El hijo único (Hanne Wilhelmsen 3)

Anne Holt

Fragmento

1

–¡Soy el chico nuevo!

Caminaba con paso resuelto hacia el interior de la habitación. Se quedó allí de pie mientras la nieve que cubría sus enormes zapatillas deportivas comenzaba a formar charcos alrededor de sus pies. Con las piernas separadas, como para ocultar su condición de patizambo, abrió los brazos y repitió:

–¡Soy el chico nuevo!

Tenía la cabeza rapada por uno de los lados. Justo por encima de la oreja derecha llevaba el cabello liso y negro como el carbón, peinado de tal modo que formaba un arco en torno a la coronilla y luego se deslizaba a lo largo de su cabeza, redonda como una pelota, hasta acabar en un corte recto a solo unos milímetros por encima del hombro izquierdo. Un grueso rizo, entrelazado como un trozo de cuero, colgaba en solitario tapándole un ojo. Su boca formaba una agria U al intentar, una y otra vez, colocar el flequillo en su sitio con un soplido. Su plumífero era de la talla cincuenta y seis. Le quedaba bien en la cintura, pero le sobraba medio metro de largo y unos treinta centímetros de manga, que se enrollaba en un par de puños enormes. Llevaba el pantalón remangado por las pantorrillas. Cuando, con cierta dificultad, logró abrirse el abrigo, quedó en evidencia que los pantalones le estaban muy estrechos a la altura de los muslos.

La habitación era amplia. El chico pensó que no podía ser el salón, pues no había ningún tresillo ni tampoco ningún televisor. A lo largo de una de las paredes se extendía una encimera con fregadero y fogón. Pero no olía a comida. Alzó la nariz para olfatear, constatando que debía de existir otra cocina en la casa. Una cocina de verdad. Esta habitación era un cuarto de estar. Las paredes estaban cubiertas de dibujos y desde el techo, más alto de lo habitual, colgaban pequeños móviles decorativos y figuras de lana que debían de haber elaborado los niños. Justo por encima de su cabeza batía una gaviota de cartón e hilo de lana, gris y blanca, con un pico muy rojo medio caído que pendía de un fino hilo como un diente suelto. Se estiró para alcanzarla, pero no pudo. En su lugar arrancó un pollito de Pascua hecho de cartones de huevo y plumas amarillas. Lo recogió del suelo y le sacó todas las plumas antes de volver a tirar el cartón de huevos.

Bajo dos grandes ventanales con travesaños había una enorme mesa de trabajo. Cuatro niños detuvieron su tarea. Se quedaron mirando fijamente al recién llegado. La mayor, una niña de unos once años, lo examinó de arriba abajo con incredulidad. Dos niños que podrían ser gemelos, ataviados con idénticos jerséis y con flequillos blancos como la nieve, se reían con disimulo a la vez que susurraban entre sí y se empujaban. Una pelirroja de unos cuatro o cinco años permaneció aterrada unos segundos antes de deslizarse de la silla e ir corriendo hacia la única persona adulta que había en la habitación, una mujerona que enseguida tomó a la pequeña acariciándole los rizos de modo tranquilizador.

–Este es el chico nuevo –dijo–. Se llama Olav.
–Eso es justo lo que he dicho –dijo Olav malhumorado–. Soy el chico nuevo. ¿Estás casada?

–Sí –respondió la mujer.
–¿Estos son los únicos niños que viven aquí?

Su desilusión quedó muy patente.
–No, ya lo sabes –dijo la mujer, sonriente–. Aquí viven siete niños. Aquellos tres…

Inclinó la cabeza hacia los tres niños que había en torno a la mesa, aprovechando para enviarles una mirada estricta que pasó inadvertida para los chavales.

–¿Y esa? ¿No vive aquí?

–No, esta es mi hija. Casualmente está aquí justo hoy.

Ella sonrió mientras la niña reclinaba la cabeza en el cuello de su madre, agarrándose más fuerte a ella.

–Vale. ¿Y tienes muchos hijos?
–Tengo tres. Esta es la menor. Se llama Amanda.
–¡Qué nombre más cursi! Ya me imaginaba que era la menor. Eres demasiado mayor para tener hijos.

La mujer se rió.
–En eso tienes razón. Ya soy demasiado mayor. Mis otros dos hijos ya casi son adultos. Pero ¿no quieres conocer a Jeanette? Casi tiene tu edad. ¿Y a Roy-Morgan? Tiene ocho años.

Roy-Morgan no mostraba ningún interés en saludar al chico nuevo. Se retorcía en la silla y giraba la cabeza en dirección a su compañero de modo ostentoso y hostil.

Jeanette frunció el ceño y se recostó en la silla cuando Olav se le acercó con la mano tendida, goteando nieve sucia que se había derretido. Antes de llegar, y mucho antes de que ella hiciera ademán de agarrar los dedos separados que se le estaban ofreciendo, él hizo una profunda reverencia declarando solemnemente:

–Olav Håkonsen. ¡Mucho gusto!

Jeanette se apoyó en el respaldo de la silla agarrando el asiento con ambas manos mientras colocaba la barbilla entre las rodillas. El chico nuevo intentó dejar caer los brazos por los costados, pero su corpulencia y la ropa que llevaba hacían que los brazos colgaran de modo oblicuo, como si fuera un muñeco de Michelin. Su actitud agresiva había desaparecido y se olvidó de separar las piernas. Sus rótulas se besaban ahora bajo sus muslos gordos y los dedos gordos de los pies apuntaban el uno hacia el otro dentro de sus enormes zapatillas.

Los chavalines se callaron.
–Ya sé por qué no quieres saludarme –dijo Olav.

La mujer había llevado a la niña pequeña a otra habitación. Cuando regresó, vio a la madre de Olav en el vano de la puerta. Madre e hijo tenían un parecido asombroso: el mismo pelo negro, la misma boca ancha con un labio inferior que llamaba inmediatamente la atención, ya que parecía inusualmente suave además de húmedo y tenía un color rojo oscuro. No estaba reseco y agrietado, como correspondería a la estación. Al muchacho le daba un aspecto infantil. En el caso de la madre, el labio resultaba repugnante, en particular porque ella sacaba constantemente su lengua igual de roja para humedecerlo. Aparte de la boca, lo que más llamaba la atención eran sus hombros. No tenía hombros. Desde la cabeza se extendía un arco regular que iba bajando como el de los bolos, o el de una pera; una línea curvada que culminaba en unas caderas increíblemente anchas, con unos muslos gordos y unas finas pantorrillas que lo sostenían todo. La forma del cuerpo era más definida que la del niño, probablemente porque su abrigo le quedaba bien. La otra mujer intentaba en vano captar su mirada.

–Sé muy bien por qué no quieres saludarme –repitió Olav–. Porque soy muy feo y gordo.

Lo dijo sin atisbo de dolor, con una sonrisa débil y satisfecha, más bien como un hecho que finalmente había descubierto; la solución de un problema complicado que había empleado doce años en solucionar. Se dio la vuelta y, sin mirar a la robusta monitora del orfanato, preguntó dónde se alojaría.

–¿Serías tan amable de mostrarme mi cuarto?

La mujer enseguida extendió la mano para tomar la suya, pero él, en vez de cogérsela, hizo un movimiento galante y brioso con el brazo e inclinó la cabeza débilmente.

–¡Las señoras primero!

A continuación la siguió al segundo piso con andares de pato.

Él era muy grande. Y yo sabía que algo iba mal. Lo pusieron en mis brazos, y no sentí ninguna alegría, ninguna pena. Impotencia. Una impotencia enorme y oprimente, como si me hubieran impuesto algo que todos sabían que yo no era capaz de realizar. Me consolaron. Todo fue completamente normal. Pero él era tan enorme… ¡Tan enorme! ¿Normal? ¿Alguno de ellos había intentado expulsar un bulto de 5.340 gramos? Yo sabía que me había pasado tres semanas de la fecha en que salía de cue

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