La cuna caerá

Mary Higgins Clark

Fragmento

La cuna caerá

1

Si no hubiera estado pensando en el caso que acababa de ganar, Katie no habría tomado la curva con tanta rapidez, pero la intensa satisfacción que le había producido el veredicto de culpabilidad aún la absorbía. Había sido un caso difícil. Roy O’Connor era uno de los principales defensores de Nueva Jersey. El tribunal había suprimido la confesión del acusado, golpe muy importante para la acusación, pero, así y todo, se las arregló para convencer al jurado de que Teddy Copeland fue el hombre que asesinó perversamente a la anciana de ochenta años, Abigail Rawlings, durante un intento de robo.

Margaret, la hermana de Miss Rawlings, se hallaba en el tribunal para escuchar el veredicto y después fue a ver a Katie:

—Estuvo maravillosa, Mrs. DeMaio —dijo—. Parece usted una joven colegiala. Nunca creí que lo lograría. Pero, cuando habló, probó cada uno de sus argumentos, e hizo que los miembros del jurado sintiesen lo que el asesino le hizo a Abby. Y ahora, ¿qué sucederá?

—Con su historial, es de esperar que el juez decida enviarle a prisión para el resto de su vida —contestó Katie.

—Gracias a Dios —añadió Margaret Rawlings.

Sus ojos, nebulosos y apagados por la edad, se llenaron de lágrimas. Y mientras se los secaba en silencio, añadió:

—Echo mucho de menos a Abby. Sólo quedábamos nosotras dos y no puedo quitarme de la cabeza todo el miedo que habrá pasado. Hubiera sido terrible que el criminal se hubiese salido con la suya.

Pero no se salió con la suya.

El recuerdo de estas palabras hizo que Katie se distrajese y apretara más el acelerador. El súbito aumento de la velocidad al coger la curva hizo que el coche patinase sobre la carretera helada.

—¡Oh, no!

Se aferró al volante, frenética. Aquella carretera vecinal estaba oscura, el coche se saltó la línea divisoria y empezó a girar. La mujer vio luces que se acercaban, a lo lejos.

Hizo todas las maniobras posibles con el volante, pero no podía controlar el coche. Se dirigía hacia el arcén de la carretera, pero éste también estaba helado. Como un esquiador a punto de saltar, el coche se detuvo un instante en el borde del arcén, mientras sus ruedas giraban antes de inclinarse hacia los campos boscosos. Frente a ella había una mancha oscura: un árbol. Katie sintió el desagradable choque del metal penetrando la corteza. El coche tembló y el cuerpo de Katie fue proyectado contra el volante y, luego, hacia atrás. Katie se cubrió la cara con los brazos, intentando protegerse de las trizas del cristal, que se había roto con el golpe. Un dolor agudo y penetrante le traspasó las muñecas y las rodillas. Los faros y las luces del cuadro de mandos se apagaron. Una oscuridad aterciopelada y negra se cerraba sobre ella, mientras, desde un sitio sin identificar, lejos, oía una sirena.

Se oyó el sonido de la puerta de un coche y percibió una corriente de aire frío.

—¡Dios mío! ¡Es Katie DeMaio!

Ella conocía aquella voz: pertenecía al agradable y joven policía Tom Coughlin, quien había sido testigo del juicio, la semana pasada.

—Está inconsciente.

Katie trató de protestar, pero sus labios eran incapaces de formar palabras; tampoco podía abrir los ojos.

—Le sale sangre del brazo. Parece como si se hubiese cortado una arteria.

Notó que alguien le sostenía el brazo y que algo duro apretaba el miembro.

Oyó una voz diferente.

—Puede que tenga heridas internas, Tom. Estamos muy cerca del hospital Westlake. Voy a pedir una ambulancia. Tú quédate con ella.

Flotaba, flotaba. Estoy bien, sólo que no puedo ponerme en contacto contigo.

Unas manos la elevaron y la colocaron en una camilla; sintió cómo la cubrían con una manta, mientras la escarcha le insensibilizaba el rostro.

Se la llevaban. Un coche se movía, no era una ambulancia. Se abrían y cerraban puertas. Si sólo pudiese hacerles comprender... Puedo oíros, no estoy inconsciente...

Tom daba su nombre:

—Kathleen DeMaio. Vive en Abbington. Es ayudante del fiscal. No, no está casada. Es viuda. Es la viuda del juez DeMaio.

La viuda de John.

Un espantoso sentimiento de soledad. La oscuridad empezó a retroceder y una luz brilló ante sus ojos.

—Ya vuelve en sí. ¿Qué edad tiene Mrs. DeMaio?

Era una pregunta muy práctica y muy fácil de contestar. Y por fin ella pudo responder:

—Veintiocho.

Le quitaban el torniquete que Tom le había puesto alrededor del brazo. Le cosían la herida del brazo e intentó no pestañear al ver las agujas del dolor.

Rayos X. El doctor de urgencias.

—Ha habido bastante suerte, Mrs. DeMaio. Ha recibido unos golpes bastante malos, pero no hay ninguna fractura. Le vamos a hacer una transfusión. Tiene muy poca sangre. No se asuste. Todo irá bien.

—Es sólo que...

Se mordió el labio. Volvió a la realidad y se las arregló para detenerse antes de dejar escapar aquel terrible, razonable y pueril miedo que tenía a los hospitales.

Tom le preguntó:

—¿Quiere que llamemos a su hermana? Tendrá que quedarse aquí toda la noche.

—No. Molly acaba de pasar la gripe. Todos la han tenido en casa.

Su voz era tan débil, que Tom tuvo que inclinarse para poderla oír.

—De acuerdo, Katie. No se preocupe de nada. Haré que saquen su coche de la cuneta.

La llevaron en una camilla hasta una sección rodeada de cortinas del pabellón de urgencias. La sangre empezó a gotear a través de un tubo que tenía fijo en el brazo derecho. Entonces, comenzó a sentir que la cabeza se le despejaba. El brazo izquierdo y las rodillas le dolían mucho. Todo el cuerpo le dolía. Estaba en un hospital. Estaba sola.

Una enfermera le alisaba el cabello quitándoselo de encima de la frente.

—Se pondrá bien, Mrs. DeMaio. ¿Por qué llora?

—No estoy llorando.

Pero sí estaba llorando.

En camilla la llevaron hasta una habitación. La enfermera le dio una píldora y un vasito de papel lleno de agua.

—La ayudará a descansar, Mrs. DeMaio.

Katie tenía la plena seguridad de que se trataba de una píldora para dormir. No la quería. Le haría tener pesadillas. Pero era mucho más fácil no discutir.

La enfermera apagó la luz. Sus pisadas se fueron haciendo cada vez más suaves a medida que se alejaban del cuarto. La habitación estaba fría. Las sábanas de hospital, ¿producían siempre aquella sensación?

Katie se dejó arrastrar por el sueño, a sabiendas de que la pesadilla era inevitable.

Pero esta vez tomó un aspecto diferente. Estaba en una montaña rusa, que subía y subía cada vez más alto y más alto y Katie no podía pararla aunque lo intentaba por todos los medios.

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