Cruce de damas

Fragmento

Nota de la autora

Nota de la autora

Agosto de 1991.

La democracia en España no había cumplido todavía trece años. Las cosas habían cambiado, un poco.

La muerte de muchos nos hizo temer por fin al sida y las enfermedades de transmisión sexual. Fue el año del «Póntelo. Pónselo». Aquella campaña publicitaria representaba la realidad de gran parte de la juventud española que vivía en el camino intermedio entre la nueva libertad y los antiguos convencionalismos sociales. Esta ambivalencia se reflejaba en las leyes. Sirva de ejemplo el divorcio. Aunque había sido aprobado hacía diez años, para lograrlo había que pasar por un largo periodo de separación y probar ante un juez la existencia de una causa legalmente tasada. El matrimonio ya no era para siempre, pero casi. Había que pensárselo durante cinco años.

Mientras se reivindicaba esa libertad, se diferenciaba a menudo entre lo socialmente bien visto o mal visto, aunque lo uno y lo otro estuvieran solo en los ojos de los que miraban, aferrados con frecuencia a ideas que ahora pudieran parecernos trasnochadas, pero que, en realidad, no son tan lejanas en el tiempo.

Existían cosas, acontecimientos e incluso personas, duele decirlo, que era mejor esconder porque, absurdamente, causaban vergüenza. Había que callarlas, ocultarlas a costa de lo que fuera. Se solucionaban en casa. Los que eran jóvenes en el 91 y habían nacido en los albores de la democracia respiraban por tanto en ese espíritu ambivalente de modernidad y tradición. En ese mundo complejo vivían los protagonistas de esta historia, disfrutando de una inadvertida libertad, cada uno a su manera. Cada uno según quién era. Libertad inadvertida porque a ellos les había sido dada. Libertad inadvertida porque no fueron conscientes de que la tenían hasta que la perdieron.

Porque la vida no avisa. Simplemente sucede, y puede sorprenderte y llevarte por caminos insospechados. Pero vivir consiste en dejar que ocurra.

1

Verano de 1991

Aquel 24 de agosto amaneció brillante y soleado. Ya pocos días así podían esperarse. Con todo, había sido un buen verano, más cálido de lo que era habitual en Burgos, aunque el frío de las noches iba anunciando el final de una estación ya de por sí corta. Desde la ventana de su habitación, en casa de sus padres, podía verse la silueta de los montes Obarenes entre los cuales Oña descansaba, en un hondillo, hábilmente elegido cientos de años antes para establecer en él la villa, formando así una muralla natural que había protegido a sus gentes, antaño de los moros y siempre, aun ahora, del terrible aire burgalés.

A las doce de la mañana el sol estaba ya alto y hacía resplandecer las copas de las encinas, todavía verdes. El marco de su ventana componía una fotografía entrañable que muchas veces había añorado en Madrid, donde las vistas no eran, desde luego, tan bucólicas.

Una pared de ladrillo y un colgador de ropa apostado en una pequeña abertura era todo lo que veía desde la ventana de su habitación de estudiante que daba a un patio interior. Aquel colgador que tantas veces había observado ensimismado fumando un cigarro mientras descansaba entre diagramas de Cremona le había hecho adivinar, sin necesitar grandes cavilaciones, que su vecina de enfrente era de cierta edad y algo entrada en carnes. La faja XXL beis y el sostén a juego y en proporción con la faja la delataban.

A menudo pensaba que ya era mala suerte tener que ver esos blasones todos los días allí colgados. Porque limpia debía de ser relimpia. Cada mañana la misma faja y el mismo sostén en el colgador, y eso durante años, sin saber si los lavaba o solo los aireaba. «A lo mejor —pensó un día— es que se ha muerto y se han quedado ahí colgados para la eternidad». Durante semanas se le pasó por la cabeza la imagen de su vecina desnuda, caída sobre el suelo del baño.

Se relajó cuando un día la vio sustituir las prendas colgadas y secas por otras similares, pero mojadas. Como había predicho, su vecina era regordeta y mayor. Se la quedó mirando al igual que ella a él. Finalmente fue él quien se ocultó tras las cortinas y cerró la ventana, no fuese que la vecina lo invitara a pasar.

Viendo aquellos estandartes en la ventana de enfrente mientras consumía inconscientemente algún cigarrillo, recordaba a menudo la vista desde su otra habitación. Los montes que conocía más que las líneas de su mano, verdes en verano, amarillos y rojos en otoño y blancos y descarnados en invierno. Podría pasarse la vida asomado a su ventana viendo cambiar las estaciones mientras le llegaba el olor a campo y a pino.

«Mejor así —pensó cuando alquiló el piso de Madrid—. Las vistas no ofrecen muchas distracciones». Aquella era una forma de consolarse porque el piso era una ruina. Pero era barato, y era lo que podía permitirse con su beca y el apoyo económico de sus padres. Tendría que conformarse con aquella ventana por la que entraba poca luz y con las vistas de aquellas prendas underwear que a falta de otros pasatiempos se habían convertido en algo familiar para él.

Pero ahora estaba allí, en su otra ventana, oyendo el rumor del agua del río. El primer cigarrillo de la mañana sabía mejor frente a aquellos montes.

A Miguel se le habían pegado las sábanas. Tenía un molesto dolor de cabeza. La noche anterior se había esforzado por no pasar sed. Las tres últimas cervezas habían sobrado sin duda. Últimamente no tomaba copas. Había descubierto, a fuerza de resacas, que la cerveza le hacía menos daño.

Recordaba haber acompañado a una rubia a su coche a las afueras del pueblo, donde la esperaban otras amigas. Serían las cuatro de la mañana cuando los echaron del Chole y miró el reloj.

La había conocido aquella noche. La miró y ella le devolvió la mirada con una sonrisa. Él pidió dos cervezas y le ofreció una a ella. Hablaron de cuatro cosas intrascendentes mientras se comían con los ojos. Él sabía que el truco estaba en mirarle de vez en cuando la boca y ver su reacción. Vio claramente que ella también quería, así que la besó y ella le devolvió el beso, parapetándose ambos de la gente durante un rato en la oscuridad del fondo del bar, junto a los baños. Después la acompañó hasta un R5 beis, la despidió con un beso y regresó a casa. Seguramente no volvería a verla, pero eso daba igual. Él no la buscaría y ella tampoco lo echaría de menos.

Fue a la cocina a por un ibuprofeno. Tenía que terminar cuanto antes con ese molesto dolor de cabeza. Había planeado salir con la bici a primera hora de la mañana para quemar el alcohol a base de kilómetros, pero ya era tarde. Tendría que recurrir a la química.

No quedaba nadie en casa a aquellas horas. Seguramente su madre se había ido a misa, y su padre, a la huerta.

Así que tras una ducha y un servicial sobre de ibuprofeno trató de recomponerse. Aún se lo tomó con calma y volvió a la ventana a devorar su segundo cigarro. «Fumo demasiado», pensó. Fue acercarse a la ventana y recordar de nuevo la faja y el sostén de su vecina de Madrid, a la que pronto vería de nuevo. Era como quien tiene una canción metida en la cabeza y no deja de tararearla sin saber por qué.

«Menudo trastorno —se dijo—. Bebo demasiado».

Para curarse de tan extraño y molesto pensamiento, volvió a recordar a la rubia de la noche anterior. Ella no llevaba nada parecido a una faja, afortunadamente. Aunque no llegó a quitárselo, sí que adivinó con sus manos que llevaba encaje, puede que negro, y una braga diminuta de esas que hay que buscar entre los glúteos. Aquellos serían mejores estandartes, sin duda, colgados en cualquier ventana, aunque llamaran a la guerra y no a la paz.

Recordó entonces la primera vez que invitó a una chica a su piso en primero de carrera. Hacía ya algunos años de aquello. Algunos años y muchos cigarrillos. En realidad, fue ella la que se invitó porque aquel piso, compartido con otros dos estudiantes de ingeniería, no era el lugar más romántico al que llevar a nadie. Las bacterias abandonadas por estudiantes veteranos, ya ingenieros seguramente, que lo habían ocupado antes que él, tenían ojos y patas y lo saludaban en el baño y en la cocina porque eran inquilinas más antiguas. A pesar de ello, se esforzó para que su habitación no pareciera la cueva de un oso de donde ninguna chica pudiera salir viva.

Ella había sido muy insistente, así que estaba claro a lo que iban.

Cuando llegó la condujo directamente a su habitación, no por insinuarse tan rápidamente, sino para que no viera el resto del piso. Miguel rompió el hielo y le dijo que estaba haciendo cremonas.

—No tenías que haberte molestado —le dijo ella pensando que las cremonas eran algún tipo de postre.

Tuvo que explicarle que se trataba de un método gráfico para el cálculo de estructuras en ingeniería.

Daba igual. Ella no había ido allí a dibujar, y menos a hablar de estudios, sino a deshacer la cama que Miguel había recompuesto con más cuidado que de costumbre.

Y, una vez deshecha, Miguel no sabía muy bien cómo proceder. Se levantó, encendió un cigarro intentando que no se notara su inexperiencia y entreabrió la ventana para que saliera el humo por si a ella le molestaba. Ella se lo puso fácil. Se levantó y fue al baño desnuda, despreocupada de que pudiera haber más habitantes en la casa. Viendo el estado de la ducha decidió no utilizarla. Volvió a la habitación, donde Miguel aguardaba expectante con el cigarro en la mano, medio consumido de darle profundas y nerviosas caladas. No sabía lo que se esperaba que tuviera que decir.

Pronto descubrió que ella no esperaba que dijera nada. Solo le pidió un cigarrillo. Tuvieron una corta conversación y luego se vistió, le dio un beso con sabor a Marlboro y hasta nunca. Jamás volvió a verla. Quizá se cruzaron en alguna fiesta de la facultad, pero, si era así, no fue consciente de ello. Si hubiera sido una chica del pueblo, se habría armado. Pero ya no estaba en el pueblo. Era un estudiante de primero de Ingeniería en Madrid y aquello debía de ser la liberación sexual femenina. Uno de los grandes avances de la democracia. ¡¡¡Qué adelanto!!! Tras aquel interesante descubrimiento aparecieron otras chicas que también pasaron por su habitación sin esperar más de él de lo que él esperaba de ellas. Era algo liberador comprobar que la mujer disfrutaba tanto del sexo como el hombre, y, desde luego, era mucho más justo para todos. Claro que eso no lo explicaban los curas en el colegio.

Y después de todo aquel aprendizaje acelerado de su primer año de carrera le dio tiempo aún a aprobar todas las asignaturas y volver al pueblo con el deber cumplido.

Regresó a Oña con otro aspecto. Estaba más delgado a falta de los pucheros de mamá. Había aparcado los zapatos castellanos y los pantalones de pinzas que le compraba su madre y usaba botas camperas y una bómber de ante que había comprado en el Rastro de segunda mano y que le daban un aspecto más moderno que cuando dejó el pueblo por primera vez.

Y resulta que el sexo femenino empezaba a encontrarlo interesante y que él empezaba a saber manejarse entre las mujeres con absoluta soltura dejando atrás sus inseguridades. Eso sí, nunca le prometía nada a ninguna. Siempre era sincero sobre sus «no serias» intenciones. No pasaría por la iglesia. No sería el novio de nadie. No la llamaría durante el curso. No recibiría una tarjeta por San Valentín. No le juraría fidelidad ni amor eterno. No la llevaría los domingos a comer a casa de sus padres ni querría conocer a los suyos. Tenía comprobado que aquella pasmosa sinceridad le funcionaba. No necesitaba ser un cabrón mentiroso para ligar, aunque precisamente el hecho de ser sincero con sus amantes lo convertía, según algunas le habían dicho, en el mayor cabronazo de todos porque era fácil enamorarse de él, y esto era justo lo que él pretendía evitar. Miguel no entendía muy bien este razonamiento ni tampoco pretendía entenderlo. Simplemente era mejor dejar claro, por el bien de todos, que solo estaban jugando y que no había nada serio.

El caso es que tenía el atractivo suficiente para que aquellas advertencias previas, dichas sutilmente entre miradas, besos y caricias, fueran asumidas y aceptadas sin protesta por sus numerosas conquistas que desde el principio tenían claro que aquello era simplemente sexo y que no podían esperar más de él.

Solo una chica le había llamado la atención algo más que las demás, hacía un par de años, pero era demasiado joven para él y lo había dejado correr. No quería abrir ese melón. Demasiado complicado. Quizá en otro momento, más adelante.

Poco a poco el tiempo, la vida de estudiante, los escarceos sexuales de una sola noche en Madrid con mujeres sin remordimientos puritanos ni exigencias posteriores, que disfrutaban del sexo tanto como él o incluso más, y los viajes en tren por Europa con poco dinero con sus compañeros de carrera lo habían revestido de una seguridad que antes no tenía. La experiencia en verdad era la madre de las ciencias. Eran seis años que habían pasado como seis minutos y estaba a punto de terminar Ingeniería. Le habían quedado dos asignaturas. Una porque se le había atravesado a él y otra porque él se le había atravesado al profesor. Le habían concedido una última excedencia del servicio militar, por lo que debía acabar aquel año como fuese. Así que aún tenía tiempo durante un trimestre para ver de nuevo la faja y el sostén de su vecina mientras acababa sus estudios.

Después de vivir varios años en Madrid, la villa se le quedaba pequeña. Lo asfixiaba saber que todos conocían la vida de todos. Se había acostumbrado a disfrutar del anonimato de la capital. El ambiente que, cuando niño, había colmado todas sus expectativas ahora se tornaba pequeño, un lugar diminuto en medio de un mundo inmenso por descubrir.

Era ya tan solo un sitio al que volver para pasar las vacaciones, las fiestas y algún que otro domingo de celebración familiar. Quizá la boda de un amigo, la cena de los quintos o algún inoportuno funeral. Por lo demás, sentía el mundo a sus pies y la vida se le quedaba corta para conocerlo. No tenía un minuto que perder. Iba a vivir solo por él y para él. Nada de hijos. Nada de obligaciones. Había visto a su padre partirse los lomos por él. Él no lo haría. No tendría más obligaciones que la de cuidar de sus padres. Nadie más dependería de él.

Ensimismado en estos pensamientos andaba cuando abrieron la puerta.

—¿Ahora amaneces? —preguntó su madre retóricamente.

Enseguida supuso que era la una del mediodía porque habría acabado la misa. El reloj del cubillo y las campanas de la iglesia se lo confirmaron.

—Buenos días, madre —contestó él dándole un beso en la mejilla.

—Desde luego, estás mejor en Madrid —replicó—. Aquí te pierdes. Por lo menos allí no veo lo que haces. Espero que algún día sientes la cabeza.

Y casi sin descansar para tomar aliento, cosa esta que es habilidad exclusiva de las madres cuando sermonean a los hijos, continuó:

—No tendrás el cuerpo para esfuerzos, pero me ha pedido tu padre que cuando te levantes lo vayas a buscar a la finca. Lleva allí desde las nueve de la mañana.

—Me visto y voy —contestó mientras le daba el último bocado a una magdalena y un segundo beso a su madre.

Ningún pensamiento importante ocupaba ya su cabeza. Ni importante ni banal. Ni tan siquiera pensaba ya en la faja de su oronda vecina.

2

Marta se despertó mucho más tranquila. Se había acostado aquella noche con un escalofrío de sudor. Como quien suda una gripe, se había liberado de sus oscuros pensamientos ahogándolos contra la almohada.

Se levantó temprano como de costumbre. Ayudó a su madre a recoger, hizo un par de recados y fue a darse un baño a la piscina sin esperar a nadie ni llamar a ninguna de sus amigas porque, entre que se ponían de acuerdo, podía pasarse la mañana.

Como siempre, el agua estaba helada. La sombra de los montes se echaba por la tarde como un manto de seda gris sobre la piscina e impedía que el agua se caldease con el sol. No recordaba ni una sola vez en que el baño en Oña fuese caliente, ni templado siquiera. De pequeña su madre les ponía a ella y a su hermano un neopreno que ella odiaba porque el resto de los niños los miraban raro. Su hermano peleaba tanto que conseguía evitarlo a base de correr alrededor de la piscina con su madre detrás. Su madre se agotaba y su hermano se tiraba a la piscina solo con su bañador. Ella, sin embargo, obedientemente, se lo ponía provocando las risas de los demás niños. Así eran las madres burgalesas, siempre protegiendo a sus hijos del frío, aunque fuera a costa de la felicidad de aquellos. Por entonces estaba rellenita y un chico le dijo que parecía una morcilla. Diez años más tarde no lo había perdonado aún. Ahora, a los diecisiete años, ya ni parecía una morcilla ni llevaba neopreno. Aquella mañana agradeció que el agua fría se le pegara y le hiriera la piel para sentir menos herido su orgullo. Después se tiró en una servicial tumbona agradeciendo los tímidos rayos de sol del final del verano. Mientras se secaba su bikini se concedió quince minutos antes de levantarse y enfrentarse al resto del día.

Cómo podía haber pensado, siquiera por una vez, que Miguel tenía algo especial, algo diferente que lo hacía merecedor de su interés.

Creía que sería curativo el numerito que había presenciado la noche anterior en el baño del Chole con aquella despampanante rubia platino. Y, sin embargo, a pesar de ello seguía sintiendo aquella absurda atracción que la irritaba enormemente.

Recostada en la tumbona y en medio de una tiritona que apenas sentía, tal era la intensidad de sus pensamientos, se decidió a cambiar el rumbo de sus cavilaciones para pensar en algo importante que la apartara de aquel tonto ensimismamiento juvenil. Lo de Miguel se pasaría en cuanto se enfrentara al libro de Teoría del Derecho.

Había comprado los libros a una estudiante de segundo y, aunque los había dejado en una estantería de su habitación durante el verano, no había podido resistirse a hojear el más gordo, el de Teoría. Leyó la introducción del primer tema, pero no entendió nada y lo cerró. Aún le quedaban unos días de vacaciones antes de empezar. Y cuando ella estudiaba ya no había otra cosa.

Por fin había dejado atrás el uniforme azul de tablas, las medias y los zapatos de hebilla de su colegio La Milagrosa.

Era consciente, sin embargo, de que, aunque dejaba el colegio, seguía siendo una niña tímida, educada por las Hermanas de la Caridad en un colegio femenino donde se imponían siempre el esfuerzo, la corrección, la educación y el saber estar. Siendo estos grandes valores sin duda, en una niña tan exigente consigo misma como ella podían convertirse en tiránicos. También había influido en su carácter reservado la estricta educación materna impuesta tanto a ella como a su hermano.

«Que nadie tenga nunca que llamaros la atención por nada. Que nadie venga nunca a quejarse del comportamiento de mis hijos», repetía su madre.

Y Marta había asumido tales normas de comportamiento con la exigencia que se imponía para todo en su vida.

Así que, a sus casi dieciocho años jamás había bebido alcohol ni había probado un cigarrillo. Claro que eso no la convertía en un bicho raro. Sus amigas eran como ella, todas niñas de La Milagrosa, La Pureza o Concepcionistas. Y en lo que a chicos se refería ni se había acercado a ellos. Eran poco más que un problema. En eso también coincidían las monjas y su madre.

«Cuando acabes la carrera y consigas lo que quieres harán cola a tu puerta —le decía su madre—. Las que andan por ahí perdiendo el tiempo con chicos luego se arrepienten».

Otro dogma que asumió como irrefutable y que siguió a rajatabla; hasta que se topó con Miguel.

Fue el primero que la miró y el primero que la vio. Y, cuando no haces otra cosa que estudiar, cuando apenas sales del ámbito familiar, cuando vives en un mundo estricto y a la vez infantilizado y tienes, sin embargo, una poderosa imaginación, idealizar a una persona, inventar una pasión, se puede convertir en un adorable y peligroso entretenimiento mental que a ella la había llevado al enamoramiento.

Estaba loca por Miguel, sin poder evitarlo. Del Miguel que ella se había inventado, claro. «¡Otra vez pensando en él!». Aquel sentimiento era algo que no podía permitirse porque sabía que no era mutuo y que solo le haría daño. Y además era algo para lo que no tenía tiempo. Su sentido común y su espíritu práctico, directa siempre hacia su meta como le habían enseñado, sin permitirse distracciones, así se lo imponían.

Por eso volvió a cambiar esa línea de pensamiento.

Se veía algún día aparcando un coche rojo a la puerta de algún palacio de justicia, al que entraba también con un traje de chaqueta rojo entallado y zapatos de tacón, dispuesta a defender a algún inocente de una acusación injusta. Ese era su futuro soñado. Y, desde luego, esos planes no casaban con pérdidas inútiles de tiempo ni tonterías románticas que no la llevaban a ningún sitio productivo.

Por ello se esforzaba por quitarse a Miguel de la cabeza. Lo había conseguido durante el COU, aferrada como siempre a los libros, esforzándose por conseguir la mejor nota. Pero era volver a verlo y volver a caer en aquellos estúpidos sentimientos románticos tan impropios de ella, pero que tanto le gustaban.

Ni tan siquiera verlo besándose con una chica distinta cada noche, como la de ayer, surtía efecto. Aquello era un insulto para su inteligencia, pero todo se lo disculpaba. Era guapo, estaba soltero y podía hacer lo que le diera la gana.

«¿Y por qué no iba a hacerlo?», pensaba.

Claro que con ella no. Ella no iba a ser una rubia más al fondo de un bar, una de esas tontas de las que hablaba su madre. Llevaba así, para su desesperación, dos veranos sin poder arrancárselo del pensamiento. Aunque, en realidad, él había tenido la culpa.

Ella no hubiera reparado en su existencia si el agosto anterior, en medio de la plaza, en una verbena en fiestas, no la hubiera agarrado por la cintura y subido por los aires.

Miguel, haciendo el tonto, la cogió a ella como podía haber cogido a otra cualquiera que tuviera cerca. La agarró y giró con ella sobre sí, elevándola sobre su cabeza para después volver a posarla en el suelo y mirarla de forma traviesa.

Marta le llamó bobo tan pronto como aterrizó. Aquel era el taco más fuerte de su correcto vocabulario y además fue lo único que se le ocurrió decir. Luego le soltó las manos de su cintura con cierto desprecio para después huir hacia la parte de atrás de la plaza. Él se rio de tan terrible insulto y la siguió con la mirada.

Pero después de aquella ocasión Miguel no la había dejado descansar durante todo el verano. La miraba tan fijamente que no podía sostenerle la mirada ni unos segundos. Y eso cada día del verano anterior y también de este.

—¿Por qué me miras así? —le preguntó una vez.

—¿Así cómo?, ¿cómo te miro? —contestó él burlonamente.

—Pues así como me miras —respondió ella.

Miguel disfrutaba sacándola de quicio con aquel coqueteo del que era un profesional. Aquella presa tan inocente le divertía.

—¿Qué le pasa a este contigo? —preguntó alguna de sus amigas.

—No tengo ni idea —contestó Marta encogiéndose de hombros.

Miguel le había rozado la mano en alguna ocasión, le había apartado el pelo de la cara, le había dado algún beso inesperado en la mejilla, y así, poco a poco, ella había sentido algo por aquel chico que era absolutamente nuevo para ella. Una noche mientras ella bailaba con sus amigas en un bar él la agarró por la cintura. Miguel la llevó despacio contra la pared del fondo mientras sonaban los últimos acordes de la canción y se puso frente a ella, apoyó el brazo derecho en el muro y construyó una muralla entre ellos y el resto de la gente.

Ella ya había visto aquello muchas veces con otras muchas chicas.

Mientras él le acariciaba el pelo ella pensaba, solo pensaba. Su cabeza le decía que huyera, mientras que su cuerpo le pedía que se quedara. Quizá los estaban viendo. Quizá estaban dando un espectáculo y… qué pensarían de ella… qué diría su madre si se enteraba…

Así que allí estaba ella, al fondo del bar, con Miguel, que empezó a besarle el cuello desde la clavícula subiendo lentamente hasta alcanzar el lóbulo de la oreja. Todo su cuerpo se turbó ante la proximidad masculina. Las piernas le temblaban y el corazón bombeaba a un ritmo frenético. Un calor desconocido se apoderó de ella, pero, a pesar de su cuerpo, Marta solo podía pensar. De repente su tronco se volvió rígido e insensible. Lo mismo le hubiera dado a Miguel besar el cuello de Marta que la pared de gotelé del bar.

—¿Qué haces? —acertó a decirle.

—Demostrarte mi cariño —contestó él abandonando el lóbulo de la oreja que ya había conquistado.

—Y ¿así me lo demuestras? —respondió ella mientras se marchaba y lo dejaba plantado en el bar, haciendo para ello un esfuerzo titánico del que no se creía capaz.

Marta corrió a casa odiándose por ser tan infantil y por haber leído las novelas de Jane Austen y de las hermanas Brontë. Las había leído todas, algunas varias veces.

Luego le echó la culpa a las monjas y a su educación puritana. Finalmente se culpó a sí misma por ser como era.

«Pero no puedo ser como no soy —pensó resignada—. Quizá no quiero». Lo cierto es que después de aquella noche ella había soñado, y en ocasiones como aquella mañana en la piscina, y se había imaginado a propósito enredada con Miguel, desnudos los dos en algún lugar desconocido buscando de nuevo aquella sensación de calor y aquella súbita humedad.

Marta se tapó inconscientemente con la toalla tratando de ocultar la reacción de su cuerpo a pesar de que no había nadie en la piscina.

«¡Reacciona, tonta! —se dijo—. Llegados a este punto lo mejor es que me enfrente a la obviedad. Nunca tendré nada así con él».

No tenía nada que hacer con sus sentimientos más que tragárselos como quien se traga una cucharada de ricino.

Se percató de que eran casi las dos, así que se dio una ducha apaciguadora y se cambió. Si se daba prisa, aún podría pillar a sus amigas tomando el pincho. No le costó nada encontrar a su grupo en la plaza, en la terraza del Hanfry.

De camino se cruzó con Miguel, quien también desfilaba con su peña hacia otro bar.

Como de costumbre, le hizo una gracia y le agarró de la bolsa de la piscina.

—¿Ya no saludas? —preguntó Miguel.

—Claro —respondió ella—. Hola.

—Vaya, ¿qué te pasa? —volvió a preguntar al encontrarla especialmente seca.

—Nada, qué me va a pasar —le dijo mientras se dirigía al bar donde estaban sus amigas.

«A este lo olvido yo hoy mismo».

3

Ane se despertó ya por la tarde. Serían las cuatro cuando entró en su habitación Margarita, la guardesa, preocupada por si le pasaba algo.

—Y qué me va a pasar, Margarita —le dijo Ane mientras escondía la cabeza dentro del edredón—. ¿Se han despertado mis amigas? —le preguntó.

—Sí, llevan un rato en la piscina —contestó—. ¿Te preparo algo para desayunar o, dada la hora, más bien para comer?

—Un zumo de tomate y una tortilla francesa estarían bien —pidió—. Por favor, diles que ahora voy.

—Por favor, diles que ahora voy —susurró Margarita para sus adentros mientras abandonaba la habitación y revisaba aquí y allá, observaba el desorden del cuarto y maldecía el trabajo que le quedaba por hacer por culpa de aquella niña mimada.

Ane intentó poner en orden su mortificada cabeza. Tenía una resaca considerable de la noche anterior, aunque, al final, había resultado mejor plan de lo que esperaba.

No recordaba quién había propuesto ir a aquel pueblo de fiesta, pero había sido una idea estupenda. Allí se habían atrincherado las cuatro en un bar cuando apareció aquel chico moreno, guapísimo, con esos ojazos verdes y aquella pinta estudiada de malote con sus botas camperas. Aún podía notar sus manos recorriéndola de arriba abajo.

«Total, allí no me conoce nadie», se dijo mientras se reía de la situación.

Había pensado volver a Neguri aquel día, pero, después de la juerga de la noche anterior, se había quedado con ganas de guerra y les iba a proponer a sus amigas que se quedaran un día más y repitieran la jugada en aquel pueblo donde eran unas desconocidas. Además, nadie la esperaba en casa. Sus padres andaban en algún lugar de Europa y su novio, Iker, llevaba seis días en Fuerteventura surfeando con sus amigos.

Se dio cuenta de que no sabía ni su nombre, el del moreno, pero no sería difícil encontrarlo seguramente en el mismo lugar y a la misma hora. De que entrara en calor ya se encargaría ella.

Así que Ane se arrastró hasta la piscina, donde la aguardaban sus amigas. Nunca había tenido interés por hacer amigos en Briviesca, por lo que siempre iba allí acompañada. La casa era grande y estaba preparada para montar grandes fiestas. De hecho, llevaban ya aquellas paredes muchas y grandes quedadas de amigos a sus espaldas a costa de la paciencia y el trabajo de Margarita y su marido, que siempre estaban deseando que se fuera y no lo disimulaban demasiado. Si fuese por ella, ya los habría echado, pero, según su padre, era difícil encontrar gente de confianza por allí. Mientras tanto, los mortificaría todo lo que pudiera.

No le costó mucho convencer a sus secuaces. Siempre había tenido dotes para conseguir de los demás lo que ella quisiera. Aunque ni ella misma sabía bien lo que quería. Se limitaba a vivir cada día disfrutando de su dinero. Se había acostumbrado desde pequeña a tener cada cosa que deseara. Nada se le había negado nunca. No sabía lo que era no poder hacer un viaje o darse un capricho por extravagante que pudiera ser. Y, como quien lo tiene todo a su alcance, no se esforzaba por nada ni nada la entusiasmaba especialmente si requería un esfuerzo de su parte. Había terminado el bachillerato muy justa de notas a costa de repetir un año y con el indudable apoyo de su padre, quien donó una buena cantidad al colegio para rehabilitar el gimnasio. Y no era ninguna tonta. Simplemente no le interesaba nada. Se aburría.

Luego había empezado Derecho en Deusto, por eso de que en la privada era más fácil. Lo hizo solo para contentar a su padre que pretendía que se pusiera algún día al frente de la empresa. La habían engañado. De fácil nada. Resultaba que había que estudiar. Así que, al año siguiente, tras echarla de Derecho, había dado el paso a Psicología, también en Deusto y siguiendo el consejo de su padre, empeñado en que tuviera un título, aunque fuera para colgarlo en una pared, que siempre daba un toque de distinción. Pero resultó que aquello tampoco era la suyo. Demasiado abstracto y poco tangible eso de la psique.

Y, total, ¿para qué tenía que perder el tiempo en una universidad desaprovechando sus días y su juventud si al final iba a heredar la empresa y tenía dinero de sobra para ella y para los hijos que vinieran con Iker si finalmente se casaban?

Aunque eso estaba casi decidido desde que Iker aceptó un puesto en la empresa.

Lo había conocido siendo jugador del Athletic Club. Era como ella, llamativo, brillante. Durante los cuatro años que llevaban saliendo eran una pareja de guapos que no podía faltar en ninguna fiesta que se preciara en Bilbao. Claro que lo del fútbol no era para toda la vida, e Iker tampoco había sido nunca un primera línea, por lo que un puesto de directivo en la empresa de su futuro suegro era algo que no podía rechazar, aunque no supiera ni cuál sería su cometido ni tuviera formación alguna para ello. El título de yerno de Celaya era suficiente.

Después de devorar la tortilla que le había preparado Margarita se derrumbó con sus amigas sobre una de las tumbonas de rayas ordenadamente colocadas frente a la piscina.

Le faltó tiempo para comentar la aventura de la noche anterior. No tenía ni idea de lo que había sido de ellas desde que llegó aquel tío.

—No hace falta que lo jures —le dijo Iratxe—. Tenías todos los sentidos ocupados.

—¡Pero qué bestia eres! —comentó Almudena—. Que está bien, tía, pero, no sé, algo menos a la vista, que si me afano te veo los pezones.

—Ja, ja, ja. —Rieron todas al unísono.

Las demás habían estado, según le explicaron, más comedidas y habían acabado hablando con los amigos de aquel chico.

—Miguel, se llama Miguel —le dijeron—. Por si tienes la necesidad de decir su nombre en pleno éxtasis.

—Ja, ja, ja. —Volvieron a reír.

Ninguna de ellas mencionó a Iker.

Ane tampoco sentía ningún remordimiento en lo que a él se refería. Iker era un animal social con un don

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