El cementerio de Praga

Umberto Eco

Fragmento

1

El viandante que esa gris mañana

El viandante que esa gris mañana de marzo de 1897 hubiera cruzado, a sabiendas de lo que hacía, la place Maubert, o la Maub, como la llamaban los maleantes (antaño, en la Edad Media, centro de vida universitaria, cuando acogía la algarabía de estudiantes que frecuentaban la Facultad de las Artes en el Vicus Stramineus o rue du Fouarre y, más tarde, emplazamiento de la ejecución capital de apóstoles del librepensamiento como Étienne Dolet), se habría encontrado en uno de los pocos lugares de París exonerado de los derribos del barón Haussmann, entre una maraña de callejones apestosos, cortados en dos sectores por el curso del Bièvre, que en esa zona todavía emergía de las entrañas de la metrópolis a las que fuera relegado desde hacía tiempo, para arrojarse con estertores febriles y verminosos en el cercanísimo Sena. De la place Maubert, ya desfigurada por el boulevard Saint-Germain, salía una telaraña de callejas como rue Maître Albert, rue Saint-Séverin, rue Galande, rue de la Bûcherie, rue Saint-Julien-le-Pauvre, hasta rue de la Huchette, salpicadas de posadas regentadas por auverneses, hoteleros de legendaria codicia, que pedían un franco por la primera noche y cuarenta céntimos por las siguientes (más veinte perras si uno también quería una sábana).

Si luego nuestro paseante hubiera embocado la que en el futuro sería la rue Sauton pero que en aquel entonces seguía siendo rue d’Amboise, entre un burdel camuflado de brasserie y una taberna donde se servía, con pésimo vino, un almuerzo de dos perras (en aquella época bastante barato, pero eso era lo que se podían permitir los estudiantes de la Sorbona), habría encontrado un callejón sin salida, que ya por aquel entonces se llamaba impasse Maubert, pero antes se llamaba cul-de-sac d’Amboise y aún antes cobijaba un tapis-franc (en el lenguaje del hampa, un garito, un figón de ínfimo rango, que solía ser regentado por un ex presidiario y lo frecuentaban forzados recién salidos de gayola) y, además, era tristemente famoso porque en el siglo XVIII amparaba el laboratorio de tres célebres envenenadoras, a quienes un día hallaron asfixiadas por las exhalaciones de las sustancias mortales que destilaban en sus hornillos.

A final de ese callejón había el escaparate de un baratillero que un rótulo descolorido encomiaba como «Brocantage de Qualité»; escaparate apenas transparente por el polvo espeso que ensuciaba los cristales, que a su vez dejaban ver un sí es no es de los géneros expuestos en su interior, puesto que cada uno de esos cristales era poco más que un cuadrado de veinte centímetros de lado, unidos por un bastidor de madera. Junto a ese escaparate, nuestro viandante habría visto una puerta, siempre cerrada, con un letrero, al lado del cordel de un timbre, que avisaba de que el propietario estaba temporalmente ausente.

Que si luego, como sucedía raramente, se hubiera abierto la puerta, quien hubiera entrado habría visto a la incierta luz que iluminaba ese antro, dispuestos en unas pocas estanterías tambaleantes y sobre algunas mesas igual de inseguras, una congerie de objetos que a primera vista resultaban apetecibles, pero que tras una inspección más cuidadosa habrían de revelarse completamente inadecuados para cualquier intercambio comercial, aunque se ofrecieran a precios tan mellados como ellos. Un par de morillos que deshonrarían cualquier chimenea, un reloj de péndulo de esmalte azul desconchado, cojines quizá antiguamente bordados con colores vivos, floreros sostenidos por agrietados amorcillos de cerámica, inestables costureros de un estilo impreciso, una cestita portatarjetas de hierro oxidado, indefinibles cajas pirografiadas, espantosos abanicos de madreperla decorados con dibujos chinos, un collar que parecía de ámbar, dos zapatitos de lana blanca con hebillas incrustadas de diamantitos de Irlanda, un busto agrietado de Napoleón, mariposas tras un cristal quebrado, frutas de mármol policromado bajo una campana que una vez fue transparente, nueces de coco, viejos álbumes con modestas acuarelas de flores, algún daguerrotipo enmarcado (que por aquel entonces ni siquiera tenían un aire antiguo). De modo que, si alguien hubiera podido encapricharse depravadamente de uno de aquellos desechos de antiguos embargos de familias necesitadas, se encontrara ante el muy receloso propietario y le preguntara por el precio, oiría una cifra que desengañaría incluso al más perverso de los coleccionistas de teratologías de anticuario.

Y si, por fin, el visitante, en virtud de algún salvoconducto, hubiera atravesado una segunda puerta que separaba el interior de la tienda de los pisos superiores del edificio, y hubiera subido los escalones de una de aquellas inseguras escaleras de caracol que caracterizan esas casas parisinas con la fachada tan ancha como la puerta de entrada (esas que se apiñan oblicuas las unas contra las otras), habría penetrado en un amplio salón que parecía alojar no el bric-à-brac de la planta baja sino una colección de objetos de muy distinta hechura: una mesilla estilo imperio con tres patas adornadas con cabezas de águila, una consola sostenida por una esfinge alada, un armario del siglo XVII, una estantería de caoba que ostentaba un centenar de libros bien encuadernados en tafilete, un escritorio de esos que se dicen a la americana, con el cierre de persiana y muchos cajoncitos tipo secrétaire. Y si hubiera pasado a la habitación contigua, habría encontrado una lujosa cama con dosel, una étagère rústica cargada de porcelanas de Sèvres, junto con un narguile turco, una gran copa de alabastro, un jarrón de cristal y, en la pared del fondo, unos paneles pintados con escenas mitológicas, dos grandes lienzos que representaban a las musas de la historia y de la comedia, y, colgados heterogéneamente de las otras paredes, barraganes árabes, batas orientales de cachemir, una antigua cantimplora de peregrino y, además, un aguamanil de bella hechura con una superficie cargada de objetos de aseo de materiales valiosos: en definitiva, un conjunto extravagante de objetos curiosos y caros, que quizá no daban testimonio de un gusto coherente y refinado, pero sí, desde luego, de un deseo de ostentada opulencia.

De vuelta al salón de entrada, el visitante habría visto, ante la única ventana por la que penetraba la poca luz que iluminaba el callejón, sentado a la mesa, a un individuo anciano envuelto en un batín, el cual, por lo poco que el visitante pudiera atisbar por encima de su hombro, estaba escribiendo lo que nos disponemos a leer, y que a veces el Narrador resumirá, para no tediar demasiado al Lector.

Y que no se espere el Lector que le revele el Narrador que se sorprendería al reconocer en ese personaje a alguien ya mencionado porque (habiendo empezado este relato en este mismo instante) nadie ha sido mencionado antes. El mismo Narrador no sabe todavía quién es el misterioso escribano, y se propone saberlo (a la una con el Lector) mientras ambos curiosean, intrusos, y siguen los signos que la pluma está trazando en esos folios.

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