1
Me llamo Sebastian Rudd. Soy un abogado de oficio reputado, pero no de esos que se ven en las vallas publicitarias, en las marquesinas de los autobuses o en algunos llamativos anuncios de las páginas amarillas. No pago para salir por televisión, pero aparezco a menudo. No consto en el listín telefónico, ni trabajo en un despacho al uso. Tengo licencia de armas y llevo una pistola, porque mi nombre y mi cara suelen llamar la atención de gente que también las lleva y las usa sin dudarlo. Vivo solo, normalmente duermo solo, y no tengo la paciencia ni la empatía necesarias para conservar grandes amistades. Mi vida se centra en el derecho, un oficio siempre absorbente que me reporta satisfacciones ocasionales. Tampoco afirmaría que la abogacía es una amante celosa, como dijo aquel célebre jurista ahora olvidado. Más bien es como una esposa controladora que custodia tu talonario de cheques. Es imposible escapar de ella.
Últimamente paso las noches en la habitación de algún motel barato, cada semana en uno diferente. No lo hago por ahorrar dinero. Tan solo intento sobrevivir. Hay muchas personas que preferirían verme muerto en este momento y algunas de ellas se han mostrado bastante elocuentes al respecto. En la facultad de Derecho no te explican que algún día quizá te encuentres defendiendo a alguien a quien se le imputan unos delitos tan atroces que incluso los ciudadanos más pacíficos en cualquier otra circunstancia sentirán ganas de alzarse en armas y amenazar con matar al inculpado, a su representante legal e incluso al juez.
Pero no es la primera vez que me amenazan. Es algo inherente a ejercer como abogado de canallas, una subespecialidad de la profesión en la que de algún modo acabé metido hace unos diez años. Cuando salí de la universidad el trabajo escaseaba y acepté a regañadientes inscribirme en el turno de oficio. De allí pasé a un pequeño bufete improductivo que solo se dedicaba a defender casos de derecho penal. Al cabo de unos años la firma se fue al garete y me encontré en la calle luchando por salir adelante junto a muchos otros.
Hubo un caso que me situó en el mapa. No es que me hiciera famoso, porque en una ciudad de un millón de habitantes nadie puede afirmar eso en realidad. Muchos de los picapleitos locales se creen celebridades. Sonríen desde sus carteles publicitarios rezando por tu ruina y se pavonean en los anuncios de televisión fingiendo preocuparse por los daños y lesiones a tu persona. Pero ellos tienen que pagar por su propia publicidad y en cambio yo no lo hago.
Cada semana me traslado a un nuevo motel de mala muerte. Ejerzo en un juicio que se celebra en un funesto pueblo de provincias dejado de la mano de Dios llamado Milo, a dos horas de mi domicilio habitual en la ciudad. Mi defendido es un insensato fracasado de dieciocho años acusado de asesinar a dos niñas en uno de los crímenes más pérfidos del que jamás haya sabido, y no son pocos. Mis clientes casi siempre son culpables, así que no pierdo mucho tiempo devanándome los sesos acerca de si merecen su castigo. Sin embargo, en el caso que me ocupa, Gardy es inocente. Aunque importe bien poco. Da igual. Lo único que preocupa actualmente a la gente de Milo es que Gardy sea declarado culpable, se le sentencie a pena de muerte y se le ejecute lo antes posible para que el pueblo pueda sentirse mejor consigo mismo y seguir adelante. «¿Para llegar a dónde?», se preguntaría cualquiera. Ni lo sé, ni me importa. Este lugar lleva cincuenta años en perfecto retroceso, y un veredicto de mierda no cambiará las cosas. Según he leído en la prensa y he oído comentar a la gente, Milo necesita «pasar página», si es que eso significa algo. Habría que ser idiota para creer que este pueblo conseguirá crecer, prosperar y ser más tolerante por el simple hecho de ejecutar a Gardy.
Mi trabajo es minucioso y complicado, aunque al mismo tiempo bastante sencillo. Nuestro estado me paga para proporcionar una defensa de primera clase a una persona acusada de asesinato, lo cual requiere luchar con uñas y dientes y montar el cirio en un juzgado en el que nadie escucha. Gardy está prácticamente condenado desde el día que lo detuvieron y su juicio es una mera formalidad. Esos necios y desesperados policías inventaron las acusaciones y falsearon las pruebas. El fiscal lo sabe, pero no tiene agallas y quiere mantenerse en el cargo el próximo año. El juez está en la inopia. Al jurado, compuesto en esencia por personas tan amables como simples, este proceso lo supera, y sus miembros están locos por creer las mentiras que sus orgullosas autoridades se sacan de la manga en el estrado.
En Milo hay una amplia gama de moteles baratos, pero no puedo permanecer en el pueblo. Lo más probable es que me lincharan, me despellejasen o me quemaran atado a un poste, o, con suerte, que un francotirador me disparase entre ceja y ceja y todo acabara en un segundo. La policía proporciona protección durante el juicio, pero tengo claro que esos chicos no están muy por la labor. No me ven diferente a como lo hace el resto de la gente. Para ellos solo soy un canalla fanático de pelo largo tan depravado que lucha por los derechos de asesinos de niños y tipos parecidos.
Mi actual motel es un Hampton Inn que se encuentra a veinticinco minutos de Milo. Cuesta sesenta dólares por noche y el estado me los reembolsará. En la habitación contigua está Partner, un tipo enorme armado hasta los dientes que viste con traje negro y me lleva a todas partes. Partner es mi chófer, mi guardaespaldas, mi confidente, mi ayudante legal, mi caddie y mi único amigo. Me gané su lealtad cuando un juzgado lo absolvió de matar a un agente de narcóticos infiltrado. Salimos del juzgado cogidos del brazo y no nos hemos separado desde entonces. Policías fuera de servicio han intentado matarlo al menos en dos ocasiones. Una vez vinieron a por mí.
Seguimos en pie, o tal vez debiera decir: seguimos a cubierto.
2
Partner llama a mi puerta a las ocho de la mañana. Es hora de irse. Nos damos los buenos días y entramos en el vehículo, una furgoneta Ford negra personalizada al detalle según mis necesidades. Hace las veces de despacho, de modo que los asientos de atrás están redistribuidos alrededor de una mesita que se recoge en un costado. También hay un sofá en el que a menudo paso la noche. Todos los cristales de las ventanillas están tintados y son a prueba de balas. Aquí tengo una pantalla de televisión, un equipo de sonido, conexión a internet, una nevera, un minibar, un par de pistolas y una muda de ropa. Me siento junto a Partner y despachamos unos bollitos con salchicha mientras salimos del aparcamiento. Por delante de nosotros marcha un coche de la policía del estado sin distintivos que nos escoltará hasta Milo. A la cola llevamos otro. La última amenaza de muerte la recibí hace dos días a través del correo electrónico.
Partner no habla a menos que se le dirija la palabra directamente. Jamás se lo impuse como regla, pero me encanta. No le incomoda en absoluto que haya largas pausas en la conversación, y a mí tampoco. Tras años sin apenas decirnos nada, hemos aprendido a comunicarnos mediante movimientos de la cabeza, guiños y silencios. Una vez que estamos a medio camino, abro una de las carpetas y comienzo a tomar notas.
El asesinato de aquellas dos niñas fue tan repulsivo que ningún abogado local quiso meterle mano. Y cuando arrestaron a Gardy les bastó una mirada para declararlo culpable. Un melenudo teñido de negro intenso con una impresionante colección de tatuajes asomando por su cuello para conectar con un rostro lleno de perforaciones, pendientes de acero en ambas orejas, ojos fríos e impasibles y una estúpida sonrisa que dice: «Sí, fui yo. ¿Qué pasa?». El diario de Milo dio la primicia describiéndolo como «un miembro de una secta satánica con antecedentes por acoso infantil».
A eso llamo yo una prensa imparcial y honesta. Gardy jamás ha pertenecido a ninguna secta satánica y lo del acoso infantil es engañoso. Pero desde ese momento se le declaró culpable, y todavía me asombra que hayamos llegado tan lejos. Si fuera por ellos lo habrían colgado hace meses.
Ni que decir tiene que todos los abogados de Milo cerraron sus puertas y desconectaron los teléfonos. Es un pueblo demasiado pequeño para tener un turno de oficio, de modo que los casos contra personas sin recursos los asigna el juez. Hay una regla tácita según la cual los letrados más jóvenes aceptan estos casos mal pagados, en primer lugar porque alguien tiene que hacerlo, y en segundo porque los veteranos también tuvieron que pasar por ello. No obstante, a Gardy nadie quiso representarlo, y la verdad es que no los culpo. Se trata de su pueblo, en el que tienen que vivir a diario, y alternar con un asesino tan retorcido puede arruinar sus carreras.
En nuestra sociedad nadie cuestiona que cualquier persona acusada de un delito serio tiene derecho a un juicio justo, pero cuando llega el momento de proporcionar al criminal una defensa competente empezamos a dudar. Los abogados que llevamos estos casos convivimos con la pregunta: «¿Cómo puedes defender a esa escoria?».
Yo me limito a contestar: «Alguien tiene que hacerlo», y los dejo de una pieza.
¿Queremos realmente juicios justos? No, no queremos. Lo que queremos es que se imparta justicia cuanto antes. Y justicia es aquello que consideramos nosotros oportuno según nuestra conveniencia.
Además, ¿quién podría creer en los juicios justos cuando estos brillan por su ausencia? La presunción de inocencia ha pasado a ser presunción de culpabilidad. El concepto de carga probatoria es una farsa, porque las pruebas a menudo son ficticias. Una condena más allá de la duda razonable solo significa que si existe alguna probabilidad de que el individuo haya cometido el delito, se le encierra.
En cualquier caso, los abogados huyeron de Gardy como de la peste y lo dejaron tirado. Dice mucho de mi reputación, para bien o para mal, que no tardaran en contactar conmigo. En los círculos jurídicos de esta parte del estado es bien sabido que, si no encuentras a quien te represente, siempre podrás llamar a Sebastian Rudd. ¡Ese defiende a cualquiera!
Cuando detuvieron a Gardy una multitud aguardaba a la puerta de la cárcel para exigir justicia. La muchedumbre lo insultaba y le lanzaba piedras y tomates mientras la policía lo conducía hasta la furgoneta para llevarlo al juzgado. El periódico local dio detallada cuenta de ello, e incluso salió en el telediario nocturno de la población (si bien no hay ninguna emisora establecida en Milo, solo un canal por cable que llega a muy poca distancia). Clamé por un cambio de juzgado, solicité al juez que se trasladara el juicio a una sala que se hallara a un mínimo de ciento cincuenta kilómetros de distancia, con la esperanza de encontrar algún miembro del jurado que no hubiera apedreado al chaval, o al menos alguien que no lo hubiera puesto a parir en la sobremesa. Nos lo denegaron. Todas mis peticiones previas al juicio fueron denegadas.
Una vez más: el pueblo quiere justicia. El pueblo quiere pasar página.
Ninguna multitud nos espera cuando aparcamos nuestra furgoneta en el pequeño acceso trasero de los juzgados, pero sí veo a algunos de los asiduos. Están a pocos metros de distancia, apiñados tras el cerco policial, enarbolando lacónicas pancartas en las que lucen consignas tan ingeniosas como: «Colgad al infanticida», «Satán te espera» y «¡Rudd Basura, fuera de Milo!». Alrededor de una decena de esos patéticos individuos esperan ahí con el simple propósito de abuchearme y, lo que es más importante, mostrar su odio a Gardy, que tardará unos cincos minutos en llegar. Este grupúsculo consiguió salir en los periódicos y lucir sus carteles durante los primeros días del juicio, lo cual, obviamente, les dio alas. Desde entonces no han faltado a su cita una sola mañana. La gorda Susie sostiene su escrito de Rudd Basura y pone cara de querer pegarme un tiro. Bullet Bob, que asegura ser familiar de las chicas asesinadas, realizó unas declaraciones en las que decía que el juicio era una pérdida de tiempo o algo por el estilo.
Temo que en eso tenía razón.
Nuestro vehículo se detiene y Partner corre hasta mi puerta, donde lo reciben tres policías locales jóvenes de su mismo tamaño. Salgo de la furgoneta, realizan una perfecta pantalla y me escoltan en un santiamén hasta la puerta trasera del juzgado, mientras Bullet Bob me grita: «¡Mercenario!». Una nueva entrada triunfal. No conozco ningún caso de nuestros tiempos en que el abogado defensor fuera abatido a tiros a la entrada del juzgado en pleno juicio, pero no por ello hay menos probabilidades de que yo sea el primero.
Subimos por una estrecha escalera trasera de acceso restringido y me conducen hasta una antesala sin ventanas en la que antiguamente permanecían los presos a la espera de comparecer ante el juez. Gardy llega sano y salvo unos minutos más tarde. Partner sale de la habitación y cierra la puerta.
—¿Cómo lo llevas? —pregunto a mi defendido cuando estamos a solas.
Gardy sonríe y se frota las muñecas, liberadas de las esposas por unas horas.
—Supongo que bien. No he dormido mucho.
Tampoco se ha duchado, porque tiene miedo a hacerlo. A veces lo ha intentado, pero le desconectan la caldera. De modo que Gardy apesta a sudor reconcentrado y a sábanas sucias, y me alegro de que el jurado no esté a la distancia suficiente para olerlo. El tinte negro de su pelo desaparece por momentos y su piel adquiere de manera paulatina un tono más y más cetrino. Cambia de colores ante la mirada del jurado, otro claro signo de que es una bestia que ha hecho un pacto con el demonio.
—¿Qué pasará hoy? —pregunta, casi con curiosidad infantil.
Tiene un coeficiente intelectual de setenta, el mínimo para que pueda ser juzgado y condenado a muerte.
—Me temo que más de lo mismo, Gardy. Simplemente, más de lo mismo.
—¿No puede hacer que paren de mentir?
—No, no puedo.
El gobierno no posee pruebas físicas que relacionen a Gardy con los asesinatos. Cero. De modo que, en lugar de evaluar esa falta de evidencias y reconsiderar su caso, el estado hace lo típico. Sigue adelante recurriendo a mentiras y testigos falsos.
Gardy lleva dos semanas en el juzgado escuchando sus invenciones con los ojos cerrados mientras niega parsimoniosamente con la cabeza. Es capaz de reproducir ese gesto durante horas, y los miembros del jurado deben de pensar que está loco. Lo he conminado a dejar de hacerlo, a que se incorpore en el asiento, coja un bolígrafo y garabatee lo que sea en una libreta para hacer ver que usa el cerebro y es capaz de contraatacar, de ganar el juicio. Pero es incapaz de hacerlo, y no puedo discutir con mi cliente ante el tribunal. También le he dicho que se cubra los brazos y el cuello para ocultar sus tatuajes, pero se muestra orgulloso de ellos. Le he rogado que se quite los piercings, pero insiste en mantenerse fiel a sí mismo. Los lumbreras que dirigen la prisión donde está encerrado Milo prohíben llevar cualquier tipo de pendientes, a menos, claro está, que tu nombre sea Gardy y tengas que presentarte en la sala de lo penal. En ese caso, póntelos hasta en la coronilla. Tranquilo, Gardy, puedes presentarte ante tus conciudadanos con el aspecto más depravado, satánico y espantoso que puedas, así les costará menos declararte culpable.
En una percha colgada de un clavo descansan la misma camisa blanca y los pantalones de vestir que ha usado todos los días. Yo mismo pagué por ese conjunto barato. Gardy baja sin prisa la cremallera de su mono carcelario naranja y se despoja de él. No lleva ropa interior, algo que he decidido ignorar desde el momento en que me percaté, durante el primer día del juicio. Se viste con idéntica parsimonia.
—Demasiadas mentiras —dice.
Tiene toda la razón. La fiscalía ha presentado a diecinueve testigos hasta ahora y ninguno de ellos ha resistido la tentación de embellecer su relato o mentir descaradamente. El patólogo que realizó las autopsias en el laboratorio de criminología del estado manifestó ante el jurado que las pequeñas gemelas habían muerto ahogadas, pero también añadió que las lesiones por objeto contundente de sus cabezas eran un factor a tener en cuenta. A la fiscalía le conviene más presentar una historia que incite al jurado a creer que las niñas fueron violadas y golpeadas hasta perder el sentido antes de ser arrojadas al estanque. No hay prueba alguna de que las agredieran sexualmente, pero eso no ha impedido que la acusación incluya este factor en sus alegaciones. Batallé durante tres horas con el forense, pero discutir con un experto no es tarea fácil, aunque se trate de un incompetente.
Y como la fiscalía carece de pruebas, se ve obligada a sacárselas de la manga. El testimonio más ultrajante fue el de un soplón carcelario al que llaman Mugre, un apodo muy apropiado. Mugre es un mentiroso consumado que se pasea como testigo por todos los juzgados y declara cualquier cosa que la acusación le pida. Antes de presentarse a declarar en el caso de Gardy acababa de regresar a la cárcel por un delito de drogas y se enfrentaba a diez años de prisión. La policía necesitaba un testigo, y Mugre, cumpliendo las expectativas, se puso a su disposición. Una vez que hubo recibido la información necesaria sobre los crímenes, trasladaron a Gardy de la prisión estatal en la que se encontraba a la cárcel provincial en la que habían encerrado al confidente. Gardy no tenía la menor idea de por qué lo trasladaban y no podía imaginarse que aquello era una encerrona (esto sucedió antes de que yo aceptara el caso). Lo recluyeron en la celda de Mugre, quien tenía muchas ganas de hablar y ayudarlo en cuanto pudiera. El soplón le contó que odiaba a la policía y que conocía a buenos abogados. También le dijo que había leído artículos sobre los asesinatos de las dos niñas y que tenía una corazonada acerca de quién era el verdadero asesino. Gardy no sabía nada sobre los asesinatos, así que no pudo añadir ningún dato a la conversación. No obstante, en menos de veinticuatro horas, Mugre afirmó que había sido testigo de una confesión completa. La policía se lo llevó de la celda y Gardy no volvió a verlo hasta el juicio. Mugre tenía un aspecto muy pulcro cuando se presentaba como testigo. Vestía con camisa y corbata, llevaba el pelo corto y ocultaba sus tatuajes al jurado. Relató con sorprendente profusión de detalles cómo el propio Gardy le había explicado de qué manera siguió a las dos niñas por el bosque, las derribó de sus bicicletas, las amordazó y ató para luego torturarlas, violarlas, golpearlas y, finalmente, arrojarlas al estanque. En palabras de Mugre, Gardy se encontraba bajo los efectos de las drogas y había escuchado heavy metal.
Realizó una interpretación portentosa. Yo, como Gardy y Mugre, sabía que era falso. Lo mismo puede decirse de la policía y la fiscalía, y sospecho que el juez tampoco acabó de creérselo. Sin embargo, los miembros del jurado lo aceptaron con repulsión y fulminaban con la mirada a mi cliente, quien lo encajó todo con los ojos cerrados y meneando la cabeza: no, no, no. El testimonio de Mugre fue tan truculento y pormenorizado que a veces resultaba difícil creer que se lo hubiera inventado. ¡Nadie puede mentir tan bien!
Machaqué a Mugre durante ocho horas, toda una larga y extenuante jornada. El juez estaba con un humor de perros y los miembros del jurado tenían la mirada extraviada, pero yo habría podido continuar durante una semana entera. Pregunté a Mugre en cuántos casos había testificado en la sala de lo penal. Respondió que solo un par de veces. Saqué los archivos, le refresqué la memoria y repasé los otros nueve juicios en los que había obrado ese mismo milagro para nuestros honrados y justos fiscales. Una vez recobrada su trastornada memoria, le pregunté cuántas veces le habían concedido una reducción de la condena tras mentir para la acusación. Dijo que nunca, así que repasé esos nueve casos de nuevo. Expuse la documentación. Dejé patente a todos, en especial a los miembros del jurado, que Mugre era una especie de soplón profesional que canjeaba su falso testimonio por indulgencia.
He de confesar que suelo enfadarme en los juicios, y eso actúa en mi contra. Perdí la compostura con Mugre y lo machaqué tanto que algunos de los miembros del jurado empezaron a compadecerse de él. El juez acabó pidiéndome que lo dejara estar, pero no lo hice. Odio a los mentirosos, sobre todo cuando juran decir la verdad y luego inventan su testimonio para condenar a mi cliente. Grité a Mugre, el juez me gritó a mí y por momentos parecía que toda la sala estuviera dando voces. Esto no contribuyó en nada a la causa de Gardy.
Cualquiera pensaría que la fiscalía pondría fin a esta procesión de mentirosos con un testigo creíble, pero eso habría requerido algo de inteligencia. Su siguiente testigo era otro recluso, un nuevo drogata que declaró estar en el corredor junto a la celda de Gardy y haber oído la confesión que este hizo a Mugre.
Mentiras y más mentiras.
—Póngale fin a esto, por favor —dice Gardy.
—Eso intento, Gardy. Hago todo lo que puedo. Tenemos que irnos.
3
Un agente nos conduce hasta la sala del tribunal, que vuelve a estar atestada de gente y envuelta en una pesada atmósfera de animadversión. Estamos en el décimo día de las declaraciones testimoniales, y da la impresión de que nuestro juicio es lo único que sucede en este pueblo de mala muerte. ¡Somos su pasatiempo! Hay un lleno hasta la bandera y la gente se apelotona junto a las paredes. Gracias a Dios hace frío, porque si no estaríamos todos empapados de sudor.
En todos los juicios por asesinato con pena capital se exige la presencia de un mínimo de dos abogados defensores. Mi letrado adjunto o «segundo» es Trots, un chaval simplón y mediocre que debería quemar su título de Derecho y lamentar el día en que se le pasó por la cabeza poner un pie en un juzgado. Es natural de un pequeño pueblo situado a unos treinta kilómetros, lo que consideró distancia suficiente para la desagradable tarea de dejarse arrastrar por la pesadilla de Gardy. Se ofreció a llevar los preliminares del caso con la intención de abandonar el barco cuando el juicio se hiciera realidad. Los planes no salieron a su gusto. Se embrolló con los preliminares como solo un novato sabe hacerlo y luego intentó desentenderse del asunto. «De eso nada», dijo el juez. Así que a Trots le pareció aceptable la idea de comparecer como segundo, adquirir experiencia, sentir la presión de un juicio real y esas cosas, pero tras varias amenazas de muerte se dio por vencido. Para mí las amenazas de muerte son el pan de cada día, como el café de la mañana y las mentiras de la policía.
He presentado tres peticiones para destituir a Trots como mi segundo. Ni que decir tiene que todas han sido denegadas, de modo que Gardy y yo estamos condenados a tener a nuestra mesa a este paquete, que estorba más de lo que ayuda. Trots se sienta tan lejos como puede, aunque no lo culpo, dadas las condiciones higiénicas de nuestro cliente.
Gardy me contó hace meses que a Trots le sorprendió que se declarase inocente durante la primera entrevista que mantuvieron en la prisión provincial. Incluso discutieron sobre el asunto. Eso sí que es una defensa denodada.
Así pues, Trots se sienta a una esquina de la mesa con la cabeza gacha sobre sus inservibles apuntes con los sentidos completamente atrofiados, si bien eso no le impide notar en el cogote las miradas de odio de aquellos que quieren colgarnos junto a nuestro cliente. Trots imagina que todo esto pasará y que cuando el juicio concluya podrá proseguir con su vida y su carrera. Se equivoca. En cuanto me sea posible presentaré una queja en el colegio de abogados del estado alegando que Trots proporcionó un «asesoramiento jurídico deficiente» antes y durante el proceso. Ya lo he hecho otras veces y sé cómo fundamentarlo. Libro mis propias batallas con el colegio de abogados y conozco las reglas del juego. Cuando haga picadillo a Trots querrá devolver su licencia y colocarse en un puesto de venta de coches usados.
Gardy se sienta al centro de nuestra mesa. Trots no mira a su cliente ni le dirige la palabra.
Huver, el fiscal, se acerca y me entrega una hoja de papel. Ni buenos días, ni saludos de ningún tipo. Hace tanto que se perdieron las más mínimas formalidades que oír un simple gruñido por cualquiera de las partes constituiría una sorpresa. Aborrezco a ese hombre tanto como él me desprecia a mí, pero le llevo ventaja en el juego del odio. No hay mes que no tenga que lidiar con fiscales fariseos que mienten, hacen trampas, obstruyen, encubren, ignoran la ética y hacen todo lo que sea preciso para conseguir una condena, con independencia de que sepan la verdad y sean conscientes de que se están equivocando. Así que conozco a esa calaña, esa casta, esa subclase de abogados que se creen por encima de la ley porque son sus legítimos representantes. Huver, por su parte, no trata a menudo con un granuja como yo, porque para su desgracia no participa en muchos casos de relumbrón y menos en uno en que el abogado defensor aparezca con un gorila como guardaespaldas. Si se enfrentara frecuentemente a letrados rabiosos de mi cuerda su odio tendría una base sólida. Para mí es un modo de vida.
Recojo la hoja de papel y le espeto: «¿A qué farsante habéis traído hoy?».
Se aleja sin responder y recorre los pocos metros que nos separan de la mesa de la fiscalía, donde una pequeña cuadrilla de auxiliares jurídicos representa su papel de cara a los lugareños, haciendo piña y dándose aires de importancia con sus trajes de color oscuro. Este caso los coloca en el candelero, es el mayor espectáculo de sus miserables carreras de mala muerte, y a menudo tengo la impresión de que la fiscalía amontona en esa mesa a todo el personal de su oficina capaz de caminar, hablar, llevar un traje barato y un maletín nuevo para asegurarse de que se imparte justicia.
Me pongo en pie al oír el bramido del alguacil y nos sentamos cuando el juez Kaufman hace su entrada. Gardy se niega a levantarse para rendir pleitesía al gran hombre. Al principio su señoría se mostró visiblemente ofendido. En la primera vista —parece que hayan trascurrido meses— el juez me dijo: «Señor Rudd, ¿podría usted decir a su cliente que se ponga en pie?».
Lo hice, pero Gardy se negó. El juez quedó en evidencia y discutimos sobre ello en su despacho. Amenazó con acusar a mi cliente de desacato y mantenerlo encerrado en su celda durante todo el juicio. Intenté animarlo a que lo hiciera, pero dejé caer que esa medida desmesurada sería mencionada hasta la saciedad cuando llegara el día de la apelación.
Gardy comentó sabiamente: «¿Qué más pueden hacerme que no me hayan hecho ya?». De modo que el juez Kaufman comienza su ceremonia cada mañana mirando con desprecio durante un buen rato a mi cliente, que suele estar despatarrado en la silla, toqueteándose el pendiente de la nariz o asintiendo con los ojos cerrados. Es imposible saber a quién desprecia más Kaufman, si al abogado o a su cliente. Al igual que el resto de Milo, está convencido de la culpabilidad de Gardy desde hace mucho tiempo. Y, como todos los presentes en la sala, me aborrece desde el primer día.
No importa. En este trabajo tu número de enemigos crece exponencialmente y rara vez encuentras aliados.
Kaufman, que como Huver también se presenta a la reelección el próximo año, exhibe su sonrisa falsa de político y da la bienvenida a todos a su sala de justicia para comenzar esta nueva sesión en busca de la verdad. Según los cálculos que realicé cierto día a la hora del almuerzo cuando el juzgado se encontraba vacío, hay unas trescientas diez personas sentadas detrás de mí. Salvo por la madre y la hermana de Gardy, todas las demás rezan con fervor para que sea condenado y se produzca una rápida ejecución. La pelota está en el tejado del juez Kaufman. Él es quien ha permitido todos los falsos testimonios de la fiscalía hasta el momento. A veces parece que tenga miedo de perder uno o dos votos por admitir a trámite cualquiera de mis protestas.
Hacen pasar al jurado una vez que el resto de los actores ocupa su posición. Hay catorce personas apiñadas en el estrado, los doce miembros seleccionados más un par de suplentes en caso de que alguien caiga enfermo u obre de mala fe. No están sujetos a reclusión, a pesar de que lo he solicitado, de modo que tienen libertad para volver a casa por la noche y poner a caldo al acusado y a su defensor durante la cena. Su señoría les advierte siempre al acabar la sesión que no deben pronunciar palabra sobre el caso, pero prácticamente puede oírse su cotorreo mientras se alejan en sus coches. La decisión ya está tomada. Si votaran ahora mismo, antes de que la defensa presente testigos, declararían culpable a Gardy y pedirían su ejecución. Después regresarían a casita como héroes y hablarían de este juicio durante el resto de su vida. Cuando mi cliente recibiera la inyección letal se enorgullecerían especialmente del papel crucial que han desempeñado en pro de la justicia. En Milo los pondrían en un altar. Les darían la enhorabuena, se detendrían a felicitarlos por la calle, los saludarían en la iglesia.
Kaufman continúa con la sensiblería y vuelve a darles la bienvenida, agradece su servicio cívico y pregunta con gravedad si alguien ha intentado contactar con ellos con la intención de influir en el veredicto. Tras esto suelo recibir las miradas de varios de ellos, como si yo tuviera el tiempo, la energía y la estupidez necesarios para merodear por las calles de Milo de noche y acosar a estos mismos miembros del jurado con la intención de: 1) sobornarlos; 2) intimidarlos; o 3) persuadirlos. A pesar del sinfín de pecados cometidos por la otra parte, la verdad que va a misa es que el único sinvergüenza en esta sala soy yo.
Lo cierto es que si tuviera el dinero, el tiempo y el personal suficientes, sobornaría o intimidaría a cada uno de los miembros del jurado. Cuando la fiscalía inicia un caso fraudulento contando con sus ilimitados recursos y amañando todo lo que puede, legitima el juego sucio. No estamos en igualdad de condiciones. No hay equidad. La única salida honrosa para un abogado que lucha por salvar a un cliente inocente es defenderse con artimañas.
No obstante, cuando se descubre que un abogado defensor actúa de manera deshonesta la justicia lo acribilla a sanciones y el colegio de abogados lo reprende e incluso puede llegar a expulsarlo. En el caso de que esto suceda con un fiscal, conseguirá salir reelegido o una plaza en la judicatura. Nuestro sistema siempre exime de responsabilidades a los fiscales.
El jurado asegura a su señoría que todo está en orden: «Señor Huver —anuncia el juez con gran solemnidad—, puede usted llamar al siguiente testigo».
La nueva adquisición de la fiscalía es un predicador fundamentalista que convirtió un antiguo concesionario de Chrysler en el World Harvest Temple y congrega a masas que asisten a sus diarios maratones de rezos. Lo vi una vez en un canal de televisión local y tuve suficiente. Reclama su minuto de gloria aquí afirmando que mi cliente estuvo en una de sus ceremonias nocturnas para jóvenes. Según su versión de los hechos, Gardy llevaba una camiseta de una banda de heavy metal que expresaba algún tipo de mensaje satánico, a través de la cual el diablo se infiltró en la misa. Se olía la batalla espiritual en el aire y Dios mostraba su descontento. Gracias a la inspiración divina el predicador consiguió localizar la fuente del mal entre la multitud, detuvo la música, se apresuró hasta el banco donde se encontraba sentado Gardy y lo expulsó del templo.
Gardy afirma que jamás se ha acercado a esa iglesia. Es más, asegura que en sus dieciocho años de vida nunca ha pisado una. Su madre confirma este extremo. Como dicen por aquí, la familia de Gardy está totalmente «excomulgada».
Resulta del todo inconcebible que se admita este testimonio en un caso de asesinato con pena de muerte. Es ridículo y roza la locura. Dando por hecho que lo condenen, dentro de un par de años algún tribunal de apelación imparcial que esté a trescientos kilómetros de distancia revisará todo ese montón de patrañas. Esos jueces, que serán solo algo más inteligentes que Kaufman, aunque ya supondrá un avance, mirarán con recelo al predicador paleto y su disparatada historia sobre unos altercados que se supone que tuvieron lugar trece meses antes de los asesinatos.
Protesto. Denegada. Protesto enérgicamente. Denegada enérgicamente. Pero Huver parece estar loco por incluir al diablo en sus alegaciones. El juez Kaufman abrió la veda hace días y cualquier cosa es bien recibida. Sin embargo, en cuanto llegue mi turno para presentar testigos, cerrará la temporada de caza sin previo aviso. Con suerte conseguiremos incluir unas cien palabras en el registro oral del juicio.
El predicador tiene un impago de impuestos en otra jurisdicción. No sabe que lo he descubierto, así que lo pasaremos en grande cuando llegue mi turno de réplica. Tampoco es que importe. No cambiará nada. El jurado lo tiene claro. El acusado es un monstruo que merece acabar en el infierno.
Gardy se acerca y me susurra: «Señor Rudd, no he pisado una iglesia en la vida».
Asiento y sonrío, a falta de poder hacer otra cosa. Un abogado defensor no debe confiar a ciegas en sus clientes, pero no me cuesta creer que Gardy jamás haya puesto pie en una iglesia.
El predicador tiene mal genio y no tardo en azuzarlo. Utilizo el impago de impuestos para cabrearlo, y acto seguido ya no sabe controlarse. Lo meto en el terreno de las discusiones en torno a la infalibilidad de las escrituras, la Sagrada Trinidad, el Apocalipsis, el don de lenguas, los juegos con serpientes, la ingesta de venenos y la omnipresencia de los ritos satánicos en el área de Milo. Huver protesta a gritos y Kaufman la acepta. En un momento dado el predicador, con su enrojecido rostro piadoso, cierra los ojos y alza las manos al cielo. Instintivamente me quedo paralizado y encogido mientras miro al techo esperando que un rayo me fulmine. Más tarde me llama ateo y me dice que arderé en el infierno.
—Así que ¿tiene usted la autoridad para mandar a la gente al infierno? —contraataco.
—Dios me comunica que irás al infierno.
—Entonces póngalo por los altavoces para que lo oigamos todos.
Los miembros del jurado se ríen por lo bajo. Kaufman ya ha tenido suficiente. Golpea con el mazo y anuncia el receso para el almuerzo. Hemos desperdiciado toda la mañana con este cabroncete y su falso testimonio, pero no es el primer lugareño que se cuela en el juicio. El pueblo está lleno de aspirantes a héroe.
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El almuerzo siempre se agradece. Dado que no es seguro salir del juzgado, y de hecho ni siquiera de la sala, Gardy y yo nos comemos un sándwich solos en la mesa de la defensa. Es el mismo tentempié que sirven a los miembros del jurado. Traen dieciséis paquetes, los mezclan entre ellos, escogen los nuestros al azar y llevan el resto a la mesa del jurado. Esto fue idea mía, ya que no me gustaría morir envenenado. Gardy ni se entera; simplemente tiene hambre. Dice que la comida de la cárcel es como cabría esperar y que no se fía de los carceleros. Allí no come nada de nada, y como sobrevive con este almuerzo pregunté al juez Kaufman si sería posible que el condado doblara la ración y trajeran al chaval dos sándwiches de ese pollo de goma, con extra de patatas y otra de encurtidos. O lo que es lo mismo, dos almuerzos en lugar de uno. Denegado.
Así que cedo a Gardy la mitad de mi sándwich y mis pepinillos en vinagre kosher. Si no estuviera muerto de hambre, podría quedarse con toda esta porquería al completo.
Partner va y viene a lo largo del día. Tiene miedo de dejar la furgoneta en un mismo sitio mucho tiempo, debido a la alta probabilidad que existe de que rajen los neumáticos o rompan los cristales. También carga con alguna otra responsabilidad, entre las que se encuentra visitar ocasionalmente a Bishop.
En este tipo de casos en los que entro en zona de guerra, en un pequeño pueblo que ha cerrado filas y está dispuesto a matar a uno de los suyos por un crimen abominable, se tarda un tiempo en encontrar un enlace.
El enlace siempre es otro letrado, un lugareño que también defiende semana sí, semana también a delincuentes y botarates que se enfrentan a la policía y los fiscales. Este enlace suele acabar poniéndose en contacto contigo, discretamente, con miedo a que se le acuse de traidor. Sabe la verdad o algo m