La Dalia Negra (Cuarteto de Los Ángeles 1)

James Ellroy

Fragmento

cap-1

 

No la conocí en vida. Existe para mí a través de los otros, mediante la evidencia de lo que su muerte les obligó a hacer. Trabajando en retrospectiva, buscando solo hechos, la reconstruí bajo la forma de una muchachita triste y una puta, en el mejor de los casos como alguien que-pudo-ser… una etiqueta que también podría aplicárseme a mí. Ojalá hubiese podido concederle un final anónimo, relegarla a unas pocas palabras lacónicas en el informe de un policía de Homicidios, la copia en papel carbón que se manda a la oficina del forense, junto con el papeleo necesario para llevarla al cementerio. Lo único que había de malo en mi idea es que ella no hubiera querido que las cosas ocurrieran de ese modo. Por brutales que fueran los hechos, ella hubiese querido que llegaran a ser conocidos. Y puesto que le debo mucho, y soy el único que conoce toda la historia, he empezado a escribir esto.

Pero antes de la Dalia estuvo la relación de compañeros, y antes de eso, la guerra, los reglamentos militares y las maniobras en la División Central, que nos recordaban que también los polis éramos soldados, aunque fuésemos mucho menos populares que quienes estaban combatiendo contra los alemanes y los japoneses. Después del trabajo de cada día, los agentes tenían que participar en simulacros de ataque aéreo, de apagón y de evacuación de incendios, lo cual nos obligaba a ponernos firmes en la calle Los Ángeles, esperando que el ataque de un Messerschmitt nos hiciera sentir un poco menos estúpidos. La llamada para los servicios del día seguía siempre un orden alfabético, y poco después de haberme graduado en la academia, en agosto de 1942, fue allí donde conocí a Lee.

Ya lo conocía por su reputación y estaba enterado de nuestros historiales respectivos: Lee Blanchard, peso pesado, 43 victorias, 4 derrotas y 2 nulos, con anterioridad una atracción habitual en el Hollywood Legion Stadium. Y yo: Bucky Bleichert, peso semipesado, 36 victorias, ninguna derrota y ningún nulo, colocado una vez en el puesto número diez del ranking por la revista Ring, tal vez porque a Nat Fleisher le divertía la mueca desafiante con que solía contemplar a mis adversarios, en una exhibición de mis dientes de caballo. Pero las estadísticas no contaban toda la historia. Blanchard pegaba duro y recibía seis golpes para poder colocar uno, un clásico cazador de cabezas; yo bailaba, hacía fintas y buscaba el hígado, siempre con la guardia en alto, pues temía que si recibía demasiados puñetazos en la cabeza mi aspecto se estropearía aún más de lo que mis dientes lo hacían. En cuanto a los estilos de pelear, Lee y yo éramos como el aceite y el agua, y cada vez que nuestros hombros se rozaban cuando nos repartían los servicios a primera hora del día, yo me preguntaba quién ganaría.

Durante cerca de un año nos estuvimos midiendo mutuamente. Jamás hablábamos del boxeo o del trabajo policial y limitábamos nuestra conversación a unas cuantas palabras sobre el tiempo. Físicamente, éramos tan distintos como pueden serlo dos hombres: Blanchard era rubio y rubicundo, medía metro ochenta y dos y tenía los hombros y el tórax enormes, con las piernas gruesas y arqueadas y una barriga incipiente dura e hinchada; yo era de tez pálida y cabello oscuro, un metro noventa de flaca musculatura. ¿Quién ganaría?

Finalmente, dejé de intentar predecir quién sería el ganador. Pero otros policías habían hecho suya la pregunta, y en ese primer año en la Central oí docenas de opiniones: Blanchard ganando por un KO rápido; Bleichert por decisión de los jueces; Blanchard abandonando o siendo obligado a abandonar por las heridas… todo salvo Bleichert noqueando a su adversario.

Cuando no me veían, les oía susurrar nuestras historias fuera del ring: el ingreso de Lee en el Departamento de Policía de Los Ángeles; su rápido ascenso gracias a los combates privados a los que asistían los peces gordos de la policía y sus amigotes de la política; cómo capturó a los atracadores del Boulevard-Citizens, allá por el 39, y se enamoró de una de las chicas de los ladrones, lo cual le impidió engrosar las filas de los detectives cuando la chica se fue a vivir con él –en una completa violación de las reglas del departamento sobre no mezclar trabajo y vida privada– y le suplicó que dejara de boxear. Los rumores sobre Blanchard me impactaban como pequeños golpes para mantener la guardia, y yo me preguntaba hasta qué punto serían ciertos. Los fragmentos de mi propia historia eran como puñetazos en el estómago, por su veracidad al ciento por ciento: el ingreso de Dwight Bleichert en el departamento para escapar de problemas bastante graves; la amenaza de expulsión de la academia cuando se descubrió que su padre pertenecía al Bund germano-estadounidense; las presiones sufridas para que denunciara ante el Departamento de Extranjeros a los chicos de ascendencia japonesa con los cuales había crecido para así asegurar su posición dentro del Departamento de Policía de Los Ángeles… No le habían pedido que participara en combates privados porque no era un pegador de los que noquean a sus adversarios.

Blanchard y Bleichert: un héroe y un delator.

Acordarme de Sam Murakami y de Hideo Ashida esposados camino de Manzanar ayudó a simplificar mi percepción de los dos… al principio. Más tarde entramos en acción, codo con codo, y mis primeras impresiones sobre Lee –y sobre mí mismo– se fueron al garete.

Fue a principios de junio de 1943. La semana anterior, los marineros se habían peleado con unos mexicanos pachucos en el muelle Lick de Venice. Corrían rumores de que uno de los chicos había perdido un ojo. Empezaron a producirse escaramuzas tierra adentro: personal de la marina de la base naval Chavez Ravine contra los pachucos de Alpine y Palo Verde. Los periódicos publicaron que los zooters llevaban insignias nazis, además de sus navajas automáticas, y centenares de soldados, marineros y marines uniformados se dirigieron hacia el centro de Los Ángeles, armados con bates de béisbol y garrotes de madera. Se decía que en la Brew 102 Brewery, en Boyle Heights, los pachucos se estaban agrupando en número similar y con armamento parecido. Todos los agentes de la División Central fueron movilizados y se les proporcionó un casco de latón de la Primera Guerra Mundial y una porra enorme conocida como «sacudenegros».

Al caer la noche, fuimos conducidos al campo de batalla en camiones prestados por el ejército y solo se nos ordenó una cosa: restaurar el orden. Nos habían quitado los revólveres reglamentarios en la comisaría; los jefazos no querían que ningún 38 cayera en manos de aquellos gángsters mexicanos de trajes amplios, pantalones drapeados con vuelta y corte de pelo de cola de pato. Cuando salté del camión en Evergreen con Wabash, llevando en la mano solo un garrote de kilo y medio con el mango recubierto de cinta adhesiva para que no resbalara, me sentí diez veces más asustado de lo que jamás había estado en el ring, y no porque el caos se acercara a nosotros desde todas direcciones.

Me sentí aterrado porque los buenos eran en realidad los malos.

Los marineros reventaban a patadas todas las ventanas de Evergreen; los marines con sus uniformes azules destrozaban sistemáticamente las farolas, procurándose cada vez más y más oscuridad en la que poder actuar. Dejando de lado sus rivalidades internas, soldados y marines volcaban los coches aparcados fr

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