El jardinero fiel

John le Carré

Fragmento

1

1

La noticia llegó a la embajada británica de Nairobi un lunes por la mañana a las nueve y media. Sandy Woodrow la encajó como un balazo —la mandíbula rígida, el pecho hinchado— justo en el centro de su dividido corazón inglés. Estaba de pie. Hasta ahí, se acordaba. Estaba de pie y sonaba el teléfono interior. Se disponía a coger algo, y al oír el zumbido se interrumpió para alargar la mano hacia el aparato, descolgar el auricular y decir: «Woodrow.» O quizá: «Woodrow al habla.» Y desde luego pronunció su nombre con cierta brusquedad, de eso conservaba un claro recuerdo: de su voz como si fuera la de otro, y del tono arisco: «Woodrow al habla», su apellido absolutamente respetable, pero sin la atenuación del apelativo familiar «Sandy», y proferido como si lo aborreciera, porque, según la agenda del día, la acostumbrada sesión de plegarias del embajador tenía que empezar puntualmente dentro de treinta minutos, con Woodrow, como jefe de cancillería, en el papel de moderador ante una cuadrilla de divos de los grupos de presión, cada uno de los cuales aspiraba a apropiarse en exclusiva del corazón y la mente del embajador.

En suma, un odioso lunes como tantos otros, un lunes de finales de enero, la época más tórrida en el año de Nairobi, una época de sequía y polvo y hierba pardusca y escozor de ojos y calor elevándose de las aceras de la ciudad; y los jacarandás, como todo el mundo, esperando la estación de las lluvias.

El motivo exacto por el que estaba de pie era una duda que no llegó a resolver. Por lógica, debería haber estado encogido detrás del escritorio, tecleando en el ordenador, revisando solícitamente el material orientativo llegado de Londres y el correo entrante de otras legaciones vecinas. En cambio, estaba de pie ante el escritorio, realizando alguna crucial acción no identificada, tal como, quizá, enderezar la fotografía de su esposa Gloria y sus dos hijos de corta edad, tomada el verano anterior mientras la familia disfrutaba de un permiso en Inglaterra. La embajada se hallaba en una pendiente, y su continuo asentamiento bastaba para ladear los cuadros cuando pasaban solos un fin de semana.

O quizá se dedicaba a fumigar algún insecto keniano de esos a los que ni siquiera los diplomáticos son inmunes. Unos meses atrás habían padecido una plaga de «mosca de Nairobi», unas moscas que, al aplastarlas y restregarlas accidentalmente contra la piel, podían provocar ampollas y forúnculos, e incluso la ceguera. Estaba, pues, echando insecticida, oyó el teléfono y dejó el aerosol en el escritorio para descolgar: también era una posibilidad, ya que en su memoria reciente aparecía una diapositiva en color de un bote rojo de insecticida sobre la bandeja de documentos salientes del escritorio. Así que «Woodrow al habla», y el auricular pegado al oído.

—Ah, Sandy, soy Mike Mildren. Buenos días. ¿Estás solo, por casualidad?

Mildren, de veinticuatro años, lustroso y metido en carnes, secretario particular del embajador, con acento de Essex, recién salido de Inglaterra en su primer destino en el exterior… y conocido entre el personal subalterno, previsiblemente, como Mildred.

Sí, admitió Woodrow, estaba solo. ¿Por qué?

—Por desgracia, ha surgido un imprevisto, Sandy. En realidad, querría bajar a tu despacho si tienes un momento.

—¿No puede esperar hasta después de la reunión?

—Pues… no lo creo, la verdad. No, no puede esperar —respondió Mildren, ganando convicción a medida que hablaba—. Se trata de Tessa Quayle, Sandy.

De pronto un Woodrow distinto, el vello erizado, los nervios a flor de piel. Tessa.

—¿Qué pasa con Tessa? —preguntó con intencionada indiferencia, su mente galopando en todas direcciones. ¡Ay, Tessa! ¡Ay, Dios! ¿Qué has hecho ahora?

—Según la policía de Nairobi, ha sido asesinada —dijo Mildren como si lo dijera todos los días.

—Absurdo —replicó Woodrow sin darse tiempo para pensar—. No digas tonterías. ¿Dónde? ¿Cuándo?

—En el lago Turkana, orilla oriental. Este fin de semana. Se han mostrado diplomáticos respecto a los detalles. En su coche. Un desafortunado accidente, según ellos —añadió Mildren con tono de disculpa—. Me ha dado la impresión de que no querían herir nuestra sensibilidad.

—¿Qué coche? —preguntó Woodrow sin coherencia alguna, ya debatiéndose, negándose a aceptar la desatinada idea, sepultados a gran profundidad el quién, el cómo, el dónde y sus demás consideraciones y presentimientos, borrados rabiosamente sus recuerdos secretos de ella para reemplazarlos por el reseco paisaje lunar de Turkana tal como permanecía en su memoria desde un viaje de sondeo que realizó hacía seis meses en la irreprochable compañía del agregado militar—. No te muevas de ahí. Enseguida subo. Y no lo comentes con nadie, ¿me has oído?

Ahora con sistemática precisión, Woodrow dejó el auricular, rodeó el escritorio, descolgó la chaqueta del respaldo de la silla y se la colocó, primero una manga y después la otra. No tenía por costumbre ponerse la chaqueta para subir al primer piso. No era obligatorio el uso de chaqueta para asistir a las reuniones de los lunes, y menos aún para mantener una charla con el retaco de Mildren en su despacho. Sin embargo, el profesional que llevaba dentro le decía que lo esperaba un largo viaje. Con todo, mientras subía por la escalera, logró, mediante un tenaz esfuerzo de voluntad, acogerse a los elementales principios por los que siempre se regía cuando una crisis se cernía en el horizonte, y se aseguró, tal como había asegurado a Mildren, que aquello era absurdo. Para corroborar su teoría, evocó el sensacional caso de una joven inglesa que había sido descuartizada en la selva africana diez años atrás. Es una broma de mal gusto, claro que sí. Una recreación de aquel episodio fruto de una imaginación perturbada. Algún policía africano resentido, aguantando mecha en su puesto del desierto, medio trastocado de tanto fumar bangi, intentando sacarse un sobresueldo para complementar el miserable salario que no cobraba desde hacía seis meses.

El edificio recién acabado por el que ascendía se caracterizaba por su austeridad y excelente diseño. A Woodrow le gustaba ese estilo, quizá porque concordaba en apariencia con el suyo propio. Con sus espacios nítidamente delimitados, su comedor, su tienda, su surtidor de combustible y sus pasillos limpios y silenciosos, producía una impresión de independencia y robustez. Woodrow, a primera vista, poseía también esas inestimables cualidades. A sus cuarenta años, estaba felizmente casado con Gloria, o si no tan felizmente, daba por sentado que sólo él lo sabía. Era jefe de cancillería y cabía suponer que si jugaba bien sus cartas conseguiría ponerse al frente de alguna modesta misión en su siguiente destino, y de ahí progresaría a misiones menos modestas hasta recibir el título de sir, una perspectiva a la que él personalmente no concedía la menor importancia, desde luego, pero complacería a Gloria. Tenía cierto espíritu castrense pero, al fin y al cabo, era hijo de militar. En sus diecisiete

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos