Prólogo
El niño era muy pequeño, aún iba a la guardería, ni siquiera sabía leer. No entendía nada de lo que veía a su alrededor, lo único que sabía era que le habría gustado quedarse allí para siempre. Desde que atravesó uno de los arcos de la portada de entrada al Real de la feria, se sintió abrumado por la exuberante alegría que flotaba en el ambiente.
Nada más pisar las calles de albero, notó que la gente que paseaba por allí era muy diferente a los parroquianos que solía encontrar en la puerta de la iglesia cuando iba con su madre a pedir limosna los domingos. Sus ropas le parecieron muy extrañas; casi todas las mujeres iban ataviadas con largos vestidos de lunares y flores en el pelo y los hombres con elegantes trajes; pero aún más rara le resultó la felicidad que irradiaban sus rostros. Tal vez el esplendor se debía a la incesante música que procedía de aquellas maravillosas casitas sin ventanas a las que llamaban casetas. A pesar de que estaban construidas con lonas de colores y de que, en cierto modo, le recordaban a las chabolas donde él vivía, le parecieron mucho más bonitas.
Todo era tan extraordinario y divertido que el pequeño creyó vivir un sueño del que nunca querría despertar.
Su madre le había dicho que irían todos los mediodías de la semana a la feria. Allí podrían conseguir algún dinero extra, un empujón para seguir adelante, ya que la gente se volvía más generosa al pisar el ferial. Él no entendía demasiado qué quería decir su madre, de la misma manera que desconocía si la feria estaba en Sevilla o en una ciudad diferente. De lo que estaba seguro era de que aquel lugar era el más maravilloso que había visto en su corta vida, y de que querría volver siempre, día tras día. Nunca se cansaría de estar en un mundo tan bonito.
Al pasar junto a un grupo de caballos de pelo brillante y largas crines, montados por diestros jinetes y bellas flamencas a la grupa, el niño se detuvo unos segundos en medio de la calle embrujado por el brío contenido que exhibían los majestuosos animales a su paso.
Sintió un fuerte tirón del brazo, que lo apartó de la calzada y evitó que lo atropellaran cuatro magníficos ejemplares que tiraban de un carruaje y que seguían a sus homólogos en el paseo.
Con el corazón tamborileando en su pecho, el niño dio un suspiro entrecortado antes de continuar. Miró con aprensión la dulce manzana caramelizada, que estuvo a punto de caérsele al suelo con la sacudida. Comenzaba a pringarle la mano de azúcar, pronto le molestaría. Debía terminársela lo antes posible.
Abandonaron las calles de arena para dejar atrás la feria y volver a la Sevilla de siempre, a la de vías pavimentadas y gentes con gesto torcido y caras agrias. A una Sevilla que, con el contraste y brillo de la feria, le pareció más gris que nunca.
Una avenida larga, casi fantasmagórica por el corte del tráfico, se extendía ante el niño como un desierto de asfalto cuyo horizonte se volvía borroso por la refracción de la luz. El espejismo parecía cubrirla de una fina capa de agua. Dirigió la mirada hacia arriba. El sol inclemente estaba en su cénit y le aguijoneaba su tierna y suave piel infantil.
Al estrecharse las calles, lo acogió una sensación de frescura propiciada por la sombra de los altos edificios y por la indómita vegetación que crecía a uno de los lados de la calle. Tras el follaje podía verse discurrir mansa el agua verde del río. Alargó la mano para rozar las plantas, pero un nuevo tirón se lo impidió.
La boca empezó a ponérsele pastosa. Tras comer el rico caramelo, comenzaba a asomar la acidez de la manzana. De haber sabido que agazapada tras el dulce se encontraba la fruta, habría escogido un refrescante helado de chocolate. Pero quién se habría resistido a aquella tentación redonda, roja y brillante que, pinchada en un largo palo, parecía llamarlo desde el puestecillo. Ahora se arrepentía, aunque era tarde.
A veces las cosas aparentan ser algo diferente a lo que en realidad son.
Cuando su cuerpo se adaptó a la temperatura de la sombra, de nuevo volvió a sentir calor. Estaba cansado de andar y comenzaban a dolerle muchísimo sus diminutos pies. Quería llegar a donde fuera que estaban yendo y poder sentarse a descansar un rato. El paseo le estaba resultando demasiado largo.
Hizo un conato de puchero, pero se contuvo. No debía quejarse, no quería enfadarle. Lo único que debía hacer era seguir adelante y portarse bien. Era lo mejor. Solo esperaba que el paseo durara poco para poder volver pronto a la feria. Mamá le había dicho que, si era un niño bueno y las cosas iban bien, le compraría un perrito caliente y lo subiría al tiovivo. El recuerdo del inminente premio provocó que los ojos del niño le hicieran chiribitas y se avivaran su ilusión y sus pasos.
Mamá siempre cumplía sus promesas.
De repente se dio cuenta de que no le había dicho a su madre que iba a dar un paseo. Se habían alejado tanto de la feria que ya casi ni se oía el sonido de la música.
Continuó el camino de la mano del adulto, en silencio. Con algo de inseguridad, pero con la esperanza de que pronto volvería con mamá.
Ella nunca se iría a casa sin él.
1
Domingo de Feria.
Abril de 2024.
Sevilla
Desde que había comenzado a salir con David, la vida de Rocío había adquirido una infinidad de matices desconocidos para ella hasta el momento. Nada era como antes y la felicidad que la joven sentía se proyectaba en todos y cada uno de los aspectos de su día a día. La Feria de Abril no era una excepción.
Al bullir habitual de alegría, desinhibición y desenfreno, que se respiraba en las calles del Real, se sumaba el influjo de su primer amor. Un amor adolescente que había conseguido teñirlo todo de un amable tono pastel.
Pasó largo rato decidiendo qué vestido de flamenca debía ponerse para la ocasión, sin concluir en nada. Era una tarde importante y no quería desentonar con el ambiente de la caseta de los padres de David, su novio, a la que acudirían para cenar tras divertirse en las atracciones de la calle del Infierno.
Su madre le había aconsejado que estrenara el vestido que le había regalado su abuela, pero qué sabría ella si había nacido cuando ni siquiera existían los móviles. Después de consultar a su grupo de amigas y enviarles fotografías por WhatsApp de las diferentes opciones, decidieron por unanimidad que debía estrenar el vestido nuevo que le había regalado su abuela. Ahora sí que sabía, sin lugar a dudas, que era el más apropiado para una tarde-noche de feria.
Se miró al espejo y se vio espléndida con su bonito vestido rosa con pequeños lunares negros y volantes ribeteados con un sutil encaje a tono. El mantoncillo de manila, a juego también, era de color negro, aunque estaba alegremente salpicado por flores bordadas a mano. Para rematar el conjunto, se recogió la larga melena castaña en un moño tirante y se colocó sobre la cabeza una hermosa flor de color natural.
Satisfecha, se miró al espejo y concluyó que parecía una modelo de Julio Romero de Torres.
Había quedado con David a las ocho en punto en la portada de la Feria, como marcaba la tradición. Sabía que él la esperaría puntual, vestido con su mejor, y probablemente único, traje de chaqueta, soportando con estoicismo los treinta y cuatro grados de temperatura que ajusticiaban aquella tarde a los feriantes.
Nada más apearse del autobús, consultó la hora. Solo se retrasaría un par de minutos. A lo lejos divisó a David, que esbozó una bonita sonrisa al verla. Estaba tan elegante que, de no ser por el ensortijado pelo cobrizo, nunca lo habría reconocido. Tras él brillaba la imponente portada, cuyo diseño se inspiraba ese año en el Pabellón Mudéjar de la plaza de América de Sevilla. Tres arcos de herradura centrales, acotados por dos torres laterales, darían al anochecer entrada a un cielo de estrellas artificiales y farolillos iluminados que bailarían al son de las sevillanas y que cubrirían por completo las calles del recinto ferial. El halo mágico transformaría la triste realidad en una fantasía envolvente y embriagadora, secuestraría a los feriantes y los sumergiría en un maravilloso trance de efímera felicidad que iría in crescendo con el paso de las horas, la música, el baile y el vino para morir al amanecer con los primeros rayos del sol.
Hasta el aire emanaba alegría.
La joven pareja atravesó de la mano las calles de albero, bautizadas en honor a míticos toreros, con cuidado de no ser atropellados por los caballistas rezagados y algo pasados de copas que, por la hora que era, deberían haber abandonado el ferial. David presentaba orgulloso a su guapa y nueva novia cada vez que se topaba con amigos. Todo aquel con el que se cruzaban irradiaba una euforia contagiosa a la que nadie se podía resistir. Las mujeres, bellas e impresionantes con sus maravillosos y coloridos vestidos de faralaes. Los hombres, elegantes, con sobrios trajes de chaqueta y vistosas corbatas y pañuelos de seda.
Al llegar a la calle del Infierno, a Rocío le pareció que las luces de las atracciones brillaban con una intensidad desconocida para ella. Hasta la música sonaba diferente, más viva. Embriagada por la dicha y fascinada por el ambiente que la sobrecogía, se dejó llevar por David, que entre arrumacos no paraba de recordarle lo guapa que estaba vestida de flamenca.
Después de sucumbir a algunas de las múltiples y tentadoras ofertas del parque de atracciones, subieron a la gran noria. Cuando la cabina se detuvo en la cima, los novios se besaron relajados ante la inmensidad que la vista les regalaba: Sevilla se convertiría durante una semana en la ciudad de la luz y de la alegría.
Justo antes de abandonar las instalaciones del parque de atracciones, pasaron junto al tren del terror. David miró a Rocío con ojos suplicantes.
—No, por favor. No me apetece nada, de verdad, no me obligues. Ya sabes lo miedica que soy. Si entramos ahí, tendré pesadillas esta noche.
—Pero ¿qué crees que te podría pasar? No es más que un cacharrito de feria. Además, estaré a tu lado. Me han contado que este año ofrece una experiencia inmersiva total. ¡Dicen que es flipante! A los muertos de mentira y los clásicos de siempre, ya sabes, Freddy Krueger, la momia o Frankenstein, les han sumado los animatrónicos de Five Nights at Freddy´s. Por favor, Rocío, te conté lo obsesionado que estuve hace años con ellos, ¿verdad? Estaba todo el día viendo sus vídeos y hasta me compré los libros. Por favor, por favor —dijo juntando las manos sobre el pecho para reforzar la súplica—. ¿Qué podría salir mal?
La joven miró con aprensión la estructura metálica que se alzaba ante ella, amenazante, mientras suspiraba dándose por vencida. Era incapaz de negarle nada a su adorado amor.
—Vale —concedió con poco convencimiento—, pero no te rías de mí cuando grite.
Subieron al vagón con cuidado de recoger todos los volantes del vestido. No querían que se engancharan, rompieran o mancharan antes de la cena en la caseta. Eran conscientes de que cualquiera de esas tres situaciones, juntas o por separado, podría ocurrir.
Una vez acomodados en el asiento, Rocío sintió un pellizco en el estómago más intenso incluso que el que había notado al ver a David ante la portada. Intentó tranquilizarse, su novio tenía razón. No se trataba más que de una atracción de feria. Además, le consolaba pensar que, una vez superado el trance, irían directos a cenar, bailar y olvidarse del mal rato.
El vagón arrancó despacio y se adentró en la negrura de la garganta del túnel metálico. En el interior se alternaban escenas de oscuridad total con otras en las que destellos rojos o ultravioletas parpadeaban sin cesar, lo que provocaba un efecto estroboscópico y les daba un aspecto aún más terrorífico a los robots animatrónicos, que amenazantes se acercaban a los pasajeros, pero sin llegar a rozarlos. La música estridente se solapaba con chillidos y aullidos tan diferentes como escalofriantes, y también con molestas sirenas imposibles de desoír incluso para Rocío, que llevaba los oídos tapados desde que entraran en el túnel. Con los ojos cerrados y horrorizada por las sensaciones y estímulos de su alrededor, se pegó a su novio en busca de seguridad. Mientras el joven parecía disfrutar de la experiencia, ella libraba una lucha interna para no dejarse llevar por la acuciante sensación de pánico que la envolvía.
El coche se detuvo de manera abrupta. Rocío y David sufrieron la inercia del frenazo y la flor que ella llevaba en la cabeza se desprendió. Abrió los ojos sobresaltada y comprobó que se hallaban sumidos en la más absoluta oscuridad. Al cabo de unos segundos, su vista se adaptó a la poca luz que se colaba por las rendijas entre las chapas que conformaban el esqueleto del falso tren.
—David, se me ha caído la flor. Por favor, intenta encontrarla. No quiero perderla por nada del mundo. ¿Sabes lo fea que está una flamenca sin su flor?
—Tranquila, no pasa nada. Ahora mismo la busco —dijo mientras sacaba el móvil del bolsillo de la chaqueta—. Qué raro, ¿no crees? Es como si hubiésemos chocado con algo.
—No me parece nada raro. Será parte del espectáculo, verás como enseguida se reanuda la marcha —murmuró Rocío poco convencida.
—Lo dudo.
—Bueno, quizá se trate de un simple apagón.
—Ni hablar, ¿no ves que fuera hay luz?
David alumbró el suelo del vagón sin lograr localizar la flor de su novia.
—Aquí no está, lo mismo se ha caído fuera —dijo al iluminar la vía con su linterna improvisada—. ¡Niña, ahí hay algo más! Veo un bulto grande tirado justo delante de nuestro vagón —exclamó—. Espera, voy a bajarme a ver de qué se trata, así de paso te recojo la flor.
—¿Tú estás loco? ¡Ni se te ocurra! —Rocío trató de sujetarlo por el brazo sin conseguirlo—. La flor da igual, ya me compraré otra. ¿Acaso no recuerdas lo que nos dijo el taquillero? Nadie puede bajar del vagón, da igual lo que pase. Es muy peligroso. Mira, ahora también han parado la música.
David se desasió de su novia para apearse por el lateral del vagón. Necesitaba descubrir qué era lo que había visto. Tenía la certeza de que lo que quiera que hubiese ante el vagón era lo que había provocado la parada de la atracción entera.
Sujeta a la barandilla delantera del coche, Rocío se dejó llevar por la curiosidad. Lo poco que pudo ver en la penumbra la alarmó. Su novio, tras agacharse para inspeccionar el bulto durante unos segundos, se incorporó impulsado como por un resorte para mirarla con estupefacción.
—¡Rocío, tenemos que salir inmediatamente de aquí! —gritó extendiéndole la mano para tirar de ella—. Ni se te ocurra mirar hacia los raíles. ¿Has entendido?
Ella asintió entre sorprendida y asustada, sin comprender demasiado bien qué había encontrado su novio que lo había asustado tanto. Sin duda, debía de ser algo espeluznante para que se comportara así.
—Continuaremos por el túnel hacia delante, creo que quedan pocos metros para la salida.
—Pero ¿qué había ahí?
El joven giró la mirada hacia ella mientras salían. Su gesto se había transformado.
—Un muerto de verdad.
2
Jara Vega, inspectora de la Brigada de Homicidios de la UDEV, fue la encargada de atender el aviso recibido en la comisaría: un hombre había sido hallado sin vida en el interior de una de las atracciones de la feria. El hecho de que el cadáver presentara signos de violencia indicaba que podía tratarse de un asesinato.
Aparcó el coche oficial en la avenida de Alfredo Kraus, ante los servicios de atención sanitaria que la Cruz Roja instalaba cada año para el evento, lo más cerca posible de la calle del Infierno. Lo último que deseaba era tener que atravesar el recinto entero.
De las ocho de la tarde a las diez de la noche, en el ferial convivían los feriantes que resistían desde el mediodía, sumidos ya en una especie de purgatorio sin fin, y los que acababan de entrar en el paraíso llegados de sus casas como nueva savia para relevar a los anteriores.
Nada más bajar del coche, Jara se cruzó con un grupo formado por mujeres engalanadas con sus trajes de flamencas, con los jarambeles algo descolocados, y por hombres enchaquetados y también algo descompuestos, todos ellos pertrechados con copas de fino y un exacerbado sentimiento de entusiasmo que evidenciaba su estado de embriaguez.
Conforme se adentraba en la calle del Infierno, el panorama se transformó. Ante ella desfilaban familias en perfecto estado de revista que llevaban a sus hijos pequeños a divertirse un rato a los cacharritos antes de la cena. Desvió la mirada para evitar los ojos de ilusión de los niños.
Odiaba la feria.
Las coloridas y llamativas luces entre las que se vio inmersa contrastaban con un cielo que comenzaba a teñirse de negro. El ensordecedor ruido de las atracciones, las risotadas de los asistentes y feriantes y la cara de felicidad que exhibía todo aquel con el que se cruzaba comenzaron a fastidiarla.
Le resultaba difícil soportar tanta alegría por metro cuadrado.
Al acercarse al tren del terror, las expresiones de la gente comenzaban a variar de manera lenta y progresiva, se hacían más graves y, sobre todo, más pesarosas. La inspectora traspasó el cordón policial tras mostrar la placa de identificación a uno de los agentes, que se esforzaba sobremanera en contener a los curiosos. Llamó su atención una pareja de adolescentes con gesto compungido: ella recostada sobre el hombro de él; él haciendo de tripas corazón para aguantar el tipo. Por la forma en que la siguieron con la mirada al verla atravesar la zona acordonada, supo que la esperaban.
—Inspectora, le aconsejo que entre por la salida de la atracción. Le resultará más fácil, ya que a los pocos metros está el cadáver —le indicó uno de los agentes de su misma brigada, señalándole la zona de atrás de la estructura metálica—. Aún no se ha procedido al levantamiento, el juez no ha llegado.
—Gracias, Mínguez.
Tras adentrarse en el pasillo, que separaba el tren del terror de la atracción vecina, llegó a la calle trasera, donde una escalera oxidada le daría acceso al final de la atracción. Los efectivos policiales habían accedido al tren por ahí.
Al ingresar en el túnel metálico, vio a lo lejos al forense, acuclillado junto al cadáver.
—Buenas noches —dijo nada más acercarse.
La inspectora realizó un breve recorrido visual por el escenario del crimen. Cuando menos era original, no todos los días el tren del terror sirve de contexto para un asesinato.
El fallecido se hallaba tumbado en la vía. Se trataba de un hombre joven, no debía de tener más de treinta años, con el rostro violáceo y una marca de tres o cuatro centímetros que le surcaba el cuello. Vestía una elegante chaqueta azul marino y pantalones de pinzas gris marengo. Le faltaba uno de los zapatos, que Jara pudo localizar a tan solo unos metros.
—Buenas buenas no son del todo —contestó el forense—. Lo serían si estuviéramos en una caseta con una copita de fino helado en una de las manos y una tapita de jamón cinco jotas en la otra y no en este plan, inspectora. Pero es lo que hay…
—¿Qué tenemos?
—Hombre joven, muerto por sofocación con una bolsa de plástico y con el que parece su propio cinturón. —Le levantó la parte delantera de la chaqueta para mostrar que no llevaba—. Ya lo ha trasladado la científica con la esperanza de encontrar alguna prueba. —El forense se levantó mientras se quitaba los guantes—. La hora exacta de la muerte no te la puedo precisar, aunque sí decirte que no hace mucho que lo han asesinado. Cuando llegué aún estaba caliente. Ni siquiera había indicios de rigor mortis, por lo que me aventuraría a afirmar que —dudó unos segundos mientras consultaba su reloj de muñeca— la muerte debe de haber ocurrido entre las nueve y las nueve treinta de esta misma noche.
—Con eso me apaño de momento. Una forma extraña de asesinar a alguien, ¿no? Según las estadísticas, en España se mata mucho a cuchillo —comentó Jara como si pensara en voz alta.
—Pues sí, la sofocación es algo más bien propio de suicidas. Aunque tampoco debemos olvidar que es una manera rápida, simple y muy silenciosa de quitarle la vida a alguien. Sobre todo si la víctima había bebido en exceso, como es el caso. No sé si has notado el fuerte olor a alcohol que desprende el cuerpo.
—No me he acercado tanto como tú. Tampoco es que vea la necesidad de usar un método silencioso en un lugar como este. Si mal no recuerdo, aquí dentro el ruido es ensordecedor —comentó pensativa—. Aunque, pensándolo bien, asesinar a alguien aquí dentro es una buena forma de asegurarte de no ser sorprendido.
—Sí, sobre todo en este tren, que según tengo entendido solo tiene muñecos robóticos.
—¿Y esas heridas? —Jara Vega señaló dos grandes cortes que la víctima presentaba en un costado.
—Se las produjo el vagón que lo atropelló, por decirlo de alguna manera. De hecho, han tenido que retirarlo para que yo pueda hacer la inspección inicial. Si te fijas, en los cortes apenas hay sangrado, lo que nos indica que ya estaba muerto cuando el vagón le intentó pasar por encima. Y digo que lo intentó porque no lo consiguió. Estos vagones no tienen potencia suficiente como para hacerlo. Solo lo arrastró unos metros hasta detenerse por completo.
Jara asintió mientras analizaba en silencio todos los detalles.
—¿Sabemos de quién se trata? —le preguntó al agente de policía que había junto al forense.
—¿En serio no lo conoces, Jara? —terció el forense sorprendido.
Jara Vega se encogió de hombros, más sorprendida que él.
—Se trata de Pelayo Acuña de Vicente —detalló el agente consultando su libreta de notas—. Soltero, treinta años, residente en Sevilla.
—Y un niño de papá que se ha hecho famosillo por sus escándalos amorosos —volvió a comentar el forense—. Además de ser miembro de la alta sociedad sevillana y protagonista de múltiples artículos de la prensa rosa. ¿De verdad no lo has visto en los programas de cotilleos de la televisión? Sale día sí, día también.
—No veo la televisión.
—Pues es famosísimo. A mi hija le encanta —torció de manera leve la cabeza, concentrado en el cadáver—, o le encantaba. De hecho, ni te imaginas lo pesada que se había puesto con que nos apuntásemos al club ecuestre para coincidir con él. Quizá ahora que ha muerto deje de darme la tabarra con eso. ¿Crees que pudieron asfixiarlo en uno de los vagones para después lanzarlo a las vías? En los márgenes de los raíles resulta hasta difícil caminar.
—Si te digo la verdad —dijo la inspectora reparando en el rocambolesco escenario—, me da la impresión de que pudieron asesinarlo en uno de los vagones y ponerlo después junto a la jaula de ese muñeco tan feo. Justo donde está el zapato que le falta. —Señaló a unos diez metros—. Un muerto podría pasar desapercibido en este lugar durante varios días, por lo menos hasta que empezara a descomponerse y el olor alertara de su presencia. No contaron con la vibración del trenecito al circular por los raíles, que debió de hacer que el cuerpo del fallecido se desplomara hacia delante y cayera sobre la vía para ser arrastrado después hasta aquí.
—¡Qué macabro! Con lo bonita que es la feria… ¡Y qué manera más desagradable de joderla! Esto va a provocar ríos de tinta en las revistas. Ya verás cuando la prensa se entere.
Jara Vega asintió con gravedad. Esa circunstancia solo podría venir a empañar la investigación.
—La policía científica no lo va a tener nada fácil —comentó la inspectora.
—Ciertamente —intervino el agente queriendo demostrar que había hecho sus deberes—. Lo peor de todo es que el parque de atracciones ha abierto por primera vez en la feria esta misma mañana, y, al parecer, ha habido una afluencia exagerada de visitantes. Lo mejor, que tenemos testigos.
—Vale. Eso nos lleva a depositar todas nuestras esperanzas en el cadáver, la bolsa, el cinturón y los testigos —suspiró Jara algo angustiada—. Voy fuera a hablar con ellos, a ver si tenemos suerte.
Los jóvenes que habían hallado el cuerpo sin vida de Pelayo Acuña la recibieron con gesto afligido. La chica había llorado durante largo rato, las manchas negras del rímel corrido eran buena prueba de ello. Jara los escuchó con paciencia, aunque lo que contaran tendría poco interés para la investigación. Antes de marcharse, le dieron sus datos de contacto al agente que acompañaba a la inspectora. Según dijeron, se irían directamente a casa. Tras el incidente, no les había quedado cuerpo para jarana.
Por otro lado, estaba el dueño de la atracción. Remigio, un hombre de más de cincuenta años, curtido en ferias, que había invertido todos sus ahorros en adquirir y mejorar el tren del terror. Era él quien se encargaba personalmente de vender las entradas, ya que nunca confiaría a un empleado el manejo del dinero de la caja.
«Quien evita la tentación evita el peligro», decía.
—Si le digo la verdad, no hubo nada que me llamara la atención. Aparte de la buena cogorza que tenía el tío ese tan elegante y trajeao cuando vino a comprar las fichas. Me pidió dos entradas, pero no vi de quién iba acompañado. Por lo general, los tíos de su edad suelen subir al tren con mujeres o con sus hijos. El resto de los pasajeros suelen ser adolescentes que vienen en grupo y se reparten en varios vagones, siempre un máximo de dos personas por vagón, es lo que dicen las normas de seguridad; o suben en parejita, como los dos inocentes esos que han encontrado al muerto. —Señaló con la vista a los jóvenes que atravesaban el cordón policial para abandonar la feria.
—Entonces no recuerda nada que le llamara la atención.
—Nada, señora. Hoy han pasado por aquí yo no sé ni los cientos de criaturas. Una exageración, de verdad. Además de que uno no tiene cabeza para recordar tantas caras.
—Debe pasarse mañana mismo por comisaría para ratificar su declaración y aclarar las dudas que nos surjan.
—¿Mañana? No lo estará usted diciendo en serio, inspectora… A las once de la mañana la calle del Infierno ya está abierta al público. Además, el lunes por la mañana es un día muy bueno de cacharritos, vienen muchas madres con sus niños.
—No creo que deba recordarle que su deber como ciudadano es colaborar con la justicia. Puede ir a comisaría a la hora que mejor le venga y estar aquí para las once. Desde las ocho de la mañana estaremos a su disposición.
—Por cierto, inspectora, hablando de derechos. ¿Quién me paga a mí los dinerales que voy a perder esta noche con la monserga esta del muerto? Porque no sé si se habrá dado usted cuenta de que llevamos parados más de una hora, sin olvidar lo que aún nos falta hasta echar a andar otra vez.
—Si quiere, contacte usted con el Ayuntamiento, a ver si le pueden exonerar las tasas de instalación de la actividad o bonificarle la electricidad o algo así. Mañana, cuando mi compañero le tome formalmente declaración, recuérdele que le haga un informe en el que explique los hechos, así como las horas que va a tener detenida la atracción.
El hombre resopló decepcionado.
—¡Cago en to! Espero que la mierda esta no me arruine. —Reflexivo, se rascó la calva—. Han dicho que el muerto era un famoso, ¿verdad?
—Eso parece —contestó Jara Vega alargándole una tarjeta con los datos de la comisaría que debía visitar al día siguiente.
—Pues ahora que lo pienso, lo mismo le da a la gente por subirse al tren del terror donde mataron al famoso ese. Ni se imagina lo morbosa que es la peña.
—Le aseguro que me lo puedo imaginar.
Jara negó mientras le daba la espalda, arrepentida de haberle brindado su ayuda. Había personas que no tenían respeto alguno por la muerte.
3
Lunes de Feria
A primera hora de la mañana, de camino a la comisaría, con el coche detenido en un atasco, Jara miró al cielo. Se mostraba teñido de un celeste puro, sin siquiera una sola nube ensombreciéndolo. Los sevillanos tendrían un magnífico Lunes de Feria, aunque ella no tuviera la menor intención de pisarla, salvo que el trabajo se lo exigiera.
Sonrió para sus adentros al pensar que en las últimas semanas parecía encontrarse mucho más estable, como si la espesa negrura de su interior hubiera empezado a aclararse. Quizá era el efecto de los nuevos antidepresivos, o quizá simplemente la adaptación natural de su mente a una realidad que no quería aceptar.
Observó a un grupo de jóvenes que caminaban por la acera de la avenida de María Luisa con signos de evidente ebriedad y un aspecto que debía de distar mucho del que tuvieron al llegar a la feria. Una de las chicas iba descalza, con las sandalias de tacón en la mano y la chaqueta de uno de sus amigos sobre los hombros. Oficialmente, a las seis de la mañana las casetas cerraban; sin embargo, algunas de ellas permitían a los socios apurar los últimos sorbos de feria mientras acababan de recoger. Cuando los toldos se echaban y los camareros se iban, muchos jóvenes cruzaban la avenida en busca de churros con chocolate antes de replegarse a sus casas para descansar y reponerse. En pocas horas les esperaría una nueva jornada de fiesta.
Recordó que Avilés, su compañero de Homicidios, había salido a cenar a la feria la noche anterior. Aunque dudaba que su velada se hubiera alargado tanto como la de los jóvenes que acababa de ver, decidió llamarlo por teléfono para asegurarse de que estaría despierto. Avilés contestó al segundo tono.
—¡Buenos días, Jara!
—Buenos días. ¿Cómo está el cuerpo?
—¡De puta madre! Voy de camino. Ayer solo fui un rato a la caseta para cenar con mi mujer y mis cuñados. Nada de excesos, que hoy tenía que currar. Te veo muy activa esta mañana.
—Sí, ya estoy cerca de la comisaría. Por cierto, ayer también fui a la feria.
—¿Sí? ¡No me lo puedo creer! ¡Me alegro muchísimo!
—No te emociones tanto… No es lo que te imaginas. Anoche atendí un código 10-50. Un cadáver apareció en una de las atracciones del ferial.
—¡Joder! ¡No me digas! ¿Por qué no me llamaste? Estaba allí al lado, no me hubiera costado nada acompañarte.
—Hombre, no quería estropear tu cena de cuñados.
—Qué considerada… Aunque denoto cierta ironía en tus palabras, que en este caso son poco acertadas. De sobra sabes que me llevo muy bien con mi familia política.
—Es que eres un buenazo, Avilés. ¿Quién se va a llevar mal contigo? La verdad es que no vi necesario molestarte. Oye, estoy entrando en mi despacho. Pásate por aquí en cuanto llegues y te pongo al día.
Minutos después, Avilés atravesó la zona de trabajo común que compartía con otros compañeros de unidad y comprobó de un vistazo que varias mesas permanecían desocupadas. No eran pocos los agentes que habían pedido vacaciones para la feria, lo que dejaba al departamento funcionando a ralentí.
—Estos jóvenes… —rezongó por lo bajo mientras iba de camino al despacho de la inspectora.
A Jara se le alegró la mirada al verlo atravesar el vano de la puerta, aunque su boca permaneciera inalterable en un rictus perpetuo que siempre dibujaba una línea horizontal. Raras veces sonreía, aunque Avilés habría jurado que en las últimas semanas la veía mejor.
Si el subinspector hubiera tenido que destacar una cualidad de su compañera, además de su inteligencia, lealtad y constancia, habría escogido su hermetismo. Estar con Jara granjeaba una compañía silenciosa que al subinspector, después de tantos años como su binomio, le resultaba cómoda y reconfortante. Jara sabía dosificar la conversación en su justa medida, alternándola con silencios agradables y oportunos. A aquellas alturas de su carrera, Avilés no creía que pudiera soportar a un compañero charlatán. Siempre le decía a su esposa que la inspectora, en un ejercicio de economía, medía las palabras para no derrocharlas, como si hacerlo constituyera un atentado contra lo más sagrado.
—¿Qué tenemos? —preguntó el subinspector al tomar asiento frente a ella.
—Pelayo Acuña de Vicente, hombre, treinta años, soltero y residente en Sevilla. Apareció muerto en una atracción de feria en torno a las nueve de la noche.
—¿Dónde dices que lo encontraron?
Jara abrió una carpeta para mostrar las fotografías del escenario del crimen a Avilés.
—No lo he dicho. Dentro del túnel del tren del terror. Todo apunta a que fue asfixiado con una bolsa de plástico y su propio cinturón. —Señaló dos de las fotos—. El agresor no lo debió de tener muy difícil, puesto que la víctima se hallaba bajo los efectos del alcohol, según el testimonio del dueño de la atracción y del propio forense. Estamos a la espera de que las analíticas lo confirmen. Una pareja de adolescentes, que se subió al tren, fue la encargada de descubrir el cuerpo.
—Y, por supuesto, no verían nada.
—Por supuesto.
—Seguro que alguien vio algo sospechoso, quizá no en el escenario del crimen, pero tal vez cerca. Tenemos que deshacer los pasos de la víctima si queremos averiguar quién lo asesinó y por qué lo hizo. ¿La científica pudo recoger algo que nos resulte de utilidad?
—Si encuentran algo será en la bolsa o en el cinturón. Los asideros de los vagones y los asientos estaban demasiado contaminados.
—Bien, pues ahora a esperar los resultados de la autopsia y de la científica —dijo Avilés poniéndose de pie para dirigirse a su puesto de trabajo con su nuevo expediente bajo el brazo.
—Como ves, tenemos entre manos un gran marrón.
—Sin duda, un asesinato ocurrido en plena Feria de Sevilla nos va a provocar muchos dolores de cabeza.
—No solo eso. Ahora que caigo, se me ha pasado decirte que la víctima es miembro destacado de la sociedad sevillana, además de asiduo protagonista de revistas y programas de cotilleo.
—¡Uf! En cuanto el comisario se entere de esto, nos va a estrujar como a limones. Seguro que quiere que lo resolvamos en dos días. Ya verás.
—No me cabe la menor duda.
—¿De qué quieres que me encargue yo?
—Antes de las once de la mañana, se pasará a prestar declaración el único testigo que podría decirnos algo, el dueño de la atracción, un tal Remigio Antúnez. Quiero que lo atiendas en persona. Ayer hablé con él en la feria, pero no supo decirme nada interesante. Sin embargo, tú cuentas con ese maravilloso don especial tuyo para interrogar a testigos y sospechosos. Quizá seas capaz de hacerle recordar algún detalle.
—¡Okey, inspectora!
—Cuando acabes con Remigio, ponte con la víctima. Comprueba las bases de datos, es importante que sepamos si se ha visto envuelto en algún enredo con la ley. Debemos trazar un perfil veraz de Pelayo Acuña de Vicente, pero sobre todo, como tú has dicho, tenemos que reconstruir fielmente sus últimos días de vida.
Avilés dio un pequeño suspiro de alivio que a la inspectora no le pasó por alto.
El subinspector prefería no tener que vérselas con internet y las redes sociales. Lo suyo era el método tradicional, el clásico, como él mismo decía.
—Yo contactaré con la unidad tecnológica para que triangulen los teléfonos que se hallaban conectados cerca del escenario del crimen y me centraré en averiguar si tenía algún enemigo en las redes sociales. La gente popular tiene detractores siempre. Indagaré en internet, a ver qué se dice de él en X, donde se puede medir el grado de odio que genera una persona por el anonimato que posibilita la app; pero también en Instagram, necesitamos saber qué quería Pelayo mostrarnos de su vida. En cuanto acabe, me desplazaré a la vivienda del padre de la víctima. Me gustaría hablar con él. Tal vez pueda decirme si conoce a alguien de su entorno que se la tuviera jurada, capaz de hacer algo así. Veo que has venido con la chaqueta, ¿piensas ir a la feria?
—Así es —titubeó Avilés—. Tenía pensado pasarme a comer con mi familia para volver luego a trabajar. ¿Algún problema?
—Todo lo contrario, podrías aprovechar para pasarte por la caseta donde la víctima fue vista por última vez antes de ser asesinada. Ayer su padre, cuando le notifiqué el asesinato de su hijo —a Jara se le ensombreció la mirada al recordarlo—, se resistió a creerlo, aduciendo que debía de tratarse de un error. De hecho, le constaba que se había ido a comer a la caseta con su nueva novia.
—No tengo ningún problema en pasarme, inspectora. Me pilla casi de paso, pero no debes olvidar que es lo único que tenemos de momento, por lo que deberíamos ir los dos. —Se detuvo unos segundos antes de continuar—. Ya sé que no quieres ni hablar de pisar la feria…
Jara lo escuchaba pensativa.
—No te preocupes por mí —acabó diciendo—. Creo que tienes razón, debemos ir juntos a la caseta de la víctima. ¿Te parece bien que quedemos sobre las seis de la tarde? Imagino que a esa hora ya habrás terminado de comer.
—Me parece estupendo.
Una vez estuvo concentrada en el silencio de su despacho, Jara se centró en averiguar quién era Pelayo Acuña de cara a los demás. Abrió un buscador de internet y tecleó su nombre: Pelayo Acuña de Vicente.
Lo primero que apareció ante ella fueron varias fotografías de un Pelayo Acuña rebosante de vida. Unas veces sonreía; otras, aparecía enfadado con los periodistas, pero siempre acompañado por bonitas mujeres.
Al ver las instantáneas, Jara entendió por qué la hija del forense estaba tan encaprichada con él. Se trataba de un joven alto y muy guapo, con el atractivo innegable que poseen aquellos que siempre han disfrutado de una vida halagüeña, sin carestías ni restricciones, una vida en la que casi todo era posible. En el Pelayo de las imágenes parecían confluir los genes de varias generaciones de Acuñas bien alimentados, ejercitados y ociosos, dedicados en cuerpo y alma al más puro hedonismo.
Recordó el cuerpo del joven sin vida sobre el falso raíl del no menos falso tren. En aquel momento, no le resultó en absoluto un hombre atractivo. La muerte lo había desposeído de todo cuanto lo hacía sobresalir de los demás para igualarlo al resto de los mortales en una durísima lección de humildad.
La víctima debió de subir a la atracción con alguien conocido y en quien confiara, ignorante de que dentro le esperaría la muerte. Una muerte prematura para la que su asesino le negaría el oxígeno, un elemento que, además de ser esencial para la vida, paradójicamente era gratuito.
La inspectora siguió con su investigación y encontró sin esfuerzo casi treinta artículos de prensa publicados que oscilaban del amarillismo más intenso al rosado más tenue, en los que se trataba a Pelayo de muy diversas maneras. Una simple ojeada le sirvió para concluir que en todos se ofrecía al lector una visión bastante explícita de la vida del fallecido. Escarceos amorosos, noviazgos e infidelidades se mostraban sin recato y previo pago. Aunque cobrara por ello, no debía de resultar fácil vivir sin intimidad.
En las diferentes redes sociales en que tenía un perfil abierto, Pelayo Acuña era el objeto de intereses poco sanos. En X tenía tal cantidad de detractores, en forma de cuentas falsas que lo imitaban y lo denigraban o de usuarios que no le suplantaban la identidad, pero le insultaban igualmente, que Jara se preguntó si la víctima habría denunciado alguna vez aquellas dinámicas.
En Instagram, sin embargo, contaba con miles de seguidores, sobre todo seguidoras. En esa red social, la víctima presumía sin recato de su holgada situación económica, que le permitía llevar una vida intensa, plena y repleta de emociones. En su muro podían contemplarse eternos días de playa en los que Pelayo exhibía en bañador un cuerpo bronceado y definido; competiciones deportivas de la más diversa índole en las que siempre se mostraba ganador; paseos en barco de vela con un mar calmado de fondo; atardeceres dorados o viajes exóticos siempre acompañado de gente guapa y tan fotogénica como él… En todas las instantáneas trataba de proyectar una realidad falsa, captada a golpe de clic, que debía de distar mucho de la verdadera, con tantos rincones oscuros como su repentina muerte había puesto de manifiesto.
La puerta de su despacho se abrió de improviso, sin que nadie hubiera llamado previamente. Jara levantó la mirada de la pantalla. Ante ella apareció el comisario Yáñez con el carisma que lo caracterizaba y un aplomo que resultaba casi cortante, sobre todo para los agentes jóvenes. No para ella, que ya estaba de vuelta de todo.
—Buenas tardes, comisario. ¿Qué le trae por aquí? —preguntó Jara a sabiendas de lo que implicaba su visita.
—Buenas, inspectora —dijo apoyando el hombro derecho en el marco de la puer