Dies irae (Versos, canciones y trocitos de carne 2)

César Pérez Gellida

Fragmento

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Cita

Prólogo: La mirada de las 200 yardas

Personajes

Y ahora solo soy bufón

Inventarios de pánico

Agujas de hielo y un libro en blanco

Baldosas amarillas: planificación

El valor para marcharse, el miedo a llegar

Cuando no haya más que perder

Baldosas amarillas: procedimiento

No es un paso atrás, es un paso más

La frontera entre siempre o jamás

Robándoles sus almas

Profetas traidores con piel de cordero

Una estampa muy goyesca

Que empieza en celofán y acaba en eco

Baldosas amarillas: perseverancia

Hoy la puta se viste DE rey

Y en el vaivén de planes sin marcar

El legado es dramático

Baldosas amarillas: el jardinero

Los pasos del siguiente mortal

Baldosas amarillas: el terreno

Y en mitad del relámpago llegó el mal de altura

Baldosas amarillas: el segador

Esclavo de su urgencia y su velocidad

Cae sobre ti la bomba universal

Puede que el viaje sea largo

Como un lazo en un ventilador

Sed en el aire, pero boca en la tierra

Ya ves; lo que es no es

Me culpas de las alturas que ves desde tus zapatos

¡Hay tanto idiota ahí fuera…!

Que termine esta función

Hablemos de ruina y de espina

Con vivos, muertos

Banda sonora

Poemario

Nota del autor

Notas

Sobre el autor

Creditos

Grupo Santillana

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A Olga, mi alimento

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«Una creencia no es simplemente una idea que la mente posee, es una idea que posee a la mente».

ROBERT OXTON BOLT

«La oscuridad me acecha incrédula».

LEÓN LARREGUI

Zoé

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Prólogo
La mirada de las 200 yardas

La mirada de la desorientación, de la locura, de la guerra. La de los soldados que han asumido que no sobrevivirán a ese conflicto, que están más muertos que vivos, que solo les queda esperar, como decía Shakespeare, «una buena muerte». Esa mirada de la que hablan Dyer y Junger en Guerra o Malaparte en Kapput. La mirada de las 200 yardas. Una de las expresiones más populares entre las tropas destinadas en Vietnam. Todo el mundo se apartaba del que la tenía. De esos soldados callados, taciturnos, trastornados, a veces gritones, a veces lloricas. Todo el mundo huía de ellos porque olían a muerte y nadie quería estar junto a ellos en la próxima emboscada.

Una mirada de la que ya hablaron dos psiquiatras norteamericanos a finales de la Segunda Guerra Mundial para definir el estado de desorientación que presentaban numerosos soldados aliados tras el desembarco de Normandía. Los médicos realizaron su estudio a finales de 1944, pero se aventuraron a decir que sus conclusiones podían aplicarse a cualquier soldado, en cualquier guerra y de cualquier cultura. Yo me atrevería a decir que esa mirada la he encontrado también en civiles, en no combatientes, en refugiados y, desde luego, también en periodistas, en los numerosos conflictos en los que he estado. Una expresión desvalida, perdida, desesperanzada, carente de empatía e incluso, a veces, de humanidad.

Como relataban los psiquiatras en su informe, los primeros días de esos soldados, realmente los primeros días para cualquiera que se encuentra en las turbulencias de una guerra, suceden entre el miedo y el pánico por lo que ocurre alrededor. Después, se pasa a una fase en la que ya se distingue lo simplemente peligroso de aquello que es completamente espantoso. Se aprende a diferenciar un hecho cotidiano de guerra, con toda su carga de muerte, de un crimen contra la humanidad, es decir, de algo completamente innecesario por su ferocidad o monstruosidad. Dicen los psiquiatras que a la tercera semana de conflicto los soldados están en su punto óptimo de operatividad. Que se convierten en efectivas máquinas de matar. Si lo aplicáramos a los civiles diríamos que a la tercera semana asimilan su trágico destino con la terrible displicencia de quien sabe que ya es solo una máquina de morir. El informe forense concluye que en torno a la sexta semana empieza el deterioro de los soldados. La asunción de que van a morir, de que no saldrán vivos de esa guerra y de que ese destino es inevitable. La mirada de las 200 yardas.

Cada vez que he visto a alguien con esos ojos, en Kosovo, en Irak, en Afganistán, en Colombia, en Ruanda, en Mali, he procurado no cruzarme con esa mirada. En mi vida profesional he tenido que bajar muchas veces la vista al suelo. Muchas. Y siempre en situaciones que se nos podían escapar a todos de las manos y podían acabar en tragedia. No, no suelen ser los momentos de combate, las refriegas, los tiroteos o las emboscadas las únicas situaciones de peligro en una guerra. Creo que es peor encontrarte a solas en un control de carretera con milicianos borrachos en los Balcanes, o con niños soldados

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