El tercer gemelo

Ken Follett

Fragmento

1

Una oleada de calor se extendía sobre Baltimore como un sudario. Cien mil aspersores refrescaban con su rocío el césped que alfombraba los exuberantes barrios residenciales, pero los vecinos ricachones permanecían dentro de sus casas con el aire acondicionado al máximo de su potencia refrigeradora. En la avenida del Norte, alicaídas busconas no se movían de la sombra y sudaban bajo los postizos y pelucas, mientras en las esquinas los mozalbetes trapicheaban la droga que extraían de los bolsillos de sus holgados pantalones cortos. Septiembre estaba en las últimas, pero el otoño parecía encontrarse muy lejos.

Un oxidado Datsun de color blanco, con el cristal de uno de los faros sujeto con dos tiras cruzadas de cinta aislante, atravesó el barrio de trabajadores blancos situado al norte del centro urbano. El coche carecía de aire acondicionado y el conductor llevaba bajado el cristal de las ventanillas. Era un individuo bien parecido, de veintidós años, ataviado con pantalones vaqueros, camiseta blanca de manga corta y una gorra roja de béisbol en cuya parte frontal figuraba la palabra SEGURIDAD en letras blancas. A causa del sudor, la tapicería de plástico resbalaba bajo sus muslos, pero el hombre no estaba dispuesto a permitir que eso le jorobase. Estaba de buen humor. La radio del automóvil sintonizaba la 92Q, «¡Veinte improvisaciones seguidas!». En el asiento del copiloto había una carpeta abierta. El hombre la echaba un vistazo de vez en cuando para aprenderse de memoria, con vistas a la prueba del día siguiente, las voces técnicas de una página mecanografiada. Le resultaba fácil aprender, en cuestión de minutos habría asimilado aquel material.

En un semáforo, una rubia al volante de un Porsche se detuvo junto a él. El conductor del Datsun le dedicó una sonrisa y ponderó:

—¡Bonito coche!

La dama desvió la vista, sin decir palabra, pero el hombre creyó vislumbrar un conato de sonrisa en la comisura de la boca femenina. Era harto probable que tras las enormes gafas de sol la señora le doblase la edad: ocurría así con la mayor parte de las mujeres que circulaban en Porsche.

 —Le echo una carrera hasta el próximo semáforo —desafió el hombre. La mujer dejó oír el musical cascabeleo de una risa matizada de coquetería un segundo antes de poner la primera con una mano fina y elegante y arrancar como un cohete.

El conductor del Datsun se encogió de hombros. Sólo estaba probando suerte.

Rodó hacia las proximidades del arbolado campus de la Universidad Jones Fall, un colegio mayor miembro de la Ivy League, la liga intercolegial de equipos deportivos universitarios, mucho más pijo y fastuoso que el colegio al que había asistido él. Al pasar por delante de la imponente puerta de acceso, se cruzó con un grupo de ocho o diez muchachas que trotaban a paso ligero, vestidas con prendas de ejercicio: pantalones cortos muy ceñidos, zapatillas Nike, sudadas camisetas de manga corta y un peto sobre ellas. Supuso que se trataba de un equipo de hockey sobre hierba en pleno entrenamiento y la imponente moza que iba al frente era sin duda la capitana, que las ponía en forma para la temporada.

Entraron en el campus y, de súbito, el hombre se sintió agobiado, hundido en la ciénaga de una fantasía tan impetuosa y emocionante que apenas le quedó capacidad visual para conducir. Se las imaginó en el vestuario —la regordeta enjabonándose en la ducha, la pelirroja secándose con la toalla la larga cabellera color cobre, la negra calzándose unas braguitas de encaje blanco, el marimacho de la capitana mariposeando por allí en cueros vivos, exhibiendo su musculatura— en el preciso instante en que sucedía algo que las aterrorizaba. El pánico se apoderó repentinamente de ellas, desorbitaron los ojos y prorrumpieron en histéricos sollozos y chillidos, al borde del ataque de nervios. La gordita fue a parar al suelo y allí se quedó, sumida en desconsolado llanto, mientras las demás la pisaban, desentendidas de su apuro, con un único y desesperado propósito: ocultarse, encontrar la puerta de salida, huir de lo que las empavorecía.

El hombre frenó al borde de la carretera y puso el automóvil en punto muerto. Respiraba entrecortadamente y percibió el martilleo de los latidos del corazón. Aquella era la mejor visión que había tenido jamás. Pero le faltaba un detalle. ¿Qué era lo que asustaba a las chicas? El hombre efectuó un minucioso reconocimiento por los reinos de su fértil imaginación y se le hizo la boca agua de deseo al dar con lo que buscaba: fuego. Se había declarado un incendio y las llamas aterraban a las mozas. Tosían y se asfixiaban en medio de la humareda, iban de un lado para otro, medio desnudas y frenéticas.

—¡Dios mío! —susurró el hombre, con la mirada perdida al frente, mientras veía la escena como una película que se proyectase sobre el parabrisas del Datsun.

Se calmó al cabo de un rato. La fiebre del deseo continuaba alta, pero la fantasía ya no resultaba suficiente: era como la idea de una cerveza cuando la  sed le volvía loco. Se levantó los faldones de la camiseta y se secó el sudor de la frente. Se daba perfecta cuenta de que debía olvidarse de aquella quimera y reanudar la marcha; pero era demasiado maravillosa. Llevaba implícita un peligro terrible —le condenarían a varios años de cárcel en el caso de que le cogieran—, pero el peligro nunca le impidió hacer lo que se le antojaba en la vida. Trató de resistir la tentación, aunque sólo durante un segundo.

—Quiero intentarlo —murmuró. Hizo dar media vuelta al coche, franqueó la gran puerta y entró en el campus.

Había estado allí antes. El recinto de la universidad se extendía sobre una superficie de cuarenta hectáreas de espacio de césped, jardines y florestas. La mayoría de sus edificios eran de ladrillo rojo, con algunas construcciones de hormigón y cristal, todos ellos conectados entre sí mediante una maraña de estrechas carreteras flanqueadas por numerosos parquímetros.

El equipo de hockey había desaparecido, pero el automovilista encontró el gimnasio sin dificultad: era un edificio bajo, situado a continuación de una pista de atletismo, y tenía frente a la fachada la estatua de un discóbolo. Detuvo el coche ante un contador de aparcamiento, pero no introdujo ninguna moneda; nunca echaba monedas en los parquímetros. De pie en la escalinata del gimnasio, la musculosa capitana del equipo de hockey hablaba con un tipo con una sudadera desgarrada. El intruso subió las escaleras con paso rápido, dedicó a la capitana una sonrisa al pasar junto a la pareja y atravesó la entrada del edificio.

Hormigueaban por el vestíbulo multitud de jóvenes de ambos sexos, que iban de aquí para allá en pantalón corto, con cinta en la cabeza, la raqueta en la mano, algunos, y la bolsa de deportes colgada del hombro, prácticamente todos. Era indudable que la mayor parte de los equipos de la universidad se entrenaban el domingo. En medio del vestíbulo, un guardia de seguridad comprobaba desde detrás de su escritorio las tarjetas de los estudiantes; pero en aquel momento un nutrido grupo de corredores pasó por delante del vigilante, unos agitaron la tarjeta, otros se olvidaron de hacerlo y el guardia de seguridad se encogió de hombros y continuó su lectura de La zona muerta.

El extraño dio media vuelta y disimuló contemplando la colección de copas de plata expuestas en una vitrina, trofeos ganados por los atletas de la Jones Falls. Instantes después irrumpía en el vestíbulo un equipo de fútbol, diez hombres y una mujer fornida, calzados con botas de tacos, y el intruso se apresuró a mezclarse con el grupo. Cruzó la pieza como si formara parte del conjunto y descendió con ellos por la amplia

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