1
Se lo pregunté a mi padre la noche en que mi familia cumplía cinco años en el sótano. Cinco años desde el fuego. Yo llevaba algo menos. Nací poco después de que ellos entraran.
—¿Por qué no podemos salir?
Papá cambió el calendario de la pared y se sentó a la mesa. La grande que había en la estancia principal donde confluían salón, cocina y comedor.
—¿Para qué quieres salir? —contestó—. Toda tu familia está aquí.
Mamá bajó la cabeza, llevándose la barbilla al pecho. Creo que también cerró los ojos. No había mucha luz allá abajo, tan sólo la de las bombillas desnudas que colgaban del techo. A veces pensaba en ellas como suicidas, cuerpos de cristal que se balanceaban ahorcados por un cable.
—Ven, hijo.
Papá empujó su silla hacia atrás y dio un par de palmadas a una de sus rodillas. Me acerqué a él arrastrando los pies. Noté el frío del suelo a través de uno de los agujeros del talón de mi pijama. Aún utilizaba de esos que llevan el calcetín incorporado. Papá me agarró por las axilas, me levantó, y me sentó sobre su regazo. Como solía hacer al principio, llevé mi mano hasta su cara. Me gustaba el tacto de su piel quemada. Desde su ojo izquierdo hasta la comisura de sus labios, los pliegues irregulares de su rostro deformado resultaban llamativos al tacto de un niño.
—Déjame —se quejó mientras bajaba mi brazo—. Quiero que mires a tu alrededor. A tu familia.
Los rostros de mamá, de mi hermano y de la abuela se volvieron hacia mí. Todos menos el de mi hermana, que miraba a algún otro lado.
—Y esa que no te mira —dijo mi padre—, también es de esta familia.
La máscara blanca giró entonces sobre su cuello, y fijó sus ojos en mí.
—¿Los ves? —preguntó papá—. Ellos, tú y yo, somos todo lo que necesitamos. Arriba no hay nada que merezca la pena. ¿Te acuerdas cuando tu madre te salpicó con el aceite hirviendo mientras cocinaba?
Había ocurrido unas semanas antes, mientras mamá preparaba el desayuno. La oscuridad del sótano y las sombras que bailaban deformando la realidad con cada ligero balanceo de las bombillas, complicaban algunas tareas. La mañana que me salpicó con el aceite yo estaba entre sus piernas y la hice tropezar; en realidad fue culpa mía.
—¿Recuerdas lo mucho que te dolió la ampolla que te salió aquí? —continuó mi padre.
Extendió los dedos de mi mano para examinar el dorso. Señaló el punto justo donde había aparecido la ampolla, de la que ya no quedaba ni rastro.
—Estás lleno de baba, ¿cuándo vas a dejar de chuparte los dedos? —Apenas movió la cabeza, pero dirigió la mirada hacia mi madre durante un segundo—. ¿Recuerdas entonces lo mucho que dolía esa burbujita de líquido? —volvió a preguntarme mientras pellizcaba el dorso de mi mano—. Pues el mundo de arriba está hecho de esas burbujitas. Pero no burbujitas pequeñas como la tuya —sus dedos pellizcaron con más fuerza, haciendo que el dolor comenzara a encenderse como si la ampolla hubiera vuelto a crecer—, lo que hay allí arriba, allí fuera, son burbujas cien veces más grandes, es un dolor que no podrías soportar —comenzó a retorcer los dedos—, un dolor que acabaría contigo en cuanto pusieras un pie fuera de este sótano.
Abrí la boca pero no dije nada. Me lo impidió el dolor en el dorso de la mano, mucho más fuerte que el que me había provocado la ampolla cuando aún estuvo allí, y el de la muñeca que papá me aplastaba sin darse cuenta. Recuerdo el sonido mucoso de mi garganta rasgándose. La humedad de mis mejillas.
—Para, por favor.
Fue mamá quien dijo aquello, su voz apenas un susurro. Papá dejó de apretar. El dolor duró un rato más.
—¿Ves como no quieres salir de aquí? Si apenas aguantas esto, ¿qué sería de ti allí fuera? —Acarició mi muñeca. Besó el lugar donde había estado la ampolla, de nuevo enrojecido por el pellizco—. No es nada, campeón, no es nada. Papá no quiere hacerte daño. Sólo quiere enseñarte. Tienes que aprender que éste es el mejor lugar en el que podrías estar. El mejor lugar del mundo. ¿Quieres tocarme la cara?
Dirigió mi mano a la parte quemada de su rostro y dejó que la acariciara. Sabía que aquello me gustaba. Consiguió que me relajara. Solía detenerme en una línea de pelo duro que emergía entre un pliegue que cruzaba su mejilla y que papá no podía afeitar. Era como una cicatriz de pelo. Me gustaba recorrerla con la yema de los dedos.
—Además —dijo mientras sacudía la cabeza y apartaba mis dedos—, ¿quién te ha dicho que no puedes salir?
Mi abuela recogió las manos de golpe. Vi cómo desaparecían bajo la mesa. Algo cambió también en la postura de mis hermanos. Se incorporaron y dejaron la espalda rígida. Mamá permaneció con la cabeza agachada.
—La puerta está ahí —continuó mi padre. Con una mano la señaló y, con la otra, me agarró la cabeza para obligarme a mirarla—. Está a tres pasos de aquí. Y está abierta. Siempre ha estado abierta. ¿Quién te ha dicho lo contrario? —En silencio, realizó una panorámica de la mesa—. ¿Ha sido tu madre? ¿O alguno de tus hermanos? ¿Ha sido ella? —Señaló a mi hermana con la barbilla—. A ella le gusta hablar de más. Porque no creo que haya sido la abuela, ella sabe perfectamente que la puerta siempre ha estado abierta.
Mi padre volvió a agarrarme de las axilas para empujarme, hacer que bajara de sus rodillas, y dejarme de pie en el suelo. De nuevo sentí el frío de las baldosas.
—Vamos —me dio una palmada en el culo—, ve a la puerta. Compruébalo tú mismo.
Quise mirar a mi madre, pero papá me sujetó la cabeza y me obligó a mirar al frente.
—Venga, vete de aquí si quieres. —La segunda palmada en el culo fue más fuerte, tanto que tuve que dar un paso para evitar caerme—. Abre esa puerta y vete. Eso es lo que quieres, ¿no? Pues hazlo. Vete y olvídanos. Nosotros preferimos quedarnos aquí.
A mis espaldas, escuché una silla arrastrándose, como si alguien fuera a levantarse. Pero nadie lo hizo. Di otro paso más. El sótano olía a zanahoria. Me encantaba ese olor. Era el olor de la noche. Sólo la mancha de sol que recorría el suelo del salón de una pared a otra, y que se colaba por alguna rendija en el techo, me permitía saber cuándo era de día y cuándo era de noche. El olor a zanahoria siempre empezaba al desaparecer la mancha. Si salía del sótano no volvería a comer la crema de zanahoria de mamá. Una inesperada sensación de pérdida detuvo mi camino. Tenía ganas de volver al regazo de papá y raspar mis dedos contra su cicatriz de pelo.
—¿Pero aún sigues ahí? —gritó él—, corre a la puerta, anda. Ábrela y vete. Sal de este sótano si tantas ganas tienes de saber lo que hay fuera.
Avancé hasta la puerta sin detenerme. Nunca antes me había acercado tanto. Una puerta pierde su significado si no la atraviesas a menudo. Se convierte en pared. De pie frente a ella, comencé a chuparme los dedos. Estaba sudando. Observé a los de la mesa. Mamá había alzado de nuevo el rostro. Dos puntos blancos titilaban ahora en medio de sus ojos. Papá estaba sentado con las piernas abiertas, girado sobre su asiento. Alzó una mano y la agitó para despedirse.
La baba se me escurría ya por el antebrazo. Miré otra vez hacia la puerta. Saqué los dedos de la boca y levanté mi mano hacia el pomo, que quedaba a unos dos palmos por encima de mi cabeza. La primera vez que intenté agarrarlo, la saliva hizo que se me resbalara. Me sequé la mano en el pantalón del pijama. Dejé de respirar para no oler la crema de zanahoria de mamá y para llenar de aire el vacío que sentía en el pecho.
Lo intenté por segunda vez.
Esta vez pude agarrar el pomo con fuerza.
Presente
2
Había dos ventanas en el sótano. Una al final del pasillo y otra en la cocina. Tras abrirlas sólo había barrotes, y más allá, otra pared. Cuando cumplí los diez años, si empujaba mucho y aguantaba el dolor en el hombro, podía meter el brazo entre dos de los barrotes y, con el dedo más largo, rozar esa otra pared. Sólo era más cemento. En ambas ventanas ocurría lo mismo. Era como si el sótano no fuera más que una caja dentro de otra caja más grande. Una vez coloqué el espejo del baño en ese espacio que se formaba entre los barrotes y la pared exterior. Sólo reflejó más oscuridad. Otro techo negro. Una caja dentro de otra caja. A veces metía la cara entre los barrotes mirando hacia la negrura que para mí era el mundo exterior. Me gustaba hacerlo porque una corriente de aire me acariciaba la cara. Una corriente de aire que olía diferente. A nada que hubiera en el sótano.
—¿Es que no oyes los gritos de tu hermana? —me dijo mi padre el día que nació el bebé—. Te necesitamos en la cocina. Y cierra la ventana. Ahora.
Abrió la puerta de su habitación con la llave que siempre llevaba colgada al cuello. Enseguida se cerró a mis espaldas. Parpadeé varias veces para humedecer mis ojos, se habían quedado secos con la corriente de aire. Entonces oí a mi hermana. Tuve que haber estado muy absorto en la brisa del exterior para no oír aquellos gritos. No parecían provenir de la garganta, sino más bien del estómago. Desde algún lugar muy dentro del cuerpo. La puerta se abrió de nuevo y esta vez mi padre me agarró del brazo. Me arrastró a lo largo del pasillo hacia el salón.
—Colócate ahí —me dijo—, sujeta esa pierna.
Mi hermana estaba tumbada sobre la mesa. Desnuda de cintura para abajo. Reconocí las sábanas de su cama debajo de ella. Mamá estaba sentada a la altura de su cabeza, apretando con sus dos manos el puño cerrado de su hija, que miraba hacia su entrepierna a través de la máscara. Toda blanca, carente de expresión. Tan sólo tres agujeros mostraban sus ojos y su boca. Mi hermano, que sujetaba con fuerza una de sus piernas, se asomó también a lo que hubiera en los entresijos de mi hermana. Mi abuela hervía agua en dos grandes ollas. Tanteó los fogones para comprobar a qué nivel los tenía encendidos. Papá se acercó a ella y le dio dos toallas.
—¿Crees que servirán? —preguntó.
Mi abuela se las arrancó de las manos y metió una de ellas en la olla más grande. Durante unos segundos papá se quedó allí parado, con la cabeza agachada y las manos en el aire como si aún sujetara unas toallas invisibles.
—Vamos, acércate —me dijo—. Sujétale la pierna.
Abracé la rodilla flexionada de mi hermana, escondiendo la cabeza tras ella. No me atrevía a mirar más allá. Mi hermana volvió a gritar.
Papá miró entonces a la ventana de la cocina. Frotó las palmas de sus manos contra el pantalón, como para secarlas.
—Hijo, ¿has dejado abierta la otra…?
Antes de terminar la pregunta salió corriendo al pasillo. Mi hermana gritó una vez más, pero esta vez ni siquiera abrió la boca. El quejido se escapó de entre sus dientes. Me salpicó con saliva.
—Respira —dijo mi madre. Seguía agarrada al puño en tensión de mi hermana. Acercó su boca a la oreja que emergía tras la máscara y empezó a respirar de un modo particular, como cuando llevaba mucho tiempo en la bicicleta—. Hija…, respira…, tranquila…, como yo…, respira.
Mi hermana intentó imitarla. Su rodilla escapó de entre mis brazos. Tuve que apartarme para evitar que me diera en la cara. Pataleó, golpeando la mesa con los talones. Cuando consiguió deshacerse también de mi hermano, que se echó hacia atrás incapaz de sujetar la pierna por más tiempo, levantó la cintura hasta que la cumbre de su vientre señaló más a la pared que al techo, y la dejó caer contra la mesa. El hueso de su rabadilla golpeó la superficie como un martillo. De entre sus piernas se escapó un sonido viscoso.
—¡No puedo respirar con esta máscara! —Gritó las primeras palabras aún entre dientes, como si el dolor y la rabia fueran flemas adheridas a su garganta que pudiera escupir—. ¡Quitadme esta maldita careta!
Siguió retorciendo las piernas. Mi hermano y yo intentamos agarrarlas y recuperar su control. Noté que la sábana estaba empapada. Y resbaladiza. Un olor agrio me provocó una arcada. Mi madre, que sujetaba con todo su cuerpo uno de los puños, abrió la boca para gritar cuando vio cómo mi hermana dirigía su mano libre hacia la máscara. Llegó a pellizcar su propia nariz ortopédica.
Entonces mi padre la agarró de la muñeca. Ella estiró los dedos al máximo intentando alcanzar la máscara. Hasta que los nudillos de papá se pusieron blancos, y los dedos de mi hermana dejaron de moverse. Ella volvió a gritar. Esta vez fue un grito agudo, que dolía en los oídos. Mi padre dejó caer la mano agotada de mi hermana como si fuera un desperdicio. El hueso de su muñeca golpeó la mesa.
—Ya está bien de tanta tontería. Tu madre también dio a luz aquí —se le escapó una mirada hacia mí— y no lo puso tan difícil. Que no eres una niña. A tu edad tu madre ya había tenido dos hijos.
—Y antes —aclaró ella—. Con veintiséis ya los tenía.
Las piernas de mi hermana se relajaron. Cuando las flexionó pudimos agarrarlas de nuevo. Mi padre se quedó de pie y la observó en toda su longitud. Desde los pies hasta la cabeza. Sonrió.
—¿Te duele?
Mi hermano emitió un sonido gutural, una de sus risas que parecían rebuznos. Papá lo miró, así que no vio el brazo de mi hermana volver a levantarse.
Despacio.
Esta vez pudo agarrar toda la máscara. Cerró la mano. El crujido del material ortopédico alertó a mi padre. Consciente de que ya no había tiempo de evitar que se la quitara, se abalanzó sobre mí, pegó mi cara a su tripa para que no pudiera ver nada, y me obligó a andar hacia atrás mientras me empujaba por el pasillo. Abrió la puerta de mi habitación y me sentó en la litera de abajo.
—Has tenido suerte —me dijo. Después volvió la cabeza hacia el pasillo que conducía al salón, y gritó a mi hermana—: ¡Si quieres que lo primero que vea tu hijo sea tu cara deformada, hazlo! —Me miró de nuevo y apoyó sus pulgares sobre mis ojos—: Pero mi hijo sólo verá lo que yo quiera.
Al bajarme los párpados, un punto de luz bailó en la oscuridad del interior de mi cabeza.
Tumbado boca abajo en el suelo del salón, rodé sobre mí mismo para alcanzar con mi mano la mancha de sol. Un puñado de rayos que entraban por una rendija del techo dibujaba un círculo de luz no mayor que una moneda. Todos los días recorría el suelo de la estancia principal desde una pared a otra.
—¿De dónde viene esta luz? —Cerré mi mano y agarré la nada.
—Pregúntale a tu padre —contestó mamá.
Cargaba al recién nacido en un brazo, lo lavaba con el agua con la que había llenado el fregadero. Mi hermana llevaba un rato encerrada en su habitación, después de que mamá saliera de ella con la caja de costura en una mano.
Junto a la mesa, mi hermano amontonaba la sábana y las toallas sucias. Con la lengua asomada y el ceño fruncido, trataba de hacer coincidir las esquinas de una ellas. En sus manos, alinear los dos bordes opuestos de una toalla parecía tarea imposible. Se quejó con un largo gemido justo antes de lanzarla al suelo. Se cruzó de brazos.
Abrí y cerré la mano acariciando la franja de luz naranja, como un chorro de agua que no mojaba. Mi piel se veía aún más blanca y traslúcida. Podía distinguir todos los trazos azules y morados que dibujaban mis venas.
—¿De qué está hecho el sol?
Oí a mi madre respirar hondo en la cocina. Cuando lo hacía, el agujero de su nariz más afectado por el fuego emitía un curioso silbido. Entonces se dio la vuelta y me miró.
—Éste es tu sobrino —dijo.
El bebé lloró entre sus brazos. La palma de mi mano aún ni se había calentado cuando el rayo agonizante, una cuchilla de polvo, desapareció. Como una mariposa entre los dedos de un cazador inexperto. Empujándome con ambos brazos como haciendo una flexión, me levanté y me acerqué a mi madre. Ella sonrió, su mejilla quemada tiró de la carne cerrando el ojo izquierdo, como ocurría siempre. Extendió los brazos para acercarme el bebé.
—¿No se me caerá? —pregunté.
Mi madre miró a mi hermano, que nos observaba desde la mesa.
—No creo —contestó—, extiende los brazos.
Lo hice. El bebé, envuelto en una toalla seca, apretaba y relajaba los labios. Sus diminutas fosas nasales se expandieron y contrajeron, respirando por primera vez el aire de aquel sótano que sería su mundo. Tenía los ojos cerrados, muy apretados. Debajo de él, mis brazos temblaban.
—¿No se me caerá? —repetí.
Mamá sostuvo al niño con un brazo, y con el otro me hizo flexionar el codo formando un ángulo recto.
—Sube el brazo, aquí voy a apoyar su cabeza —indicó mientras me daba una palmada cerca del codo.
Permanecí en aquella postura, tan inmóvil como un insecto palo mimetizado en una rama. Mi madre maniobró con experta habilidad hasta que hizo descansar al bebé sobre las palmas de sus manos. Lo fue acercando a la vibrante cuna humana que formaban mis brazos.
—No quiero que se me caiga —insistí.
Por un momento mi madre se detuvo. Dudó. Después continuó su movimiento. Mi hermano gruñó. Los platos apilados de la cocina vibraron con cada uno de sus pasos. Se colocó detrás de mí. Sentí en mi espalda el calor que desprendía su cuerpo. Empujó al bebé hacia mi madre.
Para evitar que yo lo cogiera.
Los platos volvieron a vibrar cuando regresó a la mesa. Allí cogió el montón de toallas y desapareció por el pasillo. La nariz de mamá silbó.
La mañana siguiente al nacimiento abrí los ojos antes de tiempo. Lo supe porque sólo oía los ronquidos de mi hermano durmiendo en la litera de arriba, cuando lo normal era que me despertaran los ruidos de mi madre preparando el desayuno en la cocina. Me quedé despierto en mitad de la oscuridad. Algo rascó las paredes, al otro lado. Había ratas en el sótano.
Entre dos de los ronquidos de mi hermano, oí un gemido del bebé, a lo lejos.
Abrí la puerta de nuestra habitación sin hacer ruido. A papá no le hacía gracia que anduviéramos por el sótano a nuestro aire. Asomé la cabeza por el pasillo y miré al salón. La mancha de luz estaba ahí, brillando en el suelo, mucho más a la derecha de lo que la veía habitualmente. Tenía que ser muy temprano.
El bebé gimió al otro lado del pasillo.
Papá había colocado la cuna en la habitación que compartían mi abuela y mi hermana. Esperé a que alguna de ellas se despertara para asistir al bebé en cualquiera que fuera su malestar, pero no ocurrió nada. Y el niño volvió a quejarse.
Entré en la habitación. Me acerqué hasta la cuna. Recordé el montón de maderas que aparecieron un día en el sótano y cómo papá las había convertido, con su caja de herramientas, en aquella estructura donde ahora descansaba el niño. Tenía los ojos abiertos. Volvió a gemir. Mi abuela emitió un único ronquido. Miré hacia la otra cama y distinguí entre la oscuridad el blanco contorno de la máscara de mi hermana, que podía estar sobre su cara o perdida entre las sábanas. Enseguida mi abuela recuperó el ritmo de su respiración. Me incliné sobre el niño, lo acuné con una mano en su pequeña tripa, y cerró los ojos.
Tras pensarlo unos segundos, lo levanté. Lo apoyé en mi pecho, su cabeza descansando cerca del codo, donde me había indicado mamá. Salí de la habitación y lo llevé al comedor. Me senté en el suelo, sobre la mancha de luz, cruzando las piernas y sintiendo cómo el bebé respiraba entre mis brazos. Lo coloqué de tal forma que el chorro de color amarillo pálido le iluminó la cara.
—Esto es el sol —le dije.
Permanecimos así varios minutos.
Hasta que mi hermana despertó y empezó a gritar.
3
—Nadie te ha robado al niño —dijo mi padre cuando nos sentamos todos a desayunar.
Mi hermana se sorbió la nariz tras la máscara. Miraba al suelo en una diagonal de indiferencia. Los huevos que mi madre preparaba para el desayuno crepitaban al sumergirse en el aceite caliente. Por entonces yo aún pensaba que también ellos sufrían cuando los quemaban. Y gritaban.
—Al niño lo cogí yo esta mañana —dije—. Me desperté pronto. Quería enseñarle… —Encontré el círculo de luz sobre la mesa, pero no terminé la frase.
—¿Desde cuándo tienes permitido salir antes de tu habitación? —me interrumpió mi padre—. ¿Sabes el susto que se han llevado tu abuela y tu madre con los gritos de tu hermana? —Papá me señalaba con el dedo—. Pensó que le habían robado al niño.
Me quedé callado. Asentí avergonzado. Mi hermano trató de contener la risa pero se le escapó por la nariz como un rebuzno.
La sartén golpeó el fregadero. Mi madre apareció con un plato lleno de huevos fritos. Ella siempre decía que no había que sacarlos de la sartén hasta que una línea negra bordeara la clara. Por eso olía a quemado. Con la mano que tenía libre alisó el mantel. Mientras maniobraba, una gota de aceite hirviendo se desbordó del plato y cayó sobre sus dedos, al lado de viejas cicatrices. Observé el naranja brillante de las siete yemas.
—No gritaba por eso —dijo mi hermana—, ¿quién me lo iba a haber robado?
—¡El hombre grillo! —respondí.
—Cállate —dijo mi padre.
—¿Quién me lo iba a haber robado? —repitió ella. Después respiró profundamente y su nariz burbujeó—: ¿El que está allí arriba?
Mi hermana miró a papá.
—Grité porque no consigo despertar —añadió.
El bebé lloró desde la habitación.
—¿Lo oís? —continuó, manteniendo su efigie de plástico desviada hacia el suelo—. Él sigue aquí. No consigo despertar.
La silla de mi hermano salió disparada cuando se levantó de golpe y comenzó a rodear la mesa en dirección a mi hermana. Sus pasos originaron pequeñas olas concéntricas en mi taza de leche. Mi padre extendió un brazo que se interpuso en su camino, un obstáculo a la altura de su cintura.
—Déjalo —le dijo. Mi hermano gruñó—. ¿Qué has querido decir con eso? —preguntó a mi hermana.
Ella no contestó, tan sólo se sorbió la nariz. La mano de mi padre saltó de la mesa a su cara artificial. Le forzó a levantarla agarrándola por el mentón. Mi hermana me miró primero a mí, pude ver sus ojos detrás del material ortopédico.
—Que esto es una pesadilla —dijo.
Mi abuela bajó la cabeza. Arrastró su mano por la mesa hasta apoyarla sobre la de mi madre. La apretó.
—Debiste haberlo pensado mejor —dijo mi padre. Con un movimiento seco enfiló el cuello de mi hermana hacia el pasillo—. Te guste o no, ese que llora es tu hijo.
Mi hermana tragó saliva. Las venas hinchadas a ambos lados del cuello lo hacían parecer más grueso. Mantuvo la posición hasta que mi padre aflojó la presión, y ella dejó caer la cabeza. Pensé que no iba a decir nada más, pero entonces respondió:
—¿Sólo mío?
—Ya basta —intervino la abuela.
La mano que papá había lanzado otra vez hacia mi hermana se detuvo en el aire.
—Daos las manos.
Mi abuela extendió las suyas, una a cada lado. Mamá agarró la derecha, mi hermana la izquierda. Los demás las imitamos. Cuando terminamos de formar el círculo, la abuela, como hacía siempre, dio las gracias.
—Gracias al que está allí arriba por permitirnos comer cada día.
Besó el crucifijo del rosario que llevaba colgado al cuello.
Mamá recogió los platos después del desayuno. Inclinó uno de ellos sobre la papelera para hacer caer un huevo entero. Cuando se apostó junto al fregadero, me acerqué a ella.
—Si no los rompieras… —señalé el cartón de huevos que aún tenía abierto sobre la encimera—, ¿podría salir un pollito de dentro de uno de ésos?
Mamá bajó la mirada, buscando la mía.
—¿Un pollito?
Sonrió desde las alturas mientras su ojo izquierdo se cerraba sin que ella pudiera evitarlo. Me abracé a su cintura, apoyando mi pómulo a la altura de su vientre.
Papá rió al escuchar mi pregunta, era el único que seguía sentado a la mesa. Leía mientras movía entre sus dedos la llave que colgaba de su cuello. Dejó el libro, se levantó, cogió un huevo del cartón y clavó una rodilla en el suelo. Sostuvo el huevo entre su cara y la mía con tres dedos.
—Deja a tu madre. —Tiró de mí para separarme de ella. Después alzó una de mis manos y me hizo extenderla—. Comprobemos qué hay dentro.
Papá apoyó el huevo y me cerró el puño. Estaba seguro de que iba a sentir el corazón del pollito palpitando a través de la cáscara. Que una grieta se abriría y un montón de plumas amarillas aparecería entre mis dedos. Mi padre cerró su mano sobre la mía. Empezó a ejercer presión. Intenté liberarme, pero él siguió apretando. Antes de que yo pudiera evitarlo, la presión fue demasiada y el huevo se quebró con un crujido. El líquido viscoso se desbordó entre mis dedos y los de papá, que sacudió la mano salpicándome la cara.
—No quieras traer a nadie más a esta casa —dijo—. Además, no puede salir nada de un huevo de comer. No está fecundado.
Desapareció por el pasillo arrastrando sus zapatillas marrones.
Un montón de baba fría se escurrió por mi palma hasta que el coágulo naranja golpeó el suelo. Me quedé mirándolo sin entender. La nariz de mamá silbó. Sentí el trapo húmedo en la mano antes de verlo, fija como tenía la vista en el charco de cáscaras y muerte a mis pies. Mamá frotó mi mano deteniéndose en cada uno de los dedos. El olor del amoníaco me hizo toser.
A ella se le humedecieron los ojos.
—¿Qué te pasa? —pregunté.
—Es el amoníaco —respondió.
—A mí no me lloran los ojos.
Los hombros de mamá cayeron.
—Me acordé de algo —dijo.
—¿Algo de fuera?
Asintió.
Besé su mejilla rugosa.
—No estés triste —le dije—. El sótano es mucho mejor que lo que hay fuera.
Su nariz silbó. Después me susurró al oído:
—Cualquier sitio en el que estés tú es mucho mejor que ningún otro.
Retorcí el hombro presa de las cosquillas.
Mamá dejó caer el trapo en el suelo, recogió los restos del pollito que no fue y regresó a sus labores en el fregadero. Permanecí de pie junto a ella, observando cómo la mancha de humedad que había dejado el trapo se encogía de fuera hacia adentro. Hasta desaparecer.
Camino de mi habitación, mamá gritó mi nombre. Me pidió que me acercara. Se agachó de una forma muy similar a como lo había hecho papá.
—Toma —me abrió una mano—, guárdalo y dale calor. Es lo que necesita para nacer.
—¿Y lo que ha dicho papá?
—Tú dale calor.
Corrí a mi habitación protegiendo el huevo, con ambas manos, contra mi tripa desnuda.
Mi hermano estaba sentado en su litera, los pies colgando a metro y medio del suelo. Podía pasarse horas así, con los bajos del pantalón del pijama metidos en las zapatillas; agitando la cabeza y moviendo pies y manos como si caminara a través de un campo de maíz que no existía pero que de vez en cuando crecía en nuestra habitación. También silbaba una melodía, aunque el resultado no fuera perfecto porque tenía el labio inferior partido en dos a causa del fuego. Papá y mamá tardaron un tiempo en entender qué significaba ese trance. Hasta que una tarde, sin conseguir que hablara ni dejara de sonreír a la nada, mi hermana entró en la habitación. Cogió uno de los libros de la estantería. «Se lo leíais de pequeño», dijo mostrando El maravilloso mago de Oz a mis padres. «Parece que ya habéis olvidado que tuvimos una vida fuera», añadió. Desde entonces, cada vez que mi hermano viajaba a ese otro mundo, sólo había una forma de comunicarse con él.
—Espantapájaros, tú no has visto nada —le dije—. Y pídele al León y al Hombre de Hojalata que tampoco lo cuenten.
Mi hermano vio el huevo entre mis manos, pero enseguida continuó con su silbido defectuoso.
Recogí del suelo una camiseta usada y envolví el huevo con ella en la mejor imitación de un nido que fui capaz de conseguir. Después lo metí todo en el cajón del único mueble que no compartía con mi hermano. A los pies de mi cama, apenas tenía dos divisiones aparte del cajón. Suficiente para mi cactus, mis lápices de colores y los libros de insectos y espionaje que papá me regalaba en días de tarta. Perfeccioné el nido junto al tarro de los lápices.
Me senté con las piernas cruzadas frente al mueble y saqué el Manual del joven espía. Fueron mi abuela y mi madre quienes me enseñaron a leer y escribir. En el sótano había tiempo de sobra para eso. El manual era una guía infantil que enseñaba algunos trucos. Gracias a él aprendí a usar el jugo de un limón como tinta invisible, escribiendo mensajes secretos que luego podían leerse acercándolos a una bombilla encendida. La primera vez que probé el truco le pedí a mamá que acercara el papel a una de las bombillas que colgaban del techo en el salón. Ella me había exprimido el limón mientras yo le explicaba lo que iba a hacer siguiendo las instrucciones del manual. Dudó que fuera a funcionar, pero aun así agarró el papel y lo acercó al calor de la burbuja de cristal.
—Aquí no pone nada —dijo—, ni va a poner nada por mucho que lo pegue a esta cosa.
En ese momento, unos trazos de color marrón empezaron a dibujarse en el papel. Mamá movió la hoja para que el calor se distribuyera de forma regular por su superficie. Nuevas manchas marrones fueron apareciendo en todos los lugares donde yo había aplicado el zumo de limón. Finalmente, el mensaje secreto se hizo visible: TE DIJE QUE ERA UN ESPÍA. Mamá sonrió al leerlo. Su nariz silbó.
—Veo que tenías razón —dijo.
Sentado ahora frente al mueble con el libro sobre mis piernas, busqué una página concreta. Repasé las secuencias de puntos y rayas. Con la uña del dedo índice di cuatro golpecitos seguidos a la cáscara. Después, otros tres más espaciados. Terminé con otros seis golpes del modo en que indicaba el libro.
Acerqué la oreja al huevo.
El silencio fue total.
—Es morse —le dije al pollito.
Volví a afinar el oído en busca de alguna respuesta. No la hubo, así que cerré el cajón, dejando una rendija abierta para oír al pollito piar si decidía nacer por la noche.
Guardé el libro en el mueble y cogí el cactus. Dos bolas verdes llenas de pinchos sobreviviendo en una pequeña maceta. Apareció un día entre los montones de cosas que nos mandaba el que está allí arriba. Como las maderas con las que papá construyó la cuna para el bebé. O las zanahorias con las que mamá preparaba su crema para la cena. «Mientras este cactus esté bien, nosotros estaremos bien. Tenemos que ser fuertes como un cactus», me dijo la abuela cuando me lo regaló.
Salí de la habitación. Mi hermano seguía silbando.
Me tumbé en el salón boca abajo, la barbilla apoyada sobre las manos, una encima de la otra. Coloqué el cactus en la mancha de luz. Una pequeña nube de partículas de polvo bailó entre sus pinchos. A medida que la luz se fue desplazando sobre el suelo, empujé la maceta con un dedo para seguir su trayectoria y que el sol no dejara de iluminar el cactus. Si mi hermano podía viajar a Oz a lo largo de un sendero tan misterioso como las profundidades de su propia mirada desenfocada, yo podía imaginar que era uno