Sin rastro

Caroline Eriksson

Fragmento

cap-1

1

La pequeña barca de acero corta el agua negra con la precisión de un bisturí. El sol brilla cerca del horizonte, la tarde de finales de verano ya está muy avanzada. Estoy sentada en la proa y cierro los ojos por las gotas de agua que me salpican en la cara, lucho contra el mareo que bate contra mi cuerpo al ritmo de los movimientos del barco. «Si al menos pudiera ir un poco más despacio», pienso. Y como si me hubiese leído el pensamiento, Alex reduce la velocidad. Me vuelvo lentamente hacia él. Va sentado en la popa, con una mano apoyada en la caña del timón del motor fueraborda. Todo su ser emana masculinidad y control. La cabeza rapada, el mentón prominente y la arruga de concentración en el entrecejo. De los hombres no se suele decir que sean hermosos, pero Alex lo es. Siempre me lo ha parecido. Y me lo sigue pareciendo.

Sin avisar, Alex apaga el motor. La barca traza un pequeño arco y se hunde ligeramente en el agua. Smilla se inclina hacia un lado en su asiento, en la bancada que hay entre Alex y yo. Alargo el brazo para sostenerla, la sujeto por la espalda hasta que recupera el equilibrio. En un acto reflejo, ella me agarra con sus deditos y una ola de calor me sube por dentro. Ahora que el motor ha dejado de azotar el ambiente, solo queda el silencio. El pelo fino y rubio de Smilla se le eriza en la nuca, a poco más de medio palmo de mi cara. Justo cuando voy a inclinarme para hundir la nariz en su pelo, Alex se estira para alcanzar los remos.

—¿Quieres probar?

Smilla me suelta de inmediato y se levanta llena de excitación.

—Ven —dice Alex con una sonrisa—, que papá te enseñará a remar.

Él le tiende la mano, y la niña se apoya en ella para dar los últimos pasitos hasta la popa. Una vez allí, se sienta en el regazo de su padre y le da unas palmaditas de satisfacción en las rodillas. Alex le enseña cómo tiene que sujetar los remos, luego pone sus manos sobre las de ella y empiezan a remar con movimientos lentos. Smilla suelta una risotada, gutural y feliz, como solo ella sabe. Yo me quedo mirando el hoyuelo que asoma en su mejilla izquierda hasta que se me empañan los ojos. Entonces me vuelvo hacia el lago, me pierdo en su inmensidad.

Alex afirma que «seguro que tiene algún nombre oficial en algún registro público», pero que la gente de la zona no lo llama de otra manera que no sea La Bruja. No es lo único que comenta. También cuenta historias, a cuál peor, sobre este lago y lo que se dice que es capaz de hacer. Cuentos y habladurías sobre que el agua está embrujada desde antaño y que su maldad tiene la capacidad de filtrarse dentro de las personas, retorcer sus mentes y hacerlas cometer actos terribles. Tanto adultos como niños han desaparecido sin dejar rastro en estas tierras, se ha derramado sangre. Según la leyenda, claro.

Un eco quejumbroso y espectral recorre la superficie del agua e interrumpe mis pensamientos. Me giro en dirección al ruido, por el rabillo del ojo veo que Alex y Smilla hacen lo mismo. Entonces se vuelve a oír. Un crujido leve que va en aumento hasta convertirse en un chillido afónico, ululante. Un poco más allá, algo agita las alas y una sombra oscura se precipita sobre la superficie del agua. Al instante siguiente ha desaparecido, claramente engullida por el lago. Sin el menor chapaleo y sin dejar ningún rizo de espuma. Alex rodea a Smilla con un brazo mientras con el otro señala.

—Un colimbo —le explica—. Algunos piensan que es un pájaro de tiempos antiguos. Supongo que es por el canto. Muchos dicen que da miedo.

Se vuelve hacia mí, pero yo miro a Smilla y esquivo su mirada. La niña se queda un buen rato observando concentrada el lugar donde el colimbo ha desaparecido. Al final se gira hacia Alex y le pregunta intranquila si el pájaro no va a salir a respirar. Él se ríe, le acaricia el pelo y le dice que el colimbo puede pasar varios minutos bajo el agua. No tiene por qué preocuparse. Además, añade, pocas veces salen por el mismo sitio en el que se han zambullido.

Alex vuelve a agarrar los remos y rema él solo el último tramo. Smilla se sienta de nuevo en el centro de la barca de espaldas a mí, y yo estudio su perfil desde atrás, la suave redondez de su mejilla, mientras ella sigue escrutando la superficie del agua con la mirada. El pájaro. No puede dejar de pensar en él, dónde estará ahora y cómo va a poder sobrevivir tanto tiempo sin respirar. Levanto el brazo para pasarle una mano tranquilizadora por su pequeña espalda de niña, pero en ese momento ella se aparta y gira la cabeza de tal manera que ya no alcanzo a verle la cara. Alex le sonríe e imagino que Smilla le devuelve la sonrisa. Confiada. Confortada. Si papá dice que el pájaro se las arregla, seguro que lo hace.

Faltan poco más de diez metros para llegar a la isla. La pequeña isla, en mitad de La Bruja. Es allí adonde vamos. Clavo los ojos en el agua, trato de penetrar en ella con la mirada. Al final vislumbro el fondo debajo de nosotros, cubierto de una maraña vegetal ondulante. Cada vez es menos hondo. Las algas llegan hasta la superficie y se enredan alrededor del casco como largos y viscosos dedos de color verde. A los lados de la barca asoman juncos altos que se inclinan por encima de nuestras cabezas. Cuando topamos con tierra, Alex se levanta y pasa por delante de Smilla y de mí. Sus movimientos hacen balancearse la barca. Me aferro a la borda y cierro los ojos hasta que deja de mecerse.

Alex pasa un cabo alrededor del tronco del árbol más cercano y lo ata con minuciosidad. Luego tiende una mano y Smilla se desabrocha el chaleco salvavidas al tiempo que pasa junto a mí como un torbellino. Con las prisas me pisa un pie y me clava un codo en el pecho derecho. Suelto un gemido, fuerte, pero ella no se percata. O si se da cuenta, hace caso omiso. Tiene tantas ganas de ir con su padre que todo lo demás carece de importancia. Nadie que los vea juntos puede dudar ni por un instante que Alex es el gran amor de Smilla en este mundo. Hace un rato, cuando hemos ido de la cabaña al embarcadero, ella ha insistido claramente en caminar, o más bien ir brincando, al lado de Alex. Los rayos oblicuos del sol se colaban entre las copas de los árboles del sendero del bosque y se mezclaban con la cháchara entusiasmada de Smilla. Pronto desembarcarían en una isla desierta, ella y papá. Como dos auténticos piratas. Smilla era la princesa pirata y papá podía ser… ¿el rey pirata, quizá? Smilla se reía y tiraba a Alex de la mano, no podía esperar a llegar al lago. Mientras, yo caminaba unos pasos más atrás.

Ahora levanto la cabeza y los miro, uno al lado de la otra, Smilla apoyada en Alex con sus tiernos bracitos rodeándole la pierna. Una unidad inquebrantable. Padre e hija. Los dos en tierra, yo aún en la barca. Esta vez Alex tiende la mano hacia mí y arquea las cejas en gesto inquisitivo. Yo titubeo y él lo nota.

—Vamos. Se supone que esto es una excursión en familia, cariño.

Esboza una sonrisita. Mis ojos se deslizan hasta Smilla y nuestras miradas se cruzan. Hay algo en su barbilla, en su forma de empujarla hacia delante

—Id vosotros —digo con voz rasposa—. Yo os espero aquí.

Alex hace otro intento algo desganado de convencerme, pero cuando vuelvo a negar con la cabeza se encoge de hombros y se vuelve hacia Smilla. Abre los ojos de par en par y esboza una mueca que hace que a ella le brillen los ojos de expectación.

—¡Cuidado, habitantes de la isla, aquí vienen Papá

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