El último adiós

Mary Higgins Clark

Fragmento

VIERNES, 9 DE JUNIO

4

Lisa Ryan se despertó mucho antes de que sonara el despertador, programado para las cinco. Jimmy había pasado otra mala noche, revolviéndose y agitándose, mientras farfullaba en sueños. Tres o cuatro veces, ella le había pasado una mano tranquilizadora por la espalda, esperando calmarlo.

Finalmente, Jimmy pudo dormirse, pero ahora se vería obligada a despertarlo a sacudidas. Lisa todavía podía dormir un rato y esperaba que, cuando él se fuera, sería capaz de lograrlo hasta la hora en que tendría que despertar a los niños.

«Estoy tan cansada —pensó—. Apenas he podido dormir y hoy es mi jornada más larga de trabajo.» Era esteticista y tenía el día entero reservado de las nueve hasta las seis.

Su vida nunca había sido tan agotadora hasta que Jimmy perdió su trabajo y todo empezó a torcerse. Había estado casi dos años en el paro antes de contactar con Cauliff y Asociados. Y, aunque habían logrado apañárselas, todavía debían un montón de facturas acumuladas a lo largo de su desempleo.

Desgraciadamente, las circunstancias que causaron la pérdida de su empleo no habían ayudado en mucho. Jimmy fue despedido porque el jefe le había oído comentar una grave suposición: alguien en la compañía estaba aceptando sobornos. El motivo de tal conclusión era que el cemento que utilizaban no era de la calidad especificada en los presupuestos.

Después de aquello, en todos los puestos donde solicitaba trabajo se oía contar la misma cantinela: «Lo sentimos, no le necesitamos.»

Ser consciente de su estupidez e ingenuidad al formular dicho comentario habían acabado por alterar su comportamiento. Lisa estaba convencida de que estaba a punto de sufrir una crisis nerviosa. Fue entonces cuando tuvo lugar la llamada del asistente de Adam Cauliff para comunicarle que su solicitud de empleo había sido cursada a la Compañía Constructora de Sam Krause. Poco después, y para alivio de ambos, le contrataron.

Pero la recuperación emocional que Lisa esperaba ver en Jimmy, después de volver al trabajo, no se produjo. Consultó incluso con un psicólogo y éste la advirtió que podía estar atravesando una depresión, un estado que, probablemente, no podría superar sin ayuda. Cuando se lo comentó a Jimmy, éste se encolerizó ante la sugerencia de que, quizá, necesitaba ayuda médica.

En los últimos meses, Lisa había empezado a sentirse infinitamente más vieja de los treinta y tres años que tenía. El hombre que dormía junto a ella había dejado de ser aquel niño enternecedor que le pidió su primera cita cuando apenas había salido del patio de juegos. Su estado emocional era muy inestable. Podía tener un repentino arranque de ira con ella y los niños y, al cabo de un minuto, disculparse desolado y con lágrimas en los ojos. También había empezado a beber, dos o tres whiskies por noche, y no lo llevaba muy bien.

Sabía que esta conducta reprobable no era fruto de ninguna aventura con otra mujer. Se pasaba las noches en casa e, incluso, había perdido interés en ir a los partidos de béisbol con sus colegas. Tampoco se había planteado el riesgo que comportaba acabar apostando más de la cuenta a los caballos o en un partido. El día de paga le pasaba a ella el cheque sin cobrar directamente, quedando registrado en su cuenta la acumulación de sus ganancias semanales.

Lisa había tratado de convencerle de que ya no necesitaba deprimirse por el dinero. Poco a poco, iban liquidando los intereses acumulados por los pagos a crédito efectuados durante el período de desempleo. Pero aquello no parecía afectarle. De hecho, ya nada parecía importarle mucho.

Seguían viviendo en su pequeña casa estilo Cape Cod, en Queens, la que habían planeado como su hogar inicial al casarse, trece años atrás. Pero los tres hijos que tuvieron en siete años, quizá les obligara a plantearse la compra de literas en vez de la adquisición de una casa más grande. A menudo, Lisa solía bromear al respecto. Pero ahora ya no lo hacía, pues era evidente que a Jimmy eso no le hacía ninguna gracia.

Cuando finalmente sonó la alarma del despertador, alargó la mano y lo apagó. Se volvió hacia su marido, suspirando.

—Jimmy —dijo sacudiéndole del hombro—. Jimmy —repitió más alto, tratando de disimular la preocupación que la embargaba.

Al final pudo despertarlo. Indolente, susurró un «gracias, cariño» y desapareció en el baño. Lisa salió de la cama, se acercó a la ventana y subió la persiana. Sería un bonito día. Se arregló el pelo castaño claro en una trenza, la sujetó y se puso la bata. Ya desvelada, decidió tomarse el café con su marido.

Jimmy bajó diez minutos después a la cocina y pareció sorprendido de verla allí. «Ni había notado que me había levantado de la cama», pensó Lisa, apenada.

Le observó atentamente, aunque con cautela por temor a que él la notara inquieta. Había algo terriblemente vulnerable en el modo en que la miraba esa mañana. «Cree que voy a empezar a agobiarle para que busque ayuda psicológica», pensó.

—Hace un día demasiado bonito para quedarse en la cama. He pensado en tomar café contigo y salir a ver cómo despiertan los pajaritos —anunció con voz tenue.

Jimmy era un hombre corpulento, de pelo que antaño fue de color rojo encendido y ahora era cobrizo opaco. El trabajo al aire libre le había proporcionado un aire rubicundo, pero Lisa se dio cuenta de que su rostro se estaba abotargando.

—Me parece muy bien, Lissy.

No se sentó, sino que se mantuvo en pie mientras bebía el café y rechazaba con la cabeza su oferta de tostadas o cereales.

—No me esperes a cenar —dijo—. Los peces gordos van a montar una de esas reuniones a las cinco en el yate de Cauliff. Quizá quiera despedirme y desee hacerlo con algo de estilo.

—¿Por qué iba a despedirte? —preguntó Lisa, esperando que su tono no revelara ansiedad.

—Bromeaba. Pero si sucediera, quizá me estaría haciendo un favor. ¿Cómo va el negocio de las uñas? ¿Podrías mantenernos a todos?

Lisa se acercó a su marido y le rodeó el cuello con sus brazos.

—Me parece que te vas a sentir mucho mejor cuando me digas qué es lo que te corroe por dentro.

—Puedes pensar lo que quieras. —Los poderosos brazos de Jimmy Ryan estrecharon a su esposa—. Te quiero, Lissy. Recuerda siempre esto.

—Nunca lo he olvidado. Y...
—Lo sé: «Yo también, está claro.»

Jimmy sonrió un instante, adoptando la expresión tontorrona con la que solían agasajarse durante la adolescencia.

Entonces se apartó y se encaminó hacia la puerta. Al cerrarla tras de sí, aunque sin estar completamente segura, Lisa creyó haberle oído susurrar «lo siento».

5

Aquella mañana, Nell decidió preparar un desayuno especial para Adam. Pero enseguida la irritó la idea de utilizar la comida como pretexto para que él aceptara una decisión profesional que ella tenía todo el derecho a tomar por su cuenta. En cualquier caso, ese sentimiento no le impidió seguir con lo que estaba haciendo. Con una triste sonrisa, recordó el libro de cocina propiedad de su abuela materna, en donde se leía la leyenda: «La senda hacia el corazón de un hombre se practica por el estómago.»

Su madre, antropóloga y pésima cocinera, solía bromear acerca de ello con su padre.

Al levantarse de la cama pudo oír a Adam en la ducha. La noche anterior, Nell se despertó cuando él llegó, aunque optó por disimular. Sabía que tenían que hablar, pero las dos de la madrugada no parecía la mejor hora para discutir su reunión de aquella tarde con el abuelo.

De todos modos, tendría que planteárselo durante el

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