La citación

John Grisham

Fragmento

1

Llegó por correo, a la antigua, puesto que el juez tenía casi ochenta años y no se fiaba de los procedimientos modernos. Nada de correo electrónico ni faxes. No utilizaba contestador automático y nunca había sido amigo del teléfono. Escribía sus cartas a máquina con dos dedos, pulsando las teclas lentamente, encorvado sobre la Underwood manual que tenía en su escritorio de persianilla situado bajo un retrato del general Nathan Bedford Forrest. El abuelo del juez había luchado con Forrest en Shiloh y por todo el profundo Sur, y para él no había figura histórica más digna de veneración. A lo largo de treinta y dos años, el juez se había resistido, callada y obstinadamente, a presidir vista alguna el 13 de julio, la fecha de nacimiento de Forrest.

Llegó junto con otra carta, una revista y dos facturas, y fue rutinariamente depositada en el buzón de la facultad de derecho del profesor Ray Atlee, que la reconoció en el acto porque aquellos delgados sobres habían formado parte de su vida desde que tenía memoria. Se la enviaba su padre, un hombre al que también él conocía como «el juez».

El profesor Atlee examinó la misiva, dudando si debía abrirla allí mismo o esperar un momento. Con el juez nunca se sabía si se trataban de buenas o malas noticias, auque la verdad era que últimamente las buenas escaseaban porque el viejo estaba muriéndose. El sobre era fino y solo parecía contener una hoja de papel, lo cual no tenía nada de raro. A pesar de que se había hecho famoso por los sermones que impartía desde el estrado, el juez era frugal con la palabra escrita.

La carta se refería a algo serio, de eso sí estaba seguro. El juez no era dado a la cháchara, odiaba los chismorreos y las trivialidades, ya fueran habladas o por escrito. Una conversación con él, bajo el porche y con un té helado en la mano, seguramente versaría sobre la guerra civil y el episodio de Shiloh, ocasión que aprovecharía para culpar de la derrota de los confederados al general Pierre G. T. Beauregard y sus brillantes e impolutas botas, un hombre al que seguiría odiando aunque estuviera en el cielo y por casualidad se lo encontrara allí.

El juez no iba a tardar en morir. Tenía setenta y nueve años y cáncer de estómago. También sufría de sobrepeso, era diabético, un incansable fumador de pipa y estaba enfermo del corazón. Había sobrevivido a tres ataques cardíacos y a una infinidad de dolencias que lo habían atormentado durante más de veinte años y que, en esos momentos, se aprestaban a darle la puntilla. Sufría de constantes dolores. Durante su última conversación —ocurrida hacía tres semanas a instancias de Ray porque el viejo opinaba que las conferencias a larga distancia eran un robo—, había sonado débil y fatigado. Apenas habían conversado más de tres minutos.

El remite del sobre iba estampado en relieve con letras doradas: «Juez Superior Reuben V. Atlee. Tribunal de Equidad del Distrito Veinticinco, condado de Ford, Clanton, Mississippi». Ray lo metió entre las páginas de la revista y echó a caminar. El juez Atlee ya no ocupaba el cargo de juez superior porque los votantes lo habían apartado de él nueve años antes, una amarga derrota de la que no se había recuperado. Tras treinta y dos años de diligente trabajo en beneficio de sus conciudadanos, estos lo habían rechazado en favor de alguien más joven que había hecho campaña en la radio y la televisión. El juez no había querido imitarlo. Según él, tenía demasiado trabajo y —lo más importante—, la gente lo conocía bien. Si querían reelegirlo, lo harían. Hubo muchos que opinaron que su estrategia pecaba de arrogancia. Ganó en el condado de Ford, pero fue derrotado espectacularmente en los otros cinco.

Costó tres años sacarlo del palacio de Justicia. Su despacho del segundo piso había sobrevivido a un incendio y esquivado dos remodelaciones. El juez no había permitido que lo tocaran las brochas de los pintores ni los martillos de los carpinteros. Cuando los supervisores del condado lo convencieron de que tenía que marcharse si no quería que lo echaran, metió en cajas tres décadas de ficheros inútiles, notas y libros viejos, y se las llevó a casa. Allí, las repartió por su estudio, y, cuando ya no cupieron, por los pasillos y hasta por el salón.

Ray saludó con la cabeza a un estudiante que estaba sentado en el vestíbulo y charló con un colega antes de entrar en su despacho. Una vez en él, cerró la puerta y dejó el correo en el centro de su escritorio. Se quitó la chaqueta, la colgó del perchero de la puerta, pasó por encima del montón de libros de derecho que llevaba meses en el suelo e hizo su juramento diario de poner orden en su oficina.

La estancia tenía cuatro por cinco metros, un pequeño escritorio y un sofá igualmente pequeño, ambos tan llenos de papeles que daban la impresión de que Ray era un hombre muy atareado. Pero no lo era. Durante el semestre de primavera daba clases de legislación antitrust. También se suponía que debía de estar escribiendo un libro, otro aburrido volumen dedicado al tema de los monopolios que nadie leería, pero que añadiría otro blasón a su currículo. Era profesor numerario; pero, al igual que todos los profesores de verdad, se hallaba sometido a la norma de «publica o perece» que era el dictado de toda la vida académica.

Se sentó a su escritorio y apartó los papeles a un lado.

El sobre iba dirigido al profesor N. Ray Atlee, de la facultad de derecho de la Universidad de Virginia, Charlottesville, Virginia; las «e» y las «o» se confundían: Hacía años que la vieja Underwwod pedía a gritos una cinta nueva, y el juez seguía sin creer en los códigos postales.

La «N» correspondía a «Nathan», en honor al general; pero poca gente lo sabía. Una de las más agrias discusiones que había tenido con su padre había sido por su intención de prescindir del «Nathan» y abrirse paso en la vida simplemente como «Ray».

El juez siempre enviaba sus cartas a la facultad de derecho, nunca al apartamento que su hijo tenía en el centro de Charlottesville. Al juez le gustaban los títulos y las direcciones rimbombantes y quería que la gente de Clanton —incluso los que trabajaban en la oficina de correos— supiera que su hijo era profesor de derecho. Sin embargo, resultaba del todo innecesario: Ray llevaba trece años impartiendo clases y escribiendo, y la gente importante del condado de Ford ya lo sabía.

Abrió el sobre y extrajo una única hoja de papel que también llevaba el llamativo membrete dorado con el nombre y la dirección del juez (menos el código postal). Sin duda el viejo tenía un stock inagotable de papel membretado.

Iba dirigida tanto a él como a su hermano menor, Forrest, los dos únicos vástagos de un mal matrimonio que había llegado a su fin en 1969 con la muerte de su madre. Como de costumbre, el mensaje era breve y conciso.

Haced el favor de poner en orden vuestros asuntos y presentaos en mi estudio el domingo 7 de mayo, a las cinco de la tarde, para hablar de la administración de mis bienes.

Sinceramente,

Reuben V. Atlee

La inequívoca firma se había encogido y parecía temblorosa. Durante años había rubricado veredictos y dictados que habían cambiado incontables vidas: sentencias de divorcio y de custodia de los hijos; órdenes zanjando disputas hereditarias, contiendas electorales, deslindes de terrenos, y derechos de acrecimiento. La firma del juez había llegado a ser conocida como símbolo de autoridad; pero, en esos momentos, no era más que el borrón vagamente familiar de un viejo enfermo.

Pero enfermo o no, Ray comprendió que se presentaría en el estudio de su padre a la hora señalada. En realidad, era como si acabara de reci

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