel, su sobrina, con quien solo había hablado para felicitarle el cumpleaños. Y ahora tampoco tenía a Marta…
Regresó al dormitorio, se sentó en la cama y decidió llamarlo.
Sonaron tres tonos. Ya no había vuelta atrás.
—¿Daniel?
La voz de su hermano le pareció dura, distante.
—Eh, hola, Ramón —dijo, e hizo una breve pausa—. Me has llamado, ¿no?
—Sí, porque tú lo hiciste ayer. A las tres de la mañana.
Daniel enarcó las cejas.
—¿Yo? ¿A las tres?
Enseguida lo comprendió: debió de hacerlo en aquel bar, en el punto álgido de la borrachera. Quizá antes de conocer a la chica.
—Yo… lo siento. No lo recordaba… —balbuceó, y maldijo para sus adentros.
—No te preocupes. No me despertaste —repuso Ramón con tono adusto—. ¿Ha pasado algo?
Daniel titubeó. Se dijo que aquello no tenía sentido, que era mejor colgar. Al fin y al cabo, lo de Marta era problema suyo, y Ramón no lo había llamado por iniciativa propia, sino porque él lo hizo la noche anterior empujado por el alcohol.
Además, recurrir a su hermano tan solo en un momento de necesidad como ese le hacía quedar como un egoísta, como un aprovechado que, en otras circunstancias, jamás se habría puesto en contacto.
—Eh…, nada, no era nada —mintió—. Disculpa que te molestara.
Ramón soltó un gruñido.
—No empieces con eso de que no es nada. Algo habrá ocurrido si me llamaste a esas horas, ¿no? ¿Es todo lo que piensas decirme después de más de un año?
Daniel chasqueó la lengua y, con esfuerzo, se tragó la respuesta colérica que, por un instante, le ascendió por la garganta. ¿Quién se creía que era para hablarle así? Trató de serenarse y encendió un cigarrillo. En realidad, se dijo mientras se lo llevaba a los labios y aspiraba el humo, ¿qué perdía contándole la verdad a Ramón? En el fondo ya no tenía nada que perder. Con nadie.
—Es por Marta —admitió al fin—. Me ha dejado.
—Joder, ¿cuándo?
—Hace dos semanas.
Oyó a su hermano suspirar.
—Dios. Lo siento mucho. ¿Cómo estás?
Un elocuente silencio se aposentó entre ambos y, al cabo de unos segundos, Ramón agregó:
—Bueno, ya me imagino cómo estás. Qué tontería. —Tomó aire—. Mira, sé que hemos tenido problemas, pero igual deberías venirte aquí unos días. No es bueno que pases un trago como este tú solo, Dani, en Madrid…
Él compuso una mueca despectiva.
—¿Que vaya a Reinosa? Gracias, pero no. Es lo que me faltaba.
Su hermano resopló.
—No vuelvas a lo mismo de siempre, por favor. Ha llovido mucho desde entonces. Ven a ver a la abuela. Y a Isabel. Se alegrarán mucho. Te ayudaremos.
Daniel clavó la vista en el cuadro que colgaba en la pared de enfrente. Valoraba que, después de tanto tiempo enfrentados, Ramón no hubiera dudado a la hora de dejar a un lado las rencillas y ofrecerle su apoyo, pero viajar a Reinosa sería lo último que haría.
—No puedo, lo siento —sentenció, y dio una calada al cigarrillo.
—¡Por Dios, Dani! Que papá matara a ese hombre no nos convierte en asesinos. ¿Es que treinta y dos años después aún no te has dado cuenta? Nosotros no hicimos nada y, de ser algo, somos víctimas. Métetelo en la cabeza. Aquí nadie te juzgará por eso. Ya no.
Daniel sacudió el pitillo en el cenicero que había sobre la mesita de noche y rememoró fugazmente sus últimos años de escuela, su paso por el instituto, el drástico cambio que dio su vida tras la muerte de Lorenzo Orduña. Incluso lo ocurrido en la iglesia hacía tan solo siete años… No, no tenía intención de regresar. Y menos en ese momento.
—Es imposible, Ramón. No volveré a pisar aquello.
—Pero ¡qué cabezón eres! Ven unos días, haz el favor. Además, la abuela está cada vez peor. No he querido decirte nada para no asustarte, y, bueno, porque no hablábamos, pero está perdiendo la cabeza. Definitivamente…
La mención del estado de salud de Amparo le hizo vacilar. Sabía que no estaba actuando como un buen nieto, que ella lo estaría echando en falta y le quedaba poco tiempo, pero se dijo que no era culpa suya. Fue su hermano quien decidió alejarla de él y ponerle obstáculos que para él eran insalvables.
—Lo siento —repitió—. Si quieres, podéis traerla aquí o quedamos en un punto intermedio. Pero yo no voy a ir.
—Por el amor de Dios, Dani. Ella no está para eso, y a ti te vendrá bien estar aquí.
—No puedo hacer más, Ramón —zanjó él—. Me alegro de saber de ti, de veras. Da recuerdos, por favor.
—¿Y lo de Marta? ¿Qué vas a hacer?
—No lo sé —reconoció Daniel con voz lúgubre—. Cuídate, Ramón.
6
Estallar
La conversación que acababa de mantener con su hermano todavía le daba vueltas en la cabeza y lo único que le apetecía era tumbarse en la cama y dejar correr el tiempo. Sin embargo, dentro del caos que lo asolaba, comprendió que debía ir sin demora al despacho. Ya había cometido suficientes errores y no tenía la seguridad de que le fueran a tolerar muc