I
Madrid, miércoles 27 de marzo de 2019
La voz de Anabel González transmitía calidez, la misma que una explosión. Cada vez que entraba en la redacción dando los buenos días se hacía el silencio y solo se oía el repicar de sus tacones. Era una mujer que andaba con confianza. Iba con gafas de sol. Por glamour y para tapar las ojeras. Anabel era una estrella, lo sabía y ejercía como tal. Poca gente podía ir con esa actitud tan temprano. Ella lo hacía porque podía: era la reina de las mañanas de Telepronto y se lo había ganado a golpe de batir récords de audiencia.
Justo antes de entrar en su despacho, dejó flotando el nombre de uno de los ayudantes. Roberto acudió rápido al umbral de la puerta. Antes de cerrarla, miró hacia sus compañeros como despidiéndose de ellos. El único sonido era el del canal veinticuatro horas. Nadie se atrevió a decir nada, mantuvieron la mirada al frente y siguieron trabajando.
—No tengo clara una cosa —dijo Anabel mientras daba vueltas al café que siempre la recibía en su despacho.
—¿El qué, Anabel?
—¿Por qué cuando llego cada mañana tenéis puesto el canal veinticuatro horas de noticias de la competencia en todos los monitores? ¿Esa es vuestra idea de peinar la actualidad y preparar la reunión de guion? ¿Ver un solo canal? —siseó la jefa con una suavidad gélida.
El ayudante no supo qué decir.
—Eh, pues… —vaciló Roberto.
—¿Qué han dicho el resto de las cadenas de nuestra exclusiva de ayer? ¿Quién más lo está cubriendo? ¿Qué periodistas se han quedado la noticia? ¿Hay nuevas declaraciones? ¿Qué se dice en las redes? —inquirió ella.
—No sé, Anabel, es que…
—Es que ¿qué? ¿Qué has estado haciendo las últimas dos horas?
—Preparar lo de XXX, que hoy tiene sección, pero tienes razón, debería saberlo y tener preparado el briefing para cuando llegaras. Eso nos dices todos los días: «Tenéis que estar en todo, tenéis que estar en todo. Los detalles, chicos, los detalles».
Lo que no dijo Roberto era que después siempre pegaba un grito que hacía temblar los cristales de las ventanas.
—Entonces, querido Roberto, ¿por qué no tienes ni idea de nada?
Roberto no dijo nada. No podía. Ni tampoco debía.
—¿Me estás ignorando, Roberto?
—No, no, por supuesto que no —se disculpó.
—Pues sal ahí fuera y vuelve con el puto briefing. Y avísame en cuanto llegue XXX.
—Lo siento.
—Como abras otra vez la boca te despido.
Roberto salió del despacho mirando al suelo y cerró la puerta despacio. La redacción le observa y, sin dar explicaciones, se pone a cambiar los canales y se acerca a la mesa del responsable de guion.
Anabel observa la escena desde su mesa mientras se sostiene una taza. Hoy no es un día cualquiera: hoy van a batir todos los récords de De buena mañana con Anabel, hoy tienen un doblete con el que nadie puede competir.
Hoy Anabel González se va a dar el gusto de destrozar una de las reputaciones más sólidas del país con la investigación más explosiva que se haya visto jamás en la televisión nacional.
II
Madrid, jueves 4 de abril de 2019
La luz entraba por el ventanal, gigantesco e impoluto, con tanta fuerza que era molesta. La mesa, enorme, es de madera maciza. Las sillas, pesadas y de terciopelo rojo, tronos de tortura para los invitados. En aquella intimidante sala llena de gente, secretarios, asistentes o a saber, la única persona que hablaba era el que estaba de espaldas a todos ellos. De pie, mirando la ciudad desde la altura de un piso cuarenta y cinco, observaba el mundo con altivez. Su coronilla, vetada a todas las cámaras de televisión, era lo único que veía el alcalde, que escuchaba atentamente el discurso.
Las palabras que acababa de pronunciar se considerarían una locura en cualquier circunstancia, pero las había pronunciado Valentino. Y, aun así, no dejaban de ser una locura.
El alcalde Martínez Caneya se atraganta con su propia saliva al procesar lo que acaba de decir el presidente de VRS y del Riviera C. F., uno de los hombres más poderosos de España, quizá del mundo y, sin duda, de Madrid. Se le han movido las gafas de sitio. Sabe que es un títere en sus manos. No tiene que acatar sus órdenes, pero casi. Sin embargo, esta última ocurrencia es una barbaridad, un sinsentido. De hecho, es el mayor disparate que ha escuchado en su vida (y eso que, siendo del partido que es, las tramas urbanísticas son su pan de cada día).
—No podemos hacer eso, Valentino. La prensa, la oposición, los vecinos, los activistas… Hasta el último perroflauta nos despellejaría vivos antes de haber presentado siquiera el anteproyecto. Y más después de lo de la tele de la semana pasada… ¿Por qué no esperamos un poco? —suplicó Martínez Caneya.
Los nervios agudizaban la voz ya de por sí aflautada del alcalde. Valentino, crispado, sin volverse, continuó como si no hubiera escuchado a su interlocutor.
—Como te iba diciendo: lo recalificamos discretamente, luego un incendio lo arrasa todo y arreglado. Tú déjame a mí —zanjó Valentino, paternalista.
—Antes de hacer nada, dame tiempo para estudiarlo todo, por favor —tartamudeó Martínez Caneya en un intento de frenar el alud que ganaba velocidad ante sus ojos—. Es algo muy gordo.
—Solo necesito tu firma y del resto me ocupo yo. Ya me dirás cuando esté listo. Puedes marcharte. —Fueron las últimas palabras de la coronilla.
Martínez Caneya se levantó en silencio y abandonó el despacho con la figura de Valentino observando el horizonte. Llamó al ascensor y se dio cuenta de que le temblaban las manos. Sus guardaespaldas, que le habían estado esperando fuera del despacho, le preguntaron si se encontraba bien. No, no se encontraba bien. Acababa de hablar con un demente de nuevo cuño: un loco con todo el poder del mundo, un tirano que se había emborrachado de influencia y dinero. Tenía miedo.
Respiró hondo. Necesitaba salir de allí, quería escapar de ese rascacielos que le provocaba angustia y deseos de huir. Se le taponaron los oídos en el ascensor, que iba tan rápido que parecía que caía en picado, pero al fin había llegado al suelo y veía la salida.
En la puerta le esperaba el coche oficial con el motor encendido. Uno de sus guardaespaldas le abrió la puerta y, antes de ocupar su asiento, el alcalde se detuvo para mirar el cielo azul. Volvió a respirar hondo pero ya con trazas de resignación. Sabía lo que iba a pasar. Si no lograba detener aquello, se desencadenaría una serie de acontecimientos que terminarían con su muerte mediática. Si se dejaba enredar en los tejemanejes de Valentino, lo acabaría arrastrando con él en su caída, y eso sería un seísmo para el statu quo, porque a fin de cuentas él era el alcalde de Madrid, ¿no?
Su mente pasada de vueltas dio con el salvavidas que necesitaba. Sacó el móvil y buscó el nombre de Sergio en los contactos.
1
—Gracias, XXX. Como siempre, certero y afilado. Un placer. Hasta pronto.
Tras las palabras de Anabel González, el público me aplaude. Es lo habitual. De hecho es decisión del regidor. Pero yo sé que los jubilados que asisten al programa me quieren, ellos y los que están en casa. Soy el de los asesinatos de la tele, el que mejor los cuenta. Como si los hubiera perpetrado yo… La sección de hoy ha girado en torno a la muerte en extrañas circunstancias del dueño de una discoteca. No estaba en plena forma porque no he dormido más que un par de horas después de mi noche movidita. Nadie en la mesa de colaboradores se atreve a contradecirme. Esta semana no lo tenía fácil: en la sección anterior estaban despellejando a Valentino Ruigémez, que lleva diez días en candelero gracias a una investigación del equipo de Anabel, que no ha perdonado ni una de las metidas de pata del flamante empresario que ha llevado al Riviera C. F. a la gloria mundial. Pese al desfile de partidos amañados, árbitros comprados y amantes famosas, mi escabroso relato ha causado furor. A la gente le encantan los detalles morbosos, las caídas en desgracia de personajes de la farándula, respetables políticos o sólidas figuras de los negocios.
Reconozco que este trabajo me encanta: me ha convertido en una celebridad. Salgo por la tele todas las mañanas en el programa que lleva siendo líder de la franja desde hace quince años. Obviamente, Anabel González no es líder de audiencia solo por mí, pero sí que subieron los números cuando decidió sacarme de la redacción y ponerme en el plató, hace cinco años. El share se disparó la mañana que empecé a relatar todos los detalles de un asesinato de una manera que no se había visto nunca en antena, así que seguí haciéndolo. Poco a poco fui ganando relevancia social: la gente se sorprendía de mi capacidad para recabar cada uno de los elementos de las investigaciones. Exponerme diciendo que no encontrarían al culpable —esto es, vaticinando el fracaso de la policía— se convirtió en mi seña de identidad. Ni que decir tiene que las fuerzas del orden no me tienen en muy alta estima, a fin de cuentas a nadie le gusta ver sus fracasos expuestos en la televisión nacional.
Sin embargo, confieso que es mi otra faceta profesional la que de verdad me llena. De todos modos, querido lector, mejor remontémonos al principio de mi exitosa carrera como rey del true crime, que me estoy adelantando a los acontecimientos.
Fui un hijo muy deseado. Y único, porque mis padres, que me querían (y quieren) muchísimo, eran de clase trabajadora sin presupuesto para más. Yo era un niño adorable, iba a buen colegio, tenía amigos, no sufrí bullying, sacaba buenas notas y hasta se me daba bien el fútbol. Resumiendo: mi infancia fue de lo más normal y mi edad del pavo, todavía más. Odiaba a mis padres, todo me parecía mal, el mundo estaba en mi contra, bla, bla, bla…
Aunque hay un detalle que no he contado: soy superdotado (o como se dice en estos tiempos, tengo altas capacidades). Desde mis primeros años de vida, esas altas capacidades se fundieron con una chulería innata y un sabelotodismo un tanto irritante que hicieron de mí un niño repelente que hacía cosas normales y corrientes, pero que también hacía otras cosas no tan normales. Como, por ejemplo, saberme la letra de la mayoría de las canciones que sonaban en la radio cuando todavía no sabía quiénes eran los Reyes Magos, leer cruentas novelas negras a los diez años, ver Psicosis a los doce, sacar buenas notas sin apenas estudiar, jugar al ajedrez para aprender estrategia, ganar todos los concursos de escritura a los que me presentaba o falsificar la firma de los padres de todos mis compañeros de clase.
Esto último lo hacía por ayudar a los que no eran igual de listos que yo y suspendían. Les echaba un cable a cambio de lo que sí tenían: dinero. Sí, estoy alardeando porque no os había dicho todavía que tengo un ego catedralicio. ¿Sabéis por qué? Pues porque puedo, porque soy más inteligente que el resto de la humanidad. Y además soy guapo. Para compensar, sufro una maldición: tengo una memoria fotográfica. Quiera o no, recuerdo con todo lujo de detalles cualquier escena, espacio o cara en la que me fije cinco segundos.
Mi vida seguía una senda apacible hasta que tuvo lugar un acontecimiento discordante dentro de tanta normalidad el verano de los catorce, cuando mis únicos objetivos eran pasármelo bien, como los adolescentes en las películas, y molar. Porque con esa edad, si molas, el resto (o lo único que me importaba, las chicas) viene detrás. Así, para mí todo giraba en torno a eso: vestía con ese objetivo y arriesgaba porque pensaba que iba por el buen camino; de hecho, me creía un innovador. Iba hecho un desastre convencido de que era un innovador. Me miraba en el espejo creyéndome lo más. Hoy no voy a negar que no hay nada más imbécil que un adolescente queriendo gustar a otros adolescentes, y, aun así, siendo un gilipollas de marca mayor, me cargué a un tío. Fue sin querer. O sin querer queriendo. Lo único claro es que se lo merecía, porque era un hijo de puta. Y que era verano.
Madrid es el escenario más asqueroso del mundo cuando aprieta el calor. Las sombras no sirven de nada y el sol duele. El agua no se enfría en el frigo y los hielos duran un suspiro. Poner un pie en el asfalto es un ejercicio de transmisión calorífica que bien podría valer por un tour por el mismísimo infierno. Es sabido que las altas temperaturas son un potenciador del mal humor, y, quizá por eso, los escasos ratos en los que mis padres no estaban trabajando y sí o sí tenían que quedarse en casa, los dedicaban a escuchar pacientemente las quejas de su hijo adolescente idiota. Lamentos porque no teníamos aire acondicionado ni una casa en la sierra para dormir fresquitos, quejas porque no había Coca-Cola fría en la nevera y por la paga de mierda que me daban, protestas porque no teníamos piscina y porque no nos íbamos de vacaciones porque «hay que trabajar»… Vamos, que era un dolor de huevos constante y para colmo tenía una labia endiablada.
Confieso que siento una mezcla de vergüenza y ternura al recordar esa época.
Por aquel entonces, la mayoría de las familias tenían un pueblo al que ir en verano, un lugar perdido de la mano de Dios en el que los padres trabajadores dejaban a los niños con los abuelos para que se asilvestraran un poco. Sin embargo, nosotros éramos una excepción: no teníamos pueblo (y recordemos que tampoco casa en la sierra). Dos de mis bisabuelos salieron de sus respectivos pueblos porque, según me han contado mis padres, tenían muy claro que la vida allí no tenía ningún futuro y se fueron a Madrid. No quisieron saber más de su pasado de pobreza y miseria. Tampoco es que en la ciudad tuvieran las cosas fáciles. Eran unos analfabetos en el pueblo y siguieron siéndolo en Madrid. Eso sí, vagos no eran y encontraron trabajo rápidamente. Y aunque pasaban dieciocho horas en el tajo, consideraban un triunfo dejar atrás la vida rural. Pasados los años y asentadísimos en Madrid, seguían renegando de sus orígenes. Mentían sobre ellos y proclamaban su madrileñismo ancestral. Que si llevaban en la capital desde que Madrid era Madrid, que «a partir de Atocha, todo campo», que si el bocata de calamares lo mejor, que si el chotis, etcétera.
Es curioso que mis dos de mis cuatro bisabuelos, que no se conocieron nunca y que no eran del mismo pueblo, coincidieran en el mismo pensamiento. Lo más loco todavía es que los dos conocieron a dos madrileñas que sí que eran cien por cien de Madrid. Mis bisabuelas provocaron que la mentira de los maridos se convirtiera en realidad. El resto lo hicieron la desmemoria y la remodelación del relato a conveniencia.
Por eso, porque parte mis antepasados renegaron de sus orígenes y parte se hicieron los olvidadizos, yo no tenía pueblo donde desfogarme y dejar a mis padres tranquilos. Yo sí que soy un producto cien por cien urbanita y capitalino. Un gato, vaya. Abuelos y padres madrileños. Sin excepción. Gatos, gatos. El «eeejjjque» lo llevamos tan dentro que forma parte de nuestro ADN y lo dominamos a nuestro antojo. Nos sale cuando nosotros queremos que nos salga, que para eso somos chulapos.
Volviendo al verano de 1995, el año en que todo cambió para mí, con ese clima tan perfecto de calor que os he contado, sin pueblo, con todos mis amigos fuera de Madrid, sin un chavo y sin ninguna chica a la que cortejar con mi pavoneo ridículo, mis padres me mandaron a un campamento urbano. No es que fueran unos desalmados ni que quisieran perderme de vista, es que tenían que encontrar una alternativa a que me pasara el día encerrado a dos mil grados en nuestro piso proletario acumulando agravios y rabia juvenil, como quedó patente en mi cabreo al oír la noticia. ¿No estaba aburrido? Pues ya tenía algo que hacer. ¿No quería una piscina? Pues ahí tenía la municipal. Eran otros tiempos, coño, nadie preguntaba a los menores de edad qué querían hacer ni parecía que estuvieran acabando con el prometedor futuro de sus hijos por no enviarlos a Irlanda.
¿Y cómo eligieron el campamento de verano, si yo no había pisado ninguno en la vida? Pues porque mi padre conocía al organizador y con eso bastaba. Que yo no conociera a nadie le parecía un asunto irrelevante. Estoy convencido de que mi padre hubiera preferido ponerme a trabajar con la previsible monserga de que me hubiera ido bien para que se me quitase la tontería, pero en la España de los noventa ya no se podía mandar a los hijos al tajo con la alegría de antaño. Hay que reconocer que en cierto modo acertó en lo de que hacer algo (aunque no fuera trabajar) me iba a quitar la tontería; sin embargo, no creo que lo que sucedió fuera lo que él tenía en mente.
En el campamento había críos de edades que comprendían desde los seis años hasta los dieciséis. Hay que decir que esa gente había dado con la fórmula para ganarse a los chavales mayores, que éramos una notable minoría. Consistía en darnos responsabilidades como si fuéramos monitores de los niños pequeños, en lugar de intentar involucrarnos en juegos o actividades (de paso nos convertíamos en trabajadores no pagados, con las ventajas que eso les reportaba). Yo me sentía Dios jugando con aquellos niños. Ni uno me replicaba. Me veían como a un mayor, aunque no me comportaba como tal: les ganaba a todos los juegos y lo celebraba con recochineo. Me daba igual lo que se esperara de un chaval de mi edad; yo participaba a fuego. Les sacaba una cabeza y mi cuerpo ya era casi el de un hombre, con su vello púbico y todo, pero me daba un placer inexplicable machacar a aquellos rivales que no tenían nada que hacer contra mí. Visto desde fuera, lo más probable es que todo el mundo pensara que el chico más alto debía ser «especialito».
La magia del desarrollo corporal me concedió otro regalo, aparte de las palizas que les daba a los niños en todo: los de dieciséis me aceptaron, o mejor dicho, me adoptaron, porque físicamente parecía uno de ellos (recordemos, era alto, estaba ya desarrollado y era muy guapo). Así fue como me topé con algo que no contaba: la sabiduría de los mayores.
Descubrí que hablar y estar con gente mayor que yo me fascinaba. Acceder a sus conocimientos y experiencias (muy de flipado la frase, ¿eh?). He aquí mi razonamiento del momento: si me junto con gente que tiene más conocimientos, puedo aprender de ellos, pedir consejos y aplicarlos para mejorar mi vida. Me encantaban las anécdotas, aquel material era mejor que estudiar historia. Pero no os equivoquéis, cuando digo «gente mayor» me refiero a chavales que me sacaban tres o cuatro años a lo sumo; de ahí para arriba todo el mundo me parecía un adulto coñazo. Con lo que me contaban los del campamento de dieciséis y los monitores de dieciocho me valía. Así de gilipollas era. Bueno, y también os confieso otra cosa que en mi cabeza sonaba acojonante: esos mayores estaban perfeccionando las técnicas para lo que más me importaba a mí en esos momentos, que era molar y ligar con chicas. Pero sobre todo lo primero, porque cuando molas, ligas. Así se piensa cuando tienes catorce años.
Tenía a mi disposición esos conocimientos desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde y a veces incluso más si me invitaban a ir con ellos después del campamento al parque cercano al polideportivo. Me sentaba a escuchar embelesado lo que habían hecho o dejado de hacer la noche anterior: lo que habían bebido, lo que habían palpado, los pedos que se habían tirado o los que se habían cogido. O todo junto y a la vez. Solo preguntaba cuando lo que contaban me resultaba demasiado ajeno o completamente nuevo, entonces pedía que lo explicasen. Se reían de mí, por supuesto, porque no hay nada como darle importancia a alguien con poder sobre ti para que lo utilice a su antojo; yo los había subido al pedestal desde el que podían vacilarme y regodearse sin asco, pero tragaba porque me convenía. Me convertí en el hermano pequeño de todos, el que iba a triunfar en la vida gracias a sus enseñanzas, así que aguantaba esos ataques para conseguir la clave de esa preciada información cifrada. Me daba lo mismo. A la vez me daba bastante reparo admitir mi desconocimiento delante de personas tan «acojonantes» como eran mis colegas y los monitores: era un golpe para mi ego, pero, tras la primera cerveza, se me soltaba la lengua y mi soberbia innata se diluía en pos del objetivo final.
Se puede decir que en esas conversaciones aprendí a disimular, a parecer menos de lo que soy. Me di cuenta de que, en según qué situaciones, era mejor pasar desapercibido. Visto con la perspectiva del tiempo, no puedo negar que aquellas charlas eran pura basura. Las aventuras que contaban eran verdades a medias exageradas para impresionar a un oyente inexperto y para pavonearse antes sus iguales. En mi caso daba lo mismo, porque yo me creía todo lo que escuchaba y lo apuntaba mentalmente para poder aplicarlo después con los de mi edad. Estaba convencido de estar descubriendo América: cómo disimular el pedo, dónde comprar sin que te pidan el carnet, no mezclar, evitar el alcohol caliente (o no hacerlo porque «sube más»), fumar, dónde guardar el paquete, qué decir si te lo pillaban… Esa información era oro.
También había lecciones sobre las chicas. Qué lecciones, madre mía. Me sonrojo. Qué lamentable todo. Sin embargo, eran lo más para mí en aquella época. Tenía catorce años y mi experiencia se reducía a un primer beso dos meses antes que había sido más producto de la presión externa que del propio deseo de los dos. Fue jugando a la botella en un cumpleaños en el garaje de una casa sin adultos cerca. Pues ya está, esa era mi hoja de servicio.
Me hacía pajas como si lo fueran a prohibir, pero era consciente de que con ese currículo era mejor no abrir la boca. ¿Qué podía contar? ¿Que me la había pelado con un catálogo de bragas del Pryca? ¿Que me ponía mucho la panadera de al lado de mi casa? Pues no, silencio absoluto para no darles más artillería con la que vacilarme, en especial con un tema tan delicado. Tenía que ser más discreto todavía. Los mayores y los monitores no me prestaban atención, solo querían fardar delante de los otros y les daba igual que el niñato acoplado no dijese nada. Ellos solo buscaban la admiración de los que consideraban sus iguales y yo no lo era, pero mi admiración sí la tenían. Hablaban de cómo se habían acercado a tal chica, cómo habían conseguido su teléfono para poder enviarle unos SMS, los sobeteos por encima de la ropa, las excusas para quitarla… En un mes de sesiones de parque, consideraba que había aprendido más que un año en el instituto. Estaba ansioso por poner en práctica esos conocimientos.
Durante aquellas tardes, había otro tema recurrente entre los monitores que venían con nosotros: su jefe. Ahí todos callábamos y escuchábamos. Manu era un tío mayor que ellos (no pasaba de los dieciocho), tendría unos veintimuchos, era diplomado en Magisterio, monitor de ocio y tiempo libre, y trabajaba de profesor de gimnasia interino de septiembre a junio y de jefe de monitores de campamento en verano. No pensaba hacer oposiciones ni buscar trabajo fijo en la concertada o la privada porque su familia era dueña (entre otras muchas cosas) de la empresa que organizaba ese y muchos otros campamentos, además de las actividades extraescolares para muchos centros educativos el resto del año. Era educado y amable con todo el mundo, siempre estaba dispuesto a ayudar a sus compañeros, era muy bueno en cualquier deporte, las madres estaban enamoradas de él y los padres querían tomarse una caña con él mientras hablaban de fútbol. Era el yerno ideal, el amigo perfecto que siempre te llevaba a casa después del trabajo. Pelo moreno, ojos azules sin gafas ni lentillas, olía bien, aseado, siempre afeitado y con una sonrisa de anuncio. Colaboraba con una ONG, le gustaba hacer triatlones, escalaba, sabía cocinar, tocaba la guitarra y nunca se le veía enfadado. Era fan de la música pop española, le seguía gustando Mecano y acababa de descubrir a Los Planetas. Tenía moto y vivía solo en un apartamento de su familia forrada, pero era consciente del valor de las cosas. Trabajaba como el que más y nunca alardeaba ni se aprovechaba de que la empresa era de su padre. Vamos, Manu era un chico de anuncio. Demasiado perfecto, y nadie puede serlo sin ser un hijo de puta de tomo y lomo, pero yo tenía catorce años y me parecía el único adulto que molaba.
Los monitores analizaban una y otra vez los rumores que habían escuchado y que parecían descabellados o fruto de la envidia, por lo grotescos que eran. Mezclaban niños, pajas, vestuarios y silencio. Nadie había presentado pruebas ni había denunciado. Yo, como los demás que no éramos monitores, no me mojaba en público, pero en privado estaba convencido de que se equivocaban. Manu era un tío de puta madre. Éramos amigos.
III
Madrid, jueves 4 de abril de 2019
El móvil empezó a vibrar. No sonaba su canción favorita de Foo Fighters porque cuando trabajaba prefería la discreción del silencio. No tenía el número agendado, pero sabía perfectamente quién le llamaba. De hecho, en su teléfono tenía pocos números guardados; el de su madre, los de un par de amigos y poco más. Los importantes se los sabía de memoria y los que no, los tenía en Telegram, que no dejaba rastro.
—Buenos días, alcalde. ¡Cuánto tiempo! Hace unos días que no coincidimos en ningún sarao ni en ningún partido. ¿Cómo va todo? ¿A qué se debe su llamada? ¿Puedo ayudarle en algo?
—Es que… no, no, no me lo explico. Es una puta locura. No lo podéis permitir.
La voz nasal del regidor sonaba muy acelerada pese a que era vox populi que se medicaba para aplacar la ansiedad.
—Disculpe, comencemos por el principio. ¿De qué estamos hablando?
—Pues de quién va a ser. De, de… de él.
Martínez Caneya tartamudeaba al intentar decir el nombre de Valentino. Sergio cerró los ojos, fatigado. Le cansaba muchísimo ese tipo de personas que se aceleraban por cualquier cosa, esa gente que perdía el control a la mínima. En general no soportaba a la horda de pusilánimes que había llegado al poder por ser unos pelotas sin miramientos. Mucho MBA e inglés de la reina, pero no estaban preparados para lidiar con situaciones inherentes al cargo. La mayor parte de la vieja guardia política no tenía estudios y casi no se los podía sacar de casa sin miedo a que te dejaran ridículo: sin embargo, tenían un cuajo y una sangre fría que ya quisieran todas esas jóvenes promesas de la pol