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Robin Cook

Fragmento

1

Lunes 18 de octubre. 4.30 de la mañana

El zumbido de los motores del avión era desigual. En un momento rugían mientras el avión se dirigía hacia tierra y al siguiente se quedaban extrañamente silenciosos, como si el piloto los hubiera apagado sin darse cuenta.

Jack Stapleton lo contemplaba aterrorizado, sabiendo que su familia iba a bordo y que no podía hacer nada. ¡El avión se iba a estrellar! Indefenso gritó: «¡No! ¡No! ¡No!»

Los gritos de Jack le sacaron piadosamente de las garras de su pesadilla recurrente. Se incorporó de golpe en la cama. Respiraba con dificultad, como si hubiese estado jugando al baloncesto, y el sudor le goteaba por la nariz. Estuvo desorientado hasta que sus ojos recorrieron el dormitorio. El ruido intermitente no lo hacía un avión. Era su teléfono. Su timbre ronco rompía incansable el silencio de la noche.

Jack miró el despertador. Los números digitales brillaban en la habitación oscura. ¡Eran las cuatro y media de la mañana! Nadie llamaba a Jack a las cuatro y media. Al levantar el auricular recordó la noche, ocho años antes, en que le había despertado una llamada para informarle que su mujer y sus hijos habían perecido.

Jack contestó el teléfono con voz rasposa y asustada.

—Eh, oh, creo que te he despertado —dijo una voz de mujer. Había ruidos en la línea.

—No sé qué le hace pensar eso —dijo Jack, bastante consciente ya como para ser sarcástico—. ¿Quién es?

—Soy Laurie. Siento haberte despertado. No pude evitarlo. —Soltó una risita.

Jack cerró los ojos y luego volvió a mirar el reloj para asegurarse de que no se había equivocado. ¡Eran realmente las cuatro y media de la mañana!

—Escucha —continuó Laurie—. Seré rápida. Quiero cenar contigo esta noche.

—¿Es una broma? —dijo Jack.
—No es ninguna broma —contestó Laurie—. Es importante. Tengo que hablar contigo y me gustaría hacerlo durante la cena. Invito yo. ¡Di que sí!

—Supongo —dijo él sin ganas de comprometerse. —Lo tomaré por un sí. Te diré dónde cuando te vea en la oficina por la mañana. ¿De acuerdo?

—Vale —dijo Jack. No estaba tan despierto como creía. Su mente no estaba trabajando lo bastante rápido.

—Perfecto. Hasta luego.

Jack parpadeó cuando se dio cuenta de que Laurie había colgado. Colgó a su vez y se quedó mirando el teléfono en la oscuridad. Conocía a Laurie Montgomery desde hacía más de cuatro años. Era una colega médica del Departamento del Forense de la ciudad de Nueva York. También era amiga suya; de hecho más que una amiga, pero ella nunca le había llamado a aquellas horas de la mañana, ya que no era madrugadora. A Laurie le gustaba leer novelas hasta bien avanzada la noche, lo que hacía que levantarse temprano le resultase una dura prueba.

Jack se dejó caer de nuevo sobre la almohada con la intención de dormir una hora y media más. Contrariamente a Laurie él sí era madrugador, pero las cuatro y media era demasiado temprano, incluso para él.

Por desgracia, pronto le quedó claro que no iba a dormir más. Entre la llamada y la pesadilla, no podía volver a dormirse. Después de hora y media de dar vueltas y vueltas, se metió en el baño.

Se miró en el espejo mientras se pasaba una mano por el rostro con barba de un día. Distraídamente contempló el incisivo izquierdo algo mellado y la cicatriz que tenía en la frente, recuerdos ambos de investigaciones extraoficiales que había hecho en relación con casos de enfermedades infecciosas. El resultado fue que Jack se había convertido en el gurú de las enfermedades infecciosas en el Departamento del Forense.

Sonrió ante su imagen. Más tarde se le ocurrió que si ocho años antes hubiese intentado adivinar, a través de una bola de cristal, cómo sería ahora, no habría conseguido imaginarlo. Por entonces era un oftalmólogo bastante corpulento, del Medio Oeste, conservador en el vestir. Ahora era un forense delgado que trabajaba en Nueva York, de pelo rizado y veteado de gris, un diente mellado y una cicatriz. En lo que se refería a la ropa, ahora llevaba cazadoras, vaqueros desteñidos y camisas azules.

Evitando los pensamientos sobre su familia, reflexionó sobre el sorprendente comportamiento de Laurie. No era propio de ella. Siempre era considerada y se preocupaba mucho por la cortesía. Nunca le hubiera telefoneado a una hora así sin una buena razón. Jack se preguntó cuál sería esa razón.

Se afeitó y entró en la ducha mientras trataba de imaginar por qué Laurie le había llamado en mitad de la noche para quedar para cenar. Habían cenado juntos a menudo, pero normalmente lo decidían en el momento. ¿Por qué habría querido concertar una cita a una hora tan intempestiva?

Mientras Jack se secaba decidió llamarla. Era ridículo que intentase adivinar lo que le estaba pasando a ella por la cabeza. Como le había despertado, no era descabellado llamarla para que se lo explicase. Pero cuando Jack llamó, saltó el contestador. Pensando que pudiera estar en la ducha le dejó un mensaje pidiéndole que le llamara.

Cuando se tomó el desayuno eran más de las siete. Como Laurie no le había devuelto la llamada, Jack volvió a intentarlo. Para su disgusto salió de nuevo el contestador. Colgó a mitad del mensaje de bienvenida.

Como ya era de día, Jack barajó la idea de ir pronto al trabajo. Fue entonces cuando se le ocurrió que quizá Laurie le hubiera llamado desde la oficina. Estaba seguro de que ella no estaba de guardia, pero cabía la posibilidad de que hubiera surgido un caso que le interesase especialmente.

Jack llamó a la oficina del forense. Marjorie Zankowski, la operadora de noche, contestó. Le dijo que estaba casi segura de que la doctora Laurie Montgomery no se encontraba allí. Dijo que el único médico era el que estaba de turno.

Con una sensación de frustración que rozaba la rabia, Jack abandonó. Decidió no gastar más energía mental tratando de imaginarse lo que le hubiese pasado por la cabeza a Laurie y fue a la sala. Se sentó en el sofá con uno de los muchos periódicos médicos que aún no había leído.

A las siete menos cuarto dejó a un lado la lectura y cogió su bicicleta de montaña Cannondale. Con ella al hombro empezó a bajar los cuatro pisos del edificio. Las primeras horas de la mañana eran las únicas en que no se oían peleas en el 2B. Abajo, Jack tuvo que sortear algunas basuras que habían dejado caer por el hueco de la escalera por la noche.

Al salir a la calle 106 Oeste, inhaló una bocanada de aire de octubre. Por primera vez aquel día se sintió renovado. Se subió a su bicicleta y se dirigió a Central Park, pasando junto a la vacía cancha de baloncesto vecina que quedaba a su izquierda.

Unos años antes, el mismo día, le habían golpeado con fuerza suficiente como para mellarle un diente, y le habían robado su primera bicicleta de montaña. Escuchando las advertencias que sus colegas, sobre todo Laurie, le hicieron sobre los riesgos de andar en bicicleta por la ciudad, Jack se resistió a comprarse otra. Pero tras ser atacado en el metro, acabó comprándola.

Al principio Jack había sido un ciclista bastante prudente cuando circulaba con su nueva bicicleta. Ahora había vuelto a sus antiguas costumbres. Al ir y venir de la oficina practicaba su salvaje pedaleo, un paseo que le excitaba dos veces al día. Su manera imprudente de pedalear, un desafío al destino, era un modo de decir que si su familia había tenido que morir, él podría haber estado con ellos y quizá se uniera a ellos pronto.

Cuando llegó a la oficina del forense en la esquina de la Primera Avenida y la calle Treinta, se había peleado con dos taxistas y

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