Mi querida Sunday

Mary Higgins Clark

Fragmento

UN CRIMEN PASIONAL

–Cuidado con la cólera de un hombre paciente –observó con tristeza Henry Parker Britland IV mientras observaba la foto de su ex secretario de Estado.

Acababa de enterarse de que habían acusado a su amigo íntimo y aliado político del asesinato de su amante, Arabella Young.

–¿Crees entonces que ha sido el pobre Tommy? –preguntó Sandra O’Brien Britland con un suspiro mientras untaba mermelada casera sobre un panecillo recién horneado.

Aún era temprano y la pareja estaba cómodamente instalada en su enorme cama matrimonial de Drumdoe, la casa de campo que tenían en Bernardsville, Nueva Jersey. El Washington Post, el Wall Street Journal, el New York Times, el Times (de Londres), L’Osservatore Romano y el Paris Review, en diferentes fases de lectura, estaban desparramados; algunos sobre la ligera colcha floreada, otros en el suelo. Delante de cada uno de ellos había una bandeja con un desayuno completo y una rosa en un pequeño florero de plata.

–En realidad no –dijo Henry al cabo de un momento, meneando ligeramente la cabeza–. Me resulta imposible de creer. Tom siempre tuvo un sólido dominio de sí mismo. Por eso fue tan buen secretario de Estado. Pero desde que murió Constance, durante mi segundo mandato, no ha vuelto a ser el mismo. Y todo el mundo vio claramente que cuando conoció a Arabella, se enamoró de ella con locura. Naturalmente que lo que también empezó a notarse con claridad al cabo de un tiempo fue que había perdido parte de ese férreo autodominio… Nunca olvidaré la vez que tuvo ese patinazo y llamó a Arabella «cuchi cuchi» delante de lady Thatcher.

–Ojalá nos hubiéramos conocido en aquella época –dijo Sandra, compungida–. Por supuesto que no siempre estaba de acuerdo contigo, pero pensaba que eras un presidente excelente. Pero hace nueve años, cuando asumiste la presidencia por primera vez, estoy segura de que te habría parecido aburrida. ¿Qué podía tener de interesante una estudiante de derecho para el presidente de Estados Unidos? Quiero decir que, con suerte, me habrías encontrado atractiva, pero no me habrías tomado en serio. Al menos, como ya era congresista cuando me conociste, me consideraste con cierto respeto.

Henry se volvió y miró con afecto a su flamante esposa desde hacía ocho meses. Tenía despeinado el cabello color trigo de invierno. La expresión de sus ojos azules trasmitía simultáneamente inteligencia, simpatía, ingenio y humor; a veces, también asombro infantil. Henry le sonrió mientras recordaba la primera vez que se habían visto: él le había preguntado si todavía creía en Papá Noel.

La tarde anterior a la toma de posesión de su sucesor, Henry había ofrecido una recepción en la Casa Blanca para los nuevos miembros del Congreso.

–Creo en lo que representa Papá Noel, señor –había respondido Sandra–. ¿Y usted?

Más tarde, mientras los invitados se retiraban, la había invitado a una cena tranquila.

–Lo siento –había respondido ella–, pero he quedado con mis padres y no puedo fallarles.

Aquella noche, la última de Henry en la Casa Blanca, mientras cenaba solo, recordó a todas las mujeres que durante los últimos ocho años habían cambiado sus planes sin problemas en una fracción de segundo, y se dio cuenta de que, al fin, había encontrado a la mujer de sus sueños. Se casaron al cabo de seis semanas.

Al principio, el interés de la prensa parecía que no acabaría nunca. La boda del soltero más codiciado del país –el ex presidente de cuarenta y cuatro años– con la hermosa y joven congresista, doce años menor que él, desató un frenesí de noticias. Hacía años que no había una boda que animara tanto la imaginación colectiva.

El hecho de que el padre de Sandra fuera maquinista de los Ferrocarriles de Nueva Jersey, que ella hubiera hecho la carrera en el Saint Peters College y en la Fordham Law School trabajando, que hubiera pasado siete años como defensora de oficio, y luego, con una derrota inesperada, le hubiese ganado el escaño del Congreso al viejo representante de Nueva Jersey, la había convertido en un modelo para las mujeres y en la niña mimada de los medios de comunicación.

La situación de Henry, uno de los dos presidentes norteamericanos más populares del siglo XX, así como su enorme fortuna personal, junto al hecho de encabezar regularmente la lista de los hombres más apuestos del país, lo convertían asimismo en objeto de muchos reportajes y de la envidia de otros hombres que no hacían más que preguntarse por qué los dioses habían sido tan claramente magnánimos con él.

El día de la boda, un periódico sensacionalista había publicado el titular «Lord Henry Brinthrop se casa con Sunday, nuestra chica», en referencia a una novela radiofónica que había sido terriblemente popular y que cinco veces por semana, durante muchos años, hacía la pregunta: «¿Puede una chica de un pueblo minero del Oeste ser feliz casada con el lord más rico y guapo de Inglaterra, lord Henry Brinthrop?»

Inmediatamente todo el mundo empezó a llamar Sunday a Sandra, incluido su enamorado marido. Al principio el apodo le molestaba, pero se resignó cuando Henry señaló que para él tenía un doble significado; por un lado la consideraba un amor de «domingo»,* en referencia a la letra de una de sus canciones favoritas. «Además –añadió- te va de maravilla. Tip O’Neill tenía un apodo perfecto para él; Sunday es igual de perfecto para ti.»

Esa mañana, mientras observaba a su marido, Sunday pensó en los meses que habían pasado juntos, días en los cuales, hasta esa mañana, casi no habían tenido preocupaciones. Pero, ahora, al ver el auténtico desasosiego en los ojos de su marido, lo cogió de la mano.

–Estás preocupado por Tommy, lo sé. ¿Qué podemos hacer para ayudarlo?

–Me temo que no mucho. Para empezar voy a cerciorarme de que el abogado que ha contratado esté a la altura del caso, pero independientemente de quién sea, la perspectiva no es muy buena. Piensa en ello. Es un crimen especialmente despiadado, y cuando se contemplan las circunstancias cuesta creer que no haya sido Tom. La mataron de tres disparos con la pistola de Tommy, en la biblioteca de su casa, justo después de que él le hubiera dicho a alguna gente que estaba muy trastornado a causa de que ella hubiera roto con él.

Sunday cogió uno de los periódicos y examinó la foto de un sonriente Thomas Shipman cogiendo del hombro a la deslumbrante mujer de treinta años que lo había ayudado a secar las lágrimas por la muerte de su esposa.

–¿Qué edad tiene Tommy? –preguntó.

–No sé muy bien. Supongo que unos sesenta y cinco.

Ambos estudiaron la fotografía. Tommy era un hombre esbelto y delgado, de cabello gris poco espeso y cara de erudito. Como contrapartida, la mata de pelo cardado de Arabella Young enmarcaba un rostro atrevidamente guapo, y su cuerpo tenía el tipo de curvas que se ven en las portadas de Playboy.

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