El misterio Hannah Larson

Alexandre Escrivà

Fragmento

libro-3

Prólogo

Un mar de voces inunda las instalaciones. Técnicos vestidos con ropa negra y pinganillos metidos en las orejas caminan de un lado a otro con celeridad. El ruido podría llegar a ser molesto para algunos si le prestasen atención, pero no hay tiempo para ello. Cada uno tiene su labor en este proyecto y todos se preocupan de que no sea su parte la que falle esta noche. No hay nadie imprescindible, y, si alguien no hace bien su trabajo, no va a ser capaz de conservarlo. En todas las habitaciones hay relojes digitales sincronizados en los que se visualiza la cuenta atrás. Las prisas se acentúan: queda un minuto.

En mitad de ese ajetreo, Rachel Brooks se dirige al backstage con una tranquilidad inquebrantable. A diferencia de los demás, ella sí es imprescindible. Sobre todo, porque el late night que está a punto de presentar se llama El show de Rachel Brooks, y ella sabe que los índices de audiencia caerían en picado si no fuese la voz e imagen del programa. Hoy lleva un vestido rojo llamativo, el pelo ondulado sobre un hombro y unos pendientes que espera que reluzcan bajo los focos. Sandy Robinson, la chica que se deja la vida por ser su sombra, va tras ella leyendo en voz alta todas las directrices que ha de seguir durante la emisión, pero ella no la escucha, conoce perfectamente el funcionamiento de su propio programa y confía en sus dotes de improvisación. Eso es lo que marca la diferencia: saber improvisar con elegancia.

—Ah, por cierto —dice Sandy—. Acabamos de recibir una llamada de Patrick Howard.

Rachel se vuelve hacia ella, sorprendida, sin frenar sus pasos.

—¿Patrick? ¿Qué quiere?

—Nos ha dicho que tiene una exclusiva y quiere revelarla hoy, en nuestro programa. Ha asegurado que es importante. Nos puede venir bien en la situación en la que estamos.

Una leve sonrisa nace en las comisuras de la boca de Rachel. Sandy tiene razón, una exclusiva es todo lo que necesitan ahora para desviar la atención de la audiencia. El viernes, un invitado le propuso en directo la colaboración de un músico que estaba empezando a dar sus primeros conciertos, y Rachel, que no tenía el mejor de sus días, se rio y escupió cuatro palabras que la prensa le recordaría durante el fin de semana: «¿Lo dices en serio?». Cuando estás en la cima, son los periodistas los que sentencian si la gente debe amarte u odiarte, y eres tú quien decide seguir caminando por esas arenas movedizas o tirar la toalla y hundirte en el olvido. La noticia sobre el desprecio de la polémica presentadora Rachel Brooks hacia la gente «no famosa» se hizo viral en cuestión de minutos y, con ella, un colapso de Twitter por miles de mensajes de odio hacia el programa y su estrella. Aquello podría haberse quedado en un comentario gracioso o, a lo sumo, en un pequeño prejuicio por no conocer a ese músico. Pero lo que la prensa sensacionalista reflejó fue un ataque hacia un colectivo demasiado grande con el que casi el cien por cien de la audiencia del programa se sentía identificado. «¿Eres lo suficientemente famoso como para que Rachel Brooks te sonría?». «¿Cuántos seguidores debes tener para poder asistir a El show de Rachel Brooks?». «La presentadora de moda deja mucho que desear». Rachel sabe que una noticia puede tapar otra, y lo que sea que tenga que anunciar Patrick Howard podría hacer que la gente olvide el suceso del viernes.

—¿Ha dicho de qué se trata?

—No ha querido desvelar nada —explica Sandy—. He pensado que podríamos contactar con él tras el monólogo. Así, el programa empieza con fuerza y damos paso al invitado después.

Al llegar al telón, se detienen y una voz masculina vocifera:

—Preparados.

—Está bien —dice Rachel—. Después del monólogo.

Sandy asiente y se aparta mientras escribe algo en su iPad.

—Entramos en cinco, cuatro, tres, dos, uno…

La música comienza a sonar. Ese primer compás de la batería, ese motivo repetitivo del bajo, los acordes de la guitarra y la entrada de los vientos. Rachel cierra los ojos, cuenta hasta tres y una sonrisa encantadora aparece en su bonito rostro. Abre los ojos y ve que se descorre el telón. Sale al plató y el público estalla en vítores. Ella muestra su dentadura perfecta y saluda efusivamente. La banda sigue tocando y Rachel se acerca para bailar junto a los músicos. El fervor de los asistentes se intensifica con sus contoneos y ella disfruta del momento. Cada noche sigue una coreografía distinta; la monotonía aburre, y la televisión no te permite despistarte ni un solo segundo. Tienes que ser innovador, dinámico y enérgico. Siempre. Con los últimos acordes de la introducción, termina su baile con los brazos en alto y una sensación de éxtasis la recorre de arriba abajo. El público corea su nombre. La quieren, lo del viernes pasará al olvido en unos minutos. Los aplausos desaparecen para dejarla hablar y ella se posiciona delante de la cámara central.

—¡Buenas noches y bienvenidos a El show de Rachel Brooks! En el programa especial de hoy, celebraremos nuestros cinco años en antena, reiremos con humoristas sin pelos en la lengua, cantaremos con actuaciones musicales sorpresa y disfrutaremos de unas secciones divertidísimas con un invitado singular. El año pasado lo vimos interpretando el papel de su vida. Sufrimos y nos emocionamos con él por una actuación extraordinaria. ¡Y no hablo sino del ganador del Oscar al Mejor Actor, Leonardo DiCaprio!

La foto del actor aparece en la pantalla gigante de la pared posterior del escenario y el público grita entusiasmado.

—Pero, antes de empezar, quiero hacerte una pregunta. Sí, te lo digo a ti, no te hagas el tonto ahora.

El público ríe brevemente.

—¿Cuántas veces has dicho hoy «te quiero»? ¿Cuántas veces les has dicho a tus empleados «buen trabajo»? ¿Cuántas veces te has dicho a ti mismo que lo estás haciendo genial? El amor puede curar enfermedades. Enfermedades invisibles y contagiosas. Hazme caso, cuídate y cuida a los demás. A tu familia, a tus amigos, a tu pareja, a tus compañeros, a la vecina del quinto…

Risas.

—Fuera bromas, está en nuestro deber hacer de este mundo un lugar mejor. No tenemos tanto tiempo como para desperdiciarlo con odio y envidia. Y, sin embargo, nos sorprendemos cuando alguien nos halaga y no sabemos qué responder. ¿Por qué? Muy sencillo: no estamos acostumbrados al amor. Mi intención es cambiar esto desde hoy mismo. Y te reto a que pongas de tu parte para que lo consigamos entre todos. Empiezo yo dando el primer paso, ¿de acuerdo? Mírame.

El cámara acerca el zoom lentamente y, al conseguir un plano corto perfecto, le hace una señal a Rachel. Ella saca media sonrisa y dice:

—Estoy muy orgullosa de ti.

Ahora, una emotiva aclamación toma el relevo a la efusividad de los aplausos.

—Leonardo DiCaprio no va a ser el único invitado que pase hoy por el plató. Tenemos con nosotros a alguien que consigue mantenernos pegados a la pantalla sin ser actor y a las páginas de un libro sin ser novelista. Su nombre ha traspasado fronteras en apenas dos años y algo me dice que pronto volverá a dar mucho que hablar. Es un periodista que nos ha manifestado su interés por colarse unos minutos en el programa para anunciar algo importante esta noche. ¿Qué será? Les prometo que estoy en ascuas. Producción, ¿lo tenemos en llamada? Genial. ¡Pues démosle un caluroso aplauso a Patrick Howard!

Con los aplausos, la pantalla gigante de su espalda se enciende y Rachel se vuelve hacia ella. Delante de una estantería repleta de libros se ve a un hombre cabizbajo sentado en una silla. Ronda los cuarenta años y lleva un jersey negro de cuello redondo.

—Hola, Patrick. —Rachel carraspea—. ¿Nos escuchas?

El periodista levanta la cabeza y mira a la cámara con gesto muy serio. Tiene los ojos grises, una barba incipiente y un pequeño corte en el labio.

—Hola, Rachel.

—Antes que nada —dice ella—, me gustaría darte la enhorabuena por tu programa y por tus dos libros y agradecerte la confianza depositada en El show de Rachel Brooks. Trabajamos muy duro cada día y estas cosas le alegran a una la semana.

Él aprieta los labios y asiente varias veces, sin pronunciar palabra.

—Bueno —sigue ella, descolocada—, me han dicho que tienes algo que anunciar. No quiero alargar más la espera, así que adelante. Cuéntanos, Patrick.

Patrick Howard cierra los ojos y baja la cabeza de nuevo. Se pasa el dorso de la mano por un ojo, como si quisiera secarse una lágrima, y suspira.

—Solo quiero decir que me arrepiento de todo.

Rachel ladea la cabeza, se pone nerviosa.

—¿Te refieres a quitarnos el aliento con cada crimen? —prueba.

Se oye alguna risa entre el público.

Él no contesta. Como buena presentadora, Rachel debería decir algo, pero le resulta imposible en estos momentos y el silencio es abrumador. Mira a su alrededor, busca la mirada de sus compañeros con la esperanza de que una sola persona le arroje algo de luz sobre lo que está pasando. Todos contemplan la pantalla, atentos a las palabras del periodista. Esto no se lo esperaba. Si es una broma de Sandy, la va a despedir en cuanto acabe el programa.

Por fin, Patrick articula una última frase:

—Lo siento.

Sin más, alza la mano, oculta hasta ahora. En ella hay una pistola. Apoya el cañón en su sien y, antes de que a nadie le dé tiempo a reaccionar, aprieta el gatillo y la bala le perfora el cráneo con un estruendo.

Se escuchan gritos por todos lados. Producción corta la conexión de la videollamada y la pantalla gigante se apaga. Le piden a Rachel por el pinganillo que dé paso a publicidad, pero ella está en shock. No responde a los alaridos que la rodean, ni tampoco a las voces de sus compañeros. Algunas personas del público se levantan y se disponen a salir del plató. Producción insiste vociferando por el pinganillo, pero Rachel no escucha. Solo es capaz de seguir mirando la pantalla gigante, ahora apagada, y se deja engullir por las arenas movedizas, hasta perderse en la oscuridad más absoluta.

1
Alison Hess
Lunes, 26 de septiembre de 2016, 0.20 h

El teléfono suena y Alison se incorpora asustada en la cama.

El corazón le bombea en el pecho. Mira el reloj del despertador: no hace ni una hora que se ha metido en la cama. Inspira hondo por la nariz y expulsa el aire poco a poco por la boca. Se trata de un ejercicio que repite muchas veces a lo largo del día. Un ritual para mantener la calma. Es sencillo, pero le funciona. Alarga a oscuras la mano hasta la mesilla de noche, alcanza el móvil y descuelga la llamada.

—¿Sí? —consigue decir con voz ronca.

—Hess, tenemos un suicidio en la Treinta y dos —anuncia el sargento Russell al otro lado—. Se trata del periodista Patrick Howard. Hace algo más de cuarenta minutos que han retransmitido su muerte en directo en El show de Rachel Brooks. Antes de morir ha dicho que se arrepentía de todo. Aún no se sabe a qué podría referirse, pero esas palabras, hacerlo ante las cámaras… Hay algo raro en todo esto. El caso es suyo. Ha llegado el momento de que demuestre lo que vale.

Los restos de somnolencia desaparecen de forma repentina y los nervios trepan por su cuerpo, dejándola sin respiración.

—De acuerdo. Voy enseguida.

Conduce dando golpecitos en el volante. Pasa entre los rascacielos de la calle Cuarenta y seis Oeste y se incorpora a la Quinta Avenida. Las banderas estadounidenses del Banco de América cuelgan inmóviles de sus mástiles en una noche tranquila. Alison, en cambio, está inquieta. La agitación es parte de su carácter. Lucha contra ella a diario: sale a correr por las mañanas, lee antes de dormir y, desde hace unos días, evita la cafeína a toda costa. Pero está a punto de enfrentarse a su primer caso como detective del Grupo de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York, y quizá nada de eso baste para mantenerla a raya. Aun así, no esperaba que el primer caso fuese un suicidio; a ella le hubiera gustado investigar un homicidio, como su nuevo puesto sugiere, y buscar pistas en la escena del crimen, hacer una lista de sospechosos, resolver un misterio y atrapar al asesino. Aunque, por otra parte, puede que esto le venga bien para romper el hielo, como aperitivo para un buen caso, uno más complejo. Acabarán pronto, confirmarán que ha sido un suicidio y fin de la historia.

Lo que más le llama la atención a Alison es la identidad del suicida. Cualquiera diría que Patrick Howard, periodista de éxito, disfrutaba de una vida envidiable. Pero, claro, eso sería de cara a la galería; todos, sin excepción, tenemos demonios al acecho.

El Empire State Building se erige majestuosamente a su derecha. Gira a la izquierda, hacia la Treinta y dos Este, y llega a una zona más despejada con edificios de no más de cuatro plantas y casas estrechas custodiadas por moreras, ginkgos y olmos de Siberia.

Las luces de los Ford Mondeo parpadean delante de la casa. El azul marino de la puerta y las ventanas contrasta con el blanco pulcro de la fachada. No debe de haber pasado mucho tiempo de la última capa de pintura. Algunos curiosos han salido de sus domicilios y los oficiales les piden que vuelvan dentro. Otros siguen el suceso desde detrás de las cortinas.

Alison aprieta el volante con las manos y detiene el coche con cuidado entre un Jaguar XF blanco y una Vespa beis. Intenta inspirar lentamente, pero es incapaz.

—Detective Hess —le dice Paul a modo de saludo en cuanto baja del coche.

Luce un corte militar y una barba perfectamente cuidada.

—Sigo siendo Alison para ti, Paul —protesta, incómoda—. ¿Alguna novedad?

—No ha habido movimiento. Te estábamos esperando para entrar.

Aún está enfadado con ella. Esto va a ser más difícil de lo que pensaba.

—Vale. —Finge controlar la situación—. Preparaos para lo que sea, entramos rápido y con todos los sentidos alerta. No sabemos si se encuentra alguien más ahí dentro, pero hay un arma, y no queremos que se vuelva a usar.

El oficial levanta un brazo y, tras un gesto, agrupa a sus compañeros con él. Todos sacan la Glock 37 de la funda y Alison se ve obligada a hacer lo mismo. Se acercan a la casa y se disponen alrededor de la puerta principal. Paul llama al timbre y aguardan en silencio. Nada. Vuelve a llamar, con el mismo resultado. Los cinco oficiales, preparados para actuar, se giran hacia Alison y ella se ruboriza ligeramente. Debe dar la orden.

Tres, dos, uno…

—¡Ahora!

Los oficiales echan la puerta abajo y entran en la casa a gritos.

—¡Policía!

—¡Que nadie se mueva!

Las luces están encendidas. El sonido desacompasado de sus botas sobre el parquet resuena amenazante. Se separan. Alison va hacia el salón y hace un chequeo rápido. Aparte de un maletín abierto en el suelo, delante del sofá, todo parece estar en su sitio, y no hay señales de pelea. Huele algo, pero no sabe el qué.

—¡Despejado!

Entra en la cocina y localiza la fuente de olor: una caja de pizza sobre la mesa. Se acerca y la abre con cuidado. Frunce el ceño al verla intacta.

—¡Está arriba!

Las pisadas se aceleran y, con ellas, sus pulsaciones. Alison sale de la cocina, sube las escaleras y recorre un pasillo situado a la izquierda. Los oficiales se amontonan en la habitación del fondo. Los alcanza y se hace hueco entre ellos. Se encuentran en un habitáculo presidido por dos grandes estanterías atestadas de libros, con el mismo suelo de parquet que en el resto de las estancias y las paredes recubiertas de madera. La sangre, abundante, oscurece la escena. En el centro, un trípode con aro luminoso sostiene un teléfono móvil delante de una silla vacía. Y en el suelo hay dos letras escritas con tinta negra: «NC». Con una postura antinatural, doblado sobre sí mismo junto a la silla, un rotulador y una pistola, el cadáver de Patrick Howard atrae todas las miradas. Tiene un agujero en la cabeza.

2
Alison Hess
Lunes, 26 de septiembre de 2016, 1.10 h

El forense y los técnicos de Criminalística no han tardado en llegar. Los oficiales han salido fuera y Alison observa cada detalle con minuciosidad. La madera predomina en la decoración de la casa. Los muebles son de un gusto exquisito. No obstante, no hay mucho más que eso. Un botellero de cinco niveles descansa vacío en el salón. La pizza sin tocar de la cocina induce a pensar que el periodista ha pedido comida a domicilio y no ha llegado a probarla. Tiene el logo de un restaurante italiano estampado en el cartón: La Bohème.

Echa un vistazo por una especie de estudio. Delante de la ventana hay un escritorio sobre el que descansa un ordenador portátil, y dos grandes tableros de corcho vacíos cuelgan de las paredes, quizá esperando información de un libro que ya nunca verá la luz.

La muerte de Patrick Howard va a dar mucho que hablar. Además de presentar su propio programa de true crime llamado Víctimas y verdugos, llevaba dos años consecutivos encabezando la lista de los libros más vendidos, y sus lectores aguardaban noticias sobre su próximo reportaje con ansiada ilusión. Según la revista Forbes, Howard había superado el deseado millón de dólares mucho más rápido que la mayoría de los estadounidenses creativos en el mundo de los negocios. Sorprendió con su primer libro, El mensajero de Sacramento, y se consolidó con el segundo, El espejo del culpable; ambos basados en crímenes reales. Según le ha dicho el sargento Russell, han retransmitido su muerte en directo. Patrick Howard ha querido captar la atención de todo el país para acto seguido quitarse la vida.

Alison sale del estudio, recorre el pasillo de la planta de arriba y se apoya en el quicio de la puerta de la habitación del fondo. Billy Webster, el forense, examina el cadáver con una expresión entre triste y decepcionada. La calvicie empieza a asomar entre su pobre mata de pelo y sus finas gafas de metal sostienen unos cristales demasiado gruesos para esa montura. Alison ha coincidido con él varias veces durante sus trabajos de investigación como oficial y ya tienen cierta confianza.

—¿Qué me puedes decir, Billy?

Él hace una mueca y responde sin apartar la vista del muerto.

—Primero, que no deberías apoyarte ahí.

Alison traga saliva, avergonzada, y se separa inmediatamente de la madera.

—A simple vista —sigue el forense—, no hay nada destacable. Es obvio que la causa de la muerte es la herida de bala en la cabeza. Con entrada, sin salida. Yo no he visto el vídeo, pero, si te fijas, el agujero tiene forma estrellada, propia de un disparo a bocajarro; el cañón estaba en contacto con la piel. Cogeré muestras de parafina de las manos y analizaré la trayectoria del proyectil, pero por simple formalidad. Aparte de eso, poco te puedo contar que no sepas ya.

Ella hace un esfuerzo por recordar todo lo que estudió en la academia de policía para cuando llegara este día: los protocolos, las posibles vías de investigación, la creación de un perfil criminal. Las imágenes pasan por su mente a gran velocidad, pero no se detiene en ninguna. La criminología es una ciencia que se alimenta, entre muchas cosas, de la escena del crimen, de la víctima y del asesino. Tres piedras angulares que Alison no sabe manejar en el caso más importante de su carrera como policía hasta la fecha, sobre todo porque no hay asesino. Solo una víctima que es al mismo tiempo su propio verdugo. Por un instante piensa que esto es absurdo. No sabe qué va a sacar de aquí, aunque sí está segura de lo que su madre le diría: «No temas, tu luz bastará para iluminar el camino».

—Gracias, Billy. Si descubres cualquier cosa, avísame.

—Por supuesto. Es mi trabajo, detective Hess.

Otra vez ese tratamiento. No se acostumbra a él.

Alison se queda mirando las dos letras escritas con rotulador en el suelo y se pregunta qué querría decir Patrick Howard con ello. Tampoco sabe si tiene algo que ver con su muerte. Vuelve sobre sus pasos y ve a un técnico de Criminalística saliendo del estudio con lo que parece una cámara de fotos antigua dentro de una bolsa de plástico transparente. Una sensación incómoda la recorre de pies a cabeza. ¿No deberían esperar a que les dé luz verde para llevarse las pruebas? En el interior del estudio, otro técnico está cogiendo el portátil del escritorio para guardarlo en una bolsa idéntica a la que acaba de ver.

—¡Eh! —vocifera—. ¿Qué demonios crees que haces?

Él se sorprende y tarda unos segundos en contestar.

—Recojo pruebas para analizarlas.

—Ese ordenador no es una prueba, por ahora no tiene nada que ver con la muerte. Lo que intentas hacer se considera un delito, ¿sabes?

—¿De qué me está hablando? —pregunta el técnico sin soltar el portátil.

—Todos sabemos quién es la víctima. Lo que haya en ese ordenador puede valer mucho dinero, y no va a salir de aquí sin que yo lo diga.

El chico resopla por la nariz, contrariado.

—Le recuerdo, detective, que estamos en el mismo bando.

—¿Qué está pasando aquí?

La voz grave y autoritaria de Clement Barlow, jefe de la Unidad de Criminalística, le pone los pelos de punta. Se vuelve hacia él y levanta la vista hasta sus ojos. Mide casi dos metros de altura. Las canas se abren paso en su pelo y su perfecto afeitado muestra las arrugas de una persona dura y experimentada.

—El ordenador no se mueve de aquí. —Alison controla el temblor de su voz, tomando posesión de una autoridad que le viene grande.

—Y eso ¿por qué? —Barlow formula la pregunta con cierto desprecio.

—Por ahora, no está relacionado con el suicidio del señor Howard.

—Esa es su opinión, Hess. El tipo se ha volado los sesos delante de millones de personas. Tratándose de una persona pública, es nuestro deber analizar todo lo que pueda relacionarse con su muerte. Es posible que en ese ordenador esté el porqué de este espectáculo retorcido. Al igual que usted acaba de acusar verbalmente a uno de mis técnicos de intento de robo, yo podría acusarla de ocultar pruebas de un caso en activo. Sus superiores se pondrían furiosos, la sancionarían con suspensión de empleo y sueldo, y tendría que dar explicaciones a la prensa. Por no decir que, si al final hubiese algo importante en ese ordenador, se colocaría en el punto de mira de todo el país.

Alison siente que se sonroja. No quiere que eso ocurra. Decepcionaría a quienes creyeron en ella en su día. A decir verdad, dejaría a la vista la cruda realidad, o al menos lo que ella considera, lo que intenta esconder a toda costa: que no está a la altura.

—Eso no será necesario. —Baja la mirada.

—¿Verdad que no? —Barlow sonríe victorioso—. Espero que entienda que no podemos hacer la vista gorda con el portátil. —Se gira hacia el técnico, que ha permanecido inmóvil en todo momento, y asiente una sola vez—. Nos lo llevaremos y lo analizaremos como es debido. Mañana a primera hora, el ordenador estará en el One Police Plaza y podrá guardarlo bajo llave si quiere.

El técnico sale del estudio con su nueva adquisición y los dos bajan las escaleras dejándola sola, cabizbaja y humillada. El cabello le cae por el rostro y le produce un calor incómodo. Levanta la vista al techo, coge aire y lo suelta en un suspiro.

«Espero que esto no llegue a oídos del sargento Russell».

Entra en el estudio e intenta serenarse. Se queda mirando los tableros de corcho vacíos y empieza a cavilar. Posiblemente fue aquí donde Patrick Howard escribió El mensajero de Sacramento y El espejo del culpable. Esos tableros tendrían en su día notas sobre las investigaciones de dichos crímenes, dos libros que lo catapultaron a la fama. ¿Quién hubiese imaginado que se suicidaría tras alcanzar el éxito?

Alison se gira y mira la habitación del otro extremo del pasillo, donde Billy escribe en un bloc de notas. El cadáver yace en el suelo, a sus pies. Los técnicos de Criminalística aún no han retirado el soporte del teléfono móvil y el aro de luz tinta la estancia de un tenue color naranja.

Patrick Howard quiere que todo el mundo hable de su muerte. Pero ¿por qué?

3
Alison Hess
Lunes, 26 de septiembre de 2016, 8.30 h

En un pequeño piso de Brooklyn, Albert y Marga Howard, de unos sesenta años, se han fundido en un abrazo. Los dos lloran la pérdida de su hijo. Alison espera pacientemente, compadeciéndose de ellos hasta sentir el pesar en sus propios ojos.

—Mi más sincero pésame… —repite.

Solo es la policía que les ha dado la noticia; Patrick no era nada para ella, pero es imposible no empatizar con esas personas.

Tardan unos minutos en serenarse y en conducirla hacia la mesa de la cocina.

—¿Cuándo vieron a su hijo por última vez?

—Hace un par de semanas —dice Marga, que parece que ha envejecido diez años de golpe—. Vino a hacernos una visita. Parecía contento. No sé cómo ha podido suceder algo así.

—¿Saben si estaba metido en algún lío?

—No —responde la mujer—. Tampoco sabíamos que tuviese licencia de armas. Todo esto es muy extraño.

Alison niega con la cabeza.

—Lo he comprobado: Patrick no tenía licencia, señora Howard. Y el arma que usó no dispone de número de serie.

Marga la mira sin comprender.

—No sé qué ha podido pasar —dice Albert con la mirada perdida—. Patrick era un buen hombre. Ahora que la vida le sonreía por fin… —Reprime el llanto.

—¿Qué quiere decir? ¿Había pasado por una mala racha?

Marga sonríe, nostálgica.

—Patrick dio muchos tumbos hasta convertirse en el periodista que la gente conocía. Empezó a estudiar un grado de Biología, pero descubrió que no era lo suyo y lo dejó. A pesar de nuestra insistencia y de nuestros grandes esfuerzos económicos, no quiso volver a estudiar, al menos por un tiempo. Me siento mal por lo que voy a decir, pero me decepcionó. Albert le propuso trabajar en el negocio familiar y él aceptó. Tenemos una zapatería, ¿sabe? Patrick estuvo unos años en la tienda hasta que encontró un trabajo como reponedor en un supermercado que lo sacaba del ámbito familiar. No duró demasiado. Luego fue camarero en un bar y después se colocó de recepcionista en un hostal. Empezó a interesarse por los crímenes allí. Decía que tenía mucho tiempo libre y que llenaba esas horas muertas leyendo crónicas de todos los periódicos. Fue en esa época cuando conoció a Emily. Empezaron a salir juntos y se casaron al cabo de un tiempo. Su matrimonio duró doce años. Ella era una mujer con estudios, segura de sí misma y con las ideas bastante claras. Tenía la cabeza muy bien amueblada, la verdad. Al principio le decía a Patrick que debía salir del cuchitril donde trabajaba y buscar otra cosa, que se merecía algo mejor. Pero él estaba contento con su trabajo, sobre todo porque podía dedicar mucho tiempo a su nueva afición. Emily resoplaba cada vez que Patrick mencionaba las historias de crímenes que leía en el hostal. El interés de nuestro hijo por aquello no dejó de crecer hasta que un día decidió empezar la carrera de Periodismo. Su ilusión era poder investigar por su cuenta algún día. Pero Emily solía decirle que eso era algo fantasioso, que nunca le iba a dar de comer.

—Se equivocaba —interviene Albert—. Ninguno de nosotros teníamos idea de lo que estaba por venir.

—Diría que ni el mismo Patrick lo sabía —sonríe tristemente Marga—. La cosa es que él no le hizo caso e ingresó en la universidad. Cuatro años más tarde, con el título de Periodismo bajo el brazo, se puso a buscar trabajo, pero al principio solo consiguió contratos mal pagados y de poca duración. Nadie le había dicho que el mundo del periodismo iba a ser tan complicado. Emily estaba desesperada. Desde su punto de vista, Patrick había perdido el tiempo y la economía de los dos se sustentaba por los ingresos de ella. Pasaron unos años difíciles, es verdad. Emily siempre había querido tener un hijo y cambió de opinión cuando sucedió todo eso. Al final se hartó.

—No lo digas así… —se queja Albert.

—Es lo que ocurrió —defiende ella—. Emily estaba harta de insistir, de querer que Patrick avanzara, que diera un paso seguro en la vida, y de que él no la escuchara. Una vez vino a casa para hablar con nosotros sin que mi hijo lo supiera. Ya no sabía qué hacer con él y nos dijo que iba a pedirle a su padre, que era dueño de una empresa de embalaje bastante importante, que le ofreciera un puesto a Patrick en el negocio. Podría empezar desde abajo e ir ascendiendo con los años. Era una buena oportunidad.

—¿Lo hizo? —pregunta Alison—. ¿El padre de Emily accedió?

—Sí, pero Patrick rechazó la oferta —responde Albert—. Él estaba decidido con el periodismo y quería seguir intentándolo, costara lo que costase.

—Yo entiendo la postura de Emily —puntualiza Marga—. Ella deseaba tener a su lado a un hombre con estabilidad financiera y no con la cabeza llena de pájaros. Le pidió el divorcio y se separaron.

—Y, como si fuera cosa del destino, Patrick entró a trabajar como reportero en la FOX al cabo de unos meses. Pero la suerte no dejó de acompañarlo. El presentador de los informativos cogió la baja y los directivos del programa vieron en Patrick el sustituto perfecto. ¡Mi hijo presentador de los informativos de la FOX! Estoy seguro de que Emily se estaría tirando de los pelos en su casa. Un año y medio después, Patrick recibió la oferta que tanto había anhelado: su propio programa de true crime. Ni siquiera se lo pensó. Dejó los informativos y se puso a trabajar en Víctimas y verdugos, lo que lo llevó a firmar un contrato de publicación de su primer libro con Booker’s House, que se convirtió en todo un éxito de ventas —dice Albert con cierto retintín, como alegrándose por su hijo, pero más por demostrarle a su antigua nuera que estaba equivocada.

—¿Emily cambió de opinión después de aquello?

—Sí que lo hizo —dice Marga—. Se sorprendió por lo que había conseguido Patrick y quiso volver con él.

—Era una interesada —gruñe Albert—. Ahora que mi hijo había triunfado, ¿quería volver con él? O estás en las malas, o no estés en las buenas.

—Ella… se dio cuenta de lo que valía mi chico —explica Marga con la voz temblorosa—. Vio que él había tenido sus propias aspiraciones y que no tenían por qué ser las mismas que las suyas. Recapacitó y le pidió perdón.

—Pero Patrick fue listo —asiente Albert, orgulloso—. No cayó en sus engaños y no quiso regresar con ella. No lo había valorado, y eso no se puede perdonar. Esa mujer no le convenía a mi hijo.

Marga no replica, aunque se nota que a ella le gustaba Emily. Alison se pregunta qué habría pasado si Patrick hubiese aceptado ese trabajo en la empresa de embalaje.

—Después de Emily, ¿su hijo estuvo con alguien más?

—No —responde Marga.

—Que sepamos —matiza Albert.

—¿Cómo era Patrick?

—Generoso —dice el padre—, pero muy ambicioso, como ha podido observar.

—Era un buen hijo —comenta Marga con los ojos vidriosos.

Albert no puede contener el llanto y se tapa los ojos con las manos. Llora en silencio.

—Lo siento —dice.

Marga le pone una mano sobre el brazo para consolarlo.

—Podemos tomarnos un descanso, si lo necesitan.

—No, no. —El hombre se seca los ojos—. Estoy bien. Sigamos.

Alison no sabe muy bien por qué, pero baja la voz cuando formula la pregunta:

—¿Saben de qué podría arrepentirse Patrick?

Los dos se miran con tristeza.

—No lo sabemos —dice Marga—. Y nos duele que sea así, créame.

—La verdad es que, desde que se mudó a Manhattan, Patrick no se dejó ver demasiado por aquí —se lamenta Albert—. Un par de veces al mes, poco más. En ocasiones llamaba por teléfono para ver cómo estábamos, para charlar de esto y aquello, ya sabe.

—¿No les dijo nada extraño la última vez que hablaron con él?

—Qué va. Lo de siempre. Que estaba bien, que la gira de su segundo libro había ido genial y que estaba a gusto en su nueva casa.

—¿La había comprado recientemente?

—Estaba alquilado —explica Marga—, se mudó en julio. Aún no entiendo por qué se fue a esa casa.

—Tendría sus motivos.

—Patrick creció en Brooklyn —protesta ella—. Yo pensaba que le gustaban sus raíces, estar cerca de sus padres, como siempre.

—Solo se había cambiado de distrito —objeta Albert—, no había salido de la ciudad.

—Pero tú mismo lo has dicho: desde que se mudó, sus visitas se habían vuelto menos frecuentes.

—Es normal. No se lo tengas en cuenta, por favor.

Marga hace un ademán.

—No, no lo haré. No quiero hacerlo.

El hombre asiente sutilmente, agradecido.

—¿Saben qué hizo Patrick el domingo? ¿Tenía alguna cita especial?

—Ni idea.

—¿Algún plan frecuente, tal vez?

Albert parece acordarse de algo.

—Ahora que lo dice, le gustaba ir los domingos al cine de la calle Doce. Según él, allí tienen las mejores palomitas de Manhattan.

Alison toma nota mental para ir y revisar las grabaciones de seguridad. Con suerte, podrá reconstruir las horas previas a la muerte del periodista.

—¿Pueden darme el número de teléfono de Patrick?

—Sí. Espere un momento.

Marga saca un móvil del bolsillo de su pantalón y busca costosamente el contacto de su hijo. Cuando lo encuentra, lo lee en voz alta y Alison toma nota en el suyo.

—Bueno, no les molesto más —dice levantándose de la silla. Ellos hacen lo mismo—. Gracias por su tiempo. Intentaré descubrir qué ha pasado. Si recuerdan cualquier cosa que les parezca importante, no duden en llamar a la policía.

Mientras les estrecha la mano y la acompañan a la puerta, Alison se pregunta si alguna vez lograrán superar el golpe que su propio hijo les ha dado.

4
Alison Hess
Lunes, 26 de septiembre de 2016, 10.00 h

El sargento James Russell se prepara para dar una rueda de prensa a las puertas del One Police Plaza, la sede del Departamento de Policía de Nueva York, situado en Park Row Street, en el distrito de Manhattan. Se trata de un edificio de trece plantas con forma de cubo y con la fachada de ladrillo cara vista que se asienta sobre una base horizontal de varias alturas. Russell aparece ante las cámaras con camisa azul marino, la insignia de sargento en forma de punta de flecha en ambas mangas, gorro de plato y expresión de cansancio. El sol resplandece y él lo mira con resignación. Le da en la cara y lo obliga a entrecerrar los ojos. Le duele la cabeza y hará todo lo posible por terminar la comparecencia cuanto antes.

En la sala común, lejos de las cámaras, una decena de policías permanece frente al televisor con rostro serio. Entre ellos se encuentra Alison, que se ha librado de la rueda de prensa por ser su primer día como detective. Sin embargo, Russell ha sido muy claro con ella: «Tendrá que dar la cara la próxima vez, porque habrá otra, de eso que no le quepa la menor duda». Karen Jenkins, detective de la Brigada de Delitos Informáticos, se coloca junto a ella.

—¿Has hablado con él? —susurra mientras señala con un gesto a Paul, que está a unos metros esperando las palabras del sargento con los brazos cruzados.

—Creo que no quiere ni verme.

Karen aprieta los labios y Alison ve cómo se le forman dos hoyuelos en las mejillas.

—Se le pasará. Dale tiempo.

—No soporto esta situación. Me siento mal, pero ¿qué hago?

—Tú no tienes la culpa de que te hayan promocionado a ti y no a él como detective. La vida es así. Si no le ha llegado la oportunidad ahora, será más tarde. Aunque le duela, debería alegrarse por ti y no comportarse como un crío.

Alison no tiene respuesta a eso. Mira a Paul y se le encoge el estómago. Antes iban juntos a patrullar por la ciudad y congeniaban de una forma muy especial. Él hacía bromas con cualquier cosa, siempre lograba que se riera. Una vez por semana se acercaban a un Starbucks y pedían vasos grandes de Caramel Macchiato. «Tendremos que hacer un par de persecuciones antes de terminar nuestro turno si queremos quemar todas estas calorías», dijo él la última vez. Luego vino la reunión con Russell en su despacho y la oportunidad de que uno de los dos consiguiera el ascenso a detective. Ya habían cumplido con los dieciocho meses de trabajos de investigación o, mejor dicho, de colaboraciones menores. Pero, según les había dicho Russell, solo había cabida para uno. Eso los distanció. Ambos querían ese puesto y la competitividad afloró silenciosa en ellos con sus peligrosas espinas. Las batidas en el coche patrulla se volvieron menos divertidas y quedaron atrás sus cafés hipercalóricos. El pasado viernes tuvieron otra reunión con Russell y este les comunicó la elección del comisionado. Tras el resultado, ninguno dijo nada. Paul se levantó de la silla y se fue del despacho.

«Buenos días a todos —empieza Russell ante los micrófonos. Su voz suena enlatada por la televisión—. Se ha convocado esta rueda de prensa a raíz del impacto que ha causado la muerte del periodista Patrick Howard la pasada madrugada. Desde el Departamento de Policía de Nueva York, damos nuestro más sincero pésame a la familia y expresamos nuestro…».

—¿Sabes si Patrick Howard tenía pareja? —pregunta Alison.

—Ni idea —responde Karen—. En la prensa no se ha hablado de ello y él no solía exponerse de esa manera.

«Como muchos de ustedes sabrán, el suicidio del señor Howard fue retransmitido en directo durante la emisión del programa El show de Rachel Brooks, y ya circulan vídeos del suceso en internet. Queremos recordar que la difusión de este tipo de contenido es ilegal y pondremos las medidas necesarias para cortarla de raíz. Así pues, se va a rastrear cada uno de los perfiles que compartan el vídeo, ya sea en las redes sociales o en cualquier otra página web, y se aplicarán multas de quinientos a cinco mil dólares, más la posibilidad de pena de un año de cárcel».

Se crea un murmullo entre los periodistas.

«En cuanto al suceso en sí —sigue Russell, haciendo caso omiso al rumor—, se trata de una investigación en curso y no hay comentarios por el momento».

«¿Qué van a ocultar después de que Patrick Howard se haya suicidado delante de todo el país?», pregunta un periodista al que la cámara no enfoca.

«Pidan el turno de palabra, por favor. De uno en uno».

—Patrick no tenía licencia de armas —comenta Alison sin despegar la mirada del televisor—. Y la pistola que usó no tiene número de serie. ¿Cómo crees que podría conseguirse de forma rápida y sin intermediarios?

Karen suelta un bufido.

—Lo más probable es que la consiguiera en la Dark Web.

Alison asiente: ella también lo había pensado. Karen se refiere a una pequeña parte de la internet oculta cuyo acceso solo es posible con buscadores web especiales. Apenas abarca un 0,1 por ciento de la red y tiene direcciones de IP enmascaradas. Puedes encontrar de todo en la Dark Web, literalmente.

El sargento Russell señala a un hombre con el pelo cano y gafas de pasta que sostiene un teléfono móvil a la altura de la boca.

«¿A qué se refería Patrick Howard con lo que dijo antes de morir?».

Alison ha visto el vídeo y recuerda perfectamente las palabras del periodista: «Solo quiero decir que me arrepiento de todo». Luego pronunció un «lo siento» antes de volarse la cabeza de un disparo. ¿De qué estaría hablando?

«Esa es una pregunta para la que aún no tenemos respuesta. Les aseguro que pondremos todo de nuestra parte por descubrir la verdad detrás de este sinsentido».

Una chica morena, de pómulos altos y con un micrófono, levanta la mano en primera fila. Russell la mira y asiente.

«Buenos días, sargento Russell. Camila Hernández, para la FOX. ¿Nos podría decir quién va a llevar la investigación de la muerte de Patrick Howard?».

Alison y Karen cruzan miradas.

«Al frente del caso está la detective Alison Hess».

Paul descruza los brazos y se va de la sala. No quiere escuchar nada más. Alison se encoge, dolida, pero también enfadada. La actitud de Paul le parece injusta.

«¿Creen que esto podría tener un efecto llamada?», sigue la reportera.

«¿Perdone?».

«Sí, me refiero a si creen que el suicidio mediático del señor Howard podría abrir la puerta a posibles imitadores».

«Señora Hernández, no hace falta que le recuerde que esto no es un juego. Estamos hablando de un tema muy serio y no voy a consentir que ninguna persona se refiera al suicidio como si de un movimiento social se tratara. Nadie más se suicidará en pantalla en los próximos días».

«Con el debido respeto, señor, no puede afirmar eso. Como comprenderá, el suicidio de Patrick Howard nos ha sorprendido a muchos de los aquí presentes y nos preguntamos qué puede haber detrás de su muerte, porque no nos lo explicamos. Si le hablo de efecto llamada es porque considero que estamos en una situación peligrosa dado el momento actual de la tecnología en la sociedad. Hoy en día hay jóvenes y no tan jóvenes que se dejan llevar por macabros juegos de rol en línea que acaban con sus vidas. ¿Y si el señor Howard estaba metido en algo así? Como le digo, para nosotros este suicidio es inexplicable. Me gustaría equivocarme, pero es imposible tener la certeza de que no volverá a pasar».

«Ya sé que es imposible —dice Russell—. Créame, soy policía y me paso los días bregando con la parte más oscura del ser humano: homicidios, violaciones, robos, fraudes. La vida es una injusticia constante y algunos, como Patrick Howard, deciden no seguir soportando su agonía».

«Pero esa no es la respuesta que…».

«Por supuesto que no es la mejor respuesta a los problemas. Lo que intento explicarle es que la muerte del señor Howard es un suicidio más, una tragedia, y nadie va a seguir su camino solo porque él lo haya hecho. Es de sentido común. No insista con sus preguntas reiteradas para que diga otra cosa, porque me da la impresión de que quiere asustar a sus telespectadores con un titular sacado de contexto. Y siento decirle que no se lo voy a dar. La rueda de prensa ha terminado. Buenos días».

Los periodistas protestan con las manos en alto, pidiendo protagonismo para sus redacciones, pero Russell se ha dado la vuelta y ha entrado en el One Police Plaza.

—Creo que esto no nos va a venir bien —comenta Karen.

—¿A qué te refieres?

La informática levanta el mando de la televisión y cambia de cadena. Elisabeth Wolf, actual presentadora de los informativos de la FOX, aparece en pantalla colocando sus papeles en la mesa mientras niega sutilmente con la cabeza. De pronto, la imagen se divide y Camila Hernández se suma a la emisión.

«Menuda tensión se ha creado en esa rueda de prensa, Camila», dice la presentadora.

«Así es, Elisabeth. No entiendo muy bien por qué el sargento Russell me ha hablado de esta manera; creo que yo no le he faltado al respeto en ningún momento. Por mi parte, sé que voy a tener que enfrentarme a situaciones como la de hoy más veces. Son gajes del oficio y yo los asumo con profesionalidad. Pero me gustaría recordar tanto a la policía como a los espectadores que nuestra profesión es informar, no asustar a nadie, como él ha asegurado. En cualquier caso, creo que el sargento no le ha dado la importancia que merece a la muerte de Patrick. Puede que nosotras lo veamos de otro modo por ser antiguas compañeras suyas. Pero ¿es necesario estar relacionado con la víctima para tener un poco de empatía? En fin, la tesis de la rueda de prensa ha quedado clara —asegura la reportera—: según el sargento Russell, esto solo ha sido un suicidio más».

—Ahí lo tienes —dice Karen.

—Eso no le va a gustar ni un pelo —augura Alison, torciendo el gesto.

—Detective Hess.

Paul ha vuelto a la sala común por alguna razón. Alison se pone rígida en décimas de segundo.

—Un hombre ha llamado con información sobre el caso. Dice ser el dueño de La Bohème, un restaurante italiano de Madison Avenue.

Alison abre los ojos de par en par.

—¿La Bohème? De ahí era la pizza que vimos anoche en casa de Howard.

Paul no se inmuta. No muestra ni una pizca de emoción en su rostro.

—Ha dicho que el repartidor que se la llevó no volvió. Han intentado ponerse en contacto con él, pero no contesta a sus llamadas. Tampoco ha ido a su casa.

Alison se esfuerza por digerir sus palabras.

—¿Ha desaparecido?

—Eso parece.

5
Alison Hess
Lunes, 26 de septiembre de 2016, 11.05 h

Alison aparca el Ford Mondeo sin marcar en Madison Avenue, justo enfrente de La Bohème. El sol baña su fachada de piedra beis. A ambos lados de la puerta, grandes cristales dejan ver manteles de seda y pequeñas cúpulas que custodian una rosa en su interior. Hay clientes tomando café fuera, sentados en mesas redondas de madera bajo una pérgola negra. Antes de bajar del vehículo, Alison intenta calmar la ansiedad mordiéndose las uñas como una adicta a la nicotina.

Cruza la calle y entra en el restaurante. Una ópera de Puccini suena por los altavoces del techo. Con las rosas, la música y la temperatura, bastante agradable, se crea un ambiente ideal para disfrutar de una velada tranquila. Alison atisba las miradas de los empleados detrás de la barra según se acerca.

—Buenos días. Soy la detective Alison Hess, del Grupo de Homicidios. —Les enseña la placa—. Hemos recibido una llamada de este restaurante.

—Sí. Un momento, por favor —dice uno de los chicos, con pantalones negros y camisa blanca, antes de meterse en la cocina.

Alison le escucha hablar con alguien a media voz. Su compañero se ha quedado en la barra, fingiendo que trabaja en la pantalla de la caja registradora para no hacer que la situación sea más incómoda de lo que ya es. Por fin, el otro chico sale de la cocina con un hombre de unos cincuenta años largos, con delantal blanco y las mangas del jersey de cuello alto arremangadas.

—Buongiorno, detective. Mi nombre es Marcello Russo. —Le tiende la mano—. Soy el dueño de La Bohème. He sido yo quien les ha llamado. ¿Quiere tomar algo? ¿Un café?

—No, gracias, he dejado el café. Me gustaría ir al grano. Me han dicho que tiene información importante acerca de la muerte de Patrick Howard. Cuénteme lo que sabe, si es tan amable.

—Por supuesto. Verá, el señor Howard era cliente habitual del restaurante. Solo cenó una vez aquí, pero desde julio pedía comida a domicilio a diario.

—Y esa vez que comió en el restaurante, ¿vino solo?

—No, lo hizo con una mujer. Supuse que era su pareja.

Alison ha buscado en internet antes de acudir al restaurante: ni rastro de una pareja conocida, y tampoco recuerda haber visto indicios de una presencia femenina en la casa de la calle Treinta y dos. Solo estaba él y, aparte de Marcello Russo, nadie se ha puesto en contacto con la policía.

—¿No recordará su nombre? —Prueba suerte, por si fue ella quien hizo la reserva.

—¿El de la mujer? No, lo siento. Pero le puedo decir que iba de punta en blanco, con americana y pulseras de oro muy finas. Muy elegante, bellissima.

—Volviendo a Patrick Howard, ¿dice que les pedía comida a diario?

—Así es. Todas las noches llamaba para encargar la cena. Según nos dijo, escribía al final del día y no quería perder ese tiempo tan valioso cocinando, de modo que nosotros lo hacíamos por él.

—¿Todos los días durante más de dos meses? —se sorprende Alison.

—Correcto.

—¿Qué pidió anoche? —pregunta con fingida curiosidad.

—Una pizza prosciutto.

—¿Nada más?

—No, solo la pizza.

Alison asiente.

—Bien. ¿Cómo se llama el repartidor?

—Dennis Peterson —dice Russo con cierta incomodidad—. En realidad, es el subchef del restaurante. Nunca he tenido queja de él, ¿sabe? Es un buen hombre, muy trabajador. Una verdadera lástima.

—¿A qué se refiere?

El otro se queda callado, pensativo.

—¿Sospecha que Dennis tiene algo que ver con la muerte del señor Howard?

El hombre se pasa una mano por la cara antes de responder.

—No lo sé, no tengo ni idea de lo que ha pasado. Pero es curioso que Dennis fuese a entregar la pizza, que el periodista se suicidara y que él no volviese anoche al restaurante, ni conteste a las llamadas, ni haya devuelto hoy la moto del negocio, ¿no cree?

«Sí que es curioso», piensa Alison.

—Vamos por partes, señor Russo. ¿Es Dennis el repartidor habitual?

—Los chicos se van turnando, cada día sale uno. No obstante, era Dennis quien le llevaba siempre la comida. En el puesto de subchef no tiene la obligación de realizar ningún reparto, pero con Patrick Howard hacía una excepción.

—¿Por qué? ¿Tenía algún tipo de relación con él?

Russo resopla.

—No lo sé.

—Dennis es un gran admirador del señor Howard —interviene el chico de la caja registradora—. Se puso muy contento el día que vino a cenar a La Bohème. La primera noche que le llevó la comida a casa cogió sus dos libros y volvió con los ejemplares firmados.

—Ah, sí, lo recuerdo —comenta Russo.

—Dice que no le ha devuelto la moto del negocio. ¿Cómo es?

—Una Vespa de color beis. Ya es vieja, pero tiene un valor sentimental para mí. Me gustaría recuperarla, este asunto me tiene un poco preocupado.

Alison recuerda haber aparcado detrás de una Vespa así anoche, delante de la casa de Patrick Howard. Debe de ser la que condujo Dennis hasta allí.

—Creo que sé dónde está su Vespa, señor Russo. Haré que se la traigan lo antes posible.

—Qué alegría me da —dice poniéndose una mano en el pecho y mostrando media sonrisa, lo que desconcierta a Alison por un momento. Con el tema de la Vespa, Marcello Russo parece haber olvidado la desaparición del subchef—. Se lo agradezco mucho.

—¿A qué hora fue Dennis a llevarle la pizza al señor Howard?

Él carraspea, volviendo a su semblante de preocupación.

—Sobre las diez de la noche, siempre era igual.

—Y esa fue la última vez que vieron a Dennis, ¿verdad?

—Así es. Cuando pasaron unos treinta minutos lo llamé, pero no contestó. Tenía el móvil apagado.

—¿Me puede facilitar el número de teléfono de Dennis?

—Claro.

Marcello Russo coge la libreta de pedidos y un bolígrafo, ojea su móvil un instante y escribe sobre el papel.

—Apunte también el número de matrícula de la Vespa, por favor.

El señor Russo obedece y le tiende la nota.

—Gracias. ¿Ha hablado con alguien de su entorno?

—Sí. He llamado a Linda, su mujer. Me ha dicho que Dennis no volvió a casa, pero que sabe el porqué de su ausencia. La he notado nerviosa y no he querido preguntar.

—De acuerdo. ¿Tiene la dirección de los Peterson?

—Sí, espere un segundo.

Russo entra en la cocina de nuevo y vuelve con lo que parece ser una nómina del subchef. Apunta la dirección en la libreta y se la entrega a Alison.

—¿Dennis dijo algo extraño en los últimos días? ¿Tuvo algún comportamiento inusual?

Los dos empleados y el dueño se miran dudosos.

—Estaba deseando que llegara la noche de ayer —se decide Russo.

—¿Por qué?

—No nos lo quiso contar. Dijo que era un secreto.

6
Alison Hess
Lunes, 26 de septiembre de 2016, 11.25 h

Nada más salir del restaurante, Alison llama al sargento Russell para ponerlo al día: le habla de La Bohème, del subchef, de la Vespa…

—El rastro del subchef se pierde allí —remata su resumen.

—¿Cree que ese hombre está relacionado con el suicidio de Howard?

—Es pronto para asegurar nada, pero hay una coincidencia y no puedo pasarla por alto.

—¿Tiene la matrícula de la Vespa?

Lee en voz alta el número que ha escrito Marcello Russo.

—De acuerdo. Veremos si coincide con la de la calle Treinta dos, y avisaré a los de Criminalística para que la analicen antes de devolverla. Buen trabajo, Hess.

—Gracias, señor.

Según lo que ha descubierto en La Bohème, Dennis Peterson era un gran admirador de Patrick Howard y todas las noches le llevaba la cena a casa. Sus compañeros afirman que Dennis estaba esperando con ansia la noche de ayer, pero que no quería hablar del tema, que era un secreto. ¿Sabría lo que iba a hacer Patrick?

Se esfuerza por concentrarse. Se masajea la frente e imagina una escaleta de los hechos.

Dennis fue a las 22.00 a llevarle la cena a Patrick Howard. A las 22.30 aún no había vuelto al restaurante y Marcello Russo lo llamó, pero el subchef ya no respondió a sus llamadas. No se supo nada más de él. El show de Rachel Brooks empezó a las 23.30 y conectaron con Patrick Howard a los pocos minutos, sobre las 23.35. Tras un breve saludo, Patrick dijo eso de «solo quiero decir que me arrepiento de todo». Entonces vino esa segunda y última frase del periodista: «Lo siento». ¿Por qué montar ese espectáculo para que su mensaje no quedara claro? Tal vez sus palabras tenían un destinatario muy concreto, alguien que sí sabe todo lo que hay detrás de su suicidio.

Se pone el cinturón de seguridad y arranca el coche.

Se dirige hacia el norte por Madison Avenue, pasa por delante de edificios altos y un sinfín de tiendas, pero también de obras. Porque Nueva York es conocida como la ciudad que nunca duerme, la ciudad de los rascacielos, de los sueños. Pero Nueva York no se construye sola, y la ciudad más icónica del mundo también tiene camiones volquete, grúas y mucho ruido.

Alison gira a la derecha y luego a la izquierda para incorporarse a la Tercera Avenida. Poco después, entra en una zona menos glamurosa. Deja atrás un aparcamiento de caravanas y se detiene enfrente de un taller de coches con una cortina de plástico en la entrada. El domicilio de los Peterson se encuentra en la calle Ciento veintiuno Este, un edificio de cinco plantas con escalera de incendios.

Llama al timbre y, sin que nadie conteste al otro lado, la puerta se abre con un zumbido. En el segundo piso, una mujer vestida con vaqueros y chaqueta deportiva negra la mira extrañada desde su puerta. Sus ojeras dicen que no ha pasado buena noche. Pero, a pesar de su aspecto despreocupado, huele sorprendentemente bien.

—¿Señora Peterson? Soy Alison Hess, del Grupo de Homicidios. Detective —aclara al reparar en que no lo ha dicho—. ¿Puedo pasar?

—¿Ha venido por mi marido? Espere, ¿ha dicho Homicidios? ¿Está muerto? ¿Lo han encontrado o…?

—Tranquilícese, señora Peterson. He venido por Dennis, sí, pero no sabemos nada de él. Quiero hablar con usted. ¿Puedo pasar?

La mujer la lleva a un salón, parque de juegos de un niño que debe de estar en el colegio: juguetes por el suelo, dibujos y pinturas por todos lados, restos de comida por el sofá y la mesa.

—Siento el desorden.

—No se preocupe.

—¿Quiere un café?

—No. Pero un vaso de agua estaría bien.

Linda Peterson va a la cocina y Alison se queda mirando las fotos de los muebles, donde aparece el culpable del caos que la rodea: un niño risueño de no más de nueve años con el rostro lleno de pecas. En una de las fotografías, Alison ve por fin la cara de Dennis Peterson junto a su familia: moreno, de unos cuarenta y tantos años, con barba de varios días y patas de gallo alrededor de los ojos. Se le ve feliz.

Linda vuelve al salón, le tiende el vaso de agua a Alison y, tras una pequeña limpieza superficial, toman asiento en el sofá.

—¿Cuándo vio a su marido por última vez, señora Peterson?

—A las cuatro y media de la tarde de ayer, cuando se fue a trabajar. Salió hacia allí con la Vespa del restaurante porque yo necesitaba el coche: tenía que llevar a mi hijo al psicólogo, un amigo de la familia que nos recibe los fines de semana. Dennis le pidió la moto a su jefe la noche anterior.

—Entiendo. —Alison no quiere entrar en detalles; no viene al caso y tampoco pretende incomodarla. Mira las fotos y sonríe—. Es muy guapo. ¿Cómo se llama?

—Cody.

—¿Sabe que su padre ha desaparecido?

—Aún no. Cuando Dennis vuelve del trabajo por la noche, él ya está dormido. Durante el desayuno sí que ha preguntado por él. Pero le he contado que anoche vino muy tarde y estaba cansado, que se ha quedado en la cama durmiendo un poquito más. Cody ha dicho que menuda suerte tienen algunos.

Alison sonríe.

—Parece un niño de lo más adorable.

—Sí que lo es.

—¿Ha intentado ponerse en contacto con su marido? —vuelve al tema central.

—Claro, lo he llamado un sinfín de veces, pero tiene el móvil apagado. Casi no he pegado ojo, estaba preocupada. Lo estoy —rectifica.

—¿Sabe dónde puede haber ido?

—Eso me pregunto yo. No tenemos mucho más de lo que ha visto ya. Nos dejamos la vida para salir adelante. Yo trabajo por las tardes en una perfumería y Dennis dobla turnos en el restaurante siempre que puede. Intentamos cuadrar nuestros horarios para estar con Cody y no tener que recurrir a sus abuelos, pero a veces es imposible.

—¿Sabe por qué haría algo así?

Ella se encoge de hombros, tímida.

—Ayer discutimos. El viernes pasado, Cody tuvo problemas en el colegio con otros niños y la directora me llamó para hablar de lo ocurrido. No es la primera vez que se meten con él y, bueno, cuando se lo conté ayer a Dennis, se enfadó. Quiso pagarla con todo el mundo: conmigo, con los padres de esos niños, con la maestra de Cody y con la directora del centro. Me dijo que la solución no era llevar a nuestro hijo a un psicólogo, sino cambiarlo de colegio. Propuso ir a uno privado, pero con lo que ganamos no podemos permitírnoslo y las notas de Cody no son tan buenas como para que le den una beca. Dennis quiere mucho al niño y se frustra por no poder ayudarlo en estas ocasiones.

—¿Por qué esperó al domingo para contárselo?

—No lo sé. Supongo que no surgió la ocasión. Dennis se pasa el día trabajando y yo tampoco quería darle un disgusto en el poco rato que tenemos juntos.

—Entiendo. Continúe.

—El caso es que Dennis se puso hecho una furia y empezó a gritar. No estuvo bien, él no es así, pero yo entendía cómo se sentía y preferí callarme y aguantar el chaparrón. Por la noche aguardé su llegada impacientemente. Esperaba que estuviese

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