El degollador de Hyde Park (Inspector Thomas Pitt 14)

Anne Perry

Fragmento

El degollador de Hyde Park

1

—¡Oh, George! —suspiró Millicent alborozada—. Qué preciosidad. Nunca había estado en el parque a esta hora. El amanecer es tan romántico, ¿no te parece? ¡Es el inicio de todo! —George se limitó a tamborilear un poco más rápido sobre la hierba húmeda—. Fíjate en la luz reflejada en el agua —prosiguió ella extasiada—. Parece una bandeja de plata.

—Una bandeja muy rara, la verdad —murmuró George, contemplando el largo y angosto Serpentine con menos entusiasmo que ella.

—Será como estar en el país de las hadas. —Millicent no tenía el menor respeto por lo práctico en momentos así. Había ido al parque a primera hora de la mañana para navegar a solas con George por el lago. Se recogió las faldas para que no se le empaparan de rocío; eso era de mero sentido común. A nadie le gustaba que la tela se le pegara húmeda a los tobillos.

—No somos los primeros —dijo George disgustado. Uno de los botes estaba a unos tres metros de la orilla, pero la persona que iba a bordo estaba extrañamente doblada, como si buscara algo en el fondo de la embarcación.

Millicent no pudo disimular su desilusión. Habiendo alguien presente, alguien ajeno a lo idílico, no había romanticismo. Ya no era posible imaginar que Hyde Park, en pleno centro de Londres, era un bosque de algún archiducado europeo y George un príncipe, o un caballero al menos; aquella vulgar intromisión estropearía la escena. Sin contar con que ella no debía estar allí sin carabina, y lo último que necesitaba era un testigo.

—A lo mejor se marcha —dijo esperanzada.

—Pues no se mueve —replicó George. Levantó la voz—: Usted perdone, ¿se encuentra bien? —Frunció el entrecejo—. No puedo verle la cara —añadió volviéndose hacia Millicent—. Espera aquí. Veré si es tan amable de apartarse un poco. —Echó a andar hacia el embarcadero sin pensar en que se le mojarían los zapatos, pero al llegar a la orilla resbaló y cayó al agua con un fuerte chapoteo.

—¡Oh! —exclamó Millicent, azorada y conteniendo la risa—. ¡Oh, George!

Corrió por la hierba mientras él removía el barro con un ruido de mil demonios sin que al parecer fuera capaz de recuperar el equilibrio. Curiosamente, el hombre de la barca no se dio cuenta de nada.

Por fin, a la luz que iba ganando rápidamente intensidad, Millicent comprendió por qué. Había supuesto, como antes George, que el hombre estaba doblado hacia adelante. No era así. En realidad le faltaba la cabeza; no había nada sobre sus hombros salvo el muñón sanguinolento de su cuello.

Millicent perdió el conocimiento y se derrumbó en la hierba.

—Sí, señor —dijo el agente—. El honorable capitán Oakley Winthrop, de la Marina Real. Lo encontraron decapitado en uno de esos botes de remos que hay en el Serpentine. Al amanecer. Dos enamorados en busca de un poco de romanticismo. —Aplicó a esta última palabra un deje de infinita mofa—. Los pobres se desmayaron allí mismo; no tenían estómago para aquel espectáculo.

—No me extraña —dijo el superintendente Thomas Pitt—. Sería preocupante que hubiera sido de otro modo.

El policía, evidentemente, no le entendió.

—Sí, señor —dijo con mansa obediencia—. Llamaron a los guardias, una vez el caballero se repuso y pudo salir del agua. Debió de caerse del susto, imagino yo. —Sus labios se contrajeron ligeramente, pero en su voz no había asomo de humor—. El agente Wither fue quien acudió. Estaba de servicio en el parque. Con un vistazo al cadáver comprobó que aquello era serio, de modo que avisó a su sargento y entre los dos volvieron a examinarlo. —Tomó aire a la espera de que Pitt dijese algo.

—¿Y bien? —le espetó éste.

—Fue entonces cuando descubrieron quién era el muerto. Como se trataba de un miembro importante de la marina, honorable para más señas, pensaron que el asunto debía llevarlo alguien de su categoría, señor. —Miró satisfecho a Pitt.

Pitt acababa de ser ascendido a superintendente. Se lo había ganado a pulso porque sabía que su verdadero talento consistía en trabajar tanto en los bajos fondos, con los pobres o los criminales auténticos, como en los cuartos de la servidumbre y los salones de la gente bien.

A finales del otoño del año anterior, 1889, su superior, Micah Drummond, había dejado el cargo para casarse con la mujer a la que amaba desde el gran escándalo que acabó arruinando a su marido y costándole la vida. Drummond había recomendado a Pitt para el puesto basándose en que, a pesar de no ser un caballero, tenía mucha experiencia como policía, oficio para el que estaba indudablemente dotado, habiendo demostrado ser capaz de resolver hasta los casos más delicados, aquellos en que estaban involucradas personas de alto rango social o político.

Y tras el fiasco de los asesinatos de Whitechapel, todavía por resolver, y la gran impopularidad del cuerpo de policía, que estaba perdiendo credibilidad, había llegado el momento de un cambio radical.

En la primavera de 1890, inicio de una nueva década, Pitt era pues el máximo responsable de la comisaría de Bow Street, muy especialmente para casos delicados que podían resultar muy incómodos si no se los manejaba con tacto y extrema prontitud. De ahí que el agente Grover estuviera en el bonito despacho que Pitt había heredado de Drummond, hablándole del decapitado y honorable capitán Oakley Winthrop, a sabiendas de que Pitt estaba obligado a asumir el caso.

—¿Qué más sabe? —preguntó Pitt, mirando a Grover y retrepándose en el sillón que aun ahora le seguía pareciendo el de Drummond.

—¿Perdón?

—¿Qué ha dicho el forense? —le urgió Pitt.

—Que murió porque le cortaron la cabeza —contestó Grover, alzando un poco el mentón.

Pitt iba a decirle que no fuera insolente, pero de hecho todavía estaba tanteando a sus nuevos subalternos. No había trabajado estrechamente con ellos, salvo en contadas ocasiones con algún sargento. Se le consideraba más un rival que un colega.

Habían obedecido a Micah Drummond porque era de una familia distinguida y acaudalada y tenía tras él una carrera militar, por lo que estaba doblemente habituado a dar órdenes. Pitt era hijo de un guardabosque y hablaba bien únicamente porque había sido educado, en trato de favor, con el hijo de la finca. No tenía los modales ni la apariencia de alguien nacido para mandar. Era alto, pero adoptaba a menudo una postura extraña. Llevaba el pelo desarreglado, incluso en los mejores días. En los peores, era como si hubiera salido de un vendaval. Vestía con gran abandono y llevaba en los bolsillos un increíble surtido de cosas que pensaba podían serle útiles en algún momento.

El personal de Bow Street tardaba en habituarse a él, y Pitt se daba cuenta de que lo suyo no era mandar. Estaba acostumbrado a descuidar el reglamento, y a ser tolerado porque le salían bien las cosas. El mando suponía obligaciones d

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