Los salvajes 1

Sabri Louatah

Fragmento

cap-2

I

KRIM

1

Sala de fiestas, 15.30

 

En breve habría que tomar una decisión: quién iría al Ayuntamiento y quién se quedaría «tranquilamente» en la sala de fiestas. La familia de la novia era muy numerosa, así que no cabrían todos en la casa consistorial y, además, el alcalde tenía fama de no ser muy paciente en tales situaciones. Su predecesor —un independiente de izquierdas— había prohibido lisa y llanamente las bodas en sábado para evitarles a los apacibles habitantes del centro los bocinazos, el raï y los bólidos adornados con banderas verdes y blancas. El actual alcalde había derogado esa prohibición pero amenazaba de nuevo con ella sin vacilar en cuanto una tribu sobreexcitada organizaba un jaleo en la casa de la República.

Entre los que ya no tenían ninguna intención de moverse figuraba la tía Zoulikha, que, sentada sobre su cuscusera, se abanicaba con el 20 minutes de ese día al que Ferhat le había arrancado la portada, en la que se leía: «LAS ELECCIONES DEL SIGLO». El viejo Ferhat lucía un estrafalario gorro ruso verde grisáceo que le hacía sudar las orejas. Uno de sus sobrinos nietos había intentado convencerle de que se lo quitara, pero en cuanto alguien abordaba la cuestión Ferhat se escabullía encogiéndose de hombros y balbuciendo análisis sobre los últimos sondeos, con una voz dulce y casi profesoral que no le conocían.

Esa tarde todo el mundo estaba un poco raro: corría el rumor de que los invitados de la familia de la novia se contaban por cientos y, además, hacía mucho calor para un 5 de mayo. Los resultados de la primera vuelta de las elecciones habían convertido el país en una olla a presión y el primo Raouf parecía ser el único tornillo que evitaba que la tapa saltara por los aires. Se rociaba agua con un vaporizador y tecleaba en su iPhone. La abuela le observaba sin comprenderle, sin entender a esa nueva raza de hombres que vivían a través de una pantalla. Conectado al Twitter de una fanática de los sondeos políticos y pendiente de las actualizaciones de una web de política, Raouf encendía un cigarrillo tras otro y comentaba los pronósticos electorales que un colega, gerente como él de un restaurante halal en Londres, publicaba en Facebook.

Raouf, cuya elegancia era alabada a menudo por sus trajes a rayas de mil euros, lucía ese día y desde la antevíspera la misma camiseta estampada con el sonriente candidato del Partido Socialista, una camiseta mal entallada visible debajo del blazer remangado que mostraba sus vigorosos antebrazos de empresario. Parecía que en sus venas latiera el pulso de la nación.

A la abuela, que le había reprochado que aún no se hubiera vestido de traje, ya no le quedaban fuerzas ni ganas de reprocharle nada a nadie. Ocupaba en silencio un lugar de honor en el rutilante Audi de Raouf, que había puesto el aire acondicionado y escuchaba distraídamente las canciones cabilias que resonaban en los otros coches engalanados. La abuela sacó una de sus canillas de gallina del vehículo y barrió con su mirada el aparcamiento terreado en el que vegetaba su tribu.

A sus aproximadamente ochenta y cinco años —nadie conocía con exactitud su fecha de nacimiento—, la abuela gozaba de un estatus particular en la familia: los aterrorizaba a todos. Era viuda desde hacía lustros y nadie la había visto compadecerse, enternecerse o decirle una palabra amable a ningún ser humano que hubiera dejado atrás la pubertad. Se alzaba entre sus hijas frívolas y volubles como una suerte de personificación del Reproche, alimentada por su extraordinaria resistencia, que daba la impresión de ser fruto de un pacto con el Diablo y transmitía a la vez la certidumbre de que las enterraría a todas.

En cuanto los tipos de la sonorización empezaron las pruebas en la sala, la abuela regresó al mullido silencio del Audi.

—¿Cómo es que ya están aquí? —preguntó el jefe de los encargados de la sonorización a Raouf.

—Es el punto de encuentro —respondió Raouf sin tomarse la molestia de quitarse el auricular—. Antes de ir al Ayuntamiento. Pero enseguida nos marcharemos, estamos esperando a que llegue todo el mundo.

El tipo de la sonorización no parecía convencido. Tenía un trozo de lechuga entre los dientes, los dientes muy grandes y olía a cebolla.

—Es usted familiar del novio, ¿verdad? Si no les importa, tendrían que apagar la música de los coches. Nos han pedido que procuremos no molestar a los vecinos antes de la noche. ¿Y esa señora de la cuscusera?

—¿Qué pasa?

—Creía que había un servicio de catering.

Raouf no supo qué responder. Extendió las manos avergonzado y se volvió hacia su tía Zoulikha, una venerable damajuana de carne rosada, estoica e inmaculada, que inspiraba y espiraba aplicadamente bajo un castaño cuyas ramas en flor no la protegían de la solana.

Otras tres tías que se arremolinaban bajo la pequeña sombra de un chopo se pusieron a hablar de su hermana pequeña, la problemática Rachida, mientras Dounia, la madre del novio, iba y venía de corrillo en corrillo preocupada porque nadie parecía dispuesto a tomar parte en la carrera hasta el Ayuntamiento.

—Solo habrá familiares suyos —se lamentaba agitando el velo blanco y el móvil—. ¡Gualá, qué vergüenza, no puede ser…! ¡Y Fouad! —exclamó de repente al pensar en su otro hijo, el pequeño, que venía de París para ser testigo de su hermano—. ¡Fouad ni siquiera me coge el teléfono!

El tío Bouzid se quitó la gorra para enjugarse el cráneo desnudo. Tenía una calvicie extraña, inestable y musculosa, atravesada de un extremo a otro por una vena cuya prominencia delataba por lo general la inminencia de un acceso de cólera.

—Cálmate, Dounia. ¡La ceremonia en el Ayuntamiento no empieza hasta dentro de una hora y Slim ni siquiera ha llegado! Estamos todos, ¿verdad? Tanto miedo que tenías y aquí estamos todos, una hora antes, así que ponte zen. ¡Zen! —exclamó antes de añadir con una sonrisa irónica—: ¿Acaso crees que no van a dejar entrar a la madre del novio? ¡No es una discoteca! ¡Ja, ja! «Lo siento, no puede entrar, es una fiesta privada.» No te preocupes y vete a hablar un poco con Rab, que la pobre está ahí sola.

Rabia hablaba por teléfono, estrujando sus rizos y riéndose a carcajadas como una chiquilla. Era una madre joven. Su hijo mayor apenas tenía dieciocho años y ella cuarenta. Colgó para llamarlo. No le contestó. Rabia se sumó al corro de sus cuñados, que hablaban de mecánica, de las elecciones presidenciales y de los resultados de las carreras de caballos echándoles de vez en cuando la bronca a las esposas que reñían a su nerviosa prole.

2

Y al fondo de todo, detrás del gimnasio adonde la gente iría a votar al día siguiente, alejado del raï y del chismorreo, estaba Krim. Krim con sus ojos adormilados, Krim con sus cejas compactas, fruncidas, hostiles, Krim con sus pómulos extrañamente achatados que hacían que pareciera un chinito, como decía todo el mundo.

Apoyado en el panel electoral en el que ya solo había dos carteles, frotaba un encendedor de plata contra la banda fluorescente de su chándal cuando su madre, Rabia, llegó a su lado para preguntarle por qué no respondía al teléfono y, sobre todo, si tenía intención de ir al Ayuntamiento. Se guardó el ence

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