El violín del diablo

Joseph Gelinek

Fragmento

1

Claudio Agostini, el célebre director de orquesta milanés, llamó con dos ligeros golpes a la puerta del camerino de Ane Larrazábal, la primera solista de violín del país y una de las más renombradas en el mundo entero.

Faltaba una hora aún para el comienzo del concierto que ambos iban a ofrecer al público en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de Madrid. El programa iba a consistir en la obertura de Las bodas de Fígaro, seguida del Concierto para violín en si menor de Paganini, y en la segunda parte, el Concierto para orquesta de Bartok. Agostini iba a actuar, al frente de la Orquesta Nacional de España, en calidad de director invitado; era la primera vez que director y solista coincidían en una sala de conciertos.

Al otro lado de la puerta, Agostini, que ya se había embutido en su frac, pudo escuchar claramente cómo Larrázabal practicaba una y otra vez los pasajes más difíciles del Concierto de Paganini, apodado La Campanella porque en el rondó final interviene una campanita coincidiendo con cada nueva entrada del violín.

Al no escuchar respuesta alguna, el director volvió a llamar a la puerta del camerino y, esta vez sí, cesó por completo el sonido del instrumento.

Tras un silencio bastante prolongado, se escuchó la voz de la solista, en un tono que a Agostini le hizo desear no haberla interrumpido:

—¿Ocurre algo? Estoy ensayando.

El director estuvo tentado de marcharse a su camerino sin identificarse, pero no tuvo tiempo: Larrazábal abrió la puerta sin esperar respuesta. Al verle, cambió su expresión malhumorada por una de abierta sonrisa.

—Ah, maestro, es usted. Pensé que era ese crítico, Vela de Arteaga. Siempre que toco aquí en el Auditorio, viene a mi camerino con el pretexto de darme ánimos, cuando en realidad lo único que pretende es colgar su abrigo en mi perchero.

Agostini era un hombre de setenta y dos años, con una hermosa cabellera blanca que conservaba casi intacta a pesar de la edad. Era de gran estatura y, en el podio, sus maneras eran tan refinadas que algunos críticos musicales se referían a él como «el Dandy». En el proceloso mundo de la música clásica, donde reina la puñalada trapera y la zancadilla anónima, Agostini era una rara avis: nadie lo cuestionaba ni lo detestaba. Tenía fama de hombre humilde, comprensivo y generoso, que jamás había hablado mal de ningún colega ni de otros músicos. Tras devolver la sonrisa a la violinista, dijo en un castellano más que aceptable:

—Venía sólo a desearle «in bocca al lupo». —En España decimos algo más ordinario: «Mucha mierda». ¿Mierda para el artista? Non capisco.
—Parece ser que, como antiguamente sólo podían permitirse ir a los conciertos las personas de la clase pudiente, que acudían en coche de caballos, si en la puerta del auditorio había gran cantidad de excrementos, significaba que el teatro estaría lleno. Aunque si uno tiene una mala noche, no hay nada peor que un teatro abarrotado, ¿no cree, maestro?

—Desde luego. Permítame decirle que está usted affascinante.

No era un simple cumplido. La violinista ya había acabado de maquillarse y sus ojos azules, realzados por una generosa y rizada melena pelirroja, parecían tan enormes que Agostini tuvo la sensación de que si se acercaba demasiado, podía llegar a caerse dentro de ellos. Pero lo más notable era el vestido de terciopelo negro que había elegido para salir al escenario, que tenía un vertiginoso escote en V e iba sujeto al cuello, dejando al descubierto la espalda.

Ane Larrazábal estaba considerada una violinista prodigiosa desde que debutó a los trece años en Alemania, con el Concierto para violín de Beethoven, dirigido por Lorin Maazel; pero ahora, a los veintiséis años, era además una mujer sumamente deseable, que había sido portada de varias revistas internacionales.

—¿Puedo hacerle una pregunta, signorina Larrazábal? ¿Por qué ha elegido el Concierto de Paganini para abrir el Festival Hispamúsica del Auditorio?

Larrazábal, que sostenía el violín en su mano izquierda y el arco en la derecha, hizo sonar algunas notas en pizzicato antes de responder. Agostini tuvo la impresión de que la solista había iniciado con él una especie de coqueteo musical.

—¿No le gusta Paganini, maestro?
—Por supuesto que me gusta. Pero me parece que no digo nada ofensivo si afirmo que nunca fue un primera fila.

—¿La parece música de segunda? ¿Por qué ha aceptado entonces dirigir este concierto?

—Porque me lo ha pedido Antonio Arjona, el director de Hispamúsica, que es amigo mío desde hace treinta años. Y porque tocar junto a usted es para mí un inmenso privilegio, signorina.

—Ese cumplido merece una respuesta sincera por mi parte —afirmó la violinista con una media sonrisa que a Agostini le pareció de lo más sugerente—. ¿Le importaría cerrar la puerta, por favor?

El director de orquesta obedeció al ruego de Larrazábal y ésta se tomó unos segundos antes de responder, como si estuviera poniendo en orden sus ideas. Por fin dijo:

—Siempre he suscrito las palabras de mi admirado Ivry Git lis: en la historia del violín, Paganini no es una simple evolución. Quiero decir que no es que primero existieran Corelli, Tartini o Locatelli, después llegara Paganini, hiciera sus aportaciones, y luego continuara el proceso hasta nuestros días. Paganini es un corte, un abismo, un salto en el vacío. Es lo más importante que le ha ocurrido al violín en toda su larga historia. No es una evolución, es una revolución. De la misma forma que el mundo no volvió a ser el mismo después de Cristobal Colón, tras Paganini todo cambió para nuestro instrumento. Los dos, por cierto, eran genoveses.

—Pero musicalmente sus conciertos no se pueden comparar a los monstruos sagrados del repertorio, como Mendelssohn o Beethoven.

—Mucha gente opina que hay más música en el rondó del Concierto de Beethoven que en los seis conciertos de Paganini. Sin embargo…

Larrazábal hizo una pausa, como si no estuviera aún decidida a compartir sus pensamientos con Agostini.

—Puede hablar con franqueza —dijo éste al verla vacilar—. Le prometo que nada de lo que me diga aquí esta noche saldrá de esta habitación.

—Debo confesarle que mi elección del Concierto de Paganini —dijo ella al fin— tiene bastante que ver con el fiasco de Suntori, el mes pasado en el Carnegie Hall.

Larrazábal acababa de hacer alusión a Suntori Goto, una violinista japonesa nacida en Osaka, un año después que ella, que estaba considerada, por su deslumbrante técnica y su cálido sonido, la gran rival de la española.

—Algo he oído. ¿Qué pasó exactamente?
—Puede leer la demoledora crítica en la página web del New York Times. Suntori tocó La Campanella hace unas semanas en el Carnegie y, ya en la cadenza del alegro inicial, dio varias notas falsas. El público se lo perdonó, porque —ignoro la razón— es incondicional de la japonesa. Pero cuando llegó el final, le pidieron una propina, y la Suntori, en vez de reconocer que no estaba en su mejor forma y escoger una pieza de nivel medio, se intentó quitar la espina de los fallos que había tenido lanzándose a interpretar el Capricho n.º 24 de Paganini, tal vez la obra más difícil que se haya compuesto jamás para violín.

—Sí que es una temeridad —dijo Agostini con semblante grave—. Sobre todo teniendo en cuenta que Suntori acaba de recuperarse de una lesión de muñeca muy importante, ¿no es así?

Larrázabal no pudo reprimir una clara mueca

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