Un mal negocio

Paula Daly

Fragmento

cap-1

1

Yo me dedicaba a los cuerpos. Vivos, no muertos. Y una tarde sofocante de principios de julio el cuerpo que yacía boca abajo ante mí era un espécimen normal. Era mi duodécimo paciente del día, y me dolía la espalda, así que mi temperamento risueño empezaba a flaquear.

—¿Qué tal lo notas? —preguntó mientras yo hundía los pulgares en la fascia endurecida junto a su columna vertebral.

—Bastante bien —repuse—. He quitado el tejido cicatricial en torno a la L4, la vértebra que te daba problemas. Notarás la diferencia en cuanto te pongas de pie.

Era un cantero. A menudo mis clientes más duros. Hablaban poquísimo, así que yo disfrutaba del breve respiro de la interacción que exigía la mayoría, pero, físicamente, los canteros me obligaban a emplearme a fondo con las manos. Su musculatura tiene gran densidad, sus tejidos ofrecen resistencia, y eso requiere que dirija todo el peso de la parte superior de mi cuerpo hacia mis desgastados pulgares.

Los pulgares eran mis instrumentos. Esenciales para todas las facetas de mi trabajo. Eran herramientas diagnósticas, utilizadas para detectar y evaluar los matices en la estructura de los tejidos; mi medio de ofrecer alivio a una persona con dolor.

Me había planteado asegurármelos. Como las piernas de Betty Grable. Pero nunca me decidía a hacerlo.

—Cuando hayas acabado con la espalda —dijo—, si tienes tiempo, ¿te importa echarle un vistazo al hombro?

Levantó la cabeza, sonriendo a su pesar, como si detestara darme la lata.

—Qué va —respondí en tono animado, disimulando un suspiro.

Antes trabajaba como fisioterapeuta por mi cuenta y hacía todo lo posible por ocuparme de las necesidades de todos y cada uno de mis pacientes. Si no obtenía resultados, no cobraba. Así que trabajaba duro para tener la consulta llena.

¿Eso a lo que aspiramos? ¿El equilibrio entre el trabajo y la vida? Durante un tiempo lo tuve.

Ya no.

Cuando se acabó el dinero, vine a parar aquí. Trabajando cincuenta horas a la semana para una cadena de clínicas, encerrada en un cubículo sin aire y atendiendo a pacientes en serie. Los frutos de mi trabajo van directos a los bolsillos de otros.

También me encontré a merced de un director de clínica llamado Wayne.

Wayne tenía buenas intenciones, pero su ansia de que el trabajo se hiciera correctamente a veces lo volvía autoritario. Y de vez en cuando también le daba por flirtear, aunque debería decir que nunca llegaba al punto del acoso. Había que ser firme con él, eso sí, porque si no su comportamiento iba aumentando de intensidad y empezaba a sugerir citas. Quizá estaba un poco solo.

Con el cantero ahora al borde de la camilla, me arrodillé detrás de él y le pedí que levantara el brazo afectado hacia ese lado. Cuando alcanzó un ángulo de noventa grados, contuvo el aliento a causa del dolor y contrajo el hombro involuntariamente.

—El supraespinoso.

—¿Eso es malo?

—Puede ser delicado. Aunque hoy no puedo tratarlo como es debido, no hay tiempo suficiente. Pero voy a ponerte una aguja de acupuntura, a ver si al menos te alivia un poco.

Había hecho un posgrado en acupuntura, y mientras movía la aguja hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás, oí a Wayne en la zona de recepción, engatusando a una paciente, intentando convencerla de que pidiera cita con otro terapeuta de la clínica.

—Quiero que me atienda Roz Toovey.

—Roz no tiene horas libres hasta mediados de la semana que viene. ¿Qué tal Gary Muir? —insistió—. Gary tiene un hueco hoy. Podría atenderte en diez minutos.

No hubo respuesta.

—Bien, ¿qué tal Magdalena? —sugirió Wayne.

Ese solía ser el orden. Primero, Wayne intentaba encajarle el paciente a Gary, que estaba casi segura de que era incapaz de distinguir el culo del codo, y, hasta donde sabía, accedió a la licenciatura porque entonces en el país había escasez de fisioterapeutas masculinos. Antes de su periodo de formación, Gary había sido futbolista de segunda división.

—¿Magdalena? —preguntó la paciente—. ¿La alemana?

—Es austriaca —señaló Wayne.

—La última vez me hizo daño. Quedé como si me hubiera atropellado un autobús. No, quiero a Roz.

—Pero —repuso Wayne perdiendo la paciencia— ya le he dicho que Roz no tiene horas disponibles.

Por cierto, me llamo Roz Toovey.

—¿Puedo hablar un momento con ella? —dijo—. Dile que soy Sue Mitchinson y que vuelvo a tener mal la espalda, ¿vale? Antes era paciente habitual suya. Seguro que me hará un hueco, si sabe que soy yo. Y tengo un dolor atroz. Roz es la única capaz de…

—Un momento —accedió Wayne, irritado, y oí pasos que se acercaban.

—Roz, hay una tal Sue Mitchinson preguntando si puedes verla.

—Perdona un momento —le dije al paciente.

Abrí la puerta y asomé la cabeza.

Más allá de donde estaba Wayne, mis ojos se posaron directamente en Sue, que al verme cruzó la recepción con firmes zancadas.

Antes de que yo tuviera ocasión de hablar, empezó a suplicarme.

—Roz, no te lo pediría si no estuviera desesperada. Ya sabes que no. Si pudieras recibirme solo cinco minutos, te lo agradecería muchísimo.

Yo no solo era la única fisioterapeuta en South Lakeland capaz por lo visto de curar a Sue, sino que las dos teníamos una historia en común.

Tenía una historia en común con muchos pacientes que frecuentaban la consulta, puesto que me habían seguido desde mi clínica cuando cerró. La mayoría también me había ayudado de algún modo a hacerme con una clientela, así que en realidad estaba en deuda con ellos.

Al principio, puse un pequeño anuncio en la prensa local, y en cuanto les alivié el dolor a unas cuantas personas, en algunos casos crónico (cosa que otros terapeutas de la zona no siempre eran capaces de hacer), corrió la voz. En cuestión de un mes tuve la agenda llena. Como es natural, ahora el problema era que aquellos primeros pacientes, los que habían tenido la amabilidad de recomendarme, de pronto no podían conseguir cita. Y entonces recurrían a la súplica: «Ya sabes que no te lo pediría si no estuviera desesperado».

—Sue, no puedo —dije con firmeza—. Tengo que recoger a George del club de extraescolares, y esta semana ya he llegado tarde dos veces.

Sin pararse a pensar, replicó:

—¿Y si llamo a mi madre y le pido que vaya ella a recoger a George?

Yo no conocía a la madre de Sue. Nunca la había visto. Y George tampoco.

—Ahora vivimos en Hawkshead —dije con el mayor tacto posible—. Así que eso queda descartado.

Sue torció el gesto mientras se afanaba por dar con una solución que funcionara; Wayne, por su parte, nos miraba con incipiente inquietud. Le ponía de los nervios que los pacientes insistieran en verme y no quisieran que los recibiese alguien como Gary. Hacía que le resultara imposible cuadrar los horarios de visitas. Y al final yo acababa trabajando hasta el agotamiento mientras Gary estaba de brazos cruzados en recepción.

Por lo general, Gary dedicaba el tiempo libre a charlar con Wayne, a discutir sobre la Premier League y los méritos de las botas de fútbol Puma King. Los dos dec

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