Tres noches

Austin Wright

Fragmento

9788415629931-3.xhtml

 

Todo se remonta a la carta que Edward, el primer marido de Susan Morrow, le envió a ésta en septiembre pasado. Había escrito un libro, una novela: ¿le gustaría leerla? Susan se quedó desconcertada porque, aparte de las postales de Navidad firmadas «Con cariño» que le enviaba la segunda esposa de Edward, hacía veinte años que no sabía nada de él.

Así pues, hurgó en su memoria. Recordó que Edward se había propuesto ser escritor, escribir cuentos, poemas, apuntes, cualquier cosa expresable en palabras. Lo recordaba bien. Ésa había sido la causa principal de los problemas entre ambos. Pero Susan había creído que después, al dedicarse a los seguros, él había renunciado a sus empeños. Evidentemente no era así.

En los quiméricos tiempos de su matrimonio se había planteado si era conveniente que leyera lo que Edward escribía. Él era un principiante y ella una crítica más severa de lo que pretendía ser. La situación era difícil de manejar: la vergüenza de ella, el resentimiento de él. Ahora, Edward aseguraba en su carta: esta novela sí que es buena. Había aprendido mucho sobre la vida y sobre el arte. Quería demostrárselo, quería que ella la leyera y juzgase por sí misma. Ella era el mejor crítico que había tenido en su vida, aseguraba. Además, podría ayudarlo, pues temía que a la novela, a pesar de sus méritos, le faltara algo. Ella lo detectaría y podría señalárselo. Tómate tu tiempo, añadía, y mándame unas líneas, lo primero que te venga a la cabeza. Y firmaba: «El viejo Edward, que sigue recordándote.»

Aquella firma la exasperó. Le recordaba demasiadas cosas y amenazaba la paz que había firmado con su pasado. No le gustaba recordar ni volver a caer, inadvertidamente, en aquel estado de ánimo tan desagradable. Pero le contestó que le mandase el manuscrito. Se sintió avergonzada de sus sospechas y objeciones. ¿Por qué se lo pedía a ella y no a un conocido más reciente? Qué abuso. Como si atenerse a lo primero que le viniese a la cabeza fuera más sencillo que analizar en profundidad. Pero no podía negarse, dar la falsa impresión de que continuaba viviendo en el pasado.

El paquete llegó una semana después. Su hija Dorothy lo llevó a la cocina, donde se encontraban tomando unos sándwiches de mantequilla de cacahuete con Henry y Rosie. Era un paquete esmeradamente precintado con cinta de embalar. Susan extrajo el manuscrito y leyó la primera página:

ANIMALES NOCTURNOS

Novela de

Edward Sheffield

Bien mecanografiada, páginas pulcras. Se preguntó por el significado del título. En ese momento agradeció el gesto de Edward, le pareció conciliador y lisonjero. No obstante, experimentó una extraña sensación que la puso en guardia, de modo que esa noche, cuando llegó Arnold —su actual marido— le comunicó sin ambages:

—Hoy he tenido noticias de Edward.

—¿Qué Edward?

—Por Dios, Arnold.

—Ah, Edward. Ya. ¿De qué se disculpa ahora ese imbécil?

De eso hacía ya tres meses. Susan sentía una preocupación que iba y venía, difícil de definir. Cuando no se sentía preocupada, le preocupaba haber olvidado por qué debería estarlo. Y cuando sabía qué la preocupaba —si Arnold habría entendido lo que ella había querido decirle, o qué había querido decir él aquella mañana—, entonces tenía la sensación de que en realidad debía de tratarse de otra cosa más importante. Entretanto, se hacía cargo de la casa, pagaba las facturas, limpiaba, cocinaba, se ocupaba de los niños y tres veces a la semana daba clases en un instituto. A su vez, durante la semana, su marido reparaba corazones en el hospital. Por las noches, Susan prefería leer a ver la televisión. Leía para dejar de pensar en sí misma.

Tenía ganas de ponerse con la novela de Edward porque le gustaba leer, y estaba dispuesta a creer que él había sido capaz de mejorar, pero llevaba tres meses postergándolo. La demora no había sido intencionada. Había guardado el manuscrito en el armario y lo había olvidado allí. A partir de entonces, sólo se acordaba de él en momentos inadecuados: mientras hacía la compra, llevaba a Dorothy en el coche a su clase de equitación o corregía trabajos de sus alumnos. Si no estaba ocupada, no se acordaba.

Cuando consiguiera no olvidarse, procuraría leer la novela de Edward como era debido. El problema residía en la memoria, pues el pasado regresaba como un antiguo volcán, lleno de estruendo y temblores. Toda aquella intimidad abandonada, el desfasado conocimiento mutuo. Su recuerdo de lo mucho que él se admiraba a sí mismo, de su vanidad, incluso de sus miedos —su insignificancia—, todo lo cual debía dejar de lado si pretendía ser objetiva. Y estaba decidida a serlo. Pero para ello necesitaba desactivar la memoria y comportarse como una desconocida.

No podía creer que él sólo quisiera que leyese su novela. Tenía que tratarse de algo personal, una nueva vuelta de tuerca en el fenecido romance entre ambos. Sentía curiosidad por saber qué creía Edward que faltaba en su libro. La carta sugería que lo ignoraba, pero Susan se preguntó si habría un mensaje oculto: ¿Susan y Edward, una sutil canción de amor? Lee esto, y cuando busques lo que falta, encuentra a Susan.

O el odio, lo que parecía más probable, aunque se habían librado de él hacía muchísimo tiempo. Si ella era la malvada, el elemento ausente sería un veneno como el de la lustrosa manzana roja de Blancanieves. Habría estado bien saber hasta qué punto era en realidad irónica la carta de Edward.

Pero, aunque se preparaba para leer, seguía olvidándose: no leía, y pasado el tiempo empezó a ver su omisión como un hecho definitivo. Se rebeló contra esa idea, avergonzada, hasta que, unos días antes de Navidad, recibió una tarjeta de felicitación de Stephanie con una nota adjunta de Edward. Iba a Chicago, decía la nota, el 30 de diciembre, sólo por un día; «me alojaré en el Marriott y espero verte». Susan se alarmó, porque él querría hablar del manuscrito que ella aún no había leído, pero se tranquilizó al darse cuenta de que todavía tenía tiempo. Después de Navidad, su marido asistiría a una convención de cardiocirujanos y estaría ausente tres días. Ella aprovecharía para leer la novela. Así tendría la mente ocupada: una buena manera de no preocuparse por el viaje de Arnold. Además, ya no tendría por qué sentirse culpable.

Al tiempo que se imagina la situación, se pregunta por el aspecto actual de Edward. Lo recuerda rubio, con pinta de pájaro, ojos que lanzaban rápidas miradas desde lo alto de una nariz picuda, increíblemente flaco, con brazos de alambre, codos puntiagudos y unos genitales desproporcionadamente grandes para su anatomía huesuda. Siempre hablando en voz baja, tart

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos