Todo está tranquilo

Mary Higgins Clark
Carol Higgins Clark

Fragmento

1

Jueves, 11 de diciembre

En el pintoresco pueblo de Branscombe, en el corazón del estado del granito, New Hampshire, estaban terminando de colgar las luces y las pancartas que anunciaban la primera, y muchos esperaban que anual, Fiesta de la Alegría. Era la segunda semana de diciembre y la localidad era un hervidero de actividad. Los voluntarios, con el rostro animado por las buenas intenciones, ayudaban a transformar el prado comunal en un lugar de ensueño para los amantes de la Navidad. Hasta el tiempo cooperaba. Como si estuviera haciendo cola a la espera de su turno, empezó a caer una fina nieve. Incluso el estanque estaba completamente congelado, listo para las actividades de patinaje sobre hielo planeadas para el fin de semana. La mayoría de los habitantes de Branscombe habían crecido con unos patines de cuchilla en los pies.

Al enterarse de la existencia del festival y del objetivo al que aspiraba —promover el saludable estilo de vida rural y el verdadero significado de las fiestas—, una de las mayores cadenas de televisión, BUZ, había decidido cubrir el evento. Habían puesto toda la carne en el asador en un emotivo especial que emitirían en Nochebuena.

Muffy Patton, una joven de treinta años y esposa del alcalde, elegido recientemente, había propuesto la temática del festival durante el verano en una de las reuniones del consistorio.

—Ya es hora de que hagamos algo especial por este pueblo. Hay muchos municipios en el estado que se han hecho famosos por sus carreras de trineos y sus semanas dedicadas a la moto. Hace ya mucho que nadie se acuerda de nosotros. Tendríamos que celebrar la sencillez de un pueblecito como Branscombe, con gente de valores tradicionales. ¿Qué otro lugar mejor que este donde formar una familia?

Su marido, Steve, la había respaldado con gran entusiasmo. Como representante de la tercera generación al frente de una inmobiliaria, estaba completamente a favor de promover el valor del terreno de aquella zona. En el listado de casas a la venta de la compañía había varias que podrían convertirse en el retiro campestre perfecto de la gente de Boston. Steve, hombre persuasivo y emprendedor, había ayudado a Muffy a avivar un entusiasmo creciente por el festival.

—Hay muchos sitios donde el espíritu navideño ha dejado de ser lo que era —opinó—. Ahora todo se reduce a gastar y a ir de rebajas. Han desaparecido los árboles de Navidad artificiales que solían abarrotar las tiendas frente a las calabazas de Halloween. Mis amigos de la ciudad dicen que el estrés que les producen las fiestas los vuelve irritables y malhumorados. Organicemos un fin de semana tradicional, con sabor a campo, con villancicos en la plaza del pueblo, luces nuevas para la secuoya y un montón de actividades que amenizarán los dos días. Demostraremos que la Navidad es una época de paz y amor y sentaremos ejemplo.

—¿Y qué me dices de la comida? —preguntó uno de los miembros del consistorio, yendo a lo práctico.

—Contrataremos a Conklin’s para que se encargue de todo. Calcularemos el precio de los vales para que no dé justo para cubrir los gastos. Es una suerte que en el pueblo contemos con un negocio familiar como el de Conklin, es toda una institución.

Todos habían asentido con la cabeza, pensando en lo bien que uno se sentía con solo poner un pie en aquel establecimiento. Era un verdadero placer inhalar el aroma a pavo rustido, a jamón asado, a salsas para pasta cocinadas a fuego lento y a galletas salpicadas de trocitos de chocolate; verdaderos manjares dignos de un rey. Y solo unos pasos más allá uno podía encontrar llaves inglesas, mangueras e incluso pinzas para la ropa. A la gente de Branscombe le gustaba que las sábanas y las toallas olieran a aire puro y a limpio.

Al final de la reunión, el entusiasmo había alcanzado su punto álgido. Ahora, tres meses después, solo faltaba un día para el inicio del festival. La ceremonia de inauguración estaba programada para el viernes a las cinco de la tarde en la plaza del pueblo. El gigantesco árbol de Navidad de Branscombe ya estaba iluminado, y el resto de árboles que se hallaban a lo largo de Main Street y alrededor de Bowling Green se encenderían en el momento preciso en que Santa Claus llegara en su trineo tirado por caballos. Iban a repartir velas y el coro de la iglesia iniciaría los villancicos navideños, a los que se uniría la gente. A continuación, la cena bufet en el sótano de la iglesia daría paso a la primera de las muchas proyecciones de ¡Qué bello es vivir!

El sábado, durante la venta benéfica de Navidad, Nora Regan Reilly, cuyo yerno era amigo íntimo del alcalde desde la universidad, estaría firmando el libro que acababa de publicar. También había accedido a hacerse cargo de la hora del cuento y a pasar un rato con los niños. Fuera, se celebrarían carreras de carretas y trineos, y Bing Crosby y Frank Sinatra interpretarían las canciones de Navidad más populares para entretener a los patinadores sobre hielo. El sábado por la noche, una nueva cena bufet daría paso a la representación de Canción de Navidad, puesta en escena por el grupo de actores amateur de Branscombe. El domingo por la mañana, un desayuno a base de tortitas pondría punto final a los festejos: un nuevo ágape que se celebraría en el sótano de la iglesia.

Hasta el momento, los planes iban como una seda.

En el Conklin’s Market, los empleados trabajaban sin descanso, intentando dejarlo todo listo para el fin de semana. El festival había resultado ser una gran idea, tanto para el pueblo como para el negocio, pero los trabajadores estaban agotados. Las fiestas, desde Acción de Gracias hasta Año Nuevo, siempre comportaban un gran ajetreo, pero ese año estaba siendo de locos. Además, gracias a la cobertura televisiva, la gente de los pueblos de los alrededores acudiría en gran número a los festejos. Los empleados de Conklin’s tenían que estar preparados para hacer frente a una mayor demanda de comida. Sabían que no podrían disfrutar de la fiesta en ningún momento, pero estaban convencidos de que el señor Conklin los recompensaría con una paga navideña mayor que la habitual, una prima que otros años ya habían recibido por esas fechas. De hecho, parte del personal había estado protestando por el retraso.

Esa noche, ninguno de ellos veía el momento de que llegara la hora de echar el cierre, a las ocho de la tarde. A menos diez, Glenda, la jefa de cajeras, estaba cerrando una de las cajas cuando la puerta principal se abrió de par en par y la autoritaria y reciente esposa del señor Conklin, Rhoda, entró con aire majestuoso, seguida por su cada vez más avergonzado marido, Sam, a quien ahora se dirigía como Samuel. Rhoda, ya cerca de cumplir los sesenta, había conocido al viejo Conklin en un baile para gente mayor soltera, en Boston, un fin de semana en que el hombre había ido a visitar a su hijo. Rhoda no había tardado demasiado en darse cuenta de que Sam era una perita en dulce. Hacía poco que se había quedado viudo y el hombre no supo lo que se le venía encima hasta que un día se encontró en la iglesia engalanado con su mejor traje azul, una flor en la solapa y a Rhoda enfundada en un reluciente vestido de cóctel desfilando con decisión pasillo arriba, en su dirección. Desde entonces, Conklin’s Market no había vuelto a ser lo mismo. Rhoda intentaba dejar su huella en un negocio con cuarenta años de antigüedad que hasta el momento había funcionado a la perfección sin ella.

Había dicho a Ralph, el carnicero, cuyos pavos asados disfrutaban de una fama legendaria, que utilizaba demasiada mantequilla cuando los rociaba durante la cocción. Intentar convencer a la dulce Marion, una mujer de setenta y cinco años que llevaba la

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