Dolores Claiborne

Stephen King

Fragmento

delantal o con uno de los Kleenex que siempre tenía apretujados bajo la almohada, le daba uno o dos besos y le decía:

—Bueno, querida, ya se han ido. He acuchillado a esos molestos cables de uno en uno. Míralo tú misma.

Ella miraba (aunque en la época de la que os hablo ya no veía nada), seguía llorando un poco y luego me abrazaba y me decía:

—Gracias, Dolores. Creo que esta vez sí pretendían atraparme en serio.

O a veces me llamaba Brenda al darme las gracias. Brenda era el ama de llaves que los Donovan tenían en Baltimore. Otras veces me llamaba Clarice, que era su hermana y murió en 1958.

Algunos días subía a la habitación y la encontraba medio caída de la cama, gritando que había una serpiente en la almohada. Otras veces estaba sentada con las sábanas sobre la cabeza, chillando que las ventanas ampliaban la luz del sol como una lupa y que se iba a quemar. A veces juraba que ya sentía cómo se le achicharraba el pelo. Daba lo mismo que estuviera lloviendo o que hubiera más niebla que en la mente de un borracho; se empeñaba en que el sol la freiría viva, de modo que yo cerraba las persianas y luego la abrazaba hasta que dejaba de llorar. A veces seguía abrazándola, porque incluso cuando ya estaba callada notaba que temblaba como un cachorro maltratado por niños consentidos. Me pedía una y otra vez que le examinara la piel y le dijera si el sol le había producido ampollas en algún sitio. Yo le contestaba una y otra vez que no le había salido ninguna, y al cabo de un rato se dormía. Otras veces, en lugar de dormir, caía en un estupor y susurraba cosas a gente que no estaba ahí. En ocasiones hablaba francés, y no me refiero al parley-voo de la isla. A ella y a su marido les encantaba París y viajaban allá siempre que podían, en algunos casos con los hijos y en otros solos. A veces, cuando estaba animada, se ponía a contarlo —los cafés, los clubes nocturnos, las galerías y los botes del Sena— y a mí me encantaba escucharla. Se le daban bien las palabras y cuando se ponía a contarte algo de verdad, casi podías verlo.

Pero lo peor, lo que le provocaba un terror mayor, eran las pelusas. Ya sabéis a qué me refiero: esas pelotillas de polvo que se forman bajo las camas, detrás de las puertas y en los rincones. Parecen como vainas de algodoncillo, eso es. Sabía que era eso incluso cuando ella no era capaz de decirlo y por lo general lograba calmarla, pero no he conseguido averiguar la razón de su miedo por un puñado de zurullos fantasma —o lo que ella creyera que fueran realmente—, aunque me lo imagino. No os riais, pero se me ocurrió en un sueño.

Por suerte, la alucinación de las pelusas de polvo no aparecía con tanta frecuencia como la de las quemaduras en la piel o la de los cables del rincón. Pero cuando aparecía, yo sabía que me esperaba un mal rato. Sabía que se trataba de la pelusa incluso si estábamos en plena noche y yo me encontraba en mi habitación, dormida y con la puerta cerrada, en cuanto ella empezaba a gritar. Cuando se le metía en la cabeza cualquiera de las otras cosas…

¿Cómo, querida?
¿Ah, no?

No, no hace falta que acerques esa grabadora tan mona; si quieres que hable más alto lo haré. Por lo general soy la tipeja más gritona que puedas conocer. Joe solía decir que deseaba tener a mano los tapones de algodón cada vez que yo entraba en casa.

Lo que pasa es que su comportamiento con lo de la pelusa me daba escalofríos y supongo que el hecho de que haya bajado la voz demuestra que todavía me los da. Incluso ahora que está muerta. A veces trataba de regañarla: «¿Qué pretendes con esa tontería, Vera?», le decía. Pero no era ninguna tontería, al menos, no para Vera. Más de una vez creí saber cómo acabaría su vida: se moriría de miedo a las jodidas pelusas. Y no andaba tan equivocada, ahora que lo pienso.

Había empezado a decir que cuando se le metía en la cabeza cualquiera de las otras cosas —la serpiente de la almohada, el sol, los cables— se ponía a gritar. Cuando era la pelusa, aullaba. Muchas veces ni siquiera articulaba palabra alguna. Se limitaba a proferir aullidos, tan largos y tan fuertes que te helaban el corazón.

Yo acudía corriendo y me la encontraba tirándose de los pelos o arañándose la cara con las uñas y con pinta de bruja. Se le ponían los ojos tan grandes que casi parecían huevos duros, y siempre miraban fijamente a uno u otro rincón.

A veces conseguía decir: «¡Pelusas, Dolores! ¡Ah, por Dios, pelusas!». Otras veces solo podía llorar y balbucear. Se tapaba los ojos durante uno o dos segundos con las manos, pero luego las retiraba. Era como si no soportara lo que veía, pero tampoco fuera capaz de no mirar. Y de nuevo empezaba a arañarse la cara. Yo le cortaba las uñas tanto como podía, pero aun así con frecuencia llegaba a derramar sangre y cada vez que eso ocurría me preguntaba cómo podía ser que su corazón aguantara aquel terror tan puro, con lo vieja y gorda que estaba.

En una ocasión se cayó de la cama y se quedó tendida con una pierna retorcida bajo el cuerpo. Me dio un miedo del copón, sí. Entré corriendo y me la encontré en el suelo, dando puñetazos a la madera como un niño en plena pataleta y soltando unos gritos que se alzaban hasta el techo. En todos los años que trabajé para ella, fue la única vez que llamé al doctor Freneau en plena noche. Vino desde Jonesport con la lancha de Collie Violette. Lo llamé porque creía que se había roto la pierna —era la única explicación por la manera en que le quedaba doblada— y que casi seguramente se moriría de un infarto. No estaba rota —no lo entiendo, pero Freneau dijo que solo estaba distendida—, y al día siguiente ella entró de nuevo en un período lúcido y no recordaba nada. Le pregunté un par de veces por la pelusa cuando volvió a tener el mundo más o menos enfocado y me miró como si me hubiera vuelto loca. No tenía ni la menor idea de lo que le estaba hablando.

Después de que ocurriera unas cuantas veces, supe qué hacer. En cuanto la oía aullar de aquella manera, saltaba de la cama y salía de la habitación, que estaba bastante cerca de la suya, con el cuarto de la plancha de por medio. Guardaba una escoba en el distribuidor, con el recogedor encajado en el mango, desde que tuvo su primer ataque con la pelusa. Entraba a la carga en su dormitorio blandiendo la escoba como si fuera una bandera con la que detener un maldito tren de correo y gritando (era la única manera de que me oyera): «¡Yo las cogeré, Vera! ¡Yo me encargo! ¡Tú aguanta el jodido teléfono!».

Y pasaba la escoba por el rincón hacia el que ella estuviera mirando y luego repasaba el otro por si acaso. Después, a veces se calmaba, pero lo más normal era que empezara a chillar que había más debajo de la cama. Entonces me arrodillaba y hacía ver que también barría allí. En una ocasión, la estúpida, asustada y penosa vieja estuvo a punto de caer de la cama sobre mí al tratar de asomarse para mirar. Probablemente me habría aplastado como a una mosca. ¡Menuda comedia!

Después de barrer todos los rincones que la asustaban, le enseñaba el recogedor vacío y le decía: «Mira, querida, ¿lo ves? He atrapado a todas y cada una de esas molestas cosas».

Ella miraba primero el recogedor, y luego a mí, con todo el cuerpo tembloroso y los ojos tan anegados de lágrimas que brillaban como las rocas cuando las ves surgir entre el vapor, y suspiraba: «Oh, Dolores, son tan grises… ¡Tan repugnantes! Llévatelas. Por favor, llévatelas».

Yo dejaba la escoba y el recogedor vacío junto a la puerta de mi habitación, listos para la acción, y volvía para tranquilizarla en la medida de lo posible. Y para calmarme también yo. Si os creéis que yo no necesitaba calmarme,

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