La niña de cristal
(2004)
Tápame con tu rebozo, llorona,
porque me muero de frío.
La llorona,
canción tradicional mexicana
1
Mi padre se había pasado los últimos siete meses de su vida soñando con el nacimiento de su primera hija como un acontecimiento previsible y común; una de esas historias que se amasan y se deshuesan en la memoria a lo largo de los años, que se cuentan a la niña cuando esta ya ha crecido y que hacen una muesca en la vida de un padre, a partir de la cual contar sus propios logros.
Lo que vivió aquel día, en cambio, fue una pesadilla perfecta y silente.
Tuvo que haber adivinado que algo iba mal desde el instante en que equivoqué la fecha de llegada al mundo. A papá le avisaron de que mamá se había puesto de parto cuando se disponía a retomar su puesto en el toro con el que operaba aquella mañana. La Bestia, la llamaban en la fábrica. Era una máquina antigua, un residuo de la remodelación iniciada por TransMadrid, S. L., tres años antes, de la que el departamento de mi padre no había logrado beneficiarse por culpa de la crisis y de un director general que, a la hora de cagar, no sabía ni dónde tenía el culo. La Bestia movía kilos de palés sin descanso de un extremo a otro de la nave mientras emitía un siseo ronco y sostenido que no se parecía en nada al sonido de una máquina, sino al del fantasma de una máquina.
Mi padre acababa de subirse a su grupa. Su descanso de veinte minutos para una pulga y un café ya había terminado. Acababa de ponerse los cascos para aislarse del resto del mundo cuando Wilson, el ecuatoriano al que habían ascendido a encargado, apareció en su campo de visión y comenzó a hacer aspavientos con las manos hacia él.
Mi padre lo miró y pensó, divertido, en un aeropuerto. Pensó en el operario que realiza señales luminosas para que los aviones sepan dónde deben aterrizar. El hombre cuyo trabajo es evitar que tenga lugar una tragedia.
Se quitó los cascos.
—¿Qué ocurre? —preguntó mientras Wilson se le acercaba.
El encargado se desprendió de la gorra y se pasó la lengua por los labios cuarteados antes de hablar. Era un chico apacible y taciturno, poco más que un crío; había ascendido al puesto hacía menos de dos meses y, desde entonces, nadie le había visto perder los estribos ni una sola vez, ni siquiera el día en que sorprendió a los empleados imitando a los personajes de Fast & Furious con un par de toros de la empresa. Mi padre supo qué había pasado antes de que el otro abriera la boca, lo leyó en su expresión. Mi madre se había quejado de algunos dolores sin importancia aquella mañana mientras se agarraba la abultada barriga. No podía ser otra cosa.
Al contrario de lo que ocurre con las malas noticias, las buenas casi nunca necesitan rodeos.
2
Llegó al hospital Virgen de Fátima de Leganés después de las siete, saltando casi en marcha del taxi que Fran, su compañero de turno, le había pedido. La mañana era ventosa. Los setos de la entrada tiritaban bajo el cielo color hueso de noviembre y restos de basura se arrastraban ante la puerta del hospital con la consistencia mortuoria de un montón de plástico.
No había tenido tiempo de cambiarse en la nave, así que aún vestía el mono azul de trabajo con el logo de TransMadrid, S. L., una excavadora con la pala levantada como si fuera la trompa de un elefante, bordado en el pecho. Papá, que estrujaba su gorra del Real Madrid descolorida en las manos, se dijo que debía de tener el aspecto estándar de cualquier padre de familia en la sala de Urgencias de cualquier hospital del mundo. Eso es lo que a mí me contó.
Se acercó a la recepcionista que esperaba detrás del mostrador. Una chica joven, con aire resuelto y labios pintados de lila brillante. Tuvo que esperar a que atendieran a tres personas antes de que llegara su turno.
—Mi mujer está de parto. Me llamo Carlos Cid Tejera.
La chica lo miró por encima de las gafas. Era realmente joven.
—¿Y su mujer se llama…?
Vaciló. La cabeza le latía como si el cerebro estuviera expandiéndose dentro de ella. ¿Por qué no se había tomado la aspirina que Fran le había ofrecido en la nave?
—Marian. Marian Ocampo Sanz.
Las manos de la recepcionista (¿o era una enfermera?, no, no podía ser una enfermera) volaron sobre el teclado del ordenador.
—Ocampo Sanz. Ingresó a las seis y treinta y siete de esta tarde. Lleva casi cuarenta y cinco minutos en el quirófano. El doctor… —Una pausa. Ceño fruncido. Respiración contenida al borde de los labios—. Un momento. Espere un momento, ¿vale?
—¿Qué ocurre?
La mujer descolgó el auricular del teléfono.
—Un momento, ¿quiere?
Se oía el ulular del viento al otro lado de las ventanas. Yo misma he comprobado el tiempo que hizo aquel día. Las noticias habían pronosticado un otoño seco, plagado de tormentas eléctricas; la clase de otoño que transforma la lluvia en luz, y la luz en tristeza.
Mi padre observó que la enfermera susurraba al auricular, después vio cómo guardaba silencio y escuchaba a la persona que le hablaba al otro lado del teléfono mientras en su frente se dibujaba un peñón de arrugas, luego colgó y clavó en él dos ojos serenos.
—Será mejor que espere aquí, caballero. En esos sillones. Enseguida sale el médico.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Ha ido algo mal?
—Espere en los sillones, por favor.
—Señorita…
—Es el médico quien tiene que hablar con usted, yo no estoy autorizada.
Parecía sincera.
Papá se arrastró hasta la hilera de sillones de plástico que formaba una ele junto a la pared del fondo, en la intersección de lo que parecían los baños y un pasillo estrecho de destino ignoto. Había tres potenciales padres más en la sala, uno de ellos lloraba con el rostro hundido en los cuencos de las manos.
Fran tenía razón: nada de lo que hicieras podía protegerte de ese día. Mamá y él habían asistido, como un par de estudiantes aplicados ante los exámenes finales, a las clases de preparación al parto que ofertaba La Casa de la Mujer de Leganés todos los lunes y miércoles. La semana anterior habían acudido a una revisión de rutina con el doctor, quien les aseguró que todo iba bien y que resultaba improbable (esa fue la palabra, «improbable») que el parto se adelantara ni siquiera un día.
—Se retrasará. Sí, sí, sí. Como mucho, se retrasará, ya lo veréis. Van a tener que venir los bomberos a sacar a esa niña. Sí, sí.
El doctor Vidal era un hombre enjuto y sereno. La clase de persona a la que confiarías los ahorros de toda tu vida. ¿Qué había salido mal?
Se preguntó si su madre, la abuela, estaría ya al tanto y, si era así, por qué no se encontraba allí con él. La abuela no tenía móvil, no podía saber si ya estaba en el hospital. La última vez que la había visto, aquella mañana, de camino a la nave, hacía acopio de santos y estampitas: una Virgen de aire pesaroso, una figura de San Ramón Nonato a la que le faltaba una mano, un Cristo con ojos desorbitados. Rezaba para que su nieta no naciera con el cerebro vuelto del revés o alguna de esas deformidades de las que había oído hablar en el pueblo.
—¿Carlos Cid? —oyó.
—Soy yo —respondió él mientras se ponía en pie.
—Acompáñeme —dijo el médico.
Era un joven alto, de hombros angulosos y rostro pétreo. La bata le quedaba pequeña. Llevaba en las manos una carpeta con un puñado de folios llenos de notas. Mi padre los miró de reojo y no pudo evitar pensar que todas aquellas anotaciones tenían que ver con su hija de algún modo. Eran muchas, tantas como cabían en la página. «Son un signo —decidió en ese momento—. Un signo ominoso de lo que sea que ha ocurrido hoy».
—¿Y el doctor Vidal? —preguntó.
—No está. He asistido yo el parto —respondió sin mirarlo.
Años más tarde, papá me contaría justo eso: que aquel médico ni siquiera lo había mirado. No había podido.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Ha ido todo bien?
El doctor echó una ojeada sucinta a las demás personas de la sala.
—Venga conmigo, si me hace el favor —dijo.
—¿Que vaya? ¿Adónde?
—Aquí al lado hay una sala en la que podemos hablar más tranquilos.
—¿La niña está bien? —preguntó papá sin moverse de su sitio.
—Venga a la sala.
—¿La niña está bien? —repitió. Esta vez, pareció que deletreara la pregunta en mayúsculas, en el aire.
El médico guardó unos segundos de silencio, como si la onda expansiva de las palabras de mi padre lo hubiera alcanzado.
—Es su primer embarazo, ¿verdad? —La tarjeta de plástico que le pendía del pecho lo identificaba como el doctor Vallejo, cirujano especialista en pediatría.
En ese momento papá se dio cuenta de algo que le había pasado desapercibido. Las paredes de la sala estaban pintadas de verde pálido, casi translúcido, tan neutro que lo mismo servía para comunicar una tragedia que para declararle el amor a alguien.
—Está muerta, ¿verdad? —preguntó—. Mi hija. Ha nacido muerta.
El doctor Vallejo se concedió otro instante de silencio, un púgil viendo a su contrincante absorbiendo el golpe. Luego habló de nuevo, sus palabras brotaron lentas como la nieve.
—El parto ha requerido cesárea. Si le digo la verdad, no nos explicamos…, bueno, estaba viva un poco antes de nacer. Habrá que esperar a la autopsia para confirmar lo que ha pasado. La madre no ha sufrido daños de consideración, aparte de la pérdida de sangre. Padece un poco de anemia que estamos tratando con hierro. Psicológicamente es otra cosa, me temo. Habrá que tenerla bajo vigilancia estas primeras semanas, pero insisto, señor Cid, este no es modo de hablarlo. Aquí no, por favor, venga conmigo y…
Papá no escuchó el resto de la perorata. Cuando tenía quince años, un profesor de Filosofía del instituto le dijo que no hay pesadilla de la que uno no acabe despertándose, aunque sea a gritos, y en ese momento mi padre decidió agarrarse a ese recuerdo inesperado.
—… ver el cadáver? —preguntó el doctor.
Papá levantó la cabeza.
—¿Cómo ha dicho?
—Que si quiere ver el cuerpo. Tiene derecho. Normalmente lo acompañaría un celador, pero puedo ir con usted, si quiere. Imagino todo lo que está pasando por su cabeza en estos momentos.
—El cuerpo.
Miró al médico, sus ojos eran los de un tratante del dolor, los de alguien acostumbrado a mirar la muerte a trasluz, como en una radiografía, y asintió.
Claro que quería.
3
El camino hasta el cadáver de su hija nonata resultó muy parecido al que mi padre había imaginado: un laberinto de pasillos, camas y figuras errantes a las que el doctor saludaba con la cabeza. Papá no fue consciente de cómo el médico lo conducía hasta allí como un lazarillo, hasta que cruzaron la última puerta.
Cuando entraron en aquella sala creyó que se habían equivocado. Pensó que habían llegado a Maternidad, y no al lugar adonde en realidad se dirigían. Las camas para bebés y las incubadoras se alineaban curiosamente, seccionando el espacio como si fuera un tablero. Mi padre calculó cincuenta o más de esas cunas, vacías todas a excepción de un par de incubadoras en cuyo interior se adivinaban dos formas inmóviles, tan pequeñas como un ser humano puede serlo.
El médico pasó delante. La luz era escasa, pero allí donde acababan las cunas, las paredes refulgían como si estuvieran cubiertas de metal. Mi padre tardó en darse cuenta de lo que estaba mirando. Desde luego que era metal: allí delante, casi al alcance de su mano, se levantaba un montón de cámaras frigoríficas, alineadas hasta el mismo techo formando columnas solemnes. Parecían nichos de un cementerio, se dijo mi padre. Fue un pensamiento tranquilizador, casi un atajo creado por su mente antes del desmoronamiento final. Las luces de los fluorescentes temblaban sobre la superficie de aluminio, convocando fantasmas y otras quimeras.
—¿Está aquí la niña Cid Ocampo? —oyó que preguntaba el médico.
Había una figura delante de ellos, junto a las cunas. Un tipo de facciones refinadas y labios delgados, próximo a los cuarenta. «Un basurero —pensó mi padre cuando lo miró—. El hombre que espera a la noche, cuando todos duermen, para llegar con su camión y llevarse lo que nadie quiere».
El extraño tiró de una sábana y ocultó un bulto que yacía debajo, luego miró a mi padre y después al médico.
—¿Cómo se llama la madre?
—Cid Ocampo. El nombre de la madre es Marian —el doctor se volvió hacia papá—. Marian, ¿verdad?
—Sí.
Los ojos del celador, si es lo que era, se movieron pastosamente dentro de las cuencas, cavilando. El rostro entero tenía el aspecto de la arcilla fresca, lista para ser amasada.
—Creo que ha habido un error —dijo por fin.
—¿Qué error? —preguntó el médico.
—Bueno, la ficha decía que la autopsia ya estaba lista.
El doctor se acercó al hombre, tanto y tan rápidamente que quedó detrás de él. Papá oyó su voz otra vez, aquel graznido áspero que parecía hecho de arena.
—¿Dónde has leído eso?
—En la ficha, le digo. Conozco el protocolo, doctor.
—Hace solo una hora del parto. Todavía no se ha hecho ninguna autopsia. ¿Dónde está?
El hombre no dijo nada.
—Dónde está —repitió el médico. Ya no era una pregunta.
Mi padre tuvo la impresión (solo que no era una sensación, sino un deseo: «Haz que todo esto acabe») de que el médico ya conocía la respuesta.
—La tengo aquí —dijo el celador al cabo de un instante, poniéndose en marcha. Se volvió hacia las cámaras del extremo, aparentemente más estrechas que el resto—. Hará, no sé, media hora o más que la trajeron.
Su mano, nudosa y blanca como un muñón, se cerró sobre uno de los tiradores.
—Espere —dijo el médico, justo cuando empezaba a tirar de él.
Se quitó las gafas y se volvió hacia mi padre mientras se masajeaba el puente de la nariz.
—El cuerpo de su hija lleva cuarenta minutos ahí dentro. El proceso de congelación ya ha empezado. Quiero decir que… es posible que su aspecto le impresione. ¿Aún así quiere verla?
Papá asintió con fuerza.
—Quiero.
El doctor volvió a colocarse las gafas, se giró y dirigió un gesto a Cara de Cera, que tiró con fuerza del cajón con las dos manos. El interior de la cámara despidió una vaharada de aire frío primero y después una bocanada de vaho condensado. El médico miró a mi padre y le indicó con la cabeza que se acercara. Papá tardó menos de diez pasos en llegar hasta allí, los diez pasos más largos de su vida. Diciéndose a sí mismo que hasta el peor de los tragos termina si lo atacas de una vez, se inclinó para ver lo que había dentro de aquel cajón.
Sobre una plancha de metal del tamaño y la forma de una cama descansaba un bulto blanco, una pesadilla del tamaño de un a