Hemoglobina

Isabel Fuentes
Isabel Fuentes

Fragmento

cap-3

1

—El esperma tiene que ser de otro. —Celia irrumpe en la consulta de Ramón blandiendo unos papeles.

El ginecólogo levanta la vista del móvil. Para andar cerca de los cincuenta, no se le da nada mal escribir mensajes con los pulgares a toda velocidad.

—¿Cómo dices?

—Que, si quieres fecundar a la mujer de tu embajador, tienes que utilizar esperma de un donante.

—Eso es imposible.

—Lo que es imposible es utilizar el suyo.

Celia se sienta en una silla, más aparente que cómoda, destinada a que los pacientes no se eternicen en la consulta al tiempo que gozan de la ilusión de instalarse en algo costoso. Coge un caramelo corporativo de una bandejita de plata e informa a su colega de que el señor en cuestión no produce espermatozoides. Ni lentos ni pocos ni deformes; ni uno. El doctor se acaricia con firmeza la calva, desde la coronilla hasta la nuca, igual que uno haría con su perro si sospechara que está a punto de ladrar.

—¿Y estamos seguros de que ella funciona a la perfección?

Como toda respuesta, Celia destroza ruidosamente el caramelo con las muelas, lo que provoca un respingo en Ramón. Desde que empezaron los rumores sobre agresiones canibalescas, todo el mundo se muestra sensible hacia cualquier gesto que involucre la dentadura más de lo necesario.

—Menudo marrón. —El ginecólogo se lleva las manos a la cabeza y se deja caer en el respaldo reclinable de un sillón de piel de novillo cántabro—. ¿Cómo es posible? —pregunta.

—¿La azoospermia? —dice Celia con indiferencia—. Uf, pueden ser muchas cosas, lo mismo se hizo una vasectomía en tiempos.

—Nos lo habría dicho.

—¿En qué mundo vives, Ramón? Este hombre quiere que dejemos preñada a su mujer, no comentar sus taras.

—¿Y cómo estás tan segura de que se ha hecho una vasectomía?

—No lo estoy. Solo digo que es una posibilidad. De hecho, poco probable, teniendo en cuenta que es gay.

—¿Cómo que es gay? No digas tonterías. Si está casado.

—Ay, Ramón, de verdad. Y yo que te tenía por uno de esos raros ginecólogos cultivados…

—Muy graciosa, pero ¿de dónde te sacas que es gay?

—Para empezar, es diplomático. Eso ya aumenta las probabilidades, pero sobre todo es que lo sé. Salí con uno de ellos. Todos se conocen.

—¿Con un gay?

A Celia le hace gracia la broma de Ramón, pero ni siquiera sonríe. Nunca debió dejar escapar aquel amor solo por el miedo a ver su vida reducida a dar cenas e inaugurar mercadillos benéficos por todos los continentes.

—Deberías saber mejor que yo que la azoospermia puede tener muchas causas —vuelve al asunto—: vasectomía, paperas, cáncer…, pero nos da igual. No le vamos a decir al diplomático más desleal del Reino de España, y menos delante de su esposa, que es más estéril que el desierto de Gobi. Yo, desde luego, no pienso hacerlo ni firmar ningún informe que lo diga. No quiero encontrar una cabeza de caballo en mi cama.

—Pero ¿cómo no vamos a decírselo? ¿Qué hacemos entonces? ¿Me follo a su mujer?

—Si ella quiere… —Celia se encoge de hombros—, aunque no sé si serviría de mucho.

Y aparta la mirada para dirigirla a una réplica de la Venus de Willendorf. Nada más entrar a trabajar en la clínica de reproducción asistida como bióloga, pidió amablemente a todos los varones una muestra de semen con el fin de calibrar el aparato con el que hacían el recuento de espermatozoides. Como lo planteó con aires de cándida afinadora de piano, nadie sopesó las consecuencias. Por otra parte, a ninguno se le ocurrió dudar de su esencia vital. El caso es que, sin haberlo buscado de forma intencionada, Celia los tiene a todos cogidos por los huevos. Ahora vive con un hombre con suficientes espermatozoides que, sin embargo, no quiere hacer germinar. Tal vez porque teme la furia de una primera esposa que se mueve en las lindes de la razón.

—Hay que decírselo, Celia. A un tío así no podemos engañarle. Se nos caería el pelo.

Celia le mira la calva.

—Tu cliente no quiere información, pesado, quiere un hijo.

— Ni que fuera culpa nuestra.

—¿Tú te acuerdas de aquel periodista que se murió en la barra de un bar cuando estaba investigando aquellos contratos millonarios de semillas de césped?

—¿Aquel lío de los estadios de fútbol?

—Y de las urbanizaciones. Ahí estaba el verdadero negocio, en la España de las piscinas, pero no fue una especulación inmobiliaria, sino agrícola. El dinero estaba en las semillas de césped.

—¿Y qué tiene eso que ver con la ausencia de semillas de este señor?

—Nada. Solo que yo trabajaba en la policía científica en aquel momento y recuerdo muy bien que ese periodista se atragantó porque alguien metió trozos de pulpo vivo en un salpicón de bar.

—¡Qué barbaridad! —Ramón se echa para atrás—. ¿Cómo pudo saberse que el pulpo estaba vivo?

—Porque las ventosas estaban totalmente adheridas a la tráquea. El hombre tenía una enfermedad neurológica declarada y el riesgo de atragantarse con pulpo vivo era casi absoluto.

—¿A quién se le ocurre hacer una cosa así?

—A alguien que ha vivido en Corea.

El ginecólogo no acierta a disimular el espanto.

—Insisto, ¿qué tiene eso que ver con la fertilidad de este señor?

—Que es un tío oscuro, un conseguidor de la peor calaña, y, en su momento, fue encargado de negocios en Corea. Si alguien así viene aquí para tener un hijo, pues se le hace un hijo y no se ponen «peros», joder. No hay que darle muchas más vueltas.

—Pues ya me explicarás cómo.

—Te lo he dicho hace un buen rato: con esperma de un donante. Tiene un fenotipo muy común. No es difícil encontrar un donante que se le parezca.

—¿Sin decírselo? Eso es ilegal.

—Solo si se habla de ello. Si no, es un milagro.

—A veces me asustas, Celia. Parece que lo único que te ha enseñado tu paso por la policía es saltarte la ley.

—Si recuerdas la Jungla de asfalto, sucede al revés. —Celia se guarda un puñado de caramelos en el bolsillo de la bata—. Nunca te fíes de un policía, porque todos son capaces de cumplir la ley en cualquier momento.

—Algún día me tienes que contar bien esa historia de policías y mafiosos.

—Es larga. —Celia desenvuelve otro caramelo—. Muy resumida, llevé al límite mi vocación científica y ahora cumplo condena por ello.

—¿Qué clase de condena? —pregunta Ramón—. Y no comas tantos caramelos, que te vas a poner como una foca.

—Abandonar definitivamente la investigación para satisfacer los deseos reproductivos de la gente bien. —Celia se levanta dispuesta a irse—. Por cierto, ¿dices «foca» porque te parece más insultante o más fino que «vaca»?

Ramón no responde, pero se queda mirándola.

—No estarás pensando que yo… —titubea Celia.

—¿No tienes más síntomas? —se atreve a preguntar.

—No me he vuelto caníbal, tranquilo. Me va a venir la regla y tengo ganas de azúcar. Deberías saberlo.

—¿También debería saber cuándo te va a venir la regla? —inquiere con una sonrisa.

—No, tonto. Lo del azúcar.

—¿Y tú qué piensas sobre esos ataques caníbales? —quiere saber Ramón.

—Nada. Que la gente está fatal. —Saca otro papel de una carpeta—. Se me olvidaba esto. El otro informe que me pediste, el del señor de Neguri.

—No me digas que también es estéril.

—No tiene por qué, pero, antes de que me lo preguntes, sí, se puede tener los apellidos más largos que la cola de las células germinales.

Ramón se reclina en el sillón con aire divertido.

—Nada, que nos vas a llevar a la quiebra con esos análisis tan precisos y fulminantes.

—Te quejarás… Te recuerdo que soy yo la que consigue introducir las birrias de tus engominados clientes en un óvulo y hacer que la cosa prospere.

—Como el césped… —dice Ramón.

Celia le sonríe. Como doctora en Genética Humana, no es indiferente a las muestras de inteligencia de un ginecólogo raso.

—Voy a buscar a Juan Luis, que tenemos una fiesta infantil. —Se vuelve a levantar de la silla.

—Creo que se ha ido.

—¿Cómo que se ha ido? —Se le tuerce el gesto en un instante.

—No me hagas caso —dice Ramón con cara de odiar meter la pata.

Celia sale precipitadamente de la consulta y llama inquieta a Juan Luis, que siente horrores no haberla podido avisar antes, pero no ha parado un momento: le han metido cuatro mamografías urgentes para interpretar y luego se ha tenido que ir corriendo. También siente que al final no va a poder ir al cumpleaños de Olivia con su hijo pequeño, pero resulta que al crío se le ha aflojado esta mañana la ortodoncia. El ortodoncista les ha hecho un hueco, pero Sol tiene psiquiatra y más les vale a todos que no pierda la sesión, así que le tiene que llevar él. Le pide a Celia que no diga tonterías, que no es el peor psiquiatra de Madrid; su ex está mucho más tranquila desde que la trata este hombre.

Celia cuelga el teléfono con lágrimas en los ojos. En uno de ellos, debido a la vergüenza por sentir rabia y, en el otro, por la rabia misma. ¿Debería ser más comprensiva? Bastante tiene el pobre Juan Luis con pagar el psiquiatra de esa loca y la ortodoncia de un niño al que están haciendo creer que su boca es imperfecta para que encima hagan papiroflexia con su agenda. Tiene que apoyarle, está muy mal que sienta rabia. Apaga el ordenador como queriendo apagar su enfado y se quita la

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