La tormenta del siglo

Stephen King

Fragmento

INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

En la mayoría de casos —digamos que en tres o cuatro de cada cinco— sé dónde estaba cuando tuve la idea de una historia determinada, qué combinación de sucesos (habitualmente triviales) la pusieron en marcha. It, por ejemplo, se gestó cuando cruzaba un puente de madera, escuchando el sonido hueco de los tacones de mis botas, y pensaba en una canción infantil. En el caso de Cujo fue a raíz de un encuentro real con un san bernardo con muy malas pulgas. Cementerio de animales surgió de la pena que sintió mi hija cuando su adorado gatito, Church, fue atropellado en la carretera cercana a nuestra casa.

Hay ocasiones, sin embargo, en que simplemente no puedo recordar cómo llegué a una novela o historia en particular. En esos casos el germen del relato, más que una idea, parece una imagen, una instantánea mental tan potente que acaba por actuar de reclamo de personajes e incidentes del modo en que ciertos silbatos ultrasónicos actúan supuestamente de reclamo de todos los perros del vecindario. Tales son, al menos para mí, los relatos de suspense verdaderamente creativos: historias que no tienen antecedentes reales, que se forjan por sí mismas. El pasillo de la muerte empezaba con la imagen de un enorme hombre negro que, de pie en su celda, observaba acercarse a un ordenanza que vendía golosinas y cigarrillos de un viejo carrito metálico con una rueda chirriante. La tormenta del siglo también empezó con una imagen carcelaria: la de un hombre (esta vez blanco) sentado en el catre de su celda con las piernas separadas y los brazos apoyados sobre las rodillas, y cuyos ojos no parpadeaban en absoluto. No se trataba de un hombre de naturaleza noble o bondadosa, como resultó al final John Coffey en El pasillo de la muerte; éste era un hombre en extremo malévolo. Quizá ni siquiera fuera un hombre. Cada vez que mi mente volvía a él, mientras conducía, mientras me hallaba sentado en la consulta del optometrista esperando a que se me dilataran las pupilas, o, lo peor de todo, cuando estaba tendido en la cama en plena noche con las luces apagadas, parecía un poco más terrorífico. Estaba simplemente allí sentado en la litera y sin moverse, pero se me antojaba un poco más terrorífico. Un poco menos parecido a un hombre y un poco más parecido a… bueno, a lo que abrigaba en su interior.

Gradualmente, el relato empezó a deshilvanarse desde aquel hombre… o de lo que quiera que fuese. El hombre estaba sentado en un catre. El catre se hallaba en una celda. La celda estaba situada en la parte trasera del supermercado de la isla de Little Tall, a la que a veces considero «la isla de Dolores Claiborne». ¿Por qué en la parte trasera de un supermercado? Pues porque una comunidad tan reducida como la de Little Tall no precisaría una comisaría de policía, sino tan sólo de un agente que trabajara a media jornada y se ocupara de los ocasionales asuntillos desagradables: un borracho escandaloso, digamos, o un pescador con malas pulgas que de cuando en cuando le pusiera la mano encima a su mujer. Y ¿quién sería ese agente de policía? Bueno, pues Mike Anderson, por supuesto, dueño y encargado del supermercado Anderson. Un tipo lo bastante agradable, y que maneja bien a los borrachos y a los pescadores con mal genio… pero supongamos que debiera enfrentarse a algo verdaderamente malévolo. Algo tan malévolo, tal vez, como el demonio maligno que invadió a Reagan en El exorcista. Algo que permaneciera simplemente allí sentado en la celda de soldadura casera de Mike Anderson, observando, esperando…

¿Esperando qué?

Bueno, pues la tormenta, por supuesto. La tormenta del siglo. Una tormenta lo bastante intensa como para cortar todo contacto de la isla de Little Tall con el continente, como para dejarla enteramente a merced de sus propios recursos. La nieve es hermosa; la nieve es mortífera; la nieve constituye además un velo, como el que utiliza el mago para ocultar sus trucos de prestidigitación. Seccionado del mundo, oculto por la nieve, mi malvado en su celda (para entonces ya pensaba en él con un nombre específico, Andre Linoge) podría causar mucho daño. Y tal vez pudiera hacerlo sin siquiera abandonar aquel catre en que se sentaba con las piernas separadas y los brazos sobre las rodillas.

Había llegado a tal punto en mis reflexiones para octubre o noviembre de 1996; un hombre malvado (o quizá un monstruo disfrazado de hombre) en una celda, una tormenta incluso mayor que aquella que paralizara por completo todo el corredor del noreste a mediados de los años setenta, una comunidad abandonada a sus propios recursos. Me intimidaba la perspectiva de crear una comunidad por entero (ya lo había hecho en dos novelas, El misterio de Salem’s Lot y La tienda, y supone un desafío extenuante), pero la posibilidad de hacerlo me tentaba. También sabía que había llegado a un punto en que debía ponerme a escribir o desperdiciaría la oportunidad. Las ideas más completas en sí —la mayoría de ellas, en otras palabras— perduran durante un período considerable de tiempo, pero un relato que surge de una sola imagen, uno cuya existencia es en su mayor parte potencial, parece un artículo mucho más perecedero.

Creí que las probabilidades de que La tormenta del siglo se derrumbara por su propio peso eran bastante elevadas, pero, fuera como fuese, en diciembre de 1996 empecé a escribir. El impulso definitivo me lo proporcionó el hecho de comprender que si situaba el relato en la isla de Little Tall, dispondría de una buena oportunidad de decir algo interesante y provocativo sobre la mismísima naturaleza de la comunidad, pues en América no existen comunidades más unidas que las de las islas frente a la costa de Maine. A sus habitantes les unen lazos de situación, tradición, intereses y prácticas religiosas comunes y el llevar a cabo trabajos difíciles que a veces rayan en lo peligroso. Constituyen además grupos cerrados con estrechos vínculos sanguíneos; las poblaciones de la mayoría de islas están compuestas a partir de media docena de antiguas familias en las que primos y sobrinos y parientes políticos se entrelazan como en las clásicas colchas a base de retales.* Si es usted un turista (o un veraneante), le tratarán con amabilidad, pero no espere llegar a indagar en sus vidas. Puede usted acudir a su chalet con vistas al estrecho durante sesenta años y seguirá siendo un forastero. Porque la vida en una isla es diferente.

Escribo sobre pueblos porque soy un chico de pueblo (aunque no un isleño, me apresuro a añadir; cuando escribo sobre Little Tall lo hago como forastero), y la mayoría de mis relatos sobre pueblos —los de Jerusalem’s Lot, Castle Rock o Little Tall— están en deuda con Mark Twain (El hombre que corrompió a Hadleyburg) y Nathaniel Hawthorne (Young Goodman Brown). Y aun así todos ellos, o eso me parece, se centran en cierta premisa que no se ha analizado: la de que la invasión de algo malévolo siempre debe hacer añicos la comunidad, separando a sus integrantes y tornándolos ene

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