Khimera

César Pérez Gellida

Fragmento

Treinta y ocho meses

Base militar de la Fuerza Aérea India

A 12 km de Bathinda (Punjab, India)

Febrero del 2037

Alzó la mirada, se masajeó la nuca y farfulló algo contra la luna.

Había mucha luz y excesiva distancia. El haz negro del marcador láser establecía doscientos ocho metros hasta el punto de acometida, demasiados para recorrer a campo abierto con todo el perímetro sembrado de alarmas térmicas, sensores de presión y detectores de movimiento. Esa red de dispositivos los delataría con total seguridad, a pesar de tener activada la invisibilidad del sudario, como se conocía en el argot militar al exoarmazón inteligente de combate.

Aguardaba la confirmación de su operador de soporte mientras rastreaban las fuentes activas de comunicaciones enemigas y las inutilizaban gracias al sistema Borisoglebsk-7. El resto del equipo permanecía inmóvil y en posición esperando sus órdenes. No tenía decidido el siguiente paso y la inseguridad le generó una gota de sudor que fue absorbida de inmediato por el tejido biosintético. Sabía que en Krasnodar estarían leyendo la alteración de sus biorritmos, circunstancia impropia del jefe del primer grupo de asalto Khimera.

Inadmisible para un bogatyr.

Tenía que tranquilizarse y de forma involuntaria trató de recorrer los motivos que le habían llevado hasta allí. Lamentablemente, un bogatyr no estaba habilitado para hurgar en los laberintos de su memoria y, en realidad, nadie sabía con certeza las razones por las que se iba a encender la mecha que haría estallar el planeta.

Se barajaban factores de naturaleza dispar dependiendo del punto geográfico donde naciera la teoría. La más extendida y aceptada desde la óptica occidental señalaba con el dedo acusador a la sempiterna discusión sobre quién era el legítimo sucesor de Mahoma. Aquel histórico enfrentamiento se recrudeció a principios de siglo en Irak, Pakistán, Egipto y Siria, y desembocó en el año 2020 en un conflicto armado entre suníes y chiíes bautizado por el Pentágono como la Guerra de la Media Luna. Enseguida, Rusia, China y Corea mostraron su apoyo a sus aliados chiíes y quisieron hacerlo tangible nutriendo sus arsenales. Por su parte, Estados Unidos y la Unión Europea hicieron lo propio con la causa suní, inyectando liquidez en su ya de por sí potente sistema financiero asentado en la península arábiga.

Y el dinero terminó imponiéndose a las armas.

Cuando cayó Teherán, último bastión chií, tras cuatro años de contienda, ya se contaban un millón setecientos mil muertos y de ellos más de la mitad fueron civiles. Oriente Medio se convirtió en el primer banco de pruebas de una forma inédita de hacer la guerra: más silenciosa, menos cercana; una guerra a distancia, más fácil, menos humana. El armisticio de Doha supuso una losa definitiva para el movimiento chií, al tiempo que se consideró la primera piedra de la Organización para la Defensa del Islam, que incluso logró atraer a la hasta entonces proeuropea Turquía y que más tarde se conocería mundialmente bajo el nombre de la Alianza Islámica. Mil doscientos millones de musulmanes agrupados bajo la misma bandera resultaban algo más que incómodos para Occidente. Sin embargo, contrariamente a lo que los analistas más expertos habían vaticinado, el mundo no quedó dividido en dos bloques antagónicos, sino en tres.

El segundo estandarte no tardó en ser enarbolado. En el año 2025 en Bruselas nacía la Unión de Estados Libres sustituyendo a la OTAN como principal organización militar intergubernamental. Treinta y un gobiernos firmantes liderados por los países del antiguo G8 excepto Rusia, vetada desde la invasión de Crimea en el año 2014. A Estados Unidos, Canadá, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, Japón y el resto de países de la Unión Europea no tardaron en unirse Israel, Corea del Sur, Sudáfrica y Australia. En la segunda ampliación fueron aceptadas las grandes potencias latinoamericanas encabezadas por Brasil, Argentina y México, conformando así la fuerza militar más importante de la historia de la humanidad.

El tercero en discordia fue, paradójicamente, el que más tiempo llevaba en gestación. La Organización de Cooperación de Shanghái se engendró en el año 2001, aglutinando a las antiguas repúblicas soviéticas en torno al eje conformado por Rusia y la República Popular de China. El proceso culminó en el 2031 con la firma del Tratado para el Desarrollo de Asia en San Petersburgo, donde se abrieron las puertas a Corea del Norte y los países no musulmanes del sudeste asiático. Alguien lo etiquetó para la eternidad como el Bloque Asiático.

Fuera de todo ese entramado tripartito quedaron otras dos agrupaciones menores: la Congregación de Pueblos del Sur, acuerdo firmado por Venezuela, Bolivia, Ecuador y Cuba más los estados centroamericanos y caribeños, y la Confederación de Estados Africanos, que reunía diecinueve países de mayoría no musulmana que habían quedado fuera por decisión de la Alianza Islámica más otros seis que no habían querido participar de las políticas impuestas desde Riad.

Al margen quedaba una potencia que no había sucumbido a las propuestas veladas, insinuaciones subrepticias y abigarradas ofertas de ninguna de las tres organizaciones principales: la India.

En los años treinta, eran muchos los desencadenantes que podrían haber hecho estallar el conflicto bélico, más allá de las tensiones geopolíticas. Todavía coleaba la crisis energética originada por el prodigioso repunte de la energía solar fotovoltaica, que sacudió los mercados financieros durante la década anterior. Resultó que, gracias a las cualidades como fotodetector del grafeno, cualquier superficie era susceptible de convertirse en un panel solar de alto rendimiento a muy bajo coste. Aquel nuevo material descubierto casi por azar a finales del siglo XX fue el causante de una auténtica revolución tecnológica. Su elevada conductibilidad térmica y eléctrica, su insuperable resistencia, unida a su extraordinaria dureza y flexibilidad fueron propiedades que la comunidad científica no estaba dispuesta a dejar escapar. Los cálculos más taimados aseguraban que antes de alcanzar el 2050 la humanidad dejaría de depender de los hidrocarburos y, de cumplirse el vaticinio, el reparto de la riqueza en el planeta cambiaría por completo, sobre todo para los países productores de petróleo bañados por las aguas del Golfo Pérsico, algo difícil de digerir para ellos, pero también para China, Rusia y Estados Unidos. Las primeras aplicaciones tangibles para el ciudadano llegaron a través de la industria de la electrónica de consumo, exprimiendo al máximo la notable mejora en el rendimiento de los procesadores de grafeno frente a los de silicio. Aquello generó una gran ola que anegó sin remisión las costas del mundo de la informática y de las telecomunicaciones. En la medida en la que fue avanzando terreno e inundó los dominios de la fabricación de materiales de construcción, el sunami mutó en un monstruo indomable e impredecible que alguien denominó «tecnofagia». En aquel período de ebullición, o te alimentabas de tecnología o la tecnología se alimentaba de ti. Era solo cuestión de tiempo que esta corriente arrolladora terminara devorando la práctica totalidad de los campos de desarrollo.

Otro asunto que preocupaba sobremanera era el demográfico. Desde que se empezaran a aplicar las soluciones contra el envejecimiento celular, la tasa bruta de mortalidad se había asentado por debajo del tres por mil. El cáncer raramente mataba, se crecía a un ritmo del cinco por ciento y la media de esperanza de vida se había disparado hasta los setenta y ocho años. La

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