Tres casos para Ane Cestero (pack con: La danza de los tulipanes | La hora de las gaviotas | El ladrón de rostros) (Insp

Ibon Martín

Fragmento

Capítulo 1

1

19 de octubre de 2018, viernes

Santi echa un último vistazo al espejo retrovisor antes de activar el cierre de puertas. No hay nadie en el andén. Las últimas casas de Gernika quedan rápidamente atrás. Ante sus ojos, junto a la vía serpenteante, se dibujan con trazos finos las colinas que reinan por doquier. Aquí y allá se desperdigan caseríos solitarios que brindan pinceladas blancas y rojas al paisaje. Es un mundo apacible, un mundo hermoso donde de vez en cuando se cuelan el azul del mar y el amarillo pálido de los carrizales.

Un pescador, de cesto de mimbre al hombro y puro en los labios, aguarda a que se abra la barrera de un paso a nivel para continuar su camino. Santi hace silbar suavemente la locomotora para saludarlo y el hombre le corresponde alzando la mano. Poco más allá es una mujer de caderas anchas quien alza la vista desde un huerto bien cuidado para mirar el tren. El maquinista se la imagina recorriendo los vagones con la mirada a la caza de algún rostro familiar. Seguro que lo encuentra, allí se conocen todos.

—Gracias —murmura Santi casi para sus adentros.

Tras veintidós años como maquinista del metro de Bilbao la compañía le ha premiado destinándolo a la línea de Urdaibai. No hay ninguna más hermosa en toda la red, ni tampoco más tranquila. En contraste con la oscuridad de los túneles bajo la ciudad y el trajín de los andenes en hora punta, la soledad de aquella línea entre marismas y pueblos durmientes es un bálsamo de paz.

Santi respira hondo. Siente que la vida le sonríe.

Le gusta este mundo, un territorio que todavía se rige al ritmo de la naturaleza. En pleno siglo XXI las mareas siguen siendo quienes mandan en Urdaibai. Son ellas quienes trazan los perfiles de un mapa donde el mar y la tierra se abrazan en armonía.

Con el traqueteo del tren meciéndola suavemente, la mente de Santi vuela hasta su hogar. Las cosas parece que empiezan a ir mejor. Han sido tiempos difíciles entre Natalia y él, pero todo vuelve a ser como antes. Y pronto harán veinticinco años de casados, tendrá que ir pensando en alguna celebración.

La vía vuelve a reclamar su atención. Un cormorán, negro como la noche, alza el vuelo al paso del tren y se zambulle en las aguas verdes que se extienden ahora junto al viejo camino de hierro. Segundos después el animal emerge con un pez plateado en el pico, y lo sacude en el aire, tal vez en busca del aplauso de los escasos viajeros.

A Natalia le gustaría todo aquello. Por un momento, Santi la imagina sentada junto a él en la locomotora. Va contra las normas, pero tampoco pasará nada por hacerlo un día. Su mujer lo merece; él también lo merece tras veintidós años bajo la gran ciudad. ¿Cómo explicarle si no la belleza que contempla cada día al mando del tren regional?

Natalia… Natalia… Es lo más importante de su vida. Sin hijos a los que poder querer no tiene a nadie más. El último bache está superado y ahora puede soñar de nuevo con envejecer junto a ella. Su mirada, su sonrisa…

Su rostro se le aparece al otro lado del cristal, fundido con el paisaje. Le sonríe, claro. A ella también le gustan sus planes.

Es tan real la visión que el maquinista se obliga a parpadear para regresar a la realidad.

Al abrirlos Natalia sigue allí, sentada en una silla en mitad de la vía.

Cuando vuelve a fijarse en sus labios, Santi comprende que no sonríe. Solo grita. Lo hace con todas sus fuerzas y, a pesar del traqueteo metálico, el maquinista alcanza a oírla.

Todo sucede muy rápido, aunque en la mente de Santi transcurra a cámara lenta. El tren devora implacable la distancia que los separa.

—¡No! ¡Natalia, no! ¡Aparta de ahí! —aúlla el maquinista mientras acciona el freno de emergencia.

Un penetrante chirrido acompaña a la sacudida que mueve violentamente el convoy. A través de la puerta de seguridad se cuela el quejido de algún viajero, sorprendido por la frenada.

Santi clava los ojos en los de su mujer y lee en ellos un terror como jamás antes ha visto. Si pudiera ver los suyos propios tampoco encontraría un mensaje más reconfortante. Es demasiado tarde. Un tren no puede detenerse en seco. Natalia está condenada.

—¡Apártate! —le pide una vez más Santi llevándose las manos a la cara. Su voz está rota, desgarrada—. ¡Sal de ahí! ¡Vamos!

Es en vano. Las cuerdas que la ligan a la silla no le permiten moverse. Solo le queda gritar. Gritar y aguardar a que el tren de su marido acabe con su camino.

2

19 de octubre de 2018, viernes

—¿Estás listo? No será muy agradable —advierte Julia tirando del freno de mano.

En el asiento del copiloto, Raúl asiente con gesto de circunstancias. Los atropellos ferroviarios resultan especialmente crudos. Los trenes son implacables con el cuerpo humano cuando se lo encuentran en su camino.

Las gotas que se acumulan en el parabrisas se tiñen de los tonos azules de las luces del coche patrulla que protege la escena de posibles curiosos. Los dos ertzainas cruzan una última mirada resignada antes de salir del vehículo. Saben lo que les espera: recorrer la vía en busca de pruebas y restos biológicos. Y, por supuesto, lo más importante en aquel momento: identificar a la víctima y dar el aviso a los familiares. Si no resulta fácil llamar a una puerta y dar la noticia del fallecimiento de un ser querido, informar de un posible suicidio resulta aún más doloroso. ¿Cómo le explicas a alguien que su hijo, su hermana o su marido ha tomado un camino que sacudirá a la familia con inevitables sentimientos de culpa difíciles de superar?

Julia siente las gotas de lluvia corriendo por su cara. El invierno se ha adelantado. ¿Dónde están los días de viento sur propios de esas fechas? Al menos, piensa alzando la vista hacia el cielo, todavía quedan un par de horas de luz. Una luz gris y apagada, pero luz al fin y al cabo. No es lo mismo enfrentarse con una escena desagradable de día que a la luz de las linternas.

—Ahí tenéis al marido. Está hundido —les indica el agente uniformado que custodia el cordón policial.

—¿El marido? —inquiere Julia arrugando la frente—. ¿Quién le ha avisado?

—Nadie. Estaba aquí cuando hemos llegado. Es el maquinista.

Julia y Raúl, ambos vestidos de paisano, como es habitual en los agentes destinados a Investigación, se miran sin ocultar su extrañeza. ¿Por qué elegir el tren que conduce tu marido para quitarte la vida? Después se agachan para pasar bajo la cinta de plástico que protege la escena y se dirigen hacia aquel hombre. Con su uniforme de Euskotren, sentado sobre un murete de hormigón, llora con el gesto descompuesto.

—No hay manera de convencerlo para que nos acompañe —explica uno de los sanitarios que lo atienden.

—Natalia… ¿Por qué ella? Natalia… —balbucea el maquinista. El tren, un regional de vía estrecha en el que predomina el color blanco, asiste mudo a sus lamentos apenas unos pasos más allá. En el ambiente flota el aroma inconfundible a hierro y óxido que envuelve los accidentes ferroviarios.

Julia le apoya una mano en la espalda.

—Le acompañamos en el sentimiento. Sabemos que no son momentos fáciles. —Odia que suene a mensaje de mera cortesía, porque en realidad siente cada una de sus palabras. Le arañan la garganta hasta hacerle difícil hilvanar dos sílabas seguidas.

El maquinista asiente levemente y se seca las lágrimas con la manga de la chaqueta.

—Estaba ahí sentada. En medio de la vía —indica con la mirada perdida—. ¿Quién ha…?

El llanto le impide seguir hablando.

—Vamos, por favor. Tiene que acompañarnos —insiste el de la ambulancia.

Un ertzaina llega caminando desde la cola del convoy. Sus pasos hacen sonar las piedras del balasto.

—La habían atado a una silla —anuncia llevándose la mano derecha a la otra muñeca—. Por aquí y por los tobillos.

Julia siente que la noticia despierta de golpe todos sus sentidos. Eso lo cambia todo. Ya no están hablando de un suicidio.

—Asesinato —sisea entre dientes antes de buscar a su compañero con la mirada.

Raúl está tomando fotos de la locomotora. Desde donde se encuentra, Julia no puede ver el frontal, pero no le cuesta imaginarse la mancha de sangre.

—No he podido frenar —lloriquea el maquinista.

—¿Dónde está? —pregunta Julia al uniformado que acaba de llegar con la noticia.

—Allí atrás, a unos ochenta metros. Está entera.

Julia le recrimina con la mirada su escaso tacto. Después se gira hacia el maquinista y le dice:

—Detendremos a quien le ha hecho esto a su mujer.

—No he podido frenar. No he podido —balbucea el conductor.

—Váyase con ellos —le ruega Julia señalando a los hombres de la ambulancia. Junto a ellos pasan los únicos siete viajeros, visiblemente nerviosos. Dos agentes y varios sanitarios dirigen la evacuación—. Lo cuidarán bien. Cuando se encuentre mejor tendremos que hablar con usted.

Después echa a andar hacia el lugar del impacto y marca el número de la comisaría. Hay que alertar a Silvia, la psicóloga que acostumbra a acompañarlos e informar a las familias, para que se desplace al hospital.

—¿Y si no se trata del marido? —apunta Raúl alcanzándola.

Julia comprende a qué se refiere. También ella se lo ha planteado. El shock de arrollar a alguien puede desdibujar el rostro de la víctima y proyectar en su lugar el de una persona cercana. Tal vez se encuentren ante una situación así. En cualquier caso, eso tampoco cambia demasiado las cosas. Tienen a una mujer asesinada fríamente en las vías del tren.

—No tardaremos en saberlo —suspira Julia imaginando la situación. El sonido del convoy acercándose, la vibración de la vía, la sensación de estar atada de pies y manos aguardando a que la bestia de hierro le caiga implacablemente encima—. Ha tenido que ser horrible lo que ha sentido esa mujer.

—Natalia —apunta Raúl recordando el nombre que les ha dado el maquinista.

—Enseguida sabremos si era ella —indica Julia saludando con la mano al uniformado que custodia el cadáver.

—Está entera —les dice a modo de saludo.

—Sí. Ya nos lo han dicho —le interrumpe Julia, agachándose junto al cuerpo. La silla se ha partido en varios pedazos al ser arrollada por el tren, pero la víctima no ha sufrido amputación alguna. El impacto, sin embargo, es demasiado evidente en su rostro y otras partes del cuerpo.

—Ha salido disparada —comenta su compañero.

Julia frunce el ceño al fijarse en la flor que la víctima sostiene en su mano derecha. Ha perdido algún pétalo, pero no tantos como para no poder reconocerla. Es un tulipán. Un hermoso tulipán rojo que apenas destaca entre la sangre que cubre la chaqueta vaquera de la mujer asesinada.

—Qué extraño —murmura—. Sujetaba esta flor con tanta fuerza que ni siquiera el impacto del tren ha podido arrancársela de la mano.

Julia aguarda a que Raúl fotografíe el tulipán antes de tirar de su tallo. Hay que embolsarlo. Podría tratarse de una prueba.

—Está pegado. Joder, por eso no lo soltó… Se lo han pegado a la mano. —Jamás ha visto algo así. Un escalofrío le recorre todo el cuerpo. Tras recobrarse, acaricia el cabello de la víctima como intentando recomponer su imagen, devolverle el aspecto que tenía antes de que le arrebatasen la vida de un modo tan brutal—. ¿Qué te han hecho? ¿Quién te ha traído hasta aquí? —Niega con la cabeza. Aquella mujer no le responderá.

Julia se incorpora con un suspiro. Cuando hace apenas unas horas daba la bienvenida al día haciendo surf entre las olas de Mundaka no imaginaba que la jornada acabaría de un modo tan trágico.

—Ya está aquí el forense —anuncia su compañero.

La ertzaina no responde. Camina por la vía en busca del lugar exacto del impacto. Un pétalo rojo descansa entre los raíles allí donde debía de encontrarse originalmente la silla. Habría que embolsarlo como prueba.

—¿Qué hace eso ahí? —inquiere de pronto. Una sencilla cinta adhesiva liga algo de color dorado a uno de los postes que sostienen la catenaria.

Al aproximarse reconoce una imagen reducida de sí misma. Descubrir su propio gesto confuso en la pantalla de aquel móvil la desconcierta. La señal de grabación está encendida.

—¿Qué cojones…?

—Tengo la cartera —anuncia Raúl acercándose—. ¿Qué es eso? ¿Qué hace un teléfono ahí?

Julia ni siquiera le escucha. Está demasiado horrorizada para poder dejar de mirar la pantalla de aquel aparato.

Una melodía la saca de su trance. La reconoce. Es su móvil. Introduce mecánicamente la mano en el bolsillo y se lo lleva a la oreja.

—¿Qué pasa?

—Tenemos novedades. —Es de comisaría—. El crimen se ha retransmitido en directo por Facebook. Gernika entera está conmocionada.

Julia asiente lentamente. Estira la mano y pulsa la tecla de detener la emisión. Después retira la cinta adhesiva e introduce el aparato en una bolsa de pruebas. Nunca ha visto algo así. El tulipán, la silla en medio de la vía, la retransmisión… Todo aquello es maquiavélico.

Su compañero le muestra un carnet de identidad.

—Pues parece que se trata realmente de la mujer del maquinista… Natalia Etxano —lee en voz alta—. Del sesenta y uno. Cincuenta y siete años.

Julia se acerca a echar un vistazo. La foto le resulta vagamente familiar.

—Natalia Etxano —repite pensativa. Sabe que ha oído antes ese nombre—. Joder, claro, si es la de la radio…

—¡Hostia, la de Radio Gernika!

Natalia Etxano no es una vecina más de la comarca, es la periodista estrella, la conductora del programa matinal líder de audiencia en Gernika y sus alrededores. Julia resopla angustiada. Imagina a la prensa pendiente de todos sus movimientos y preguntando constantemente por los avances en la investigación. Aquello no va a ser nada fácil.

—¡Mierda! —exclama dándose una palmada en la frente. Acaba de darse cuenta de un detalle que va a complicarlo todo más. Mucho más.

3

20 de octubre de 2018, sábado

La llave abre a la primera, no está cerrado con dos vueltas. Ane resopla, asqueada. Algo así solo puede significar que su hermano está en casa. Hace apenas dos semanas que Andoni se ha mudado a vivir con ella, pero comienza a tener la sensación de que hace años que lo tiene allá dentro. Hasta su llegada, ese piso asomado a la plaza abierta al mar de Pasai San Juan se le antojaba el lugar ideal en el mundo.

—Paciencia —se recomienda a sí misma.

Tras cinco años viviendo sola no es fácil tener que adaptarse a compartir el piso con alguien. Y lo peor de todo es que fue ella quien le insistió para que se mudara cuando supo de las constantes broncas de su hermano con su madre.

Ahora se arrepiente, claro.

No es fácil llegar cansada de la comisaría y encontrarse la tele a todo volumen con una de esas series de Netflix que Andoni ve de manera casi compulsiva. ¿Cómo puede pasarse tardes enteras sin salir de casa tragándose un capítulo tras otro y sin parar de fumar? Es que ni siquiera es capaz de abrir la ventana para ventilar el humo del tabaco… Eso cuando es tabaco, porque si el bolsillo se lo permite, son porros lo que se mete entre pecho y espalda.

Cestero también ha sido joven. Caray, que todavía lo es, y también ha fumado más que tabaco en alguna que otra ocasión, pero qué menos que hacerlo en el balcón para no molestar a quien vive con una bajo el mismo techo.

Trata de calmarse para comenzar con buen pie, pero un puñetazo en forma de humo le golpea la cara en cuanto empuja la puerta.

—Ya estoy de vuelta —saluda mordiéndose la lengua para no estallar en una bronca nada más entrar.

—¿Qué tal el curro? Oye, están aquí Ibai y Manu. Pediremos unas pizzas para cenar. Si te animas… —contesta la voz de su hermano desde el salón.

Cestero tuerce el gesto mientras se quita las botas de trabajo. Piensa en sus padres. No está segura de que traerse a su hermano a vivir con ella haya sido buena idea. Solo tiene diecinueve años, nueve menos que Cestero, que aguantó hasta los veinticuatro en el domicilio familiar.

—Cenad tranquilos. Yo picaré algo por ahí —anuncia volviendo a calzarse.

Después baja de dos en dos las escaleras hacia el portal y sale a la plaza. El aire fresco y cargado de salitre se cuela por sus fosas nasales y la reconcilia con el mundo. Olaia, una de sus mejores amigas, si no la mejor, la saluda con la mano. Está junto a la puerta del Itsaspe, uno de los bares de aquella plaza marinera, dando las últimas caladas a un cigarrillo de liar. Algo más allá, Nagore, otra de las inseparables de Ane Cestero, habla por teléfono sin parar de gesticular.

—Estoy hasta aquí arriba de tenerlo en casa —espeta la ertzaina alzando la mano por encima de su cabeza.

—Pues a mí me encanta, porque te vemos mucho más que antes —replica Olaia, dándole un achuchón entre risas.

—No es verdad —protesta Cestero, aunque sabe que su amiga tiene razón. Hasta que Andoni se mudó con ella había días que no salía de casa al volver del trabajo. Ahora, en cambio, baja al bar cada tarde para esquivar las discusiones. Incluso a veces cena un bocadillo o algunos pintxos y sube con el tiempo justo para irse a la cama.

—¿Y piensa quedarse mucho tiempo? —inquiere su amiga.

Cestero se encoge de hombros.

—Para siempre, supongo. Tiene el mismo derecho que yo a estar aquí. Es la casa de nuestra abuela, no la mía. Lo peor de todo es que antes de esto nos llevábamos genial. Si hasta fui yo quien le propuso que se viniera.

Nagore se acerca. Ha terminado con el teléfono.

—¿Ya te ha contado lo del sábado? —pregunta dando un empujón a Olaia en la espalda.

Cestero niega con la cabeza.

—No me digáis que para un día que no salgo de fiesta me perdí algo importante.

Olaia se ríe por lo bajo.

—Me lié con un tío.

La ertzaina abre la boca de puro asombro.

—¿Y eso? ¿Ahora tienes dudas?

—Qué va…

—¿Y…? —Cestero está deseando saber más. Desde que a los dieciséis años tuvo la primera novia, su amiga ha estado siempre con chicas.

Nagore asiente divertida junto a Olaia.

—Estaba bien bueno —dice forzando un gesto de fastidio—. La cabrona me lo levantó. Estábamos las dos hablando con él y, en lugar de dejármelo, va y se lo lleva a casa. Total, para lo que lo aprovecharía…

—Bueno, algo hicimos… Pero no queráis saber detalles. ¡Cotillas!

—¿Ahora eres bisexual?

—Ni de coña. Donde haya una mujer… Fue una locura de una noche. La primera y la última.

Nagore le guiña un ojo a Cestero.

—Mejor para nosotras, ¿no? Así no nos los quita.

La ertzaina suelta una carcajada. Tiene razón. Siempre que salen de fiesta es Olaia quien se lleva todas las miradas. En la lotería de la genética le ha tocado el premio gordo… No necesita salir a correr ni a remar para que cualquier vestido le quede como un guante. Aunque a Cestero no le importa no tener un físico de pasarela. Tal vez sea bajita y tenga un cabello rizado que no le entusiasma, pero se siente segura de sí misma, y más desde que ha descubierto esa plancha con la que consigue alisarse la melena.

—Te lo has cambiado, ¿no? —Olaia señala el aro que Cestero se ha puesto esa tarde en la aleta derecha de la nariz.

—Sí. Estaba cansada de la estrella. La he llevado casi dos años.

—Mola mucho. Se ve más. Y el que te has puesto en la ceja te queda genial… Entre los piercings y el tatuaje del dragón, irresistible. Si me gustaran las tías, me iba contigo —bromea Nagore, guiñándole el ojo a Olaia.

Cestero se vuelve a reír, pasándose la mano por el tatuaje del cuello.

—¿Por qué ese empeño en que es un dragón? ¡Es Sugaar, la pareja de la diosa Mari, a ver si leéis un poco sobre mitología vasca!

—Ya sabe que es Sugaar. Lo dice por hacerte rabiar —apunta Olaia entre risas—. ¡Nos lo has repetido ochenta veces!

La ertzaina empuja la puerta del bar.

—Venga, vamos a tomar una caña. Ya está bien de hacerme de estilistas.

—Pues te iba a decir que me gusta un montón tu pelo liso —anuncia Olaia cogiéndola por el hombro.

—A mí no me disgusta con rizos —apunta Nagore.

—Joder, qué pesadas… ¿Queréis dejarme en paz? Oye, Olaia… ¿No tenías novedades del grupo? —inquiere la ertzaina. ¿Dónde están las ganas con las que formaron The Lamiak hace ya dos años? Ahora que por fin se ha recuperado de la lesión de muñeca que se hizo escalando, está deseando coger las baquetas y sentarse a la batería. Debe de tener los brazos oxidados…

—Todavía no hay nada seguro, aunque tengo casi apalabrados dos conciertos —explica Olaia antes de alzar el dedo a modo de advertencia—. Pero hay que quedar para ensayar, paso de hacer el ridículo como la otra vez. No sé cómo no nos echaron a patadas del De Cyne Reyna.

—¿En serio? ¿Dos? Eso son más que en todo el año pasado —celebra Nagore.

—El doble —se ríe Cestero—. Venga, ¿cuándo quedamos para ensayar?

Apenas ha tenido tiempo de terminar la pregunta cuando su teléfono comienza a sonar.

—No lo cojas, tía. Siempre te están llamando fuera de horas. ¡Es sábado!

—Igual no es del curro —se defiende la ertzaina sacándolo del bolsillo. El número que aparece en pantalla, sin embargo, le obliga a disculparse ante sus amigas y regresar a la plaza para evitar posibles oídos indiscretos.

—Ane Cestero —contesta llevándose el aparato a la oreja. Ojalá se trate de buenas noticias. Tal vez el detenido haya decidido confesar.

—Ane Cestero —imitan sus amigas desde el bar. Siempre se burlan de que responda al teléfono como en las películas americanas.

—¿Qué tal, Cestero? Soy Madrazo. ¿Estás en casa? —inquiere la voz de su jefe.

La ertzaina alza la vista hacia la fachada de vigas verdes que se asoma a la plaza en penumbra. La inestable luz azulada que se cuela a través de la ventana del salón delata la tele encendida.

—Más o menos —reconoce torciendo el gesto—. ¿Por qué? ¿Hay novedades? ¿Ha hablado?

—Qué va. Sigue empeñado en no abrir la boca. Este cabrón pasará a disposición judicial sin que seamos capaces de sacarle una palabra. —Madrazo hace una pausa que da tiempo a Cestero a preguntarse el motivo de la llamada—. Espero que te apetezca cambiar de aires. El lunes te vas a Gernika.

Cestero frunce el ceño.

—¿A Bizkaia? Eso está fuera de nuestra zona.

—Por eso mismo tienes que ir.

—Te explicas fatal.

—Lo sé. Ven a la comisaría y te lo cuento todo.

—¿Ahora?

Olaia sale del bar y alza la mano para llamar la atención de Cestero.

—¿Te pido una caña? Se te va a secar la boca de tanto hablar.

La ertzaina hace un gesto negativo y su amiga le dedica una mirada de fastidio antes de volverse a la taberna. Siempre le recriminan que no pueda desconectar del trabajo ni para tomarse tranquila unas cervezas con ellas.

—Ahora mismo. Es urgente —le apremia su jefe.

—¿Y no puedes contármelo por teléfono? Iba a tomarme una caña con la cuadrilla.

Madrazo tarda en responder.

—Habrás oído lo del crimen del tren. El maquinista que arrolló a su propia mujer…

—Claro. Nadie habla de otra cosa.

—Pues nosotros también tenemos que hablar sobre ello. Ven cuanto antes, anda. ¿No creerás que yo estoy aquí en fin de semana por capricho?

Cestero deja vagar la vista por la bocana hasta posarla en una trainera que surca las aguas a lo lejos, junto a los muelles de Antxo. Apenas logra entrever en la oscuridad el movimiento rítmico de los remos que impulsan la embarcación. En cuanto los días comienzan a acortarse, los entrenamientos nocturnos se hacen habituales en las aguas del puerto.

—Dame una hora.

—Mejor si es media.

La ertzaina suspira antes de guardarse el teléfono. Necesita una caña bien fresca.

—No me digáis que no habéis pedido la mía —bromea empujando la puerta del bar.

4

20 de octubre de 2018, sábado

—Treinta y siete minutos… Gracias, Ane.

Madrazo está sentado en su despacho. Cestero cierra la puerta y se sienta en una de las dos sillas situadas frente a su mesa. No hay besos de bienvenida. Son compañeros, jefe y subordinada, lo demás es pasado.

—Olaia y Nagore te van a colgar de ahí el día que te vean —espeta Cestero con fingido enfado. Su dedo índice apunta bajo la mesa—. Eso de que no me pueda tomar ni una caña tranquila empieza a tenerlas contentas…

—Ya será menos. Además, me tienen más cariño que tú —bromea el oficial.

Sigue teniendo esos ojos negros que derriten con la mirada. Y ese flequillo ajado por el salitre y el sol. Cosas del surf, igual que el bronceado perpetuo y los músculos esculpidos por las olas.

—Bueno, cuéntame. ¿No me habrás hecho venir para hablarme de mis amigas? —dispara Cestero, tratando de sacudirse de encima las ganas de levantarse de la silla y pasar al otro lado de la mesa.

No es la primera vez que tiene que refrenar el impulso. Madrazo sigue atrayéndola. Y sabe que él siente lo mismo por ella. Fueron casi dos años intensos. Lástima que aunque empezaron como en un juego, al final no esperaban lo mismo. Tal vez la culpable fuera la diferencia de edad. Cestero tenía veintiocho años cuando dejaron de verse, su jefe, casi cuarenta. Ella se sentía cómoda sin compromiso. Sexo, conciertos, confidencias… Lo pasaba muy bien con el oficial hasta que él empezó a pedir más.

Cestero no quiso oír hablar de proyectos de futuro ni de vidas compartidas. Y se acabó. Todavía resuenan en sus oídos los reproches de Olaia y Nagore por dejar a un tío que está tan bueno.

Madrazo empuja una hoja hacia ella. Hay un esquema dibujado, un esquema sencillo a modo de árbol invertido. Unas siglas desconocidas lo encabezan:

UEHI

—¿Qué es esto? ¿Qué hace aquí mi nombre?

—Desde hoy formas parte de la Unidad Especial de Homicidios de Impacto. Bueno, no solo formas parte… La diriges.

Cestero observa a su jefe con gesto incrédulo. Hace unas semanas que su superior le había hablado de ello. Una unidad formada por agentes especializados en la resolución de crímenes múltiples o de fuerte repercusión mediática. No era más que un proyecto cuando lo comentaron, pero parece haber subido de golpe varios escalones.

—Y el crimen de Gernika es nuestro primer caso…

—Exacto. La muerte de Natalia Etxano ha sido el empujón final que precisábamos para crear el grupo que vas a dirigir.

—¿Porque la víctima es una periodista famosa?

—En parte sí. O esa es la excusa. Natalia no solo era una locutora conocida, sino también la amante del comisario de Gernika. Eso nos obliga a desconfiar no solo de él sino de los agentes que dirige.

Cestero frunce el ceño.

—He leído que la periodista estaba casada.

—Y él también. Sin embargo, estaban liados desde hace tiempo, y no debían de ocultarlo mucho cuando toda la comisaría lo sabe.

Cestero vuelve a dirigir la vista hacia el papel. Al leer su nombre en lo alto del árbol, es incapaz de reprimir cierta sensación de vértigo. No puede decirse que sea un grupo importante en número. De su propio nombre parten tres ramas. Solo conoce a uno de los ertzainas que va a capitanear.

—Aitor Goenaga. —Lee en voz alta. De haber podido elegir a su equipo personalmente sería el primer compañero en quien habría pensado; quizá el único—. ¿Los demás quiénes son?

—¿No has oído hablar de Txema Martínez, el de Bilbao?

—¿Ese no se había ido a la Interpol?

—Se acaba de reincorporar. Es bueno el tío, aunque un poco soberbio. No dejes que te pise. Tú estás por encima. Diriges el grupo.

La ertzaina clava la vista en la ola gigante que un surfista minúsculo cabalga en la pared de enfrente. Siente un cosquilleo en el estómago. Jamás hasta entonces ha comandado una investigación. Sin embargo, el día tenía que llegar, y su reciente ascenso a suboficial conlleva esa responsabilidad.

—¿Y el cuarto? —pregunta leyendo el croquis—. La cuarta. Julia Lizardi. ¿Quién es?

—Una agente de Gernika. Debe de ser buena. El año pasado solucionó el caso aquel de los buzos asesinados. Me la han recomendado. Y parece que es de las mías, hace surf.

Cestero asiente. Incluir en el equipo a alguien de la zona parece acertado. Así lo tendrán más fácil a la hora de moverse sobre el terreno y también para integrarse mejor en la comisaría donde trabajarán.

—¿Quién ha elegido el equipo? —inquiere Cestero.

—Yo. Dos de Bizkaia y dos de Gipuzkoa, para no herir sensibilidades, ya sabes cómo es esto.

La suboficial asiente. Siempre los malditos equilibrios geográficos…

—Nadie de Vitoria —observa.

Madrazo se encoge de hombros. No responde. Cestero conoce la respuesta. Los de allí nunca se quejan.

—¿Dependemos de Erandio o de aquí? —pregunta la suboficial refiriéndose a las comisarías centrales de Bizkaia y Gipuzkoa.

—En principio de mí. Los de aquí tenemos más experiencia en este tipo de casos, por eso me han encomendado a mí organizarlo todo. La unidad que acabamos de crear solo estará operativa cuando las circunstancias lo requieran. Cuando no haya ningún caso abierto, trabajaréis cada uno en vuestras respectivas comisarías.

—O sea, que solo nos reuniremos cuando haya algún crimen de los chungos.

Madrazo asiente.

—Homicidios múltiples, seriales, víctimas de especial notoriedad… Los casos que generan alarma social, vaya.

Cestero resopla. No suena nada bien. Alarma significa prensa, y prensa significa presión. Espera ser capaz de mantenerse fría en tales circunstancias.

—¿Quién es Silvia? —pregunta leyendo el último nombre que aparece en la hoja.

—Psicóloga. La han elegido los de Bizkaia. Suele colaborar con ellos. Parece que es muy buena trazando perfiles psicológicos. Os ayudará a comprender mejor la mente del asesino.

—¿Crees que ha sido el comisario?

Madrazo levanta las cejas, que se pierden bajo su flequillo rubio.

—¿Olaizola? Espero que no. Pero eso lo descubrirás tú, estoy seguro. No creo que te reciba con una alfombra roja. No aceptará de buen grado esta intromisión en su feudo, y menos que haya dudas sobre su posible implicación en el caso.

La suboficial vuelve a alzar la vista hacia el póster de la ola. De repente tiene la impresión de que está a punto de romperle encima.

—¿Cuándo empezamos?

—El lunes. A las nueve os esperan en Gernika. Y, oye, solo una cosa… La comarca está muy afectada. Tendréis a la prensa demasiado encima. Trátala con tacto si no quieres tener problemas.

Cestero se pone en pie. Duda unos instantes. ¿Debe darle las gracias por confiar en ella o un portazo por haberle complicado la vida en solo unos minutos?

—Gracias —murmura finalmente.

Madrazo le quita importancia con un gesto.

—Ane —la llama cuando está abandonando el despacho. Ella se gira hacia él, la mano en la manilla—. Demuéstrales que eres la mejor. Ya está bien de que tengas que estar siempre bajo la lupa por haber salido con tu jefe. Tendrás que oír que te he regalado el puesto… Que les den. No hay ningún ertzaina mejor capacitado que tú para este trabajo. Es tu oportunidad de demostrarlo. Aprovéchala.

5

22 de octubre de 2018, lunes

Falta un minuto para las nueve de la mañana cuando Ane Cestero y Aitor Goenaga empujan la puerta de la comisaría de Gernika. Cestero no recuerda haber llegado nunca tan puntual al trabajo, pero compartiendo coche con su compañero es imposible retrasarse. La ha obligado a levantarse una hora antes de lo necesario, no fueran a encontrarse algún imprevisto en la carretera.

Retirándose la capucha del chubasquero, Ane esboza una sonrisa y muestra su identificación al ertzaina que atiende el mostrador de recepción. Aitor también tiene la suya en la mano.

Egun on. Creo que nos esperan.

El hombre asiente desganado antes de coger el teléfono y marcar una extensión interna.

—Al final del pasillo a la derecha —indica con la mano mientras aguarda respuesta—. Julia, están aquí los guipuzcoanos… Sí, van para allí… De nada.

Los ertzainas avanzan por el corredor hasta que una mujer les sale al paso. Una melena de mechas californianas enmarca su rostro, que a primera vista resulta demasiado anguloso, pero agradable. Tiene aspecto de deportista, aunque tal vez sea solo el efecto de esos hombros tan rectos. ¿Cuarenta años? Quizá no tanto, pero ahí andará.

—¿Suboficial Cestero, agente Goenaga? —La mano que les tiende está fría—. Bienvenidos a Gernika. Soy la agente Lizardi, Julia Lizardi.

Las presentaciones y las preguntas de cortesía sobre el estado de la carretera apenas ocupan unos instantes. El gesto de Julia se ensombrece de repente. Su mirada cae hacia el suelo. De pronto no parece tan cómoda. Cestero apenas tiene tiempo de preguntarse qué ocurre antes de que una voz a su espalda le brinde la respuesta.

—¿Me he perdido algo? —saluda el recién llegado.

Julia niega con la cabeza.

—Es el suboficial Txema Martínez —presenta la agente adelantándose para darle dos besos—. ¿Qué tal, Txema?

El policía le corresponde sin esconder una sonrisa que parece forzada.

—No tan bien como tú… Estás muy guapa —dice sin ser capaz de mantenerle la mirada. Después se gira hacia Ane y Aitor—. Vosotros debéis de ser los guipuzcoanos.

—Suboficial Cestero y agente Goenaga —presenta Julia.

—Aitor. Llámame Aitor, por favor.

Txema estudia a Cestero con la mirada. El tatuaje del cuello y los piercings en la nariz y la ceja parecen reclamar especialmente su atención.

—Eres muy joven para tu graduación, ¿no?

Ella se da cuenta en el acto de que no es un cumplido.

—Señal de que soy buena —sentencia, decidida a no darle la más mínima opción a desacreditarla. ¿Por qué no se plantean que tal vez sea Madrazo quien le deba a ella el puesto? ¿Quién sería hoy su superior de no haber sido por la pericia de Cestero en la resolución de los casos más complicados?

Txema sonríe sin ganas. Rondará los cuarenta y cinco años, quince más que Cestero, y lleva una corbata que le estrangula el cuello. Tal vez sea un complemento habitual en la Interpol, pero resulta extraño en una comisaría de la Policía Autonómica Vasca.

—Podemos comenzar con el caso. ¿Os resumo lo que tenemos? —interviene Julia. Se ha terminado el tiempo de las presentaciones.

—La periodista famosa y poderosa que puede tener tantos enemigos como habitantes Gernika… —apunta Txema, dejando su maletín en el suelo—. ¿No tenéis máquina de café aquí?

Julia dirige la mirada hacia el hueco que se percibe en el ensanchamiento del pasillo.

—Se averió hace meses y no la han vuelto a traer. Ahora vamos al bar. Mejor así, un poco de vida social fuera de estas paredes.

Cestero apenas los escucha. Hay algo en el caso que la inquieta desde que tuvo noticia de lo sucedido.

—¿Pudo el marido colocarla en la vía y regresar al tren?

—¿El marido? —Julia parece realmente descolocada—. Estuve con él en el escenario. Estaba hundido. El tren no tuvo tiempo de detenerse. Ese hombre nunca se quitará de la cabeza lo sucedido la víspera ante sus propios ojos.

Cestero no tira la toalla:

—Hay rumores, parece que bastante consistentes, de que Natalia le era infiel. No podemos descartar que el marido quisiera vengarse. Desde luego que la coartada preparada sería inmejorable. Habría que investigar qué hizo en los minutos previos al accidente. ¿Hubo alguna parada extraña? Eso debe de quedar registrado en algún lugar.

Aitor carraspea para llamar su atención. No acostumbra a intervenir.

—La retransmisión en directo del crimen sugiere una venganza. Alguien a quien la periodista expuso al escarnio público en su programa y que ha decidido darle una espantosa muerte pública.

Conforme habla, su rostro va ruborizándose. Tal vez a los otros les llame la atención, pero no a Cestero. Es habitual en aquel hombre que pasa por poco de los cuarenta años y que todavía conserva un hermoso rostro infantil. Dos simpáticos hoyuelos junto a la comisura de los labios refuerzan seguramente esa impresión.

—Una quema de brujas del siglo veintiuno —añade Cestero. En el bar donde han parado a tomar un café solo se hablaba de eso. Todo Gernika parece haber visto la secuencia del atropello. El pueblo está realmente consternado—. ¿Podemos ver la grabación?

—Debéis verla —le corrige Txema, enfatizando el imperativo—. Ya he pedido que la revisen fotograma a fotograma por si hay algo que se nos escapa a simple vista. Julia, ¿la tienes por ahí?

La agente asiente y los invita a seguirla hasta su ordenador. La sala de la unidad de Investigación es similar a las que hay en cualquier comisaría. Tres mesas largas con cuatro puestos de trabajo cada una. Julia se detiene en la primera de ellas y gira una pantalla hacia sus compañeros.

—Trabajaréis aquí —anuncia, señalando el resto de la mesa—. La hemos dejado libre para que podáis ocuparla tranquilamente.

La secuencia comienza con una imagen de la víctima sentada en medio de la vía. En un primer momento Natalia aparece adormilada, seguramente bajo los efectos de alguna droga. Apenas son unos segundos. Después comienza un forcejeo para tratar de liberarse. La silla baila sobre las traviesas y la boca de la periodista se abre en un grito gutural que obliga a Julia a bajar el volumen de los altavoces. La ría de Mundaka, corazón de la Reserva de la Biosfera de Urdaibai, cuela sus intensos azules entre los árboles que enmarcan la escena. Un cuidado decorado que maravillaría a cualquier director de cine.

Cestero siente su propio pulso acelerarse con cada nuevo grito angustiado. Igual que en las películas, confía en que algún imprevisto desbarate un crimen planificado al milímetro: que la silla se mueva lo suficiente para apartarla de la trayectoria de la locomotora o que Natalia pueda liberarse de las ligaduras que la mantienen inmovilizada.

—Es brutal —murmura.

—Menudo hijo de perra… —añade Aitor, apartando la mirada de la pantalla.

—O hija —señala Julia.

—No. Apostaría por un hombre. Las mujeres no matamos de manera tan violenta. Somos más sutiles. Veneno… —le corrige una chica que se ha acercado sin que se percataran. Es bajita, tanto como Cestero, y tan delgada que parece una niña, aunque pasa de los treinta, eso seguro—. Soy Silvia, la psicóloga —se presenta tendiéndoles la mano.

—Siempre hay excepciones —apunta Cestero con la vista clavada en el intenso color rojo del tulipán que sujeta la víctima. Es una imagen turbadora. La ternura de una flor en medio del horror.

El traqueteo del tren se cuela de pronto por los altavoces. El rostro de Natalia cada vez más desencajado, sabe que su final está escrito.

—Aquí llega su marido —comenta Julia cuando el insistente silbato del ferrocarril oculta casi por completo los gritos.

Todo sucede muy rápido. El convoy entra en el encuadre y se precipita sobre la víctima. La pantalla se llena de los colores del regional y los altavoces se saturan con el chirrido de los frenos. Después solo queda la vía. La vía y un pétalo de tulipán que baila a merced de la brisa. Nada más, solo un silencio sepulcral y la soledad de la muerte.

Durante unos instantes ninguno de los policías es capaz de abrir la boca. Cestero siente una garra estrujándole la garganta. Ha visto demasiados horrores en sus cinco años como ertzaina, pero ninguno como aquel.

—Esa mujer tuvo que sufrir muchísimo. —La voz de Julia se oye rota.

Cestero asiente lentamente. El pétalo sigue bailando entre las traviesas.

—¿Cuánta gente vio el vídeo? —pregunta cuando logra articular palabra.

—Ciento ocho mil personas. La red social tardó solo cuarenta minutos en retirarlo, pero para entonces era el vídeo más reproducido en todo el país —explica Txema.

Cestero resopla, asqueada. El morbo, siempre el morbo. Es sencillamente horrible.

—Estamos buscando a alguien muy peligroso. Os dais cuenta, ¿verdad?

—¿Qué sabemos del forense? —la interrumpe Txema.

Julia coge la carpeta marrón que tiene sobre la mesa y la abre.

—Politraumatismo. Un montón de huesos rotos, entre ellos el temporal y el occipital. Falleció en el acto. Estamos pendientes de recibir el análisis toxicológico, pero no tendría dudas de que fue sedada —resume.

—No hay más que ver las imágenes. Estaba dormida cuando la sentó allí —sentencia Txema.

—Quizá estemos buscando a más de un asesino. No es fácil hacer todo eso solo —sugiere Julia.

Mientras habla, la ertzaina vuelve a pulsar la tecla de reproducción. Los gritos resultan igual de estremecedores que la primera vez.

—Responde más a un claro patrón psicopático. El tulipán, la retransmisión… Es un lobo solitario, frío y calculador. No olvidemos que tenía controladas demasiadas cosas. Empezando por los turnos de los maquinistas. No eligió un tren cualquiera —apunta Silvia.

—Buen resumen. No cambiaría ni una coma —admite Cestero. Le gusta la agilidad de Silvia.

—Estoy con vosotras. Actúa solo y movido por el odio —sugiere Aitor.

—Tu jefa no ha dicho nada de odio —le corrige Txema.

Cestero se muerde la punta de la lengua para no replicarle. ¿A qué viene eso de tu jefa? ¿Acaso Txema no la considera la jefa de todos? La convivencia de dos suboficiales en un mismo grupo no va a ser fácil, y menos cuando es una mujer la elegida para dirigirlo. Es triste pero Cestero sabe que todavía es así con muchos de sus compañeros, y Txema no parece una excepción.

—¿Qué me dices de la flor? —Cestero se dirige a Silvia.

—No es una firma cualquiera. Los tulipanes representan la organización, son flores que dejan poco al azar, siempre iguales, con sus seis pétalos. Dos rosas nunca serán iguales, tampoco dos crisantemos, pero sí dos tulipanes. Podríamos estar ante alguien muy metódico.

—Eso complicaría nuestro trabajo —protesta Txema tras chasquear la lengua—. Cuanto más previsto lo tuviera todo, menos cabos sueltos habrá dejado para que podamos tirar de ellos.

Silvia asiente antes de continuar.

—No solo eso, y esto quizá nos interese más: el tulipán es una flor que se ha asociado con la tristeza por desamor o por una amistad traicionada.

—¿Quieres decir que quien colocó a Natalia en medio de la vía podría haber sido un antiguo amante? —sugiere Cestero con la mente puesta en el comisario.

—O un amigo al que dejó de lado, o un loco cuyo amor hacia la periodista nunca fuera correspondido… —objeta Julia.

Aitor carraspea suavemente.

—Tal vez esté intentando transmitir un mensaje. En el siglo diecisiete se popularizaron las pinturas que recordaban a quien las contemplaba que todo es efímero. La vida es breve y antes o después todos moriremos. Los tulipanes acostumbraban a ser una pieza esencial en esos cuadros.

—¡Vaya mal rollo! —exclama Julia.

—Bueno, es arte con mensaje —justifica Aitor—. Hay uno muy bueno de la escuela flamenca en el museo de Bellas Artes de Bilbao.

La psicóloga arruga el entrecejo y asiente convencida.

—Estaríamos ante un asesino que aprecia el valor estético y a la vez simbólico de su firma.

Cestero apenas los escucha. Su mente ha pisado el acelerador.

—¿Cada cuánto tiempo pasan trenes por el lugar del crimen? —pregunta.

—El convoy que circulaba en sentido contrario pasó por ese punto veintidós minutos antes del impacto, que sucede después del segundo minuto de la retransmisión. Eso le dio al asesino veinte minutos para disponerlo todo: la silla, el móvil… —interviene Julia, consultando sus notas.

Cuando el tren arrolla por segunda vez a Natalia Etxano, Cestero apaga la pantalla.

—No podemos quedarnos aquí pasmados toda la mañana. Hay que ponerse las pilas. ¿Sabemos dónde la abordó? ¿Dónde fue vista por última vez?

Julia niega con la cabeza.

—Habrá que hablar con el marido y con los compañeros de la radio —sugiere Txema.

—Y registrar la vivienda de la víctima. Quizá encontremos alguna amenaza. Y su correo electrónico, redes sociales… —añade Cestero—. Aitor, tú irás a Radio Gernika. Rebusca en los papeles de la locutora. Entérate de quiénes podrían ser sus enemigos. Los más recientes, pero también viejas heridas que pudieran haber quedado abiertas en el pasado. Julia, tú vas a hablar con el marido. Txema y yo nos encargaremos de indagar en la vida personal.

—¿La vida personal de quién? —oye Cestero a su espalda.

Mordiéndose el labio, la ertzaina se gira, igual que sus compañeros. Desde que ha puesto el pie en la comisaría sabe que ese momento tiene que llegar, aunque no lo esperaba con tanta brusquedad.

—Luis Olaizola, comisario de Gernika. Bienvenidos. Espero que os hagamos sentir como en casa —se presenta tendiéndoles la mano a todos excepto a Julia y Silvia. A ellas las ve cada día.

Su rostro es afable, de formas redondeadas y con un tono sano que se extiende a su amplia calva. A Cestero le hace pensar en Olentzero, el popular carbonero que trae a los vascos los regalos de Navidad. Pero no quiere dejarse engañar por las apariencias, aquel tipo no está feliz de tenerlos allí. Su presencia supone para él una hiriente desautorización por parte de sus superiores. La misma que deben de sentir los agentes que observan sin disimulo el encuentro desde sus puestos de trabajo, en filas posteriores.

—Gracias —responde Cestero, forzándose a sonreír. No le gusta el tono excesivamente cordial que ha empleado el comisario.

La ertzaina se gira en busca de sus compañeros de equipo, que se limitan a asentir.

El comisario apoya suavemente la mano en el hombro de Cestero para reclamar su atención.

—Sé por qué estáis aquí. La flamante Unidad Especial de Homicidios de Impacto… —De repente ha desaparecido de su rostro todo atisbo de amabilidad—. Natalia y yo tuvimos una aventura. No lo puedo negar. Gernika es demasiado pequeño y no fuimos suficientemente discretos. Pero hace tiempo que dejamos de vernos. En los últimos meses mantuvimos una relación correcta, pero nada más. Os ruego que no escarbéis en ello. Yo no tengo nada que ver en su muerte. Soy el primero que la lloro y que quiere ver el caso resuelto cuanto antes.

—¿Por qué la mataron? —pregunta Cestero a bocajarro.

Olaizola aprieta los labios en una mueca de tristeza y niega con la cabeza.

—He pensado en ello —reconoce—. En los últimos meses alzaba mucho la voz contra los mariscadores furtivos, unos pobres diablos que aprovechan la noche para sacar moluscos de la ría sin licencia alguna. De vez en cuando hacemos batidas contra ellos, pero es complicado, Urdaibai está lleno de recovecos donde esconderse… Aunque, a decir verdad, me cuesta creer que unos kilos de berberechos puedan estar detrás de un asesinato tan brutal.

Cestero está de acuerdo. La elección del tren conducido por el marido de la víctima para asesinarla parece responder más a motivos personales.

—Y está también el asunto del narcotráfico —apunta Julia, logrando una rápida negativa del comisario—. La víctima denunciaba en su programa que una red de narcos está operando en nuestra zona.

—Hemos interceptado las lanchas donde supuestamente entra la droga en más de una ocasión y jamás hemos encontrado un gramo de estupefacientes a bordo. —La interrumpe el comisario—. He llegado a pensar que lo único que pretendía extendiendo esos rumores en su programa era dañar mi imagen.

Cestero asiente. En su mente luchan la hipótesis del desengaño amoroso con la del ajuste de cuentas de una banda de narcos. Las dos encajan con un crimen planificado de manera tan macabra. Sin embargo, algo no termina de cuadrar.

—¿No acaba de decirnos que su relación con la víctima era correcta?

—Bueno, es una manera de hablar —reconoce el comisario—. Y tutéame, por favor. Somos compañeros.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos? —Es Aitor quien habla ahora.

—¿Natalia y yo? Pues no sé. Un par de años, algo más quizá.

—¿Y cuál fue el motivo de la ruptura?

Olaizola mira alrededor para asegurarse de que nadie asiste a la conversación. Es evidente que hablar sobre sí mismo lo incomoda bastante más que hacerlo sobre berberechos.

—Motivos personales. Los dos teníamos pareja y la situación comenzaba a ser insostenible. Había que avanzar en una dirección o en otra, y tomamos la decisión de dejar de vernos.

—¿De mutuo acuerdo?

El comisario alza el mentón y traga saliva. Cestero tiene la sensación de que le cuesta contener las lágrimas que iluminan unos ojos cada vez más brillantes.

—Ya seguiremos en otro momento, si no os importa… —comenta Olaizola antes de retirarse.

El hombre se aleja por el pasillo. Los hombros hundidos, los pasos lentos…

—Habrá que indagar sobre él también. Sin hacer mucho ruido, pero habrá que hacerlo —musita Cestero.

Txema asiente, arrugando la nariz. Después se ajusta el nudo de la corbata.

—Va a haber que indagar sobre mucha gente —suspira antes de interrogar al resto del equipo con la mirada—. ¿Empezamos?

6

22 de octubre de 2018, lunes

Julia pulsa el timbre y cruza una mirada con Silvia. La psicóloga esboza una fugaz sonrisa en un claro intento de insuflarle ánimos. Tener que interrogar como sospechoso a un hombre que acaba de perder a su mujer es duro. De haber podido elegir, la ertzaina habría optado por algún otro de los cometidos que han sido asignados a los restantes miembros del equipo.

—Qué asco de tiempo… De verdad, eh… —protesta la psicóloga cerrando el paraguas.

La ertzaina le devuelve una mueca de circunstancias. Hace casi dos meses que no ven el sol. La falta de luz y el exceso de agua comienzan a hacer mella en el ánimo de todos.

—Para mañana creo que dan bueno —apunta insistiendo con el timbre.

—¿Bueno? A mí ya no me engañan… Aquí bueno es dejar de llover medio día para volver a caer agua otras dos semanas más —comenta Silvia secando las gafas con un pañuelo de papel—. Estoy por volverme a Palencia.

Se oyen pasos al otro lado de la puerta.

—Este año está siendo peor de lo habitual —trata de animarla Julia.

—Y el anterior, y el otro también. Mi novio lleva repitiéndome eso mismo desde que me vine a su tierra hace tres años —se lamenta la psicóloga. Apenas tiene tiempo de terminar la frase antes de que se abra la puerta.

—Hola. —Las profundas ojeras del maquinista delatan una larga noche en vela, igual que la expresión desorientada de su mirada. Se hace a un lado para invitarlas a pasar. Un montón de papeles ocupa la mesa del comedor—. Perdonad el desorden. No encontraba la póliza de decesos de Natalia. Ni siquiera recordaba con qué seguro la había contratado… No estábamos preparados para algo así —explica dirigiendo la mirada hacia el cuadro que preside la pared del fondo. La víctima los observa desde allí, en un retrato que la muestra más joven que las fotos que acompañan las noticias de su muerte. Un mohín de tristeza se dibuja en los labios de su marido.

—¿Has podido dormir un poco? —inquiere Silvia.

—No. Cada vez que cierro los ojos la veo. Puedo oír sus gritos como si estuviera de nuevo en la vía… Es horrible. ¿Se sabe ya quién lo hizo? —pregunta el maquinista dirigiéndose a la ertzaina.

—Estamos en ello —reconoce Julia.

El hombre apoya los codos en la mesa y clava la mirada en un nudo de la madera.

—Hace cinco años arrollé a un joven en los túneles del metro, y hace doce a una chica en la estación de Plentzia. Suicidios. Es horrible. No sirve de nada activar el freno y ellos lo saben. Lo peor es el impacto y el crujido del hueso. Hay que gritar muy fuerte para no oírlo… Estuve un tiempo muy tocado después de aquello. Me planteé incluso dejar el trabajo —murmura negando lentamente con la cabeza—. Acabé superándolo. Pero lo de Natalia va a enterrarme. Lo sé. Esta vez no me levantaré.

Julia sabe que es así, un hombre roto para siempre.

—¿Puedo hacerle unas preguntas?

El maquinista alza una mirada sin vida hacia ella y se encoge de hombros.

La ertzaina carraspea para desembarazarse del nudo que le oprime la garganta.

—¿Cómo describiría su relación con Natalia?

Santi se gira hacia el retrato de su mujer. Un temblor casi imperceptible acompaña la curvatura hacia abajo de sus labios.

—Pues la relación de un matrimonio normal. Es verdad que hemos pasado un bache, pero ahora estábamos bien —musita antes de perderse en un sollozo.

Julia recorre con la mirada los portarretratos que ocupan los estantes junto al televisor. Tres de ellos muestran a Natalia Etxano en diferentes situaciones, siempre sonriente y con un magnetismo innegable. Solo una cuarta fotografía es de Santi. El maquinista aparece sosteniendo un enorme pescado por la cola. Nada anormal en aquellas imágenes, salvo por un detalle: no existe ninguna fotografía de los dos juntos. Ni una sola. No hay ni una sola vivencia, ni un solo viaje o celebración de la pareja, que merezca un recuerdo en aquel salón.

—Hábleme del día del crimen —solicita la ertzaina—. Intente detallar todo lo que hizo desde primera hora hasta que se puso al mando del tren.

Santi explica que el día del asesinato desayunó solo, escuchando a su mujer en la radio, como cada día. Las lágrimas acuden a sus ojos cuando menciona que esa fue la última vez que oyó su voz antes de lo del tren. Después ordenó la casa y preparó algo para comer.

—Comí solo porque Natalia me avisó de que llegaría tarde. Tenía algún compromiso de esos suyos. Siempre tiene comidas y rollos de periodistas… Después me fui paseando a la estación y lo demás ya lo sabes… Fue ponerme al mando del tren y darme de bruces con mi mujer en medio de la vía —termina exhalando un suspiro.

Julia consulta un mapa de la zona y ubica rápidamente los dos escenarios que más le interesan en todo aquello. La estación donde se produjo el relevo de maquinistas se encuentra a solo un apeadero del lugar del crimen, no serían más de cinco, diez minutos a lo sumo, en coche. Tiempo suficiente, en cualquier caso, para dejar a la víctima en el lugar del impacto y regresar a Gernika para comenzar su turno.

—¿No mencionó Natalia con quién tenía que verse?

—No acostumbraba a decirlo. Tampoco yo le preguntaba. Eran cosas de su trabajo.

—¿Le gustaban a su mujer las flores?

El hombre no necesita pensárselo ni un segundo.

—No. Yo nunca le regalaba. Si os asomáis a la terraza veréis que casi no tenemos plantas, y las que hay están porque se cuidan solas.

Julia interroga a la psicóloga con la mirada. ¿Tiene ella alguna pregunta que hacer?

Silvia niega de forma casi imperceptible.

—¿Hay algo que preocupara últimamente a su mujer? ¿Sabe si recibió amenazas o si se mostró extraña durante los días previos al crimen? —inquiere la ertzaina.

Santi sacude la cabeza.

—No. Todo parecía normal. Estaba agobiada por su trabajo, pero ¿cuándo no lo ha estado? Le gustaba hacer las cosas bien. Tenía una responsabilidad muy grande —apunta sin apartar la mirada de la Natalia Etxano al óleo que pende de la pared. Su gesto se descompone de pronto en un rictus de dolor y se cubre la cara con las manos—. ¿Cómo puede ser que ya no esté? ¡Natalia…!

Julia traga saliva. No pueden seguir. Al menos por ahora.

—Lamento haberle removido sus sentimientos. No le robamos más tiempo. Gracias por atendernos en un momento tan complicado.

—Perdonad, no os he ofrecido ni agua —dice Santi recomponiéndose para acompañarlas a la salida.

Las visitantes murmuran unas palabras de cortesía mientras le siguen por el pasillo.

—Llámame si necesitas hablar —se despide Silvia tocando el brazo del maquinista.

—O si recuerda algo que pueda facilitarnos cualquier pista. Cualquier cosa. Un comentario de Natalia que pareciera fuera de lugar, una llamada fuera de horas… Lo que sea —añade Julia. Odia tener que ser ella quien ponga el toque de inhumanidad al momento.

El maquinista entrecierra los ojos, pensativo. Se ha detenido en medio del pasillo, junto a la puerta de un dormitorio del que brota olor a ropa de cama recién cambiada.

—Natalia tuvo un amante al que abandonó hace pocas semanas. Ese hombre no ha dejado de llamarla desde entonces.

—El comisario Olaizola —masculla Julia.

El gesto de asentimiento de Santi no deja lugar a dudas.

—Que su cargo no impida que lleguéis al fondo —ruega con expresión suplicante.

—Será investigado como cualquier otro. Le doy mi palabra —asegura la ertzaina.

—Ese tipo estaba muy pesado. No podía soportar que Natalia lo hubiera dejado.

—¿Fue ella quien rompió la relación?

—Sí, claro. Fue Natalia. Se dio cuenta de que me quería.

La mente de Julia viaja hasta la soledad de aquella vía. El pétalo del tulipán bailando a merced de la brisa, el olor a hierro oxidado, el móvil devolviéndole su propia imagen… Por más que trata de visualizarlo, no logra ver ahí a su comisario atando fríamente a una silla a la locutora.

—¿Sabe si hubo algún motivo para la ruptura? —inquiere.

El marido la observa con expresión herida.

—Pues que no quería hacerme más daño. ¿No es suficiente? Éramos una pareja feliz hasta que ese tipo se metió en nuestro camino.

—Claro, perdone. —Julia tarda unos segundos en continuar con sus preguntas, no quiere remover el dolor de un hombre que acaba de ver cómo su propio tren arrollaba a su pareja. Pero no está allí para compadecerse. Es policía, necesita información. Se gira hacia Silvia, que cierra los párpados, dándole un permiso para continuar que en realidad no necesita—. ¿Cuánto tiempo estuvieron viéndose? Quiero decir…

Santi levanta la mano para detenerla.

—Sé lo que quiere decir. ¿Cuánto tiempo me pusieron los cuernos? Pues más de un año, igual hasta dos. No lo tengo muy claro, pero hace poco más de diez meses que el asunto se convirtió en la comidilla de Gernika. Se los veía juntos sin ningún tipo de recato. Llegué a pensar que lo nuestro había acabado y que me dejaría por él.

—¿Cómo te sentiste? —le pregunta Silvia.

—Mal. Muy mal. —Las palabras se rompen conforme brotan de los labios de Santi, que ha dejado caer la mirada hasta el suelo.

—Descríbemelo. ¿Ira, odio? ¿Qué sentías exactamente?

Santi aprieta los labios. Le tiemblan. Sus ojos remontan ligeramente el vuelo.

—Impotencia. Estaba hundido. No entendía qué había hecho mal, y Natalia a duras penas hablaba conmigo. Siempre estaba fuera, trabajando.

Julia y Silvia se miran. O es un gran actor o no parece un hombre violento.

—Es todo por hoy. Gracias —apunta la ertzaina. Tiene la impresión de que está dejando cosas en el tintero, pero no quiere continuar abrumando al maquinista.

—A vosotras —las despide Santi con un intento de sonrisa.

—Lo he visto más entero de lo que esperaba —apunta Julia en cuanto la puerta se cierra tras ellas. No es habitual que el familiar de una víctima pueda hablar con tanta cordura cuando ha pasado tan poco tiempo de su muerte.

—No te engañes —aclara la psicóloga—. Es la medicación. Está de ansiolíticos hasta las cejas. ¿No te has dado cuenta de que estaba adormilado? El golpe vendrá después.

—¿Te parece sincero su duelo?

—Rotundamente sí —zanja la psicóloga—. Si me estás preguntando si pudo urdir una venganza tan macabra, te diría que no. Tal vez haya indicios que impidan exculparlo, pero ese hombre no da el perfil de un asesino frío y calculador. ¿Has visto la adoración con la que miraba el retrato de su mujer? Joder, que ese salón es un altar a la víctima. El marido es solo un apéndice de ella.

La ertzaina asiente sin convencimiento conforme abre la puerta del coche. No sería la primera vez que un asesino consiga fingir tan bien su papel que llegue a parecer la víctima y no el verdugo.

7

22 de octubre de 2018, lunes

La carga que Cestero lleva sobre los hombros se aligera en cuanto empuja la puerta del bar. No está resultando sencillo conseguir información sobre el comisario Olaizola, y menos aún sobre la relación que mantenía con Natalia Etxano. Los agentes que dependen de él prefieren no hablar demasiado. Ninguno sabe más de la cuenta. Solo que fueron amantes durante bastante tiempo y que no se esforzaron lo más mínimo por ocultarlo. ¿Y el motivo de la ruptura? Nada de nada. Lo único que reconocen es haber visto a Luis Olaizola afectado desde entonces.

Aitor tampoco ha logrado muchos más progresos. Ha escuchado las grabaciones de los últimos programas de la locutora y lo único que ha sacado en claro es que arremetía contra todo y contra todos: desde quejas en contra de la especulación inmobiliaria y el turismo descontrolado hasta numerosas protestas contra la Ertzaintza por permitir que la ría se estuviera convirtiendo en feudo de furtivos y narcos.

Supuestos traficantes de droga, mariscadores al margen de la ley… Cuando cae la noche la ría de Urdaibai parece cobrar una vida muy alejada del paraíso verde que venden los folletos turísticos.

—Una caña bien fría, por favor —pide apoyándose en la barra. Sus pies arrastran el serrín que cubre el suelo y que hace rememorar a la ertzaina los vermús de domingo de su infancia. Poco queda de todo aquello. Las normativas sanitarias han desterrado la viruta, y la educación va terminando con las servilletas de papel y palillos tirados por doquier.

Los cuatro hombres de rostro curtido que ocupan el extremo más cercano a la máquina tragaperras la observan con curiosidad. Los vinos a medias en sus vasos de txikito y su aspecto perjudicado, más en unos que en otros, delatan que celebran su ronda diaria. Cada tarde el mismo ritual: un clarete en cada bar de la zona hasta que la hora de cenar los reclame en casa.

—Policía —oye murmurar a uno de ellos.

Cestero baja la vista hacia su propia ropa. Una sudadera gris y unos vaqueros tan desgastados que lucen casi más descosidos que tela. Ningún distintivo policial a la vista. ¿Lo llevará escrito en la cara? ¿O tal vez los únicos forasteros que acuden a aquella taberna cercana a la comisaría sean ertzainas? Sí, eso será.

—Ponme también un bocadillo de tortilla de bonito —pide reparando en que se acerca la hora de cenar.

Aitor hace ya una hora que se ha ido a Mundaka. Es allí, en el pueblo marinero donde nació Natalia Etxano, a una docena de kilómetros de la comisaría, donde han reservado el hotel. Su compañero hará que le suban algo a la habitación, un bocadillo o una ensalada. Él no se lo ha confesado, pero Ane sabe que estaba deseando quedarse solo para poder llamar a Pasaia. No le cuesta mucho imaginarlo con una sonrisa bobalicona mientras la videollamada le acerca virtualmente a sus adoradas Leire y Sara. Lo peor es cuando Antonius se cuela en la escena con sus ladridos y sus lengüetazos ansiosos y el ertzaina le habla como si se tratara de un hijo más. Cuando lo hace, Cestero no puede evitar un cierto azote de vergüenza ajena.

—¿Te unto el pan con tomate? —inquiere el camarero. Es un hombre de edad indeterminada, de esos a los que una calva temprana otorga una madurez que no han alcanzado. Sus ojos se entrecierran de forma simpática, como si acabara de fumarse un porro y estuviera en Babia.

—No, gracias —decide Cestero. No sabe a qué se refiere, ¿tomate crudo como hacen los catalanes o salsa de tomate como se hace con los niños a los que no les gusta la comida? Tanto da, ella solo quiere un bocadillo rápido para poder perderse en las marismas sin que le ruja el estómago.

¿Quién puede matar por un puñado de moluscos? Cestero sacude la cabeza. No tiene ningún sentido. El hipotético narcotráfico parece un móvil mucho más potente, aunque Txema no ha hallado en los expedientes abiertos ningún indicio de que exista red alguna de tráfico de drogas en Urdaibai.

También está el comisario…

Está claro que la relación extramatrimonial que mantenía con la víctima no acabó bien. No tenía que haber sido fácil para alguien acostumbrado a mandar y ser obedecido aguantar el desprestigio que las palabras de Natalia vertían sobre sus espaldas cada mañana a través de las ondas. Y eso sumado al despecho, claro.

Da un trago a la cerveza. Está fría, muy fría, como a ella le gusta. Y bien servida. El camarero recibe con una sonrisa el gesto de asentimiento de la ertzaina cuando apura el vaso.

—¿Me pondrás otra?

La necesita. Quiere desconectar de todo y olvidar por un momento las mil y una hipótesis que le sacuden cada rincón de la mente.

Mientras da un primer sorbo, esta vez menos ansioso, a la segunda caña, la puerta se abre para dejar entrar a un nuevo cliente. Es mucho más joven que quienes están de ronda, pero Cestero le calcula rápidamente unos diez años más que ella. Alrededor de cuarenta. A simple vista no es atractivo, pero es innegable el encanto salvaje que le otorga una barba de dos días, tan negra como sus ojos, y los pendientes que luce en ambas orejas. Un pirata.

—El bocadillo —anuncia el camarero dejándoselo en la barra.

—Gracias —musita la ertzaina girándose hacia él.

El recién llegado pide una cerveza de doble malta y se distrae un instante con el móvil. Después alza la vista y sonríe abiertamente a la ertzaina.

—No te lo has hecho por aquí —apunta acercándose.

Cestero solo tiene que seguir la mirada del desconocido para saber que se refiere al tatuaje que luce en el cuello.

—¿Cómo lo sabes? —pregunta la ertzaina. Sus palabras suenan distantes, aunque se le escapa una sonrisa que invita al desconocido a continuar.

—Yo lo sé todo. Lo que no sabía era que una poli pudiera llevar tatuajes a la vista…

Cestero frunce el ceño.

—¿Y de dónde sacas que soy policía?

El otro se ríe con aire interesante. Tiene una dentadura muy blanca que contrasta con su barba.

—¿No te he dicho que lo sé todo?

Ane recorre el bar con la mirada. Aparte de la cuadrilla del fondo, que ya se despide rumbo a otro bar donde seguir su ronda, solo hay dos chicas jóvenes tomando un café en una mesa. Se siente observada. ¿Sabrán todos que es ertzaina?

El desconocido apoya el dedo índice en el cuello de Cestero y estudia el tatuaje de cerca.

—Es un buen trabajo, aunque yo lo hubiera hecho mejor.

Ella se aparta, incómoda. Sabe reconocer demasiado bien a los ligones de bar.

—Ahora me dirás que eres tatuador.

—Seguro que conoces mi estudio. Dos calles más allá, cerca del frontón. Alkimia Tattoo.

—¿Trabajas allí? —inquiere la ertzaina. Claro que lo ha visto. Incluso se ha detenido a mirar el escaparate.

—Es mío. Y te felicito por ese dragón. De verdad que no he visto trabajos de tanta calidad por aquí. Salvo los míos, claro —dice con una risita—. Perdona, no me he presentado. Soy Raúl.

—Ane —dice Cestero correspondiendo a sus besos—. Y no es un dragón. Es Sugaar.

—¿Sugaar? ¿La culebra macho gigante que vive en la cueva de Baltzola? La imaginaba sin patas.

No es la primera vez que Cestero escucha la misma argumentación.

—Es mitología. Depende de quién lo dibuje. No hay una verdad suprema.

—No diré que no tienes razón… He estado escalando un montón de veces en la cueva y nunca he conseguido ver al consorte de la diosa Mari. Quizá tenga patas o quizá no.

Cestero observa a su nuevo amigo con una creciente curiosidad. Escalada, tatuajes, mitología… Solo han cruzado un puñado de frases y han encontrado un montón de aficiones en común. Sin embargo, no está dispuesta a que la espontaneidad que desprende Raúl anule sus sentidos. Cuando un desconocido la aborda en un bar acostumbra a buscar algo. Ella también lo hace cuando sale por la noche, no es de las que esperan a que sean ellos quienes den el primer paso. Claro que en esta ocasión puede tratarse de una mera curiosidad relacionada con su trabajo. Sin embargo, su instinto le dice a gritos que el tatuador busca algo más. Quizá solo se trate de sexo, y ahí es posible que puedan encontrarse, o quizá sea algo relacionado con su condición de policía. Tiene que mantenerse en guardia.

—No te había visto antes. ¿Te han destinado ahora a Gernika? —inquiere Raúl.

Cestero es incapaz de mantenerle la mirada. Es tan penetrante que parece que pueda leerle los pensamientos. Demasiado interés por su trabajo. ¿Qué viene después, preguntarle en qué caso trabaja y quién es el sospechoso? Duda unos instantes. Tal vez Raúl solo esté intentando llenar el silencio con el primer tema que se le viene a la cabeza.

—Estás dando por hecho que soy ertzaina y todavía no he abierto la boca.

El tatuador muestra una mueca burlona.

—Da igual, déjalo. ¿Quién te hizo a Sugaar? ¿O eso tampoco me lo vas a decir?

Los minutos que siguen sirven para olvidar la tensión. Tatuajes, piercings… Cestero disfruta de la conversación con Raúl. Hablan el mismo idioma. Un soplo de aire fresco tras un día agotador.

—¿Te puedo invitar a una copa o las polis no bebéis?

—Tendrás que preguntárselo a alguna policía… —le desafía Cestero.

—¿Eres tan difícil para todo?

La ertzaina deja un billete de veinte euros sobre la barra.

—Pago yo. Lo mío y lo de este.

Raúl intenta quejarse, pero Cestero no le permite sacar la cartera.

—¿Por qué no te pasas por el estudio y te completo ese tatuaje? —le propone el tatuador.

—¿Completar? ¿No decías que está muy bien?

—Le falta algo. Pásate por Alkimia y te lo acabo.

El tabernero deposita el cambio en la barra.

—Cuidado con Raulito, que corre más que una liebre —bromea guiñándole un ojo.

—Ya me he dado cuenta, ya.

La carcajada del tatuador resulta contagiosa.

—No le hagas caso, que aquí el que las mata callando es él —se defiende dando una palmada en la espalda al camarero.

—¿Yooo? —protesta el otro—. ¿No crees que tengo bastante con una mujer y tres hijos? Como si tuviera tiempo para mí.

Cestero se echa a reír. Agradece la situación. Es lo último que hubiera esperado tras un día como aquel y lejos de las amigas con quienes consigue olvidar cada jornada de trabajo.

—¿Conocías Urdaibai? —le pregunta Raúl mientras el camarero se aleja a atender a un nuevo cliente.

—¿Es otra forma de preguntarme si soy policía?

—Oh, vamos… —protesta el tatuador con una mueca de fastidio—. Eres ertzaina y vienes de fuera. Nos conoceríamos si fueras de aquí. Llevas piercings y tatuajes… Habrías pasado por mi estudio.

La ertzaina asiente sin poder ocultar una sonrisa.

—Serías un buen policía —reconoce—. Pues no, nunca había estado por aquí.

Raúl no oculta la satisfacción de ver su teoría confirmada.

—¿Cuándo libras? ¿Te apetece ver la ría desde el agua? Te invito a dar una vuelta en barca. Un amigo me presta una. No es un yate de lujo, pero las vistas sí que lo son. Y si te gusta bucear…

—Me encantaría aceptar tu invitación, pero no sé si será posible —apunta sin mencionar que no le gusta mucho el mar. La única embarcación en la que no se marea es la motora que une en poco más de un minuto los dos núcleos marineros de la bocana de Pasaia. Y porque se ha acostumbrado… Odia esa sensación de vulnerabilidad que le provoca no pisar tierra firme.

Raúl asiente con gesto disgustado.

—¿Sabes qué? Conocía a Natalia Etxano. Cuando cumplió cincuenta, vino a que le tatuase una flor de loto. Lo recordaré siempre porque por aquel entonces no era habitual tener clientas de esa edad. Natalia fue poco convencional para todo. Nunca le importó demasiado lo que los demás pensasen de ella.

Cestero frunce el ceño y desvía la mirada para que Raúl no pueda leer la confusión en su rostro.

¿Cómo sabe aquel tipo a quien acaba de conocer que trabaja en el caso de la periodista asesinada? De buena gana le haría más preguntas sobre la víctima, pero sería delatarse.

Da un largo trago de su cerveza para ocultar su turbación y vuelve a consultar el reloj. Las manecillas apenas se han movido. Sin embargo, sabe que es hora de irse. Es ella la investigadora, es ella quien debe dirigir las conversaciones a su capricho, no quien se sienta bajo la lupa de su interlocutor.

—Tengo que irme —se disculpa apurando el contenido del vaso y cogiendo el bocadillo, todavía intacto.

—¿Así, de repente? —protesta el tatuador.

Cestero se encoge de hombros. Ahora es ella la que dibuja una sonrisa enigmática en los labios. Él dice algo, se ofrece a acompañarla, trata de que no se vaya, pero la ertzaina se limita a negar con la cabeza. Después abre la puerta y se pierde en la noche lluviosa.

8

22 de octubre de 2018, lunes

El albornoz cae en las escaleras talladas en la roca. El aire frío de la noche otoñal envuelve a Julia en el acto, acariciándole cada centímetro de su piel desnuda. Desciende un peldaño y después otro, y otro más, hasta que el mar se abraza a sus tobillos. Está helado, más que la víspera. Y todavía quedan por delante varios meses de descenso térmico, hasta alcanzar los ocho o nueve grados a primeros de marzo.

No importa. Es precisamente lo que busca. Necesita sentirse parte de la naturaleza, reconciliarse con el mundo, olvidar los horrores a los que su trabajo la enfrenta cada día. Continúa descendiendo escalones hasta que el agua le alcanza la cintura. Entonces respira con fuerza y se lanza al Cantábrico.

Unas ágiles brazadas la alejan de la cala rocosa. El vaivén del mar es mayor allá fuera, sin la protección que brindan las rocas. Sigue nadando, dejando atrás la costa y adentrándose en la oscuridad.

Su mente le pide más. Más lejos, más rápido… Quiere hacerlo, despojarse por completo de la imagen de Natalia Etxano. La angustia de los gritos de la periodista a través de los altavoces del ordenador resuena todavía en sus tímpanos y su rostro desencajado por el terror la atormenta cada vez que cierra los ojos.

Consciente de que por muy lejos que nade no podrá huir de ella, detiene sus brazadas y se tumba boca arriba. Ha dejado de llover. El cielo sigue cubierto y la luna no existe. Estará en algún lugar, tras las densas nubes. Las olas, apenas unas ondulaciones que crecerán al acercarse a la playa donde rompen, la mecen suavemente. Su cuerpo no pesa, flota sobre el mar, que la viste con un frío traje de seda.

Cierra los ojos y ahí está de nuevo Natalia Etxano; ella y su sufrimiento. La ertzaina abre los párpados para clavar la mirada en las nubes bajas. No puede permitirse que los casos la afecten tanto. Necesita expulsarlos de su mente al salir de comisaría. Si no es capaz de despojarse de ellos ni siquiera cuando se regala a sí misma su baño diario en el mar acabará por volverse loca.

—Tengo que aprender a hacerlo —se dice en voz alta.

Esa noche, sin embargo, sabe que no lo logrará. Tal vez pueda quitarse de encima a Natalia, pero con Txema no podrá. Su regreso la ha removido por dentro. Más de lo que ella hubiera deseado. Han pasado cuatro años, dos meses y seis días de aquello, y, sin embargo, la herida duele de nuevo como el primer día.

—¡Que le den! —exclama con todas sus fuerzas en la soledad del mar.

Después llena a fondo los pulmones y se zambulle tan abajo como puede. El dolor que la presión le produce en los tímpanos le indica que es suficiente. Deja escapar el aire y escucha las burbujas de su propio aliento escapándose hacia arriba. Aguanta unos instantes en aquella oscuridad absoluta y, cuando el pecho le quema por la falta de aire, agita las piernas para regresar a la superficie. Se siente mejor, aunque tiene la certeza de que solo será pasajero.

Comienza a bracear hacia la costa. Despacio, muy despacio, como una rana que paseara por su charca. Mundaka despliega sus encantos ante ella. La ermita de Santa Catalina, solitaria en su otero, marca el límite de la villa marinera por el oeste, y la iglesia de Santa María por el este. En medio, las viejas fachadas asomadas al Cantábrico y un recogido puerto que a esa hora duerme envuelto en la luz de las farolas.

Y, muy cerca, junto a la iglesia, la ventana iluminada de su dormitorio.

Tuvo mucha suerte al encontrar aquella casa colgada del mar, y más al convencer a la dueña para firmar un contrato de arrendamiento para cinco años. De no haber sido así ya no podría estar allí. El piso de arriba ha sido convertido en un apartamento turístico, igual que otros muchos de la zona, y el suyo habría corrido la misma suerte de no haberlo impedido aquel papel que firmó con la propietaria.

—Allá voy —anuncia pensando en la ducha de agua tibia que la espera al llegar a casa.

La necesita para recuperar el calor antes de meterse en la cama. Julia ha crecido en Urdaibai y tiene una conexión esencial con el mar que baña sus pueblos. Su vida, como la de toda la comarca, se organiza según los ritmos del agua. Cada mañana, cabalga sus olas para activar sus músculos y poner su mente alerta. Por la noche, se sumerge en sus aguas para limpiarse de los horrores del día y dejar su mente en blanco, despejada. Un broche de oro para el día, un punto y aparte antes de dejarse caer entre las sábanas y olvidarlo todo por unas horas.

9

23 de octubre de 2018, martes

La comitiva fúnebre avanza lentamente entre las tumbas. A pesar de la lluvia, que no ha dejado de caer en toda la noche, Cestero alcanza a oír el sonido de los pasos en la gravilla. Un confuso murmullo entrecortado, de conversaciones ajenas, le llega también desde el grupo congregado para despedir a Natalia. El negro es predominante entre las ropas, aunque se ven también algunos pantalones vaqueros entre los más jóvenes. Los paraguas otorgan una nota de color a la triste escena. También las flores que los empleados de la funeraria portan tras el féretro.

La ertzaina ha preferido quedarse a una distancia prudente. La primera línea no le corresponde, aunque probablemente tampoco sea el lugar adecuado para muchos de aquellos que ahora la despiden y apenas la conocieron.

El párroco alza la mano pidiendo silencio mientras el marido intenta sofocar el llanto que, hoy sí, se ha adueñado de su rostro. Cestero apenas logra verlo tras la multitud reunida a su alrededor. Calcula los asistentes en más de cien, tal vez incluso doscientos. Tiene mérito, en un camposanto tan apartado, al que se llega por una estrecha carretera vecinal desde el centro de Mundaka. La panorámica premia el esfuerzo. Pocos cementerios gozarán de unas vistas tan hermosas, aunque hoy la lluvia y las brumas se empeñen en desdibujar el abrazo de la ría de Urdaibai con el Cantábrico.

Tampoco falta la prensa. El asesinato de una colega ha despertado el interés de una decena de medios de comunicación. Salvo algún fotógrafo que se ha colado entre las tumbas, el resto permanece al otro lado de la verja que protege el recinto. Aguardan a que termine la ceremonia para abordar a los asistentes con sus cámaras y micrófonos.

Las plegarias del sacerdote llegan hasta Cestero como una cantinela incomprensible. Le ve alzar la mano para verter agua bendita sobre el ataúd, y también hacer el gesto de la cruz ante su rostro. Los demás le responden en un movimiento coral.

Un zumbido en el bolsillo de la ertzaina le advierte de la llegada de un mensaje. Es Olaia. Le pide que empiece a darle caña a la batería. Se ha confirmado el primer concierto. Será en Durango, en la sala Plateruena, dentro de seis semanas.

Cestero trata de hacer memoria. Ha salido de fiesta varias veces por Durango. ¿Plateruena no es el café-teatro que ocupa el antiguo matadero? ¿No será demasiado grande para ellas?

Comienza a escribir un mensaje para felicitar a Olaia por sus gestiones cuando la sobresalta una voz a su espalda.

—¿Desde cuándo acudimos a los entierros?

Es Luis Olaizola, el comisario. Su mirada trasluce una inmensa tristeza, mayor incluso que la víspera en dependencias policiales.

—Nunca se sabe —se defiende Cestero—. Si se trata de un crimen pasional, el asesino podría estar ahí, despidiéndola como uno más.

—O aquí, bajo el alerón de este panteón —murmura Olaizola señalándose a sí mismo con gesto resignado.

La suboficial se dispone a asentir, pero se contiene en el último momento.

—En el nombre del Padre… —Las palabras del cura les llegan con cierta claridad.

—Es muy duro despedir a alguien que fue importante en tu vida, y más saber que engrosas la lista de sospechosos de su asesinato —reconoce el comisario llevándose los dedos a los ojos para enjugarse las lágrimas—. Llevo muchos años dirigiendo la comisaría sin que se me pueda achacar ninguna irregularidad. No me esperaba esta falta de confianza de los de arriba.

Cestero no responde. No hace falta.

El responso no se dilata mucho más. Los lamentos del marido y los gritos de asesino acompañan el momento en que los sepultureros introducen el féretro en la tumba. Después los asistentes se van por donde han llegado, parapetados bajo sus paraguas y sus murmullos quedos. Los periodistas no pierden el tiempo. Los focos se encienden y rodean a quienes abandonan el camposanto. Cestero resopla, sabe que esa presión mediática será una constante hasta que den con el asesino.

Solo cuando la reja metálica emite un chirrido al cerrarse tras los empleados de la funeraria, Olaizola da la espalda a Cestero y se dirige a la tumba. La imagen de aquel hombre y su paraguas abriéndose paso entre panteones resulta penosa. El comisario está hundido. Sus ojos llorosos y los hombros caídos no sugieren lo contrario.

Ane Cestero toma aire. La humedad del ambiente solo le refresca los pulmones, no la mente. No se siente cómoda, pero tiene que hacerlo. Se pone la capucha del impermeable y abandona la protección del panteón.

—Te acompaño en el sentimiento —murmura al llegar junto al comisario.

Olaizola no responde. Su mirada está fija en la lápida. El nombre de Natalia Etxano y dos fechas, la del día en que nació y la del día en que murió. Sin epitafios ni recordatorios barrocos. Una tumba más, una de los cientos que se alinean sin protagonismo alguno en la soledad del camposanto. La muerte hace a todos iguales.

—Ha sido la más grande. Todo lo que ocurría en Gernika pasaba por sus labios. Jamás se cortó a la hora de denunciar ante el micrófono a los corruptos, por poderosos que fueran. —Las palabras del comisario suenan a despedida.

Cestero asiente lentamente. ¿Está Olaizola intentando dirigir su investigación? La denunciante de los corruptos… Eso abre demasiado el abanico de sospechosos. ¿Cuánto tiempo podría esperar alguien para llevar a cabo una venganza? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Años?

Planteárselo hace que sienta vértigo.

—¿A qué esperas para interrogarme? —inquiere Olaizola girándose hacia ella. La lluvia que le empapa el rostro se mezcla con las lágrimas.

La suboficial mordisquea el piercing de la lengua con los incisivos, como hace siempre que los nervios intentan traicionarla. Contaba con ir sonsacando información al comisario de manera informal, sin someterlo en ningún caso a un interrogatorio severo.

—Vamos, empieza ahora. Quiero acabar con esto de una vez —la apremia Olaizola.

Cestero mira a su alrededor. Decenas de cruces de piedra y figuras de santos que lloran bajo el cielo encapotado.

—Quizá no sea el mejor sitio —sugiere dirigiendo la vista hacia la tumba de la periodista.

El comisario abre los brazos y dibuja una mueca de sorpresa.

—A mí no se me ocurre un lugar mejor. No hay nadie que pueda molestarnos ni oírnos.

La ertzaina asiente y busca en su bolsillo la libreta de notas, pero la lluvia, que continúa cayendo, hace que deseche la idea. Tendrá que memorizar las respuestas.

—Está bien. Tampoco tengo tantas preguntas. ¿Dónde estaba en el momento del crimen?

—De tú.

—¿Cómo?

—Que me trates de tú, ya os lo dije.

Cestero suspira. Le ha costado mucho aprender a tratar de usted a quienes interroga.

—¿Dónde estabas? —corrige.

—Pescando. Estaba solo, en mi barca. Ya sé que no es la mejor coartada, pero en el muelle coincidí con Néstor, un vecino de Mundaka que podrá confirmar la hora a la que zarpé. Al regresar también había un hombre. No sé su nombre, hace solo unos meses que amarra su chipironera cerca de la mía. Podremos dar con él.

—¿Cuánto tiempo estuviste en la barca?

—Alrededor de tres horas.

El comisario contesta sin detenerse a pensar. Ha tenido demasiado tiempo para prepararse el interrogatorio. En cualquier caso, tres horas es tiempo suficiente para desembarcar en algún lugar, llevar a cabo el asesinato y volver a la barca. Su salida al mar ya no es coartada alguna.

—¿Por qué te dejó Natalia?

La pregunta golpea el orgullo del comisario, que se vuelve hacia la tumba antes de abrir la boca.

—Ya te dije que lo dejamos por decisión mutua.

Ha habido un titubeo. Apenas una fracción de segundo, pero Cestero lo ha cazado al vuelo.

—Siempre hay alguien que deja al otro.

Olaizola aprieta los labios y le dedica una mirada altiva. No está acostumbrado a ser él quien responda a las preguntas.

—Fue hace cuatro meses… La gente empezaba a hablar demasiado. Gernika es un puñetero pueblo. Lo nuestro se convirtió en un secreto a voces. Ya sabes, la de la radio con el comisario… Era insostenible. Natalia dijo que no quería hacer más daño a su marido. Yo le propuse seguir adelante, dejar a nuestras parejas… Ella no se atrevió a dar el paso y dejamos de vernos.

Cestero respira hondo. La separación por mutuo acuerdo acaba de convertirse en que Natalia lo abandonó.

—¿Y tu mujer? ¿Cómo vivió todo aquello?

El comisario pasa el dorso de la mano por una de las muchas rosas que cubren la tumba mientras niega con la cabeza.

—No lo vivió de ninguna manera. Le dio igual. Hace demasiado tiempo que lo nuestro acabó. Convivimos bajo un mismo techo, como dos viejos amigos, pero nada más. Ella vive volcada en su trabajo y yo en el mío.

—¿Pero vivís juntos?

—Juntos pero no revueltos. Ella tendrá sus amantes. Bueno, si es que el trabajo le deja tiempo, claro.

—¿Dónde trabaja?

—Es abogada. De números… Grandes cuentas.

—Sabes que tendré que hablar con ella —le advierte Cestero.

La mueca de fastidio de Olaizola lo dice todo, aunque no le queda otra que asentir. Conoce el procedimiento.

—¿Te habló Natalia alguna vez de amenazas? ¿Se sentía en peligro?

—Es improbable que alguien como Natalia no recibiera amenazas, aunque seguramente no les diera importancia. Nunca me comentó nada. ¿Vosotros habéis avanzado en algo?

Cestero solo niega con la cabeza. No puede compartir detalles de la investigación con un sospechoso, por muy comisario que sea. Siente que se le agolpan las preguntas. ¿Cómo era Natalia? ¿Cómo era la relación con sus compañeros? ¿Cómo…? Tampoco quiere agobiar a Olaizola. No delante de la tumba de la víctima. Se le hace incómodo interrogarlo en el lugar sobre el que todavía flota la tristeza de la despedida. Las cintas que rodean las coronas hablan de la mejor compañera, de los primos que no te olvidan, de los vendedores del mercado… Son tantas las flores, que cubren casi por completo el enterramiento. Rosas, crisantemos, claveles… De pronto siente que se atraganta con su propia saliva.

—Joder… Ha estado aquí.

Su mano derecha señala uno de los ramos. No es uno más. No está protegido por celofán, ni tiene lazos con palabras de despedida. Nada de eso.

Es un ramo de tulipanes. Tan rojos como el que Natalia sostenía cuando el tren le arrebató la vida.

10

23 de octubre de 2018, martes

—No, no son míos. Y no hace falta que sigáis buscando. No encontraréis estos tulipanes en ninguna otra floristería de Gernika. —La dependienta mira con desprecio el ramo de flores.

—¿Por qué? —Cestero no entiende cómo puede estar tan segura.

La florista la observa condescendiente. Es una mujer de mediana edad, de una extremada delgadez que la hace parecer alta aunque en realidad no lo sea. ¿O es quizá por la forzada rectitud de su espalda?

—No sabes mucho de flores, ¿verdad? —Hace una pausa para esperar una respuesta que Cestero se niega a darle. Por primera vez desde que la ertzaina ha entrado en la tienda, la florista deja los lazos rojos que está preparando y se dirige hacia ella—. El tulipán florece en primavera, y es entonces cuando es demandado por los clientes. En otoño es una aberración. Nadie los vende. ¿A que no has visto nunca a nadie llevando tulipanes al cementerio por Todos los Santos? No, por supuesto que no.

Cestero detesta el rictus despectivo de la florista, que arruga los labios cada vez que se fija en el aro que adorna su nariz. De buena gana se marcharía dejándola con la palabra en la boca. Sin embargo, la información que le está facilitando es importante.

—¿Y de dónde puede haber salido este ramo? —inquiere, esforzándose por no mostrar hostilidad alguna.

La dependienta acaricia suavemente el pétalo de uno de los tulipanes. Después niega con la cabeza y se encoge de hombros.

—Me jugaría mi tienda a que no hay en cien kilómetros a la redonda ninguna floristería donde se puedan comprar estos tulipanes, se trata de una variedad muy poco habitual.

Ahora es la ertzaina quien arruga los labios. No esperaba una respuesta así.

—¿Qué variedad? —pregunta. Tal vez les pueda facilitar información sobre su origen.

—No es tan fácil… Existen miles, pero es una variedad híbrida, eso puedo asegurarlo. Podría tratarse de un Double Early Abba, un Fire of Love… —La pronunciación de la mujer es tan perfecta que resulta irreal. Se diría que acaba de llegar de un internado en Oxford.

—¿Hay manera de saber cuándo los compraron?

—Déjame ver… —La florista tira de un tulipán hasta separarlo del ramo. Con aire concentrado, le realiza un corte longitudinal en la base del tallo y lo estudia detenidamente. Cestero asiste sorprendida a semejante autopsia vegetal—. Está fresco. Lleva menos de un día cortado. Me atrevería a decir que no más de quince horas.

La ertzaina dirige la mirada al reloj de pared que algunas plantas tratan de ocultar. Las once de la mañana. Si la dueña de la floristería tiene razón, aquellas flores no han sido cortadas antes de las ocho de la tarde del día anterior.

—¿Cómo puede saberlo con tal exactitud?

Una nueva mirada condescendiente de la florista.

—Porque lo sé. Llevo toda la vida entre flores.

Cestero se muerde el labio para no soltarle la primera barbaridad que se le pasa por la cabeza. No soporta a las tipas como ella.

—¿Y este otro? —añade entregándole lo que queda de la flor que sostenía Natalia Etxano en el momento de su asesinato.

La florista repite la operación.

—Ya está muy deteriorado, pero diría que es idéntico a los del ramo solo que cortado varios días antes.

—¿Es posible que todos formasen parte de un mismo ramo y estos hayan sido conservados frescos hasta hoy en agua o algo así? —inquiere Cestero.

La florista lo niega sin dudarlo un solo segundo.

—Imposible. El tallo mostraría otro aspecto. Y otro tacto.

Cestero se arrepiente de no haber mandado a Aitor a preguntar a la florista. Seguro que él tendría más paciencia para averiguar el modo en que el asesino ha accedido a las flores.

—¿Podría estar cultivándolas la misma persona…?

—No es fácil. No se trata de una flor cualquiera. El tulipán es caprichoso, y más el de interior. Me extrañaría que un mero aficionado llegara a obtener flores de semejante calidad.

Todavía no ha terminado la frase cuando la florista se gira y vuelve con sus lazos rojos. La hoja de la tijera acaricia la tira de papel satinado para formar esos caracolillos que acostumbran a adornar los ramos de las floristerías.

La ertzaina recupera contrariada los tulipanes. No esperaba salir de la tienda con más dudas de las que tenía al entrar.

—Está bien. Muchas gracias por dedicarme su tiempo —dice sin poder evitar un tono sarcástico.

—Espero haber sido de utilidad —se despide la mujer sin acompañarla a la puerta.

Cuando Cestero empuja la puerta del bar lo hace sin haberse sacudido de encima cierta sensación de derrota. Ojalá Aitor haya logrado avances más significativos que los suyos. Busca a su compañero con la mirada. No está. No ha llegado todavía.

El camarero, el mismo que atendía la barra la víspera por la noche, la mira de refilón desde la cafetera.

—¿Qué va a ser?

—Ponme uno doble.

—¿Un americano?

—No, uno doble. Dos expresos en uno, vaya.

—A mandar.

La tragaperras del fondo se suma a la conversación con una cantinela pegadiza y el tintineo metálico de las monedas en la bandeja. El asiático que acciona los mandos asiente sin grandes muestras de alegría.

—Te voy a tener que prohibir jugar —protesta el camarero alzando la voz para hacerse oír por encima del estruendo del molinillo de café.

Cestero consulta el móvil por si hay noticias de alguno de sus compañeros cuando se abre la puerta.

—¡Qué manera de llover! —protesta Aitor quitándose el chubasquero para colgarlo de un gancho bajo la barra.

—Pues dan agua toda la semana —apunta un ciego que ocupa una banqueta junto a la entrada. Las ristras de cupones le cubren el pecho como una cascada multicolor.

—Vaya asco de tiempo —se queja el de la barra—. Da pereza hasta venir a trabajar.

—Eso da pereza siempre —se burla el vendedor.

—Luego querréis que esté todo verde. Pues eso tiene un precio… No os quejéis tanto, que solo es agua. Antes llovía más —refunfuña un anciano sentado a una mesa. No se molesta en levantar la cabeza del crucigrama del periódico que tiene a medio rellenar.

—¿Qué va a ser? —pregunta el tabernero dirigiéndose a Aitor.

—Un té verde y un pintxo de tortilla.

—Que sean dos de tortilla —añade Cestero recordando que no ha desayunado. Nunca lo hace nada más levantarse, pero esta mañana se le ha ido de las manos. Un poco más y se le junta con la comida.

—¿Cómo te ha ido en la tienda de flores? —pregunta Aitor.

La ertzaina resopla.

—No muy bien. Es todo más complicado de lo que podíamos esperar. No es temporada de tulipanes y no sabe de dónde pueden proceder. ¿Y a ti en la funeraria?

El camarero deposita en la barra dos platitos humeantes que abren el apetito de Cestero.

—El asesino no estuvo en el cementerio. Y si lo hizo no llevó el ramo personalmente —explica su compañero—. Lo hicieron los de la funeraria. Recuerdan perfectamente haberlo recogido del tanatorio junto con el resto de coronas de flores.

—Hay que comprobar si hay cámaras de videovigilancia en el recinto —decide Cestero. Quizá puedan dar con el asesino más fácilmente de lo que esperaba hacía solo unos minutos.

—Ya lo he hecho. Ni una. Tampoco en el exterior.

—Mierda…

Hay varios cabos atándose rápidamente en la mente de la suboficial. Tiene la impresión de que algo se le está escapando. Cierra los ojos y trata de que el chiste malo que Arguiñano explica en ese televisor a todo volumen no se cuele en sus pensamientos.

—Ese ya lo ha contado por lo menos tres veces —se lamenta el del crucigrama.

—Tiene a las viejas escandalizadas con tanto chiste verde. A este paso acabará en el juzgado —replica el ciego.

—Deja, mejor esto que las noticias… ¿Se sabe algo de lo de la periodista? —interviene el camarero.

—Qué va. Y no se sabrá. Ya se ocuparán de que no nos enteremos. A esa querían callarla desde hace tiempo. —El ciego refuerza sus palabras con unos golpes de bastón en el suelo.

Los dos ertzainas cruzan una mirada. A menudo se obtiene más información de las conversaciones de tasca que de un interrogatorio.

—Cuando te metes con el bolsillo de constructoras y políticos…

—Debería haber llevado guardaespaldas.

El silencio que sigue da tiempo para que Arguiñano introduzca en el horno su pastel de pimientos del piquillo.

—¿Para qué iba a querer guardaespaldas si se tiraba al comisario? —espeta de pronto el viejo del periódico.

—Ya no estaban juntos. Ella lo dejó.

—Para mí que andaba con él para que la protegiera —dice el de la barra secando unos vasos con un trapo.

El del periódico suelta una risita socarrona.

—Pues parece que lo hacía. Ha sido dejar de acostarse con él y acabar en la vía del tren. Y nunca sabremos quién ha sido. ¿Sabéis por qué? Porque no les interesa. Ha sido el comisario. Seguro que Natalia sabía demasiado y se la ha quitado de en medio. Ya se ocuparán ahora de que no se sepa nada. En dos días todo olvidado.

—Eso si no le cuelgan el muerto a otro —aventura el ciego.

—¿Cómo está Santi?

—¿El marido? Pues jodido. ¿Cómo quieres que esté? Dicen que lo tienen medicado para que no se venga abajo.

Cestero se lleva el último pedazo de tortilla a la boca. La conversación se ha salido del camino. Necesita que vuelva al punto de partida.

—No sabía que Natalia Etxano tuviera problemas con constructoras —argumenta tratando de imprimir poco interés a sus palabras.

A su lado, Aitor se lleva el vaso a los labios mientras contempla el televisor con fingido gesto distraído.

—Eso es que no escuchabas su programa —apunta el invidente—. Con lo del museo está habiendo demasiado movimiento por aquí. Y ella lo denunciaba cada día.

Cestero frunce el ceño. No entiende nada.

—El Guggenheim —explica el camarero—. Desde que se supo que hay un proyecto para hacer una sucursal por aquí, está la comarca revolucionada.

—Hay algún listo con información privilegiada comprando terrenos agrícolas a dos duros. ¡El cuponazo, señores! —exclama el de los cupones con el mismo tono que emplearía para anunciar el sorteo del día.

Cestero interroga a su compañero con la mirada. Él fue ayer el encargado de acudir a Radio Gernika en busca de información.

—Tengo que regresar ahora. Ayer solo había un técnico que me permitió oír algunos fragmentos. Por la tarde emiten programación en cadena desde Bilbao y no hay nadie del equipo de Natalia Etxano en la emisora —explica Aitor por lo bajo.

—Esas corruptelas se han dado toda la vida. A ver si creéis que los amaños de los políticos con constructores solo pasan por el sur —se jacta el del crucigrama—. Mira, Manolo… Animal onírico de cinco letras. Empieza por ene. No falla.

El camarero se ríe.

—A ver si se renuevan un poco. Ponen la misma palabra cada día… —dice antes de señalar el televisor con el mentón—. ¡Qué buena pinta! Este tío es un prodigio. ¿Habéis visto lo que ha hecho con una lata de pimientos y unos huevos?

—Y nata, y aceite, y especias… Venga, que le ha echado un montón de cosas —objeta el ciego.

—Joder, pero a gusto me lo comía yo ahora —insiste el tabernero.

—Otra: personaje bíblico de tres letras. Esta gente debe de pensar que no tenemos memoria. Lo menos ha aparecido tres veces en los últimos cinco días.

—Deja eso y haz el sudoku. Por lo menos no reniegas tanto —replica el de la barra.

Aitor señala la puerta con un movimiento de cabeza. Cestero asiente. No van a sacar nada más en limpio de allí. Aunque, pensándolo bien, no es poco lo que les ha revelado su paso por la taberna. Cuentan con un nuevo móvil para el crimen.

—Sois polis, ¿no? —inquiere el ciego cortándoles el paso con el bastón.

Cestero mira a su compañero. Va vestido de calle, como ella, y ni siquiera lleva la riñonera en la que muchos agentes de paisano guardan el arma reglamentaria. Empieza a estar cansada de ese juego.

—¿Y eso de dónde lo sacas? —le pregunta, decidida a no contestar.

—Porque se os nota a la legua —sentencia el ciego—. ¿No queréis un cupón? Este viernes hay bote. Está sonando tu teléfono. Seguro que es tu marido para pedirte que compres también uno para él.

Los demás se echan a reír.

Cestero se acerca la mochila al oído. La vibración es evidente. Abre la cremallera y consulta la pantalla del aparato.

—Es Txema —anuncia alzando la mirada hacia Aitor. Después pulsa la tecla de responder—. Aquí Cestero, dime.

La voz de su compañero suena cargada de ansiedad. La misma que se abre camino desde el pecho de Ane para extenderse rápidamente por todo su ser.

Un día de mayo de 1985

—Es precioso. ¿Puedo cogerlo un momento?

La profesora no aguardó respuesta alguna. Solo cogió mi dibujo y lo puso en alto para que todos pudieran verlo. Necesitó pedir silencio hasta tres veces, la última de ellas elevando demasiado la voz, para que los más de treinta alumnos de la clase se volvieran hacia ella.

—Mirad qué bonito. Está muy bien recortado, no como algunos de los vuestros. Venga, que tenéis seis años, y hay algún caballito que lo recortarían mejor en el aula de los pequeños.

—El mío está mejor pintado —protestó Itziar, la niña rubia con trenzas que se sentaba a la mesa de al lado.

—Sí, Itziar lo ha pintado muy bien —admitió la profesora—. Y también otros muchos de vosotros. Pero hay algunos que tendréis que volver a la clase de los pequeños como no pongáis más interés.

—Es que mi tijera corta mal —intervino Lucas mostrando su caballo con las patas seccionadas.

—¡Qué casualidad! Siempre la tijera que corta mal o los lapiceros sin punta…

—Es verdad —insistió el niño.

La profesora me devolvió el dibujo. Me sentía azorado, pero orgulloso al mismo tiempo.

—Tu madre se va a poner muy contenta —me dijo, pasándome la mano por la cabeza. Después volvió a alzar la voz—. Venga, id terminando. Cuando estén listos les pondremos un lazo y un Zorionak, ama.

Cogí el color azul. El caballito estaba casi listo. Solo faltaba pintarle los ojos. Y pensaba hacerlos azules, igual que los de mi madre.

Después llegaron los lazos y el timbre con el que terminaban las clases.

—Esperad un momento —pidió la profesora a los que corríamos hacia la puerta—. Esconded el regalo y no se lo deis hasta el domingo. Ya veréis qué contenta se pone cuando vea que os habéis acordado del día de la Madre.

Con cuidado de no arrugarlo, guardé el regalo en la mochila. Me moría de ganas de dárselo a la ama. Pensaba ir a despertarla el domingo en cuanto se hiciera de día. Tenía guardado en un cajón un bombón que me habían dado semanas atrás en un cumpleaños. Se lo pondría en la bandeja donde pensaba llevarle a la cama el zumo recién exprimido. Porque ella siempre empezaba el día con un zumo de naranja.

Por fin llegó el día. Mi padre no estaba en casa. Casi nunca estaba, el mar lo llevaba siempre lejos de nosotros. Cuando regresaba me hablaba de un lugar cuyo nombre me resultaba fascinante: Gran Sol. Yo le pedía que me llevara con él, y él se reía y me respondía que algún día iríamos juntos. Años después tuve ocasión de conocer ese lugar de nombre mágico, y pude comprobar que lo único que tenía de mágico era el nombre.

Como decía unas líneas más arriba, era domingo, día de la Madre, y pensaba regalarle a la mía un despertar muy especial.

Me costó colocar todo en la bandeja: el zumo, las tostadas, el regalo que habíamos preparado en clase… Lo único que no pude incluir fue el café, no sabía utilizar la cafetera, y además su silbido habría despertado a la ama antes de tiempo.

Entré en silencio en el dormitorio. Unas finas franjas de luz, que se colaban por la persiana, se dibujaban en el cabecero de la cama. El tiempo flotaba detenido al ritmo de su respiración pausada. Me tuve que contener para no introducirme bajo la manta y arrullarme junto a ella. Eso era algo de niños pequeños y hacía años que no le gustaba que lo hiciera.

—¿Qué haces tan pronto? —me espetó cuando le di un beso en la mejilla.

Me fijé en el despertador que había sobre la mesilla. Eran casi las nueve de la mañana, la hora habitual a la que nos levantábamos los fines de semana.

Zorionak, ama… Hoy es tu día —le dije pasándole la mano por el brazo que ella tenía por encima de las sábanas.

—No digas chorradas —replicó apartando el brazo y girándose hacia el otro lado.

Sentí que algo se resquebrajaba en mi interior.

—Te he preparado un zumo —esa vez mi voz brotó a duras penas.

—Déjame dormir. No seas imbécil.

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Esa no era la celebración que había imaginado.

Me quedé mirando el zumo. Si no se lo bebía de inmediato, se escaparían las vitaminas. Abrí la boca para insistir, pero un sollozo devoró mis palabras.

Supongo que lloraría, ya no lo recuerdo, pero cómo no hacerlo cuando tu ilusión se derrumba… Pasé el resto de la mañana en la cocina, sentado delante de esa bandeja preparada con tanto esmero y con la esperanza de que no tardara en levantarse. Esperanza que fue desvaneciéndose a medida que las horas pasaban y las piernas se me dormían. Me imagino también que de nuevo derramaría alguna lágrima y que los hombros se me hundirían en un gesto derrotado, pero esto ya son fabulaciones mías. ¿Cómo voy a recordar todo con exactitud cuando han pasado tantos años?

Era casi mediodía cuando apareció por la cocina. Venía ya vestida, tan guapa como siempre y con gesto serio.

Zorionak —balbuceé a duras penas.

Su respuesta fue un bufido cargado de desprecio.

—Felicita a quien tenga algo que celebrar. A mí déjame en paz.

Tuve que hacer grandes esfuerzos por no romper a llorar. Me mordí el labio hasta hacerme daño y empujé suavemente la bandeja hacia ella.

—Te he preparado…

Negó con la cabeza sin quitarse ese desagradable rictus de los labios.

—¿No esperarás que me tome un zumo que lleva hecho un montón de horas?

No había terminado de decirlo cuando abrió la nevera y cogió varias naranjas. El sonido del exprimidor fue el último puñal que se me clavó en la espalda conforme apretaba el paso por el pasillo. No quería que me viera llorar.

11

23 de octubre de 2018, martes

El rostro de la mujer aparece borroso, desenfocado. La sangre y la masa encefálica que han brotado del cráneo roto y que le sirven de lecho de muerte apenas son una sedosa capa brillante sobre el cemento pulido. Tampoco el ángulo imposible de su cuello resulta tan agudo a través del velo de lágrimas.

Agachándose junto al cadáver, Julia se lleva las mangas del jersey a los ojos para secárselos. El horror se muestra ahora sin censura alguna. La boca de la víctima, abierta en un grito interrumpido, revela la angustia de la caída, y sus ojos sin vida, clavados en el infinito, contagian una tristeza sin paliativos. La misma que emana de la mirada perdida de todos los muertos que la ertzaina ha contemplado en su vida.

—¿La conocías? —le pregunta Txema.

Julia niega con la cabeza mientras trata de evitar que broten nuevas lágrimas.

—¿Todavía te afecta de este modo? —inquiere su compañero con gesto de sorpresa.

La agente no responde. Ante ella, la imagen del cuerpo frío e inerte se superpone a la de la persona que fue hasta hace unas horas, alguien que podía reír, llorar, cantar, disfrutar y sufrir. ¿Cómo no sentir tristeza ante una mujer que habrá dejado un vacío difícil de llenar entre quienes la querían? ¿Cómo verla solo como un trámite más de su trabajo?

Sabe que es un problema. Se lleva los muertos a cuestas, en una pesada mochila que jamás consigue descargar. No necesita cerrar los ojos para que se le aparezcan delante los rostros de todos los cadáveres que ha visto en su carrera. Allí está el joven que se tiró de un acantilado en Ogoño, y aquella anciana que se perdió y apareció flotando en la ría, y también aquella mujer a la que su marido asestó treinta y cuatro puñaladas, y ese que…

—Lo que yo no entiendo es que a ti no te afecte —resume ahogando un sollozo.

Txema suspira.

—No queda otro remedio que acostumbrarse. Somos policías —replica mirando a través del visor de la cámara con la que toma fotos de la escena—. También a mí me duele encontrarme con esto, pero tengo que ser profesional. Si te involucras demasiado no eres objetivo.

Julia sabe que tiene razón, pero ella jamás logrará poner tanta distancia. Por más que lo intenta no lo consigue. Qué más quisiera que dejar los casos en el cajón cuando termina su jornada. Suerte que el mar la ayuda a desconectar. De no ser por su baño nocturno y el surf se volvería loca y tendría que abandonar un trabajo que la apasiona.

—Nada coincide con el primer crimen… —apunta poniéndose en pie y mirando hacia arriba. El patio de luces tiene forma rectangular, de unos cuatro por seis metros. La víctima ha caído desde el sexto piso, arrancando en su caída algunas cuerdas de tender la ropa.

—Completamente diferente —confirma el suboficial guardando la cámara de fotos—. Donde había una preparación exhaustiva ahora solo hay improvisación. A Natalia la sedaron y la llevaron hasta la vía para que la arrollara su propio marido. Y no olvidemos la retransmisión por Facebook… En esta ocasión, nada. La han empujado por la ventana. Nos han llamado por el tulipán que ha aparecido en el jarrón del salón, entre una docena de claveles resecos… —Suelta un chasquido con la lengua al tiempo que niega con la cabeza—. No puede tratarse del mismo asesino ni de coña.

Julia sacude lentamente la cabeza.

—Y, sin embargo, otra vez el tulipán… Es la firma del asesino. Esa flor tiene un significado para él.

—O los asesinos —le corrige Txema.

La agente lo fulmina con la mirada. Claro que él o ellos, o incluso ellas. Solo es una forma de hablar. ¿Por qué tiene que tener siempre la última palabra? La saca de sus casillas. No recuerda que antes fuera así, o quizá se trate simplemente de que ella lo veía con otros ojos.

—Además, esto no es Las Vegas. No hay asesinatos cada día. Joder, que estamos en Gernika. Dos muertes en cinco días, la misma flor… Es el mismo asesino. Lo que no entiendo es por qué ha actuado de manera tan diferente esta vez.

—Yo sigo sin verlo tan claro —objeta Txema—. Habrá que encontrar nexos de unión entre las dos víctimas. ¿Sabemos cómo se llamaba esta?

Julia observa incómoda el cadáver. Una mujer de unos sesenta años vestida con las ropas sencillas que utiliza cualquiera cuando está en casa y con las raíces blancas a la vista en su cabello cobrizo. No puede evitar sentirse culpable. Lleva un rato allí, junto a ella, y ni siquiera sabe su nombre.

—Tú también tenías uno… —apunta Txema mientras señala el pequeño tatuaje que adorna el interior de la muñeca derecha de la víctima.

Julia asiente en silencio, con su mirada fija en la rosa de color rojo que trepa desde su muñeca, deteniéndose en las espinas del tallo dibujadas en su antebrazo.

—Hace ya tanto tiempo que creí que no te acordarías…

Al final de su espalda, a la altura de la cintura, Julia tiene un eguzkilore, la flor del cardo silvestre al que la tradición atribuye propiedades protectoras. Los dueños de los caseríos las cuelgan en sus puertas con el fin de ahuyentar a las criaturas de la noche. Su parecido con el sol les hace creer que en esa casa no reina la oscuridad. Así no se atreven a entrar. Puede que esa mujer también se lo hiciera en Alkimia Tattoo, el estudio de Raúl, casi el único en toda la comarca.

—¡Ay, Dios mío, que la ha matado! —La voz, rota por el dolor, llega de arriba. Al alzar la vista, Julia descubre a una mujer asomada a la ventana del tercer piso—. Araceli, ¿qué te ha hecho?

La ertzaina interroga a su compañero con la mirada.

—Creía que estábamos solos.

Txema mira hacia arriba antes de contestar.

—Y lo estábamos. Los otros han estado llamando a los timbres y no les ha abierto nadie. ¿De dónde sale usted, señora? ¿Por qué no ha atendido a nuestros compañeros? —inquiere dirigiéndose hacia la vecina, que se seca las lágrimas con un pañuelo de tela con ribetes azules.

La mujer se suena los mocos y se lleva la mano a la frente.

—Sabíamos que algún día pasaría. Es un monstruo… La tenía amargada. Y es una buena mujer. Demasiado buena —lloriquea ajena a las preguntas del suboficial.

Los policías cruzan una mirada. ¿De quién habla?

—Señora. Entre en casa, por favor. Ahora mismo subiremos a hablar con usted.

—¿Está muerta?

—Entre en casa y cierre la ventana, por favor.

—Claro que está muerta. ¡Madre mía! ¡Araceli…!

—¡Cierre la ventana! —ordena Txema.

La mujer obedece entre lamentos.

—Voy para arriba —anuncia Julia. Hay que interrogar cuanto antes a la vecina.

—Vamos juntos —decide el suboficial, siguiéndola—. ¿De dónde coño habrá salido esa tía? Se supone que los de tu comisaría han llamado a todas las puertas y que no había nadie en el vecindario. ¿Cómo ha podido entrar?

Julia no responde.

—¿Podemos proceder al levantamiento? —se interesa uno de los empleados de la funeraria, en cuanto los ve aparecer en el portal.

—Nosotros hemos terminado. Si la jueza lo permite… —indica Txema señalando a una mujer sorprendentemente joven que firma unos documentos que le tiende el secretario judicial.

La jueza Tolosa asiente.

—Podéis proceder. El forense ha dictaminado que la muerte se ha producido entre las once y las once y cuarto de la mañana. En un par de días tendremos los resultados de la autopsia. —Su mano derecha señala hacia la puerta del edificio y su gesto se crispa. Un enjambre de periodistas aguarda al otro lado con las cámaras preparadas para comenzar a grabar al menor movimiento—. Y enviad refuerzos para contener a esos. Yo no salgo hasta que me aseguréis que puedo hacerlo sin que me atosiguen con mil preguntas.

—¿Desde cuándo la maltrataba el marido?

La vecina intenta hablar, pero las palabras se le quiebran en la garganta. Sus labios se curvan en un puchero infantil y el pañuelo que sostiene en la mano derecha pasa una y otra vez por su nariz. Los ojos también necesitarían que los secara.

—José Manuel siempre ha sido un… —Algo le impide acabar la frase—. Tiene mucho temperamento. Siempre está gritándole… ¡Ay, mi pobre Araceli!

Julia y Txema se cruzan una mirada. El cabello de la vecina, todavía húmedo, confirma su explicación de que se encontraba en la bañera cuando los agentes llamaron a la puerta. Reconoce haber oído el timbre, pero no le dio importancia. No era la primera vez, ni sería la última, que algún comercial la molesta durante su baño matinal.

—Esto no puede estar pasando. No es verdad… ¡Araceli! —exclama de pronto la mujer saliendo disparada hacia la ventana.

Txema se apresura a detenerla.

—Tranquila, por favor —dice antes de girarse hacia Julia—. Que suba algún sanitario a atenderla.

La vecina se abraza al suboficial, que le propina unas torpes palmadas en la espalda.

—Es un maltratador de esos. Ya está… Lo ha hecho. La ha matado… Sabíamos que acabaría ocurriendo. Lo sabíamos…

—No constan denuncias por malos tratos —indica Julia.

La vecina se encoge de hombros y se seca las lágrimas con el dorso de la mano derecha.

—Araceli no se atrevía a hacerlo.

—¿Y usted? ¿No llamó nunca al 016 para alertar de lo que estaba sucediendo dos pisos más arriba? —pregunta el suboficial.

El gesto de disculpa y de culpabilidad mal soportada que se dibuja en el rostro de la vecina obliga a Julia a hacer un esfuerzo por contenerse.

—Cada uno de puertas para adentro… —balbucea la mujer apartando la mirada.

Eso sí que no, eso ya es demasiado.

—Usted también es responsable. Usted y todos los vecinos que callaron mientras la zurraba —vomita la ertzaina sintiendo la acidez del desprecio en la boca. ¿Cuántas veces ha tenido que asistir a las mismas excusas?

—Julia… —Su superior la sujeta por el hombro con gesto severo. Txema se gira después hacia la vecina—. La próxima vez llame a la policía. Es labor de todos acabar con los maltratadores. ¿Cuándo fue la última vez que oyó una discusión?

—Esta mañana. Platos rotos, insultos, gritos… Lo de siempre…

—¿A qué hora ha sido eso?

La mujer entrecierra los ojos para calcular.

—En la radio estaban dando las noticias de las diez y he tenido que subir el volumen para poder oírlas.

Julia niega con la cabeza al tiempo que suspira. Subir el volumen de la radio en lugar de llamar al 016…

—¿Escuchó amenazas? ¿De qué versaba la discusión? —continúa Txema.

—¿No le he dicho que subí la radio? El motivo era lo de menos. Unas veces por dinero, otras porque la cena estaba fría, porque Araceli llegaba tarde… La cosa era gritar y pegarle.

—Y arrojarla por la ventana —masculla Julia.

—¿Cómo es posible que no oyera caer a su vecina? —inquiere el suboficial.

La mujer se encoge de hombros. De nuevo el pañuelo en sus ojos, de nuevo los mocos.

—No lo sé.

—¿Dónde estaba usted a las once de la mañana?

—¿A las once? Pues pasando la aspiradora, supongo.

Julia arruga los labios y se pone en pie. Pierden el tiempo con la señora. Ha dicho ya todo lo que tenía que decir. Cada segundo que continúen interrogándola será una pérdida de tiempo. Saca el teléfono del bolso y llama a la comisaría. Pide que le pasen con el jefe de operaciones.

—Necesito una orden de búsqueda y captura contra el marido. Hay una testigo que asegura haber oído insultos y golpes en el domicilio de la fallecida. Parece que estamos ante un caso de violencia de género.

El altavoz le devuelve unas palabras en tono metálico. Acaba de activarse el protocolo. Todas las unidades recibirán inmediatamente la orden de dar prioridad absoluta a la localización del marido de la mujer asesinada.

12

23 de octubre de 2018, martes

—¿Dónde está? —pregunta Cestero nada más entrar a la comisaría. Se encontraba realizando una primera inspección ocular del piso de Araceli Arrieta cuando le han comunicado la detención del sospechoso.

Aitor deja el informe que estaba tecleando en el ordenador y se gira hacia ella.

—En el primer calabozo. Le he tomado los datos. Estaba fichado por tenencia de estupefacientes, pero no por malos tratos.

Cestero deja su mochila encima de la mesa.

—La mayoría de esos cabrones no están fichados. Queda demasiado por hacer. Qué mierda de sociedad… Vamos —decide dirigiéndose al pasillo.

—¿Y los otros? —inquiere su compañero siguiéndola.

—Se han quedado en el piso de la víctima, buscando pruebas y tomando declaración a los vecinos. Había platos rotos por el suelo, un escenario de guerra en toda regla.

El agente que custodia los calabozos se limita a abrirles la puerta. Después se da la vuelta y regresa a su puesto de vigilancia.

Cestero toma aire y traga saliva. Siente la rabia tensándole los maxilares y los puños. Consciente de ello, Aitor le apoya una mano en el hombro y la obliga a mirarlo a los ojos.

—Ane… —dice con gesto serio. Tarda unos segundos en continuar la frase, los suficientes para que la suboficial sepa que está preocupado por ella—. No puedes interrogarlo ahí dentro.

Cestero aprieta los labios. Conoce de sobra el reglamento. Está terminantemente prohibido interactuar con los detenidos en el interior de las celdas. Cualquier interrogatorio o toma de datos debe tener lugar en la sala destinada a tal fin.

—Déjate de ceremonias. Solo van a ser un par de preguntas —apunta la suboficial.

Aitor tuerce el gesto. Saltarse las normas no va con él.

—No te pases —le advierte.

Cestero fuerza una sonrisa que solo pretende tranquilizarlo. Claro que no se va a pasar. De buena gana le daría una paliza a aquel cabrón que acaba de asesinar a su propia mujer, pero conoce los límites.

La claustrofobia que la golpea siempre que entra en un calabozo no falla tampoco esta vez. Esas paredes desnudas de ventanas y ese espacio tan reducido la superan. No quiere ni imaginarse lo que sufriría de tener que estar ahí encerrada.

—Entro sola —apunta volviéndose hacia Aitor. Su compañero abre la boca para protestar, pero ella no le da opción a hacerlo—. Sola, Aitor. Espérame fuera.

El detenido está sentado en el banco de hormigón que sirve de catre. Cabizbajo, los codos apoyados en las rodillas y la cara perdida entre las manos.

—¿Por qué? —le pregunta a bocajarro, sin presentaciones ni protocolos.

—Que no he sido yo, joder… ¿Cómo tengo que explicarlo? —Las manos se apartan de su rostro y dejan a la vista unas facciones arrasadas por las lágrimas.

—Eres muy macho, José Manuel. Muy macho. —Cestero siente el amargor de la bilis en cada una de las palabras que logra escupirle a la cara—. Tan macho que necesitabas anular a tu mujer para sentirte su dueño; tan macho que te creías con el poder de ponerle la mano encima una y otra vez; tan macho que disfrutabas sometiéndola, humillándola.

—¡Que os estáis equivocando! —exclama el detenido poniéndose en pie. Cestero da un paso atrás—. Yo no la he matado. ¡La quería!

La suboficial aprieta la mandíbula.

—No es eso lo que dicen tus vecinos —espeta tratando de no dejarse llevar por la furia—. ¿Qué ha pasado esta mañana?

—¡Nada! ¡No ha pasado nada!

—Gritos, golpes, lamentos… Yo misma he recogido pedazos de los platos que has tirado al suelo. ¿Te parece poco? Hay demasiados testigos de lo que ha ocurrido hoy en tu casa.

—¿Quién? ¿Ignacia, Esther, Toña? —se defiende el hombre con una mueca de desdén que contrasta con su mirada desolada—. Son unas brujas… ¡Unas putas brujas!

—Siéntate —ordena Cestero señalando el catre.

José Manuel la desafía con la mirada.

—No he sido yo —murmura entre dientes, acercando su rostro al de la ertzaina.

El olor a vino rancio obliga a Cestero a contener una náusea.

—Que te sientes —insiste lentamente.

Sus puños se tensan al comprobar que el detenido no piensa recular. Algo le dice que de haber sido un hombre quien lo interrogara habría obedecido a la primera.

La sonrisa burlona que comienza a dibujarse en los labios de José Manuel le da la razón, pero se le congela en el acto en cuanto la rodilla de Cestero se clava en su entrepierna.

—¡Siéntate, cojones! —grita la ertzaina derribándolo de un empujón—. Vas a aprender a obedecer a una mujer.

—¡Cestero! —Aitor Goenaga la está observando a través de un ventanuco abierto en la puerta.

El detenido se desploma en el banco con las manos entre las piernas y una mueca de dolor.

—Yo no la he matado —masculla alzando una mirada herida hacia Cestero—. Esas brujas mienten.

A pesar de la distancia, el aliento a vino barato vuelve a golpear a la ertzaina, que trata de contar hasta tres para intentar calmarse.

—Eres un mierda, ¿sabes? —dice apoyando la espalda en la puerta—. En lugar de estar agradecido porque alguien como Araceli compartiese la vida con un despojo como tú, la mataste. Y no una vez, sino dos. Primero la enterraste en vida, haciéndola sentir desgraciada cada vez que abrías la puerta, y después empujándola por esa ventana.

El detenido se recompone y alza el mentón.

—Deja de perder el tiempo conmigo y vete a buscar al loco del tulipán. ¿A qué esperas, a que se cargue a otra mientras estás aquí charlando?

Cestero siente crisparse cada músculo de sus manos antes de abalanzarse sobre él y agarrarlo por el cuello.

—No estoy charlando, pedazo de cabrón —espeta zarandeándolo, fuera de sí—. ¡No estoy charlando! ¿Por qué la mataste? ¡Por qué!

El terror se adueña del rostro de José Manuel. El olor a alcohol que brota de su boca, entreabierta en busca de aliento, alimenta la ira de la ertzaina, que lo estrangula cada vez con más fuerza.

—¡Ane! ¿Qué coño estás haciendo? ¡Aneee! —Aitor ha abierto la puerta y tira de la suboficial tratando de separarla del detenido—. ¡Suéltalo!

Cestero da un paso atrás. Siente la cabeza a punto de explotar. ¿Qué le ha ocurrido? Observa sus propias manos horrorizada por lo que acaba de hacer. No está segura de si habría parado a tiempo sin la intervención de Aitor.

Un día de junio de 1985

No habría pasado mucho más de un mes desde aquel día de la Madre. Hacía calor, el verano estaba a las puertas y en la plaza empezaba a acumularse una montaña de maderas que ardería días después, en la noche de San Juan. A los pequeños, como nos llamaban los de cursos superiores, no nos permitían participar de los preparativos, pero cuando se despistaban añadíamos alguna que otra rama seca que encontrábamos en el bosque. Y así iban sucediéndose los días, entre pantalones cortos y muchas horas de calle.

No debía de ser muy tarde cuando llamé al timbre. Todavía era de día. Bueno, esa no es la mejor referencia en junio, cuando me acostaba con el cielo aún azul… Nunca olvidaré la sonrisa que me recibió en cuanto se abrió la puerta. Estaba radiante, toda ella emanaba luz.

Fue la última vez que la vi tan feliz.

—¿Qué tal, cariño, te han dejado los mayores ayudar con la hoguera?

La pregunta llegó acompañada de un sonoro beso en la mejilla y algo parecido a un abrazo.

Me desconcertó su recibimiento cuando solo unas horas antes había visto el regalo del día de la Madre sobre la encimera de la cocina. Sin abrir, por supuesto.

—¿Ha vuelto el aita? —No se me ocurría otro motivo para que estuviera tan contenta.

Mi ama se rio y me revolvió el pelo.

—No. Todavía tardará unas semanas, pero seguro que le encantaría estar hoy aquí.

Me asomé a la cocina. En el horno se gratinaban unos macarrones, mi plato preferido. Sin embargo, ahí seguía el caballito sin salir de su envoltorio. Las letras multicolores todavía felicitaban a una madre que continuaba sin mostrar interés alguno por saber qué había en el interior.

—Seguro que tienes hambre, hoy no has merendado —me dijo la ama invitándome a sentarme a la mesa. Otra vez su mano revolviéndome el pelo con cariño.

Claro que tenía hambre, y claro que no había merendado. Solo lo hacía cuando venía a la salida del colegio a traerme el bocadillo, y eso era algo cada vez menos habitual. Suerte que mis amigos acostumbraban a tener merienda y compartían unos bocados conmigo. Por lo menos conseguía engañar al estómago para que no protestara demasiado.

—Vete a limpiarte las manos, anda. Yo te voy sirviendo el plato —me indicó, abriendo el horno. El aroma del queso gratinado me hizo la boca agua.

Corrí al lavabo y ni siquiera el agua fría logró aplacarme la euforia. Me sentía feliz, me sentía querido y valorado. No puedo decir que fuera una sensación totalmente nueva, pero sí que hacía demasiado tiempo que no la experimentaba.

—¿Qué tal en el cole? —preguntó en cuanto regresé a la mesa.

Me llevé unos macarrones a la boca. Estaban deliciosos y el queso dorado crujía, como a mí me gustaba. Ahora ya me da igual, pero entonces aquello me parecía una exquisitez digna de reyes.

—Nos lo hemos pasado muy bien. Hemos montado un mercado en clase. Yo atendía la pescadería. Vendía calamares, sardinas, mejillones y merluza. Ah, y gambas también. María decía que eran quisquillas, porque eran muy pequeñas.

—¡Qué divertido! ¿Y quién compraba?

—Pues los demás. Llevamos toda la semana pintando y recortando dinero de papel, y también todo lo que vendemos. Yo hice las sardinas, las peras y las monedas de veinticinco pesetas.

Mi madre me escuchaba con atención y asentía sin perder ese brillo en los ojos que tan poco habitual me resultaba. Pero ahí seguía el regalo sin desenvolver. Me dolía ver mis propias letras deseándole un feliz día de la Madre olvidadas junto al fregadero.

—Yo tengo una noticia que darte —me dijo de repente. Su sonrisa se hizo más radiante, el rostro entero se le iluminó—. Vas a tener un hermanito.

Tardé en responder. Me imaginé a una criatura con poco pelo y en pañales gateando por la casa y trepando por mis piernas. ¿Me gustaba la idea? Creo que sí, aunque tampoco me iba la vida en ello.

—¿Y qué será, niño o niña?

—No lo sé. ¿Tú qué prefieres?

Me encogí de hombros. La verdad es que me daba igual.

—Niña —dije al ver que aguardaba una respuesta.

—Yo también quiero una niña —reconoció mi madre acariciándose la barriga—. Tu padre prefiere un niño. Se lo han contado esta tarde por radio y se ha puesto muy contento.

Un sol de gran tamaño se dibujó en mi mente, un sol naranja que flotaba a escasa altura sobre un mar en calma. La silueta de un barco se recortaba sobre él. Allí estaba mi padre, en la cubierta, dirigiendo a sus hombres, que tiraban de redes repletas de destellos plateados… La magia de las ondas le habría llevado la noticia y seguro que esa noche brindarían con algún vino bueno para celebrarlo.

—¿Vendrá a mi cole? —pregunté. En cierto modo siempre había envidiado a quienes tenían hermanos o hermanas menores a los que proteger cuando alguien se metía con ellos.

—Claro. ¿La cuidarás? —Recuerdo que mi madre empezó a hablar como si supiera que se trataba de una niña. Lo hizo durante el resto del embarazo, y todos nos acostumbramos a hablar del futuro hermanito en femenino.

—Nadie le hará nunca nada malo —prometí. Me encantaba tener de repente una misión importante en la familia.

—Así me gusta —celebró la ama, regalándome un beso al retirarme el plato. Lo había dejado tan limpio que parecía recién salido del armario.

Nos disponíamos a comer el postre cuando sonó el timbre. Era Goyita, la mujer que vivía en el piso de arriba, esa vecina especial a la que siempre recurres cuando necesitas algo. ¿Cuántas veces me quedé en su casa cuando era pequeño y mis padres tenían que salir? Sería imposible contarlas todas.

—Enhorabuena, cariño… ¡Qué alegría! —Reconocí su voz en cuanto mi madre le abrió la puerta—. ¿De cuántos meses estás? Ay, esa tripita que ya empieza a crecer…

—¿Tú crees? A mí me parece que todavía no se me nota. Solo estoy de tres y medio… ¿Qué traes ahí, bizcocho? Pasa, pasa. No te quedes en la puerta.

Goyita se sentó a la mesa con nosotros y durante unos minutos todo fueron parabienes. Después las dos se levantaron y me dejaron allí, terminándome el bizcocho. Estaba riquísimo, como todos los que preparaba nuestra vecina.

—Aquí pondré la cuna, cerca del radiador —escuché a mi madre unos pasos más allá.

—Sí, sí. Que esté calentito. Ya te regalaré una manta que fue de mis hijos. Que no pase frío, que nacer en diciembre tiene lo suyo…

—Será de los pequeños de la clase.

De los pequeños… Con el dulzor del pastel inundándome la boca, volé mentalmente hasta el patio del colegio. No era difícil visualizar a los mayores incordiando a los más jóvenes. Eso no le ocurriría a mi hermanito, porque me emplearía a fondo para que todos le respetaran. Nadie se atrevía a robar el almuerzo o la pelota a un niño con hermanos o hermanas de más edad.

—Tendré que instalar un radiador en el cuarto de baño. ¿En el tuyo también hace tanto frío?

Goyita y mi madre continuaban su ruta por el piso. Aquí esto, aquí lo otro. Recuerdo que se me hacía extraño oír hablar de estufas cuando teníamos las ventanas abiertas para combatir el calor.

Estufas, cunas, cochecitos y biberones… El mundo acababa de cambiar en nuestra casa. Recuerdo que me daba cierto vértigo lo que se avecinaba, pero me hacía sobre todo mucha ilusión. La misma que destilaba mi madre y que contagiaba por todos sus poros. Me encantaba verla tan contenta.

13

23 de octubre de 2018, martes

La hoja se mece suavemente llevada por la corriente. Sus lóbulos tienen los extremos marrones, resecos, aunque la mayor parte de la superficie es todavía verde. Una hoja de roble. Una de tantas que caen en los últimos compases del otoño, para cubrir el mundo vasco con una tupida alfombra que anuncia la estación fría.

Cestero tiene la mirada fija en ella. En ella y al mismo tiempo en ningún sitio. Está furiosa consigo misma, decepcionada. Si no consigue frenar sus impulsos acabará por tener problemas.

—¿Cómo estás? —pregunta una voz tras ella.

Es Aitor.

Cestero se encoge de hombros y aparta su mochila para hacerle sitio junto a ella.

—Perdona. No ha sido el mejor espectáculo —reconoce.

—La culpa ha sido mía. Conociéndote ha sido imprudente por mi parte dejarte entrar al calabozo —la disculpa su compañero sentándose junto a ella, con los pies colgando hacia el agua.

—Ese cabrón me ha superado. No puedo con los tíos como él.

Aitor asiente. No es la primera vez que hablan del tema.

—Te toca demasiado de cerca.

La hoja de roble vuelve a atrapar la mirada de Cestero. Ha remontado el canal varios metros y pronto quedará fuera del alcance de su vista.

—Es una mierda —espeta la suboficial con un suspiro—. ¿Sabes qué es echarte a temblar cada vez que tu padre introduce la llave en la cerradura?

—Tiene que ser horrible —reconoce Aitor.

Cestero sacude la cabeza. Su mirada deambula por el canal sin un soporte donde fijarla. La hoja de roble se ha perdido en la distancia.

—No era cada día, pero sí muchos días. Llegaba tarde, cuando los demás ya habíamos cenado y mi hermano y yo estábamos a punto de ir a dormir. —Conforme lo explica, un velo de lágrimas y rabia le nubla la mirada. Los recuerdos de aquellos días duelen—. Cuando el silencio era el único saludo sabíamos que llegaba la tormenta.

—¿Bebía?

—No. No te estoy hablando de alcohol. Era el juego. Se gastaba hasta el último céntimo en las tragaperras. Bebería, seguro que sí, pero el problema era la ludopatía.

—Las adicciones son lo peor.

Un suspiro llena el silencio y se adelanta a las palabras que se agolpan en la garganta de Cestero luchando por salir.

—Desprecios inaceptables. ¿Te imaginas llevarle la cena a tu pareja y que vuelque el plato sobre la alfombra? ¿Te gustaría que alguien te vaciara la libreta de ahorro y que cuando fueras a pedirle una explicación te insultara, te zarandeara y te escupiera que toda la culpa es tuya?

—Menudo cabrón. —Aitor se lleva la mano a la boca—. Perdón…

—No te disculpes. Era un infierno. Mi madre tenía que sacar dinero de debajo de las piedras para pagar sus deudas de juego. Y lo peor de todo tenía que ser la frustración de no poder pedirle explicaciones porque se volvía agresivo. —La ertzaina hace una pausa para tragar saliva—. Siempre callados, para no despertar a la bestia. Un jodido infierno.

Una ráfaga de viento agita los carrizos que flanquean el canal. Las garcetas que anidan entre ellos protestan. Algunas incluso alzan el vuelo para volver a posarse solo unos metros más allá.

—¿Por qué no lo denunció? —inquiere Aitor.

Cestero se muerde el labio.

—No lo sé —se lamenta con un suspiro—. ¿Por qué Araceli Arrieta no denunció a su marido por malos tratos? ¿Por qué no lo hacen los miles de mujeres que sufren el terrorismo machista cada año?

—Las cosas están cambiando.

—A este ritmo harán falta siglos para que acabemos con esa mierda. Entretanto hay mujeres, niños y niñas que lo pagarán el resto de su vida. —Cestero se lleva la mano al corazón y da un par de palmadas—. Porque eso no se olvida. Se queda aquí para siempre.

Aitor le apoya la mano en la espalda.

—Lo siento, Ane.

La suboficial mueve afirmativamente la cabeza.

—Perdona que siempre te toque a ti aguantar mis penas.

—¿Para qué estamos los amigos?

Cestero esboza una sonrisa triste.

—Siento mucho lo que ha ocurrido en el calabozo. Se me ha ido de las manos.

—Quedará entre nosotros.

Su jefa está segura de que no es así. No estaban solos. El agente encargado de la custodia ha asistido al espectáculo. Si lo recoge en el acta, como manda el reglamento, se traducirá en problemas serios.

Durante unos minutos solo se oyen los graznidos lejanos de las garcetas y el baile de los carrizos a merced de la brisa. Un tren pasa cerca, la alerta del cierre de puertas en el apeadero llega claramente hasta los ertzainas, igual que el traqueteo de las vías cuando el convoy se aleja rumbo a Mundaka.

—¿Qué tal estás tú? Te he visto triste estos días —pregunta Cestero.

Aitor retira la mano de la espalda de su compañera y se lo piensa unos instantes.

—Las echo de menos, pero estoy bien —admite.

Cestero sabe que se refiere a Leire Altuna y la pequeña Sara.

—¿Cómo está Leire? ¿Sigue sin escribir?

—Está mejor. Va pasando el tiempo. Sara cumplirá pronto tres años.

Tres años. Han pasado ya tres años de todo aquello… Cestero repasa mentalmente su vida desde entonces. Ha resuelto algunos casos más, la han condecorado y ha ascendido a suboficial… Y nada más. No es poco para alguien de su edad, pero solo puede hablar de éxitos en el ámbito laboral. Su vida personal sigue siendo la de una adolescente que queda con las amigas para salir de fiesta y comparte piso con su hermano.

Está a punto de entrar en la treintena y todavía no tiene a alguien con quien compartir la vida. Los escarceos de sábado noche no escriben el futuro. Tampoco lo echa en falta, si algo ha aprendido en su casa es que sola se está mejor que mal acompañada. Pero a veces tiene miedo de arrepentirse de haberlo dejado para demasiado tarde.

—A ver si voy a verla cuando regresemos —apunta, volviendo a la conversación.

—Le hará ilusión. Te tiene mucho aprecio.

—Yo también a ella —reconoce Cestero. Si se ha distanciado de la escritora es solo por miedo a remover en ella viejas heridas. La muerte del padre de su hija fue un golpe demasiado duro para Leire. Suerte que es una mujer fuerte, y suerte también que Aitor se convirtiera desde entonces en todo un ángel protector para ella.

—Nos vamos a casar —confiesa su compañero. El rubor se extiende rápidamente de sus mejillas al resto de su rostro.

Cestero lo mira con la boca abierta.

—¿Y no pensabais invitarme?

Aitor desvía la mirada hacia el canal.

—Tampoco haremos nada especial, solo ir al juzgado a firmar y poco más.

La suboficial esboza una sonrisa sincera. Todavía recuerda el día que descubrió que a su compañero le gustaba Leire. Hacía poco tiempo de la muerte de Iñaki, la pareja de la escritora, y Cestero le recomendó que no fuera deprisa.

—Enhorabuena… —Se alegra realmente por él. En los años que lleva en la Ertzaintza no ha conocido un compañero tan fiel como Aitor—. Creo que hacen falta testigos para una boda por el juzgado. Contad conmigo. Me gustaría acompañaros.

Unas pisadas en la gravilla los obligan a girarse.

—¿Qué hacéis, turismo? —pregunta Txema.

—Nos han dicho que estabais aquí —apunta Julia—. En casa del detenido no hemos encontrado nada que lo inculpe en el asesinato. ¿Vosotros tenéis novedades?

Cestero contiene la respiración y espera a que responda su compañero.

—El tipo no admite los malos tratos, y mucho menos el crimen —resume Aitor.

Txema entrecierra los ojos y ladea la cabeza.

—¿Nada más? ¿No ha ocurrido nada reseñable?

Aitor cruza una mirada con Cestero. Es evidente que Txema ha sido informado de lo sucedido en los calabozos.

—Pues… —comienza la suboficial.

—Nada interesante para el caso —la interrumpe Aitor, zanjando el tema.

Txema lo estudia unos segundos en silencio. Después se gira hacia Cestero.

—Los maltratadores son capaces de sacar lo peor de nosotros, pero el reglamento está para cumplirlo —advierte con gesto serio.

Cestero le mantiene la mirada. Está en sus manos. Si decide denunciarla por lo ocurrido en el calabozo le abrirán expediente y será apartada del caso. Una ocasión dorada para él si quiere hacerse con la dirección del grupo.

—¿Cómo lo veis? No creeréis que ese cabrón se cargó a las dos, ¿verdad? —pregunta el suboficial dando por cerrado el asunto del calabozo. Al menos por el momento.

—No, solo a su mujer —apunta Julia—. La mató y se aprovechó de la psicosis generada por el asesino del Tulipán para quitarse el muerto de encima.

—Yo estoy con ella —asegura Cestero.

Txema niega con la cabeza de manera ostensible.

—No olvidéis que tenemos esa discusión previa de la que hablan las vecinas. Eso apuntaría a un homicidio impulsivo, no planeado. Sin embargo, está ese tulipán en el jarrón… A ver si el tío va a ser inocente.

—Un inocente que maltrata a su mujer —le corrige Cestero.

Txema chasquea la lengua.

—Eso no lo convierte en un asesino. Además, ni siquiera hay denuncia previa.

—Ha sido él —sentencia Cestero.

—¿Y cómo consiguió el tulipán? —inquiere Txema—. Tú misma averiguaste que no es fácil hacerse con uno en estas fechas.

La suboficial reconoce que tiene razón. Tal vez se esté obcecando.

—¿Y si lo cogió del ramo que el asesino dejó sobre la tumba de Natalia Etxano? —propone Aitor.

—Ese ramo estuvo desde la víspera en el tanatorio. Pudo haberlo sacado fácilmente de allí —reconoce Julia.

Txema se encoge de hombros.

—Puedes llevárselo a tu amiga, la florista. Que calcule cuándo fue cortado —sugiere dirigiéndose a Cestero.

La suboficial resopla. No le apetece tener que volver a pasar por la tienda de aquella estirada. Sin embargo, es necesario contar con esa información.

—Y otra cosa… —anuncia Txema, torciendo el gesto—. Si se confirmara que es violencia de género, no sería cosa nuestra. Tendríamos que pasárselo al comisario y su pandilla.

El tono despectivo en el que ha pronunciado las últimas palabras provoca a Julia:

—Eres gilipollas.

Cestero cruza una mirada cómplice con Aitor y trata de aguantar la risa que lucha por abrirse camino.

Txema se ajusta el nudo de la corbata y respira hondo.

—Y también soy tu superior.

Una melodía alegre acude al rescate. Julia se lleva la mano al bolsillo y comprueba que no se trata de su móvil.

—Es el tuyo, Cestero.

No es la primera vez que les ocurre. Ambas tienen la melodía que viene instalada por defecto.

—Cestero —se presenta la suboficial, respondiendo la llamada.

La pantalla muestra el número de su jefe.

—Dime que no es verdad. ¿Cómo se te puede ir la olla de esa manera? —El tono de Madrazo mezcla la ira con la incredulidad—. Joder, Ane, me dejas por los suelos. Los de Bizkaia querían a ese de la Interpol dirigiendo el equipo y yo luché para que fueras tú…

La suboficial siente que las cuerdas vocales se le congelan. Es incapaz de dar una respuesta satisfactoria. Esperaba esa llamada, pero no tan pronto. Las noticias han corrido demasiado. Txema y su corbata bien anudada se nublan frente a ella a través de un velo de lágrimas. Se siente dolida, traicionada y al mismo tiempo culpable por haber fallado a la confianza de Madrazo.

—Lo siento —musita a duras penas. Da unos pasos titubeantes para alejarse de sus compañeros, cuyas miradas siente fijas en cada uno de sus movimientos.

—Es de expediente, ¿sabes? ¿A quién se le ocurre agredir a un detenido en el calabozo?

—No lo he agredido. Solo…

Su superior no le deja terminar. No ha llamado para escuchar excusas.

—Me da igual. Hay salas de interrogatorios. ¿Por qué no lo llevaste a una sala? Ese tío será un cabrón, o lo que sea, pero como detenido tiene unos derechos.

—Lo siento —insiste Cestero. Se siente mareada, ve a su propia madre llorando, a su padre humillándola y a sí misma agazapada en una esquina aguardando a que pase la tempestad—. Se me ha ido de las manos.

El auricular da una tregua, Madrazo guarda silencio. Un estridente lamento brota con fuerza entre las cañas que crecen en la otra orilla del canal.

—¿Qué es eso? ¿Dónde estás? —inquiere su jefe.

—Algún pájaro. Esto es Urdaibai.

—¿Un pájaro? Pensaba que estaban degollando a alguien. —Una nueva pausa, esta vez más breve—. Ane, no puedes andar así. Eres suboficial, tienes que dar ejemplo. Tu sangre caliente va a poner en peligro tu carrera. ¿Qué pretendes, irte a casa con un expediente abierto? Nuestro trabajo es duro, requiere mucha contención. ¿Crees que a los demás no nos pide el cuerpo golpear a un maltratador? Pues claro que sí. Pero no lo hacemos, controlamos nuestras emociones. ¿Por qué crees que yo hago surf cada día? Todos necesitamos tener una válvula de escape cuando nos dedicamos a un trabajo que requiere tanta templanza.

Cestero asiente en silencio. Sabe que tiene razón, y sabe que le va a costar estar a la altura. Su sangre entra enseguida en ebullición. Lástima no tener cerca su batería para desahogarse. Le vendrían bien unas cuantas canciones y otras tantas risas con sus amigas para regresar a la realidad con menos tensión acumulada.

—¿Quién me ha denunciado?

—No lo sé —apunta Madrazo. ¿Es verdad que no lo sabe, o no quiere decírselo? Lo segundo, decide Cestero, y no le culpa. Es mejor así. Está segura de que ha sido Txema, aunque siempre cabe la posibilidad de que haya salido de la propia comisaría.

—¿Me vais a apartar? —inquiere asomándose al canal. El agua calma le devuelve su propio reflejo, que se diluye en mil pedazos ondulados cuando la gravilla que su propio pie arrastra rompe el delicado espejo. Mientras aguarda la respuesta, se gira hacia sus compañeros, que apartan la mirada al verse descubiertos. Los graznidos y reclamos que resuenan por doquier les impiden oír la conversación, pero no necesitarán ser muy avezados para comprender lo que está ocurriendo.

—Me has puesto entre la espada y la pared —confiesa Madrazo. Ya no parece tan enfadado, solo disgustado—. He tenido que oír que te propuse como jefa de grupo solo porque te metiste en mi cama.

—¿Que me metí en tu cama? —exclama Cestero, herida en su orgullo—. ¿Casi dos años saliendo contigo y el resumen es ese?

—Ane, no empecemos… Eso es lo que me han echado en cara desde Erandio, yo nunca resumiría así lo nuestro. ¿Tengo que recordarte que fuiste tú quien me mandó a paseo porque no quería atarse?

Cestero aprieta el puño que el teléfono le deja libre. Respira hondo, tratando en vano de insuflarse tranquilidad.

—Estoy harta de tener que dar explicaciones. ¿A que a ti no te ocurre? No, claro que no, porque eres un tío. Yo sí, cada día, cada hora, tengo que justificarme. Una mujer no puede ascender por méritos propios… Siempre flotará ahí la duda. Si dirijo esta unidad es porque me follé a mi jefe… Ponen en duda incluso que haya llegado tan joven a suboficial, como si no hubiera sido fruto de un proceso de oposición interna al que cualquiera de ellos podría haber optado.

Su jefe tarda en responder. Cestero se lo imagina asintiendo con los labios apretados, como siempre que está de acuerdo con ella. No es la primera vez, y seguramente no será la última, que tienen una conversación semejante. A pesar de que trataron de mantener su relación en secreto, enseguida se corrió la voz de que estaban juntos. Desde entonces todo han sido miradas suspicaces hacia ella, comentarios malintencionados. Y lo peor de todo es que quienes más difícil se lo han puesto han sido sus compañeras, de sus bocas han salido las insinuaciones más duras.

—Es envidia —sentencia Madrazo—. No hagas caso.

Ane resopla.

—Es una mierda.

—Deja que pase el tiempo —apunta su jefe antes de matizar sus palabras—. Más tiempo.

Cestero acaricia sus incisivos con el piercing. No quiere decir lo primero que le venga a la boca.

—Siento lo del detenido. No volverá a ocurrir. —Sabe que le costará cumplir su promesa, pero está decidida a hacerlo. No puede permitírselo.

—No me lo pongas más difícil. Por esta vez he conseguido pararlo. Podrías acabar expulsada del cuerpo. Has tenido suerte de que el encargado de la custodia no lo haya recogido en el acta y sea todo extraoficial. De lo contrario, estarías fuera. —Madrazo hace una pausa, larga, de las que dejan tiempo para pensar—. Eres la mejor, Ane. No la vuelvas a cagar.

14

23 de octubre de 2018, martes

La palma de su mano derecha acaricia el extremo superior de los tulipanes. Son rojos, de una intensidad solo comparable con su fragilidad. La corriente de aire los hace bailar suavemente, con elegancia y aplomo. Pronto se marchitarán. Su efímero ciclo vital se habrá completado y solo quedarán unos pétalos tristes que el tiempo terminará por derribar.

Debe darse prisa. Su obra todavía no ha hecho más que empezar y ya debe acelerar en busca del final. Es injusto eso de no tener tiempo de disfrutar del gran logro de tu vida. Pero no queda otro remedio, y lo sabía desde el principio.

Consulta una vez más las noticias en su teléfono móvil. ¿Cuántas veces lo ha hecho en los últimos minutos?

Nada, siguen sin vincular su trabajo del pasado verano con el de los últimos días. Los creía más avezados, tanto a los periodistas como a los policías encargados del caso. Sin embargo, ningún diario, ninguna televisión, habla de tres víctimas. Solo de dos, y, por si fuera poco, llegan a poner en duda que la mujer que hace solo unas horas ha lanzado al vacío sea obra suya. ¿Por qué se empeñan en no reconocer su mérito?

Tendrá que enviar esa foto. Le están obligando a hacerlo.

Acerca la nariz a los tulipanes. Su olor es tan sutil, tan amable. Le recuerda a las nueces recién cogidas del árbol y todavía sin madurar del todo. Jamás imaginó que su aroma haría que se sintiera tan bien.

La tijera está fría, su tacto no resulta agradable. Tampoco lo será para las flores, que comienzan a caer, víctimas de sus hojas de acero, para formar un ramo generoso. Las lágrimas acuden a sus ojos, no le sorprende. Los sentimientos bullen en momentos así. La tristeza se funde con la euforia, y el amor con el odio desgarrado.

No es fácil gestionarlos, ni lo será cuanto más se acerque al final. Sin embargo, tiene que lograrlo, y sabe que lo hará. Su obra merece que lo haga.

15

23 de octubre de 2018, martes

Cestero cierra con cuidado la puerta del coche, igual que haría un furtivo que no deseara llamar la atención. Una sencilla azada y un cubo de playa serán sus compañeros en las próximas horas. También los aromas a fango y salitre que lo impregnan todo. La lluvia ha cedido el testigo a la bruma, unos jirones que flotan como fantasmas. El contraste de temperaturas entre el mar, aún templado, y el aire la convierte en un fenómeno habitual a estas alturas del año.

La ertzaina respira hondo y oprime el piercing entre los labios. No está asustada, pero sí nerviosa. Sabe que en cuanto ponga un pie en la arena estará haciendo algo ilegal y ya ha metido la pata bastante por hoy. Sin embargo, decidió hacerlo así la víspera, cuando comprobó que de poco servía observar a los furtivos desde la distancia. Son solo cuatro en la unidad y no pueden embarcarse en una redada contra unas personas que conocen la ría mucho mejor que ellos. Siempre queda la opción de pedir ayuda a la comisaría de Gernika, pero mientras no pueda tachar definitivamente a Olaizola de la lista de sospechosos, Cestero no quiere oír hablar de colaborar con su equipo. A quien sí han podido descartar es a la mujer del comisario. Lleva varios días en Madrid, una coartada que ha podido demostrar sin problemas.

Las heridas por lo sucedido en los calabozos y la posterior llamada de Madrazo están aún demasiado frescas. Necesita estar sola, ordenar sus ideas y ocupar la cabeza con otros asuntos que impidan que el sentimiento de traición se adueñe de su mente. Y para eso, no se le ocurre nada mejor que una inmersión solitaria en la noche de Urdaibai. Antes de salir del hotel ha estado a punto de avisar a Aitor de sus intenciones. Sin embargo, ha descartado la idea al verlo en plena videoconferencia con su prometida. Allí estaba Antonius y sus ladridos, claro. ¿Para qué preocuparlo si en realidad no piensa correr ningún riesgo? Además, su compañero se hubiera empeñado en acompañarla, y no quiere involucrarlo en algo que contraviene las normas.

La arena se hunde ligeramente con cada pisada de la ertzaina.

Las siluetas de los mariscadores se ven cada vez más cerca. Ninguno ha reparado en su presencia. Necesita llamar su atención. Se acerca a uno de ellos y comienza a hurgar torpemente con la azada en el suelo.

—¿No tienes más sitios adonde ir? ¿No ves que este lugar ya está ocupado?

La ertzaina celebra haber logrado su primer objetivo: entablar conversación.

—La ría no es tuya —replica, reprochándose en el acto su brusquedad. Debe mostrarse esquiva, como haría cualquier furtivo, pero si quiere lograr información de aquel hombre necesita dejar alguna puerta abierta.

El mariscador la observa desafiante.

—Pues no tienes mucha idea. Aquí no encontrarás nada —se burla el hombre, dándose la vuelta para alejarse—. ¿Y adónde vas con un cubito de crío? Como te toque salir corriendo ya verás dónde acaban tus almejas.

La ertzaina deja caer la azada y se apresura a ir tras él.

—Perdona. Soy una borde. Es la primera vez que vengo y estoy un poco nerviosa…

El mariscador se detiene. Vuelve a mirarla, esta vez con más curiosidad que irritación, y le tiende la mano. Se trata de un hombre de mediana edad, con entradas marcadas y manos ásperas y firmes. A pesar de la escasa luz, Cestero no pasa por alto su expresión cansada, esa que se dibuja en el rostro de quienes han visto demasiadas veces cómo la fortuna los esquiva al pasar a su lado.

—Todos llegamos nerviosos a nuestra primera noche… Soy Pedro —se presenta con un firme apretón—. Si no quieres irte con el cubo vacío ve más hacia la orilla. Aquí no hay casi nada.

—Gracias. Es que no sé cómo hacerlo, pero necesito el dinero. Estoy embarazada y… —Su propia mentira la sorprende.

—Enhorabuena —celebra el hombre con escaso entusiasmo—. Yo tengo tres. ¿Es tu primer hijo?

—Sí, el primero. Y estoy sin trabajo…

La escasa luz anaranjada que reflejan las nubes le permite ver que Pedro asiente.

—Eso es lo que nos trae a todos aquí. Toda la vida currando en una fundición y llegan los rusos y la compran. Sabes lo que viene después, ¿verdad? Un ERE, claro. A la calle con una mierda de indemnización. Ayer tuve una entrevista de curro y me dijeron que era mayor. ¡Mayor! Cuarenta años… Está la cosa muy difícil. Y licencias para marisqueo ya no dan. O vienes de noche o no hay nada que hacer.

—Claro.

—¿Qué voy a hacer? ¿Ponerme a pedir? Con esto al menos me gano la vida y puedo pagar los estudios a mis hijos.

Cestero no puede creer la suerte que ha tenido. Con Pedro será todo mucho más fácil de lo que esperaba. Solo tiene que conseguir que la conversación gire hacia donde ella quiera.

—¿Quién te compra las almejas? —pregunta. El silencio del mariscador delata que ha ido demasiado rápido—. Quiero decir… Cuando tenga el cubo lleno, ¿a quién se lo puedo vender?

La silueta de otros dos furtivos se recorta a lo lejos, en el límite de la bajamar. Ambos con su inconfundible azada corta y su posición encorvada.

—Tranquila. Yo me ocuparé de ello. Me pasas a mí tu cosecha y mañana hacemos números. Y no esperes llenar el cubo en tu primera noche. Para cuando quieras darte cuenta, la marea cubrirá estos arenales y no podrás coger una sola almeja más.

—Preferiría venderlo yo directamente.

—En ese caso tendrás que buscar algún restaurante que te las compre. Aquí cada uno tenemos nuestros clientes.

—Pensaba que habría alguien que lo compraría todo y después se ocuparía de venderlo…

El furtivo suelta una risita por lo bajo.

—Qué va. No estamos tan organizados. Aquí cada uno va a su aire. Dame tu teléfono, anda. Te echaré una mano.

—Gente libre —zanja Cestero, disimulando su chasco. Si no hay alguien que dirija a aquellos hombres, y quizá mujeres, tendrá que borrar el marisqueo nocturno como posible móvil del crimen. Si ya resulta poco probable que un traficante de moluscos en grandes cantidades asesine por proteger su negocio, aún más lo es que lo hagan unos parados en busca de un puñado de euros.

—¿Saben los tuyos que estás aquí? —inquiere el mariscador mientras hace una llamada perdida al número de teléfono que le ha dado Cestero—. ¿Ves ese agujero en la arena? Ahí tienes una almeja. Eso es, dale ahí a la azada.

La ertzaina frunce el ceño. Su instinto se acaba de poner alerta. ¿A qué viene esa pregunta? De pronto se arrepiente de no haber llevado consigo su arma reglamentaria.

—No, no he dicho a nadie que venía —reconoce agachándose a cribar la arena con su propia mano. Tiene un tacto extraño. No es tan granulada y áspera como la de la playa, sino pegajosa y fangosa. Desagradable. Pero ahí está, redondeada y fría, su primera almeja.

—Enhorabuena. Ya tienes unos cuantos céntimos —indica Pedro sacando un paquete de Ducados del bolsillo—. ¿Fumas…? Claro que no, el niño. Mejor. Yo debería dejarlo. —Se lleva ambas manos a la cara para encenderlo. Con una lo protege, con la otra le aproxima el mechero—. No me extraña que no hayas querido decir a nadie que venías a por almejas. Yo llevo meses mariscando y nadie lo sabe. Mi familia cree que voy a la fábrica, al turno de noche. No quiero que mis hijos sepan que soy un fracasado. —Da una larga calada, pensativo—. Busco almejas y berberechos las horas que me lo permite la bajamar y el resto de la noche lo paso en el coche, intentando dormir un rato. A las seis y media abro la puerta de casa, como hacía antes de que esos cabrones me echaran como a un perro.

Cestero recorre la marisma con la mirada. Otro furtivo se acerca poco a poco. Deambula, como todos ellos, de aquí para allá, agachándose una y otra vez en un movimiento que parece mecánico.

—No eres ningún fracasado.

—Lo soy.

—Claro que no. Tus hijos estarían orgullosos de ti.

Pedro deja escapar una amarga risita antes de propinar una última calada al cigarrillo. Después lo apaga contra la suela de la bota e introduce la colilla en un paquete de tabaco vacío que va a parar a un bolsillo.

—Los hijos nunca están orgullosos de sus padres.

La ertzaina no puede evitar pensar en su propia familia. La realidad da la razón al furtivo.

—Oye, la periodista asesinada os daba mucha caña, ¿no? —comenta Cestero volviendo a agacharse a por una segunda almeja. Contiene la respiración a la espera de la respuesta.

—Bastante —reconoce el furtivo—. Y consiguió que la Ertzaintza viniera alguna vez a identificarnos. Ya me dirás qué daño hacemos. A la ría no le pasa nada porque unos pobres parados saquemos unos cuantos kilos de almejas y berberechos. Pero ella erre que erre, a por unos pobres desgraciados en lugar de a por los poderosos. Como si no hubiera en Gernika sinvergüenzas a los que denunciar… Menos mal que últimamente empezó a dar caña también a los narcos. Esos sí que son peligrosos.

Cestero aguarda unos instantes a que la respuesta se asiente. Pedro le acaba de regalar una vía que no piensa desaprovechar.

—Pensaba que eso eran elucubraciones de Natalia. ¿De verdad hay narcos aquí?

—Claro. Y como no les metan mano pronto, esto va a parecer la bahía de Algeciras —protesta el mariscador mientras se

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