Venganza en Devil's Acre (Inspector Thomas Pitt 7)

Anne Perry

Fragmento

1

El agente de policía Withers estornudó. El gélido viento de enero aullaba en aquel callejón que llegaba hasta el Támesis. Tres horas faltaban aún para el despuntar del día y las farolas de gas de las calles principales apenas iluminaban el lúgubre callejón lleno de inmundicias, junto a la Parcela del Diablo1 y a la sombra del mismísimo Westminster.

Volvió a estornudar. Tenía metido en la garganta el hedor del matadero que había a cincuenta metros, además de la pestilencia de las alcantarillas, la mugre y los desperdicios acumulados durante años.

Bueno, eso sí era extraño: la puerta del patio estaba abierta. No debería estarlo a esas horas. Seguramente no era nada importante, algún aprendiz descuidado que había olvidado cerrarla. En todo caso, y aunque sin duda la carne que pudiera haber estaría guardada en las salas refrigeradas, ya tenía algo con que matar el aburrimiento de rondar por las grises aceras.

Cruzó el callejón hacia el matadero. Sería mejor que echara un vistazo al interior para comprobar que todo estaba en orden.

Asomó la cabeza por la puerta. Reinaba el silencio; tan sólo había un borracho durmiendo en el centro del patio. Sería mejor obligarle a salir de allí por su propio bien, antes de que llegaran los matarifes y le echaran a patadas.

–Vamos, abuelo –dijo agachándose para sacudir al viejo por el hombro–. Más vale que se vaya. Aquí no se le ha perdido nada. ¡A quién se le ocurre escoger un sitio como éste para echarse a dormir!

El hombre no se movió.
–¡Vamos, abuelo! –Le sacudió más fuerte y alzó la linterna para verlo mejor. ¿Acaso el pobre viejo se había muerto de frío? Desde luego no sería el primero que veía el agente Withers, y no todos viejos. Muchos niños de corta edad morían de frío en lo más crudo del invierno.

La luz iluminó el rostro del hombre. Sí, pobre diablo, estaba muerto; tenía los ojos abiertos y la mirada fija.

Qué raro, pensó. Los que se mueren de frío suelen hacerlo mientras duermen. El rostro del muerto tenía una expresión de sobresalto, como si la muerte le hubiera pillado por sorpresa. P. C. Withers bajó la linterna.

–¡Oh, Dios todopoderoso!

El muerto tenía la entrepierna y los muslos cubiertos de sangre: le habían rajado los pantalones de lana marrón con un cuchillo y le habían cortado los genitales, que yacían entre las rodillas en una masa sanguinolenta de irreconocible pulpa.

El rostro de Withers se cubrió de sudor frío. Sintió náuseas y las piernas le temblaron. Dios bendito, ¿qué clase de alimaña le haría eso a un hombre? Se tambaleó hacia atrás hasta dar contra la pared. Bajó la cabeza para reprimir las náuseas.

Tardó un rato en tener la cabeza suficientemente despejada para pensar en lo que debía hacer. Pedir ayuda, eso desde luego. Y alejarse de allí y de aquella abominación.

Se irguió, se dirigió hacia la puerta y la cerró con un fuerte golpe al salir, alegrándose de sentir el viento cortante del este, aunque llevara consigo la húmeda frialdad del mar. El asesinato era moneda corriente en los atestados suburbios de Londres en aquel año de Nuestro Señor de 1887, pero jamás había visto un acto de bestialidad semejante.

Tenía que encontrar a otro policía que se quedara allí de guardia mientras él acudía a informar a sus superiores. ¡A Dios gracias no tenía aún rango suficiente para ocuparse de un asunto como aquél!

Dos horas más tarde, el inspector Thomas Pitt cerraba la puerta del matadero e iluminaba el patio con su linterna. Miró el cadáver que yacía tal como lo había encontrado el agente. Su aspecto a la tenue luz del amanecer incipiente era grotesco.

Se agachó y movió un hombro del cadáver para ver si había algo debajo de él, un arma quizá, u otra herida. La mutilación por sí sola no justificaba la muerte, y sin duda un hombre que sufría una agresión tan espantosa habría intentado defenderse, o contener la efusión de sangre. Desechó la idea, asqueado, e hizo caso omiso del sudor frío que le recorría la espalda empapándole la camisa.

Observó el cadáver. El muerto no tenía el menor rastro de sangre en las manos. Incluso las uñas estaban limpias, lo que resultaba muy curioso en cualquier persona que frecuentara una zona como aquélla, por no hablar de alguien que dormía en el patio de un matadero.

Examinándolo con mayor atención, descubrió una mancha grande y oscura debajo del cuerpo que se correspondía con otra igual en la chaqueta y estaba situada cerca de la espina dorsal, apuntando al corazón a través de las costillas. El inspector levantó la linterna para mirar más de cerca, pero no vio sangre en ningún otro lugar del suelo de piedra. Se levantó, limpiándose las manos en las perneras de los pantalones. Podía pasar al rostro.

Era una cara de grandes mandíbulas y nariz ancha; el cutis era de un leve tono cetrino y estaba marcado por arrugas de buen humor alrededor de la boca. Los ojos eran pequeños y redondos. En suma, el rostro de un aficionado a la buena vida. Tenía una figura corpulenta y apenas alcanzaba una estatura media; sus manos eran fuertes, regordetas y de una absoluta pulcritud; los cabellos, castaños y encanecidos.

Sus ropas estaban confeccionadas con una gruesa lana marrón que se abombaba en ciertos puntos por el uso y estaba arrugada a la altura del estómago. Había restos de comida en los pliegues del chaleco. Pitt cogió una migaja, la estrujó entre los dedos y la olisqueó. Queso Stilton, si no se equivocaba, u otro parecido. Los habitantes de la Parcela del Diablo no comían Stilton.

Oyó ruido de pasos a su espalda. Se dio la vuelta, feliz de tener compañía.

–Buenos días, Pitt. ¿Qué tiene aquí esta vez? –Era Meddows, el forense de la policía, un hombre capaz de un insufrible buen humor en los momentos más inoportunos. Pero en esta ocasión su voz no le pareció sarcástica, sino como una suave brisa de cordura en medio de aquella terrible pesadilla.

–Oh, Dios. –De pie junto a Pitt, el forense contempló el cadáver–. Pobre tipo.

–Apuñalado por la espalda –explicó Pitt.
–¿Ah, sí? –Meddows enarcó una ceja y miró a Pitt de reojo–. Bien, supongo que ya es algo. –Se acuclilló, situó su lámpara de lentes convexas en el ángulo preciso e inició un detenido examen del cadáver–. No es necesario que mire –señaló sin volver la cabeza–. Si encuentro algo interesante ya se lo diré. Para empezar, esta mutilación ha sido una auténtica carnicería. No han hecho más que coger un cuchillo y cortar. Y aquí tiene el resultado.

–¿Sin ninguna técnica? –preguntó Pitt mirando por encima de la cabeza de Meddows la luz del alba reflejada en las ventanas del matadero.

–Ninguna en absoluto, sólo… –suspiró–. Sólo un odio inhumano.

–¿Un loco?
–¿Quién sabe? –dijo Meddows con una mueca–. Atrápelo y entonces quizá podré decírselo… A propósito, ¿quién es este pobre diablo? ¿Lo ha averiguado ya?

Pitt no había pensado siquiera en registrar el cadáver. Era la primera cosa que debería haber hecho. Se agachó y empezó a registrar los bolsillos del muerto.

Halló cuanto cabía esperar excepto dinero, y quizá eso no lo esperara en realidad. Había un reloj de oro, muy rayado, pero que aún funcionaba, y un llavero con cuatro llaves. Una de éstas parecía corresponder a una caja fuerte, dos eran llaves de puertas y la última de un armario o cajón, a juzgar por su tamaño; es decir, lo que podía tener cualquier hombre de mediana edad en una situación moderadamente próspera. Encontró también dos pañuelos de fino algodón egipcio y dobladillos bien hechos. Había tr

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