Los crímenes de Cater Street (Inspector Thomas Pitt 1)

Anne Perry

Fragmento

Capítulo 1

1

Charlotte Ellison estaba de pie en el centro de la sala de estar con un periódico en las manos. Su padre no había sido demasiado precavido al dejarlo sobre una de las mesas. No le gustaba que su hija leyese semejantes cosas; prefería contarle él las noticias que consideraba aptas para una jovencita. Y por supuesto eso excluía escándalos –personales o políticos–, asuntos susceptibles de controversia y, naturalmente, cualquier clase de crímenes; en suma, todo aquello que pudiese resultar interesante.

Para leerlo, Charlotte tenía que ir a la habitación de Maddock, el mayordomo, que guardaba el periódico para echarle una ojeada antes de tirarlo, y por ello siempre llevaba por lo menos un día de retraso con respecto al resto de los londinenses.

Sin embargo, en aquella ocasión tenía entre sus manos el periódico del día, con fecha 20 de abril de 1881, y en su noticia más destacada anunciaba la muerte del señor Disraeli, ocurrida el día anterior. Charlotte se preguntó en primer lugar cómo le habría sentado aquello al señor Gladstone. ¿Habría sentido la pérdida? ¿Acaso un acérrimo enemigo podía llegar a formar parte de la vida de alguien en igual medida que un gran amigo? Seguramente sí. Cada hilo tiene su lugar en el vasto tejido de los sentimientos.

Sonaron unos pasos en el vestíbulo, y Charlotte se apresuró a dejar el periódico en su sitio. No había olvidado la ira de su padre al descubrirla, tres años atrás, leyendo la edición vespertina de un diario. En aquella ocasión el artículo explicaba un intercambio de calumnias entre el señor Whistler y el señor Ruskin, y el enfado de su padre había sido incluso comprensible. Pero el año anterior, sin ir más lejos, había mostrado el mismo disgusto al ver que su hija se interesaba por las noticias de la guerra zulú contadas por personas que habían estado en África. Se había molestado tanto que le prohibió leer aun los pasajes más inocentes. Al final Dominic, el esposo de su hermana, le había contado lo que sabía; pero siempre le llegaban las cosas por lo menos con un día de retraso.

Al recordar a Dominic, olvidó por completo al señor Disraeli y los titulares del periódico. Dominic la había fascinado desde su primera visita a la casa, seis años antes, cuando Sarah tenía sólo veinte años, Charlotte diecisiete y Emily trece. Por supuesto, había escogido a Sarah; Charlotte sólo podía entrar en la sala en compañía de su madre, de modo que los encuentros estaban sujetos al más estricto decoro. Dominic, apenas la veía, pronunciaba palabras vagamente amables mientras sus ojos observaban, por encima de su hombro izquierdo, la rubia melena y el delicado rostro de Sarah. Charlotte, con su melena caoba tan difícil de peinar y sus facciones algo duras, era tan sólo un compromiso del que había que librarse con buenos modales.

Naturalmente, un año después contrajeron matrimonio, y Dominic perdió parte de su misterio. Había dejado de pertenecer al mágico mundo de los sueños románticos. Sin embargo, cinco años después, a pesar de vivir bajo el mismo techo, en la misma casa, grande y perfectamente ordenada, Dominic seguía ejerciendo sobre ella igual fascinación que el día de su primer encuentro y no había perdido ni un ápice de encanto.

Los pasos que se habían oído en el vestíbulo eran precisamente los suyos. Lo sabía sin necesidad de pensarlo. Formaba parte de su vida: estaba atenta al menor de sus movimientos, lo reconocería en medio de una muchedumbre, sabía en qué parte de la habitación se encontraba y recordaba cada una de sus frases, incluso las más triviales.

Se había acostumbrado a la situación. Dominic siempre había estado fuera de su alcance. Nunca se había interesado por Charlotte, ni ella había concebido jamás la posibilidad de que eso ocurriese. Tal vez algún día encontraría alguien a quien querer y respetar, el hombre adecuado, y su madre hablaría con él, comprobaría si era una persona aceptable desde todos los puntos de vista. Su padre llevaría a cabo los preparativos necesarios, tal como había ocurrido con Dominic y Sarah, y como sin duda ocurriría también con Emily y algún pretendiente a su debido tiempo. No era algo en lo que desease pensar, pero formaba parte de su futuro. El presente lo formaban Dominic, la casa, sus padres, Emily, Sarah y la abuela. El presente era la tía Susannah, que pasaría a tomar el té en unas dos horas, y el hecho de que los pasos del vestíbulo se alejaban, permitiéndole así echar otro vistazo al periódico.

Unos minutos después, su madre entró en la sala tan silenciosamente que Charlotte no se dio cuenta.

–Charlotte.

Era demasiado tarde para ocultar lo que estaba haciendo. Bajó un poco el periódico y miró directamente a los ojos castaños de su madre.

–Sí, mamá –dijo con tono de verdadera confesión.

–Ya sabes lo que opina tu padre de que leas esas cosas. –Lanzó una mirada al periódico–. No entiendo qué te impulsa a hacerlo; tu padre nos pone al corriente de las noticias agradables que aparecen publicadas, y son muy pocas. Si te empeñas en leerlas personalmente, por lo menos hazlo de manera discreta; ve a la habitación de Maddock o pídele a Dominic que te cuente lo que sepa.

Charlotte se sonrojó. Miró hacia otro lado. ¡No tenía la menor idea de que su madre conociese sus visitas al cuarto de Maddock y mucho menos que estuviera al tanto de sus conversaciones con Dominic! ¿Se lo habría contado el propio Dominic? ¿Por qué la sola posibilidad le dolía como una traición? Era una idea ridícula. Confiaba plenamente en Dominic. ¿Cómo había podido siquiera imaginar algo parecido?

–Tienes razón, mamá. Lo siento. –Arrojó el periódico sobre la mesa–. No permitiré que papá me vea.

–Si quieres leer, ¿por qué no lees libros? En la biblioteca encontrarás una obra de Dickens, y estoy segura de que aún no has leído Coningsby del señor Disraeli.

Es curioso cómo la gente afirma estar segura de algo cuando en realidad no lo está.

–El señor Disraeli murió ayer –repuso Charlotte–. No podría disfrutar de la lectura. No en estas circunstancias.

–¿El señor Disraeli? ¡Oh, querida, lo siento! Nunca me importó el señor Gladstone, pero no se lo cuentes a tu padre. Me recuerda al vicario.

Charlotte sofocó una risilla.

–¿No te gusta el vicario, mamá?

Su madre se puso seria de inmediato.

–Claro que me gusta. Ahora, por favor, ve y arréglate para el té. ¿Acaso has olvidado que la tía Susannah viene a visitarnos esta tarde?

–Pero no llegará hasta dentro de una hora y media, por lo menos –replicó Charlotte.

–Entonces borda un rato o continúa el cuadro que estabas pintando.

–No me está quedando bueno.

–¡Charlotte, la gramática! No me está quedando bien. Lo lamento. Tal vez sea mejor que acabes los guantes para que puedas llevárselos mañana a la mujer del vicario. Le prometí que se los haríamos ll

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