La última carta

Mercedes Guerrero

Fragmento

1

Amanecía un húmedo y caluroso día cuando el barco atracó. Ann Marie no estaba segura de querer salir del camarote, pero unos golpes en la puerta la hicieron reaccionar. Era el mozo informando que las pasarelas estaban listas para el desembarque. la partida desde londres, una semana antes, se le hacía muy lejana, casi irreal, tras un agotador vuelo a Johannesburgo, con escalas en diferentes ciudades africanas, el posterior traslado en tren hacia Durban y la larga travesía en barco desde aquella ciudad portuaria hasta la isla de Mehae. Paseó por última vez la mirada por el pequeño camarote; toda su vida estaba guardada en dos pesadas maletas que contenían libros, diarios y fotos, valiosas pertenencias que la habían acompañado durante gran parte de su vida. Podría instalarse en cualquier lugar del mundo y le bastaría abrirlas para sentirse como en casa.

Al abrir la puerta, una sensación de inestabilidad se apoderó de ella, y tuvo que admitir que no era provocada por el vaivén del barco sino por el miedo al futuro que la aguardaba en tierra firme. Había abandonado su país y su pasado para embarcarse en una aventura incierta que estaba a punto de comenzar tras un matrimonio por poderes con un hombre al que no conocía. la única referencia que tenía era el hermano de su futuro esposo, Joseph Edwards, un gran amigo que, junto con su esposa Amanda, la había persuadido de la necesidad de que diera un giro completo a su vida tras la escabrosa experiencia de su reciente divorcio. las incómodas negociaciones con su ex marido y los problemas económicos que había padecido en los últimos meses le parecían lejanos e irreales, pero el miedo a cometer un nuevo error le provocaba escalofríos. Había tomado una decisión arriesgada y por primera vez se había entregado al azar. Había apostado a doble o nada, y aquélla era su última carta.

Ahora se llamaba Ann Marie Edwards y era la flamante esposa de Jake Edwards, un aventurero inglés que había logrado echar raíces en aquella pequeña isla perteneciente a Sudáfrica, situada en un punto del océano Índico equidistante entre el nordeste del país y el sur de la isla de Madagascar, donde las plantaciones de tabaco se habían convertido en su medio de vida. Él también había decidido casarse de nuevo. la muerte de su primera esposa, que no le había dado hijos, había inundado de soledad las largas jornadas en la isla. Para Ann Marie aquel matrimonio suponía serenidad y estabilidad económica al lado de un desconocido del que tenía excelentes referencias a través de sus grandes amigos y ahora cuñados. Su sueño era ser escritora, poseía una firme vocación y gran imaginación para crear historias, y en aquel lejano y solitario lugar dispondría de tiempo libre para dedicarse a escribir. Pensaba trabajar duro para llegar a ser alguien en el mundo de las letras.

Ann Marie había nacido en londres. Su padre, de origen canadiense y diplomático de profesión, estaba destinado en la embajada de la capital inglesa cuando conoció a su madre. Allí se casaron y, al poco de nacer la pequeña, se vieron obligados a trasladarse de un destino a otro. Ann Marie se educó en un ambiente de recepciones y actos oficiales en los que se desenvolvía con naturalidad. Siempre fue sensata y juiciosa, aunque nadie reparó en este hecho, pues, mientras crecía, jamás creó conflictos y aceptó sin objeciones todas las decisiones que su familia adoptó en cuanto a ella.

Pero era demasiado joven para entender los problemas de los mayores, y cuando su padre le explicó que iban a separarse para siempre, se sintió abandonada. Tras el divorcio, su padre se fue a un nuevo destino en Oriente Próximo, arruinando así el maravilloso futuro de aquella niña romántica que soñaba con bailar del brazo de algún apuesto joven en los elegantes salones de las embajadas donde había residido hasta los quince años. A partir de entonces, se instaló junto a su madre en un elegante apartamento del centro de londres y pasó de niña a mujer en un brusco salto al vacío.

Aceptó con ingenua conformidad que su madre no pudiera ocuparse de ella como lo hacían las madres de sus amigas. Al principio la oía quejarse de la vista, estaba triste, exhausta, tenía frecuentes dolores musculares y calambres. Después su humor cambió radicalmente: pasaba de vivir momentos de euforia a sufrir episodios de ira o depresión. Ann Marie culpaba la aparición de aquellos síntomas al abandono de su padre, y le escribía suplicándole que regresara con ellas. Más tarde, el estado de su madre empeoró y comenzó a tener graves problemas para mantenerse erguida y caminar. Tras repetidas visitas al hospital e interminables análisis y pruebas, se enfrentaron al peor de los diagnósticos conocidos: esclerosis múltiple, un mal de naturaleza degenerativa cuya progresión era imparable.

Ann Marie dejó de salir con sus amigas para cuidar de su madre y hacerse cargo del hogar. Sin embargo, a pesar de aquella dificultad, era feliz a su modo. Su desbordante imaginación la transportaba a diario a lejanos países donde vivía maravillosas aventuras que siempre tenían un final feliz. Por las noches, en la cama, encendía una linterna y leía bajo las sábanas sus libros preferidos, desde Cumbres borrascosas hasta la Odisea de Homero, pasando por Joseph Conrad y sus historias de marinos. Creció amontonando cuadernos en los que plasmaba las fantasías que manaban de su mente, y escribía también un diario donde contaba sus experiencias cotidianas, una realidad que no debía olvidar con el paso de los años.

Y los años pasaron, y su cuerpo fue adquiriendo bonitas formas. Tenía el cabello castaño claro, una lisa y larga melena que brillaba con los rayos del sol. Sus hermosas facciones enmarcaban unos ojos enormes y azules sobre una nariz recta y algo respingona. Su boca era grande y ocultaba unos dientes blancos dispuestos a la perfección gracias a la ortodoncia que había sufrido durante la adolescencia. Pero no sólo su cuerpo acusó el cambio. Sus ansias de vivir intensamente crecían a diario, sobre todo al contemplar el estado vegetativo en que la enfermedad iba postrando a su madre; se juró a sí misma que antes de terminar sus días habría vivido, aunque sólo fuera sobre el papel, toda la felicidad que el destino le había negado a la persona más importante de su vida.

Con su padre mantuvo una discreta relación por carta. Había creado otra familia y en numerosas ocasiones la había invitado a que se reuniera con ellos en fechas señaladas. Pero Ann no quiso abandonar a su madre. Aquella hermosa mujer que años atrás había brillado con luz propia se había convertido en un ser vulnerable e incapaz de valerse por sí mismo. Su actitud dócil ante los cuidados de Ann hizo creer a todos que había aceptado las consecuencias de la enfermedad y del destino que la aguardaba. Pero no era así. Estaba esperando una fecha: Ann iba a graduarse aquel mismo año y debía ir a la universidad.

El día que cumplió dieciocho años, su madre le pidió que organizara una fiesta e invitara a sus mejores amigas para celebrarlo. Fue una velada inolvidable para las dos. Por primera vez desde hacía meses, Ann la vio reír; parecía como si su profunda depresión estuviese remitiendo; conseguiría salir adelante, estaba segura.

— Mi pequeña Ann Marie, estoy tan orgullosa de ti... Eres un regalo del cielo... — le dijo, tratando de abrazarla con sus torpes brazos.

— Vamos, anímate, mamá. Pronto acabará este frío invierno y podremos salir al parque a tomar el sol. Te sentirás mucho mejor.

— Debes tener tu propia vida, Ann, una vida que yo te estoy robando. Mereces ser feliz y vivir intensamente. Hazlo por mí... Ése será mi regalo. —la madre a punto estuvo de dejar escapar un

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos