Todo oscuro, sin estrellas

Stephen King

Fragmento

1922

1922

Hotel Magnolia
Omaha, Nebraska
11 de abril de 1930

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Me llamo Wilfred Leland James, y esta es mi confesión. En junio de 1922 asesiné a mi esposa, Arlette Christina Winters James, y sepulté su cadáver en un viejo pozo. Mi hijo, Henry Freeman James, me asistió en este crimen, aunque a sus catorce años no se le puede atribuir ninguna responsabilidad; yo lo embauqué para hacerlo, jugando con sus miedos, destruyendo sus naturales objeciones a lo largo de un período de dos meses. Es algo de lo que me arrepiento aún más amargamente que del crimen, por razones que este documento revelará.

El motivo que me indujo a cometer el asesinato, y ha supuesto mi perdición, consistía en cuarenta hectáreas de buena tierra en Hemingford Home, Nebraska. Mi esposa la heredó de su padre, John Henry Winters. Yo deseaba incorporar ese terreno a nuestra hacienda en propiedad, que en 1922 totalizaba treinta y dos hectáreas. Mi mujer, quien nunca se adaptó a la vida en una granja (o a ser la esposa de un granjero), ansiaba vendérsela a la compañía Farrington a cambio de dinero contante y sonante. Cuando le pregunté si francamente deseaba vivir junto a un matadero de Farrington, me sugirió que, además del terreno, también podíamos vender la granja… ¡la granja que perteneció a mi padre, y antes al suyo! Cuando le pregunté qué haríamos con dinero y sin tierra, contestó que podíamos mudarnos a Omaha, o incluso a Saint Louis, y abrir una tienda.

—Nunca viviré en Omaha —le aseguré yo—. Las ciudades son para idiotas.

Resulta irónico, considerando el lugar donde vivo ahora, pero no duraré aquí mucho más tiempo; lo sé tan bien como sé cuál es el origen del ruido que oigo en las paredes. Y sé dónde me encontraré cuando esta vida terrenal termine. Me pregunto si el Infierno puede ser peor que la ciudad de Omaha. Acaso sea la ciudad de Omaha, pero sin una buena campiña en derredor; solo un vacío humeante, apestando a azufre, atestado de almas perdidas como la mía.

Discutimos amargamente por esas cuarenta hectáreas durante el invierno y la primavera de 1922. Henry quedó atrapado en medio, si bien se decantaba más hacia mi lado; en los rasgos físicos salió a su madre, pero en su amor por la tierra se parecía a mí. Era un muchacho dócil sin nada de la arrogancia de su madre. Una y otra vez le decía que no albergaba deseo alguno de vivir en Omaha, ni en cualquier otra ciudad, y que solo se iría si ella y yo llegábamos a un acuerdo, lo cual nunca logramos.

Consideré la posibilidad de acudir a la ley, con la convicción de que, como marido en la disputa, cualquier tribunal del país confirmaría mi derecho a decidir qué uso y propósito se daría a esa tierra. Pero algo me frenaba. No era el miedo a las habladurías de los vecinos, no me importaban los chismorreos de la gente del campo; se trataba de otra cosa. Yo había llegado a odiarla, ya sabe. Había llegado a anhelar su muerte, y por tal razón me contenía.

Creo que existe otro hombre dentro de cada hombre, un extraño, un Hombre Maquinador. Y también que hacia marzo de 1922, cuando el cielo del condado de Hemingford era blanco, y todos los campos, lodazales de nieve derretida, el Hombre Maquinador que moraba en el interior del Granjero Wilfred James ya había juzgado y decidido el destino de su mujer. Encarnaba, además, una suerte de justicia con capucha negra. La Biblia dice que más peligroso que colmillo de serpiente es el hijo desagradecido, pero una esposa ingrata y rezongona es siempre mucho más afilada.

No soy un monstruo; intenté salvarla del Hombre Maquinador. Le sugerí que si no podíamos ponernos de acuerdo, debería irse con su madre a Lincoln, a unos noventa kilómetros al oeste; una buena distancia para una separación que no es estrictamente un divorcio, pero que implica una disolución de la sociedad marital.

—Y dejarte la tierra de mi padre, supongo, ¿no? —preguntó, y sacudió la cabeza. Cómo odiaba el descaro con que levantaba la cabeza, tan similar al de una yegua mal domada, y el pequeño bufido que siempre lo acompañaba—. Eso nunca va a pasar, Wilf.

Propuse comprarle la tierra, si insistía. Tendría que ponerla a plazos, ocho años, quizá diez, pero le pagaría hasta el último centavo.

—El dinero que entra a cuentagotas es peor que el que no entra —replicó (con otro bufido y otro descarado movimiento de cabeza)—. Eso lo saben todas las mujeres. La compañía Farrington pagará a tocateja, y calculo que su oferta será muchísimo más generosa que la tuya. Y no viviré en Lincoln jamás. Eso no es una ciudad, solo un pueblucho con más iglesias que casas.

¿Se da cuenta de mi situación? ¿No entiende en qué «aprieto» me puso? ¿No puedo contar al menos con un poco de compasión por su parte? ¿No? Pues preste atención.

A principios de abril de ese año (por cuanto sé, hoy mismo se cumplen ocho años), se acercó a mí toda radiante y reluciente. Había pasado la mayor parte del día en el «salón de belleza» de McCook, y su cabello colgaba alrededor de sus mejillas en espesos rizos que me recordaron a los rollos de papel higiénico que uno encuentra en hoteles y posadas. Dijo que había tenido una idea. Deberíamos venderle las cuarenta hectáreas y la granja al grupo industrial Farrington. Estaba segura de que lo comprarían todo para conseguir la parcela de su padre, que prácticamente lindaba con la vía del ferrocarril (y probablemente tuviera razón).

—Después —prosiguió la insolente arpía—, nos repartimos el dinero, solicitamos el divorcio, y empezamos una nueva vida cada uno por su lado. Los dos sabemos que eso es lo que quieres.

Como si ella no.

—Oh, bueno… —dije, simulando que me tomaba la idea en serio—. ¿Y con quién se irá el chico?

—Conmigo, claro —respondió, con los ojos muy abiertos—. Un muchacho de catorce años necesita a su madre.

Empecé a «trabajarme» a Henry ese mismo día, relatándole la última ocurrencia de su madre. Estábamos sentados en el almiar de heno. Adopté mi semblante más triste y hablé con mi voz más triste, pintando un retrato de cómo sería su vida si su madre lograba continuar adelante con su plan: cómo se quedaría sin granja ni padre; cómo tendría que asistir a una escuela mucho más grande, separado de todos sus amigos (la mayoría de la primera infancia); cómo, en esa nueva escuela, tendría que luchar para hacerse un sitio entre extraños que se reirían de él y le llamarían paleto. Por el contrario, añadí, si pudiéramos conservar todo el terreno, estaba convencido de que para 1925 ya habríamos cancelado nuestros pagarés en el banco y viviríamos felices y libres de deudas, respirando aire puro en lugar de estar obligados a ver cómo tripas de cerdo flotaban en nuestro arroyo otrora limpio desde la salida hasta la puesta del sol.

—Ahora bien, ¿qué es lo que quieres? —pregunté después de dibujar este panorama con tanto detalle como fui capaz.

—Quedarme aquí con usted, padre —dijo. Las lágrimas rodaban por sus mej

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