En las fauces del león (Hanne Wilhelmsen 4)

Anne Holt
Berit Reiss-Andersen

Fragmento

VIERNES, 4 DE ABRIL DE 1997

.47 Gabinete de la primera ministra (SMK)

Una mujer vestida de azul esperaba frente al despacho de la primera ministra. Su ansiedad iba en aumento mientras fijaba la vista alternativamente en el teléfono y en las puertas dobles. Vestía una elegante chaqueta de corte clásico, falda a juego y un pañuelo de colores algo excesivos. A pesar de que estaba finalizando una larga jornada laboral, iba perfectamente peinada, con un corte estiloso aunque algo pasado de moda que hacía que aparentara más edad. Podía dar la sensación de que era intencionado, de que esas sienes despejadas y el recogido alto pretendían darle una dignidad que sus cuarenta y tantos años no le aseguraban. Tenía mucho que hacer, pero en contra de lo que era habitual en ella, no conseguía acabar nada. Durante un largo rato se limitó a estar allí sentada. La creciente sensación de que algo iba terriblemente mal se intuía únicamente en sus dedos. Eran largos, bien cuidados, con las uñas pintadas de un rojo intenso y dos anillos de oro en cada mano. A intervalos regulares las levantaba hasta tocarse las sienes como si quisiera alisar unos invisibles cabellos rebeldes. Luego golpeaba rítmicamente la mesa produciendo un ruido sordo, como una serie de disparos de pistola con silenciador. Se levantó de golpe y se acercó a la ventana que daba al oeste.

Estaba oscureciendo. Parecía que abril iba a ser tan impredecible como en su día lo deseó Bjørnstjerne Bjørnson. Dieciséis pisos más abajo podía ver gente que se apresuraba por la calle Aker aterida de frío, mientras otros caminaban en círculos esperando irritados un autobús que tal vez no llegaría nunca. En el bloque 5 del distrito gubernamental la ventana del despacho de la ministra de Cultura aún estaba iluminada. A pesar de la distancia, la mujer del traje azul pudo ver cómo la secretaria entraba en el despacho de su jefa llevando un montón de papeles. Observó cómo la joven ministra lanzaba una sonrisa a la mujer mayor y se apartaba el cabello rubio de la cara. Era demasiado joven para el puesto. Y tampoco era lo bastante alta. Un vestido de gala no le queda bien a una mujer que no ha cumplido los sesenta. Por si fuera poco, la ministra encendió un cigarrillo y dejó el cenicero encima de los documentos apilados. «No debería fumar en ese despacho –pensó la mujer de azul–. Hay auténticos tesoros artísticos colgados de las paredes. No puede ser bueno para los cuadros. Decididamente, no puede ser nada bueno.»

Agradeció sentirse indignada. Por un momento sirvió para reprimir el desasosiego que estaba a punto de convertirse en una desconocida y preocupante sensación de angustia. Habían pasado dos horas desde que la primera ministra Birgitte Volter le dijera con decisión, casi con antipatía, que no debían molestarla para nada. Así lo dijo: «para nada».

Gro Harlem Brundtland nunca hubiera dicho «para nada». Habría dicho «bajo ninguna circunstancia», o tal vez se hubiera conformado con indicar que no quería ser molestada. Y aunque los diecisiete pisos de la sede gubernamental hubieran estado en llamas, nadie molestaría a Gro Harlem Brundtland si ella así lo había pedido. Pero Gro había dejado su puesto el 25 de octubre del año anterior y ahora corrían nuevos tiempos, nuevas costumbres, una nueva forma de expresarse, aunque Wenche Andersen se guardaba sus sentimientos para ella y seguía haciendo su trabajo como siempre, de forma efectiva y discreta.

El juez del Supremo Benjamin Grinde se había marchado hacía algo más de una hora. Vestía un traje italiano de color gris acero y se despidió de la primera ministra con una inclinación de cabeza mientras cerraba la puerta. Con una media sonrisa, había dejado caer un cumplido sobre el nuevo traje chaqueta de Wenche Andersen, y luego desapareció escalera abajo con su portafolio de piel burdeos bajo el brazo, camino del ascensor del piso quince. Fiel a su costumbre, ella se había puesto de pie para llevarle un café a Birgitte Volter, pero afortunadamente, en el último momento, recordó que había pedido que la dejaran en paz.

Se estaba haciendo muy tarde. Los secretarios de Estado y los asesores políticos ya se habían marchado, al igual que el resto del personal administrativo. Wenche Andersen estaba sola en la planta dieciséis de la sede del gobierno un viernes por la noche, y no sabía qué hacer. Del despacho de la primera ministra salía un silencio atronador. Pero tal vez no fuera tan extraño; al fin y al cabo, las puertas eran dobles.

19.02 Calle Odin, 3

Definitivamente, algo fallaba en el contenido de la sencilla copa con forma de tulipán. La tenía levantada para observar cómo incidía la luz en el color rojo. Intentó tomarse su tiempo, dejar hablar al vino, relajarse y disfrutar del rotundo burdeos como se merecía. La cosecha del 83 tendría que ser agradable y seductora. Este vino tenía un sabor demasiado intenso. Frunció los labios en un gesto de desagradable sorpresa cuando comprobó que el aroma final de ninguna manera se correspondía con el precio que había pagado por la botella. Dejó la copa con un gesto brusco y agarró el mando a distancia de la televisión. El informativo ya había empezado y carecía de cualquier interés, las imágenes pasaban ante sus ojos sin que se fijara en otra cosa que en el perfecto mal gusto con que vestía el presentador. Estaba claro que los hombres no pueden llevar americanas amarillas.

Tuvo que hacerlo. No tenía otra alternativa. Ahora, cuando todo había pasado, no sentía nada. Había esperado una especie de liberación, una oportunidad de respirar profundamente después de tantos años.

Deseaba sentir alivio, pero le invadió una soledad desconocida. De repente los muebles que le rodeaban resultaban extraños. El viejo y pesado aparador de roble al que se subía de niño y que lucía en el salón en todo su esplendor, con sus parras talladas y la colección de exclusivas miniaturas netsuke tras las puertas de cristal, ahora parecía triste y amenazador.

Sobre la mesa, delante del televisor, descansaba un objeto. No entendía por qué lo tenía allí. Era incompresible que se lo hubiera llevado.

Se estremeció e hizo desaparecer al hombre del informativo presionando con un dedo. Al día siguiente sería su cumpleaños. Llegaba a los cincuenta. Se sintió mucho más viejo al levantarse entumecido del sofá Chesterfield para ir a la cocina. Haría el paté esa noche. Tenía que hacerse esa noche. Estaría en su mejor momento tras veinticuatro horas en el frigorífico.

Por un momento consideró la posibilidad de abrir otra botella de vino en lugar del burdeos estropeado. Descartó la idea y se conformó con un coñac que se sirvió con generosidad en otra copa. El coñac del cocinero.

Tampoco en la cocina encontró alivio alguno.

19.35 Gabinete de la primera ministra

El peinado ya no estaba tan perfecto. Un rizo teñido y tieso caía sobre sus ojos, y notó que tenía perlas de sudor en el labio superior. Agarró nerviosa el bolso y lo abrió para sacar un pañuelo recién planchado. Lo apretó primero contra sus labios y luego sobre la frente.

Iba a entrar. Tal vez hubiera sucedido algo. Birgitte Volter había desconectado el teléfono, así que tendría que llamar a la puerta. Puede que la primera ministra se encontrara indispuesta. Últimamente parecía bastante estresada. Aunque Wenche Andersen tenía serios prejuicios sobre su estilo algo descuidado e informal, no podía dejar de reconocer que era muy amable. En cambio, esa semana había actuado de forma casi arisca, daba la impresión de e

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