Soy Pilgrim

Terry Hayes

Fragmento

9788415630982-4

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Hay lugares que recordaré toda la vida: la Plaza Roja barrida por un viento cálido, el dormitorio de mi madre, ubicado en el lado malo de la carretera 8-Mile, los interminables jardines de un elegante hogar de adopción, un hombre aguardando para matarme en un grupo de ruinas conocido como el Teatro de la Muerte...

Sin embargo, nada está tan grabado a fuego en mi memoria como aquel hotelucho de Nueva York sin ascensor: cortinas raídas, muebles baratos, una mesa repleta de metanfetaminas y otras drogas... Junto a la cama, reposan un bolso de mujer, un tanga negro tan estrecho que parece hilo dental y un par de zapatos Jimmy Choo con tacones de quince centímetros. Al igual que su propietaria, allí parecen fuera de lugar. Ella está en el cuarto de baño, desnuda, con el cuello rajado, flotando boca abajo dentro de una bañera llena de ácido sulfúrico, el ingrediente activo de un producto para desatascar desagües que puede adquirirse en cualquier supermercado.

Hay docenas de botellas del producto —DrainBomb, se llama— desperdigadas por el suelo, ya vacías. Sin que nadie se fije en mí, empiezo a abrirme paso entre ellas con sumo cuidado. Todas llevan aún la etiqueta del precio, y observo que quien ha matado a esa mujer las compró en veinte tiendas diferentes con el fin de no despertar sospechas. Siempre he dicho que resulta difícil no admirar una buena planificación.

En la habitación reina el caos, el ruido es ensordecedor: las radios de la policía a todo volumen, los ayudantes del forense que piden refuerzos a gritos, una hispana que llora. Incluso cuando la víctima no tiene ni un solo conocido en el mundo, por lo visto siempre hay alguien que llora en este tipo de escenas.

La joven de la bañera está irreconocible, los tres días que ha pasado sumergida en el ácido han destrozado sus facciones. Imagino que ése era el plan, porque quien la ha matado también se aseguró de hundirle las manos bajo el peso de sendos listines telefónicos. El ácido no sólo ha disuelto las huellas dactilares, sino también casi toda la estructura del metacarpo. A menos que los del equipo forense de la policía de Nueva York tengan suerte con la dentadura, van a pasarlas canutas intentando identificar a la fallecida.

En sitios como éste, donde uno tiene la sensación de que el mal continúa adherido a las paredes, la mente puede aventurarse por territorios extraños. La idea de una mujer joven sin rostro me recordó una antigua canción de Lennon/McCartney, una que hablaba de Eleanor Rigby, una mujer que guardaba su cara junto a la puerta de casa, dentro de un tarro. En mi cabeza, comencé a llamar Eleanor a la víctima. El equipo de especialistas en investigación del escenario del crimen aún tiene trabajo que hacer, pero aquí no hay nadie que no crea que a Eleanor la han asesinado en pleno acto sexual: el colchón medio retirado del canapé, las sábanas revueltas, un chorro color parduzco de sangre arterial ya semidescompuesta sobre la mesilla de noche... Los más pervertidos suponen que el asesino la degolló mientras todavía estaba dentro de ella. Y lo malo es que tal vez estén en lo cierto. Muriera como muriese, quienes siempre buscan el lado bueno de las cosas podrán encontrarlo también aquí: seguramente ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo... por lo menos hasta el último instante.

De eso debió de encargarse la meta, el cristal. Cuando llega al cerebro te pone tan cachondo, tan eufórico, que resulta imposible tener ningún presentimiento. Bajo su influencia, la única idea coherente que logran concebir la mayoría de las personas es la de buscar a alguien y follárselo a lo salvaje.

Junto a las dos papelinas vacías de cristal hay algo parecido a esos botecitos de champú que dan en los hoteles. No lleva ninguna marca y contiene un líquido transparente: GHB, supongo. Una sustancia que está causando furor en los rincones más oscuros de internet, porque, utilizada en grandes dosis, ha ido sustituyendo al Rohypnol como droga favorita para las violaciones perpetradas con la ayuda de drogas. La mayoría de los locales donde ponen música están inundados de GHB; la gente se toma una cantidad mínima para contrarrestar los efectos del cristal, y de ese modo consigue mitigar un poco la paranoia que provoca la meta. Pero el GHB también tiene sus propios efectos secundarios: se pierden las inhibiciones y se disfruta de una experiencia sexual más intensa. En la calle, uno de los nombres por los que se lo conoce es «polvo fácil». Seguro que Eleanor, después de quitarse sus Jimmy Choo y su minifalda negra, fue un auténtico cohete del Cuatro de Julio.

Me abro paso entre los presentes —ninguno de ellos sabe quién soy, un desconocido que lleva una carísima chaqueta echada sobre el hombro y un montón de lastre en su pasado— y me detengo frente a la cama. Me aíslo mentalmente del ruido y la imagino a ella encima, desnuda, montándolo a él. Tiene veintipocos años y un buen cuerpo, y supongo que estará en plena ebullición: el cóctel de drogas está empujándola hacia un orgasmo devorador, su temperatura corporal se eleva por el efecto de la meta, sus pechos hinchados rebotan como locos, su ritmo cardiorrespiratorio se dispara impulsado por la embestida de la pasión y de las drogas, y su respiración se vuelve entrecortada y jadeante; su lengua húmeda busca un alma gemela y se hunde ansiosa en la boca del otro... Está claro que hoy en día el sexo no es para los gallinas.

Los rótulos de neón de la ristra de bares que se ven por la ventana debieron de iluminar las mechas rubias del peinado que está de moda esta temporada, y arrancar destellos al reloj Panerai sumergible. Vale, es una falsificación, pero buena. Conozco a esta mujer. La conocemos todos, o por lo menos a esta clase de mujeres. Se las ve en la enorme tienda de Prada que acaba de abrirse en Milán, haciendo cola a la puerta de los locales del Soho, tomando café con leche desnatada en las cafeterías de moda de la avenida Montaigne... Son mujeres jóvenes que confunden la revista People con un periódico y creen que el símbolo japonés que llevan en la espalda es una señal de rebeldía.

Imagino la mano del asesino en su pecho, tocándole el anillo con adornos de pedrería que lleva en el pezón. Lo toma con los dedos y tira de él para atraer a la joven. Ella deja escapar un grito, estimulada, porque ahora su cuerpo está hipersensible, sobre todo los pezones. Pero no le importa; si alguien quiere sexo duro, significa que le gustas de verdad. Encajada encima de él, con el cabecero de la cama golpeando sin piedad la pared, seguramente estaba mirando hacia la puerta principal... que por supuesto estaría cerrada con llave y con la cadena de seguridad echada. En este vecindario eso es lo mínimo que uno puede hacer.

Al fondo hay un diagrama que indica la ruta que debe seguirse en caso de evacuación. Está en un hotel, pero ahí termina cualquier posible parecido con el Ritz-Carlton. Se llama Eastside Inn, y es hogar de nómadas, mochileros, desequilibrados y todo aquel que tenga veinte pavos para pasar la noche. Uno puede quedarse todo el tiempo que quiera: un día, un mes, el resto de su vida; sólo piden dos documentos de identidad, uno de ellos con foto.

El individuo que se había instalado en la habitación 89 llevaba ya un tiempo allí, porque encima del mueble escritorio hay un paquete de seis cervezas, junto con cuatro botellas medio vacías de licores fuertes y un par de caj

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