El poder en la sombra

Robert Harris

Fragmento

1

De entre todas las ventajas que ofrece la profesión de «negro», una de las más importantes es que conoces gente interesante.

ANDREW CROFTS,

Ghostwriting

En el instante en que me enteré de cómo había muerto McAra tendría que haberme marchado. Ahora lo veo claro; tendría que haber dicho: «Mira, Rick, lo siento, esto no es para mí; no me gusta como suena». Tendría que haber terminado mi copa y despedirme allí mismo. Pero Rick es un fenómeno a la hora de contar historias —a menudo pienso que él tendría que ser el escritor, y yo el agente literario— y, tal y como había empezado aquella, era imposible que yo no le prestara atención. Cuando terminó, me había enganchado.

La historia, tal como Rick me la contó en la comida, fue así:

McAra había cogido el último ferry que salía de Woods Hole, en Massachusetts, rumbo a Martha’s Vineyard. De eso hacía dos domingos. Más tarde deduje que debió ser el 12 de enero. En cualquier caso, no estaba claro si el ferry zarparía: un temporal llevaba soplando desde el mediodía, y se habían cancelado todas las salidas. Sin embargo, a las nueve el viento amainó, y el capitán decidió que podía salir. El barco iba lleno. McAra tuvo suerte de encontrar un hueco para su coche. Aparcó bajo cubierta y subió a respirar un poco de aire fresco.

Nadie volvió a verlo con vida.

El trayecto hasta la isla suele durar unos cuarenta y cinco minutos; pero aquella noche en concreto, el estado del mar lo alargó considerablemente. Según Rick, atracar un barco de sesenta metros con un viento de cincuenta nudos no es lo que la gente entiende por diversión. Eran casi las once cuando el ferry llegó a Martha’s Vineyard, y los coches empezaron a desembarcar. Todos salvo un Ford Escape 4 × 4 de color tostado. El sobrecargo hizo una llamada por los altavoces del barco reclamando la presencia del propietario ya que el coche bloqueaba el paso de los vehículos que tenía detrás. Como nadie se presentó, la tripulación comprobó las puertas, que resultaron estar sin cerrar, y empujó el Ford hasta dejarlo en el muelle. A continuación, registraron el barco minuciosamente: bajo las escaleras, en los lavabos, en el bar, incluso en los botes salvavidas. Nada. Llamaron a la terminal de Woods Hole para comprobar si alguien había desembarcado antes de que el ferry partiera o si se había quedado en tierra por despiste. De nuevo, nada. Fue entonces cuando un agente de la Massachusetts Steamship Authority se puso en contacto con el servicio de Guardacostas de Falmouth para informar de un posible caso de «hombre al agua».

Cuando la policía comprobó la matrícula del coche descubrió que estaba a nombre de Martin S. Rhinehart, de Nueva York, a pesar de que, cuando al fin lo localizaron, se encontraba en su rancho de California. En esos momentos era casi medianoche en la costa Este y las nueve en la Oeste.

—¿Hablamos del verdadero Marty Rhinehart? —interrumpí.

—Del auténtico.

Rhinehart confirmó de inmediato a la policía a través del teléfono que aquel coche era suyo. Lo tenía en su casa de Martha’s Vineyard, para su propio uso y el de sus invitados en verano. También confirmó que, a pesar de la época del año, había un grupo de gente en su casa en aquellos momentos. Luego, prometió que llamaría para averiguar si alguien había cogido prestado el coche. Media hora más tarde, telefoneó diciendo que, en efecto, faltaba una persona, un tal McAra.

En esos momentos no se podía hacer nada más hasta que amaneciera. Tampoco importaba mucho; todo el mundo sabía que, si un pasajero había caído por la borda, la búsqueda sería la de un cadáver. Rick es uno de esos estadounidenses irritantemente en forma, que aparenta tener veinte años menos de los cuarenta que tiene y que hace cosas terribles a su cuerpo con canoas y bicicletas. Rick conoce ese mar: en una ocasión pasó dos días remando y dando la vuelta a la isla con su kayak. El ferry de Woods Hole cruza el estrecho, donde el canal Vineyard se encuentra con el canal Nantucket, y esas son aguas peligrosas. Con la marea alta se puede apreciar la fuerza de la corriente intentando arrastrar las grandes boyas de señalización. Rick meneó la cabeza. ¿En pleno enero, con un temporal y nevando? En esas condiciones nadie podría sobrevivir más de cinco minutos.

Una isleña encontró el cuerpo a la mañana siguiente, arrojado a una playa situada a unos siete kilómetros de Lambert’s Cove. El permiso de conducir hallado en su cartera confirmó que se trataba de Michael James McAra, de cincuenta años, residente en Balham, al sur de Londres. Recuerdo haber sentido un impulso de simpatía al oír mencionar aquel deprimente y nada exótico barrio periférico. Sin duda, aquel pobre diablo estaba lejos de casa. En su pasaporte figuraba su madre como pariente más cercano. La policía trasladó el cadáver al pequeño depósito de Vineyard Haven y, acto seguido, se dirigió a la residencia de Rhinehart para comunicar la noticia y recoger a uno de los invitados para que identificara el cadáver.

Según dijo Rick, debió de producirse toda una escena cuando el invitado se presentó al fin a reconocer el cuerpo.

—Supongo que el empleado del depósito sigue hablando del asunto.

Había un coche patrulla de Edgartown, con sus luces azules destellando; un segundo coche con cuatro agentes armados para asegurar el edificio y uno tercero, blindado, destinado al individuo perfectamente reconocible que, dieciocho meses antes, había sido primer ministro del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.

El almuerzo había sido idea de Rick. Yo ni siquiera sabía que él estaba en Londres hasta que me telefoneó la noche antes. Insistió en que nos viéramos en su club, que no era exactamente su club; él era socio de un mausoleo de Nueva York que tenía correspondencia con otro similar de Londres: este. Sin embargo, igualmente le gustaba. A la hora de comer solo admitían caballeros, todos los cuales llevaban el mismo traje oscuro y pasaban de los sesenta; no me había sentido tan joven desde que dejé la universidad. Fuera, el invierno londinense caía sobre la ciudad como una lápida gris. Dentro, la luz amarilla de las tres inmensas arañas se reflejaba en las pulidas superficies de caoba, en la cubertería de plata y en los decantadores de vidrio tallado color rubí. Una pequeña tarjeta situada entre nosotros anunciaba que el torneo anual de backgammon se celebraría aquella noche. Era como el cambio de la Guardia o el Parlamento: la imagen exacta que un extranjero tiene de Inglaterra.

—Resulta increíble que todo esto no haya salido en los periódicos —comenté.

—Pero es que sí ha salido. Nadie lo ha guardado en secreto. Se han publicado esquelas.

Ahora que lo pienso, sí que recuerdo vagamente haber leído algo. Pero llevaba más de un mes trabajando quince horas diarias para terminar mi nuevo libro —la autobiografía de un futbolista—, y el mundo que había más allá de mi estudio se había convertido en un asunto un tanto difuso.

—¿Y se puede saber qué demonios hacía un ex

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos