El afgano

Frederick Forsyth

Fragmento

PRIMERA PARTE

El Afgano

1

De haber sabido el joven guardaespaldas talibán que aquella llamada desde el teléfono móvil iba a acabar con su vida, no la habría hecho. Pero llamó, y ocurrió lo que tenía que ocurrir.

El 7 de julio de 2005, cuatro terroristas suicidas hicieron estallar sus mochilas bomba en metros y un autobús del centro de Londres. Cincuenta y dos viajeros murieron y unos setecientos resultaron heridos, de los cuales al menos un centenar quedó lisiado de por vida.

Tres de los cuatro terroristas eran británicos de nacimiento, aunque procedían de familias de inmigrantes paquistaníes. El cuarto había nacido en Jamaica, tenía nacionalidad británica y se había convertido al islam. No era más que un adolescente, igual que otro de ellos; el tercero tenía veintidós años y, por último, el líder del grupo, treinta. A todos les habían inculcado los postulados del fanatismo extremo, es decir, les habían lavado el cerebro, en el mismísimo corazón de Inglaterra; para ello habían asistido a mezquitas en las que se reunían los extremistas y habían sido instruidos por predicadores de la misma tendencia.

Veinticuatro horas después de la explosión ya habían sido identificados; les habían seguido la pista hasta dar con sus lugares de residencia en los alrededores de la ciudad de Leeds, al norte de Inglaterra. Todos hablaban con acento de Yorkshire, más o menos marcado. El líder era profesor de educación especial y se llamaba Mohammad Siddique Jan.

Al registrar sus domicilios y pertenencias, la policía descubrió algo importante que decidió no revelar. Cuatro facturas indicaban que uno de los dos de mayor edad había comprado teléfonos móviles de usar y tirar, eran tribanda y tenían cobertura en casi cualquier parte del mundo; además cada uno contaba con una tarjeta SIM cargada con unas veinte libras esterlinas. El pago de los aparatos se había hecho en efectivo. A pesar de todo, no figuraban entre los objetos encontrados; sin embargo, la policía rastreó los números y los señaló por si en algún momento entraban en funcionamiento.

También descubrieron que Siddique Jan y el componente del grupo con el que mantenía una relación más estrecha, el joven punjabí Shehzad Tanweer, habían viajado a Pakistán durante el mes de noviembre y habían permanecido allí tres meses. No consiguieron averiguar a quién habían ido a ver; no obstante, unas cuantas semanas después de las explosiones, la cadena de televisión árabe al-Yazira difundió un vídeo de contenido desafiante grabado por Siddique Jan, en el que anunciaba su propia muerte. Era evidente que la grabación había tenido lugar durante la visita a Islamabad.

Hasta finales de 2006 no se supo que un terrorista se había llevado uno de los teléfonos móviles supuestamente ilocalizables y se lo había entregado a su responsable e instructor de al-Qaida (la policía británica ya había llegado a la conclusión de que ninguno de los terroristas tenía los conocimientos técnicos necesarios para fabricar las bombas sin indicaciones ni ayuda).

Quienquiera que fuera aquel dirigente de al-Qaida, todo indicaba que, como muestra de respeto, le había regalado el móvil a un miembro del círculo de confianza de Osama bin Laden, oculto en su escondrijo situado entre las inhóspitas montañas del sur de Waziristan que bordean la frontera entre Pakistán y Afganistán, al oeste de Peshawar. Debían de habérselo dado para casos de emergencia, ya que todos los agentes de al-Qaida son extremadamente cautelosos con los teléfonos móviles; en cualquier caso, quien se lo dio no podía prever que el fanático británico sería tan estúpido como para dejarse la factura encima del escritorio de su piso de Leeds.

El círculo de confianza de Bin Laden está formado por cuatro divisiones que se ocupan de las operaciones, la financiación, la propaganda y la doctrina. Cada división tiene un jefe y solo Bin Laden y Ayman al-Zawahiri, su brazo derecho, los superan jerárquicamente. En septiembre de 2006, el jefe del área de financiación de todo el grupo terrorista era el egipcio Tawfik al-Qur, compatriota de Zawahiri.

Por motivos que más tarde resultaron evidentes, el 15 de septiembre el egipcio se encontraba en la ciudad paquistaní de Peshawar; iba disfrazado para ocultar su identidad, y estaba allí no con la intención de iniciar una misión importante y peligrosa fuera del reducto montañoso, sino porque acababa de volver de una. Esperaba la llegada del guía que había de conducirlo de nuevo hasta las montañas Waziri y ante la presencia del mismísimo Sheij.

Para protegerlo durante su breve estancia en Peshawar, le habían asignado a cuatro fanáticos talibanes que pertenecían a la tribu waziri, aunque, como todos los que proceden de alguna de las fieras comunidades que se distribuyen a lo largo de la frontera ingobernable de las montañas noroccidentales, desde el punto de vista político eran paquistaníes. Sin embargo, hablaban pastún en lugar de urdu, y debían su lealtad a ese pueblo, del cual su tribu era un subgrupo.

Todos eran de origen muy humilde; habían sido educados en una madrasa, un internado de formación coránica extremista, adherido a la línea wahabí, la más estricta e intolerante. No tenían más conocimientos ni habilidades que los necesarios para recitar el Corán y por eso, como los muchos millones de jóvenes educados en una madrasa, resultaba casi imposible que encontraran empleo. Sin embargo, si el jefe del clan les encomendaba una misión, estaban dispuestos a morir por cumplirla. Aquel mes de septiembre les habían asignado la protección del egipcio de mediana edad que hablaba un árabe nilótico-sahariano, pero que se defendía bastante bien con el pastún. Uno de los cuatro jóvenes se llamaba Abdelahi y su mayor motivo de orgullo y felicidad era su teléfono móvil. Por desgracia, le quedaba poca batería porque se había olvidado de recargarla.

Eran pasadas las doce del mediodía, y los fanáticos devotos no podían dirigirse a la mezquita local sin correr un gran riesgo. Al-Qur había rezado sus oraciones junto con su escolta en el ático en el que se alojaban. Luego había comido un poco y se había retirado a descansar un rato.

El hermano de Abdelahi vivía a cientos de kilómetros al oeste, en la ciudad de Quetta, de tradición igualmente integrista. Su madre estaba enferma y Abdelahi quería preguntar por ella, así que trató de llamar desde el móvil. Nada de lo que tenía que decir habría llamado la atención, sus palabras habrían pasado inadvertidas entre los trillones de conversaciones irrelevantes que tienen lugar a diario en los cinco continentes. No obstante, su teléfono no funcionaba. Uno de sus compañeros le hizo notar la ausencia de líneas de color negro en la pantalla y le explicó cómo recargarlo. Entonces Abdelahi se fijó en el teléfono que el egipcio había dejado en la sala de estar, encima del maletín.

Estaba cargado del todo. A Abdelahi no le pareció que hubiera nada malo en utilizarlo, así que marcó el número de su hermano y oyó el tono de la llamada que sonaba muy lejos, en Quetta. Al mismo tiempo, en las laberínticas instalaciones subterráneas de Islamabad que constituyen el d

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