Un extraño en casa

Shari Lapena

Fragmento

libro-3

Prólogo

No debería estar aquí.

Sale corriendo por la puerta trasera del restaurante abandonado y avanza a trompicones en la oscuridad —la mayoría de las farolas están quemadas o rotas— con la respiración entrecortada en ásperos jadeos. Corre como un animal aterrorizado hacia el lugar donde ha aparcado, apenas consciente de lo que hace. De algún modo logra abrir la puerta del coche. Se abrocha el cinturón sin pensar, da la vuelta con dos maniobras haciendo rechinar las ruedas y sale del aparcamiento, incorporándose a la calle con un giro temerario y sin frenar. Con el rabillo del ojo advierte algo en el centro comercial de enfrente que llama su atención, pero no tiene tiempo para asimilar lo que ve, porque ya está en una intersección. Se salta el semáforo en rojo, acelerando. No puede pensar.

Otro cruce; lo atraviesa como una bala. Va por encima del límite de velocidad, pero le da igual. Tiene que huir.

Otra intersección, otro semáforo en rojo. Hay coches cruzando. No para. Irrumpe en el cruce, esquivando un vehículo, sembrando el caos a su paso. Oye el rechinar de frenos y una bocina furiosa detrás de ella. Está a punto de perder el control del coche. Y entonces lo pierde: tiene un momento de claridad, de incredulidad, cuando pisa frenéticamente el freno y el automóvil derrapa, salta por encima del bordillo de la acera y se da de frente contra un poste.

libro-4

1

En esta cálida noche de agosto, Tom Krupp aparca su coche —un Lexus alquilado— en el camino de entrada de su bonita casa de dos pisos. La vivienda, que cuenta con un garaje para dos automóviles, se alza tras un generoso tramo de césped y está enmarcada por preciosos árboles centenarios. A la derecha de la entrada para vehículos, un sendero de baldosas cruza hacia el porche y varios escalones llevan hasta una sólida puerta de madera en el centro de la fachada. A la derecha de la puerta de entrada hay un enorme ventanal que abarca toda la sala de estar.

La casa está en una calle ligeramente en curva y sin salida. Todas las residencias a su alrededor son igual de bonitas y bien conservadas, y se parecen bastante. Los vecinos son gente de éxito y acomodada; todo el mundo es un poco engreído.

Este tranquilo y próspero barrio residencial al norte del estado de Nueva York, habitado principalmente por parejas de profesionales y sus familias, parece ajeno a los problemas de la pequeña ciudad que lo rodea, ajeno a los problemas del mundo, como si el sueño americano siguiera vivo allí, tranquilo e inalterado.

Sin embargo, este apacible escenario no encaja con el estado de ánimo de Tom. Apaga las luces del coche y se queda un momento sentado a oscuras, odiándose.

De repente, se asusta al ver que el coche de su mujer no está en su lugar habitual en el camino de entrada. Automáticamente, mira su reloj: las nueve y veinte. Se pregunta si habrá olvidado algo. «¿Iba a salir?». No recuerda que mencionara nada, pero últimamente ha estado muy ocupado. «Tal vez ha ido simplemente a hacer algún recado y volverá en cualquier momento». Se ha dejado las luces encendidas; dan a la casa un resplandor de bienvenida.

Sale del coche a la noche de verano —huele a hierba recién cortada— tragándose su decepción. Tenía una necesidad bastante febril de ver a su mujer. Se queda parado un momento, con la mano apoyada en el techo del coche, y mira hacia el otro lado de la calle. Entonces coge su maletín y la chaqueta del traje del asiento del copiloto y cierra la puerta con un movimiento cansino. Avanza por el sendero, sube los escalones y abre la puerta. Algo no va bien. Contiene la respiración.

Tom se queda totalmente inmóvil en el umbral, con la mano apoyada en el pomo. Al principio no sabe qué es lo que le inquieta. Entonces cae en la cuenta. La puerta no está cerrada con llave. Esto en sí mismo no es raro; la mayoría de las noches llega a casa y abre directamente, porque casi siempre Karen está en casa, esperándole. Pero hoy ella se ha ido con su coche y ha olvidado cerrar con llave. Es muy extraño en su mujer, siempre tan maniática con cerrar las puertas. Suelta lentamente el aire de sus pulmones. «Puede que tuviera prisa y se le haya olvidado».

Sus ojos revisan rápidamente el salón, un sereno rectángulo de colores gris claro y blanco. Está completamente en calma; es evidente que no hay nadie en casa. Se ha dejado las luces encendidas, así que no tardará mucho. «Puede que haya salido a comprar leche». Probablemente le haya dejado una nota. Suelta las llaves sobre la mesita que hay junto a la entrada y va directamente a la cocina, en la parte trasera de la casa. Está hambriento. Se pregunta si Karen habrá cenado o si le ha estado esperando.

Está claro que ha estado preparando la cena. Hay una ensalada casi terminada; ha dejado un tomate a medio cortar. Observa la tabla de madera, el tomate y el afilado cuchillo a su lado. Hay pasta sobre la encimera de granito, lista para hervir, y una olla con agua sobre los fogones de acero inoxidable. El fuego está apagado y el agua de la olla, fría; mete el dedo para comprobarlo. Busca una nota en la puerta de la nevera, pero no hay nada escrito para él en la pizarra blanca. Frunce el ceño. Saca el móvil del bolsillo del pantalón y comprueba si le ha mandado algún mensaje y no lo ha visto. Nada. Ahora ya está un poco cabreado. Podría haberle avisado.

Tom abre la puerta de la nevera y se queda un minuto contemplando su contenido con la mirada perdida, luego coge una cerveza importada y decide ponerse a hacer la pasta. Está seguro de que ella va a volver en cualquier momento. Mira a su alrededor para ver qué se puede haber acabado. Hay leche, pan, salsa para la pasta, vino y parmesano. Comprueba el baño; hay mucho papel higiénico. No se le ocurre qué otra cosa puede ser tan urgente. Mientras espera a que hierva el agua, llama al móvil de Karen, pero no lo coge.

Un cuarto de hora más tarde la pasta está lista, pero no hay ni rastro de su mujer. Tom deja la pasta en el colador sobre el fregadero, apaga el fuego de la cazuela con la salsa y va hacia el salón con paso intranquilo. Ya ni se acuerda de que estaba hambriento. Mira por el ventanal la calle más allá del césped. «¿Dónde demonios está?». Empieza a ponerse nervioso. Vuelve a llamarla y oye una tenue vibración detrás de sí. Gira rápidamente la cabeza hacia el sonido y ve su móvil, vibrando sobre el respaldo del sofá. «Mierda. Se ha dejado el teléfono. ¿Cómo la localizo ahora?».

Empieza a buscar por toda la casa algún indicio de adónde ha podido ir. Arriba, en el dormitorio, le sorprende encontrar su bolso sobre la mesilla de noche. Lo abre con torpeza, sintiéndose un poco culpable por mirar en las cosas de su mujer. Es privado. Pero esto es una emergencia. Vuelca el contenido en medio de la cama perfectamente hecha. Su cartera está ahí, también su monedero para el dinero suelto, el pintalabios, un bolígrafo y un paquete de pañuelos de papel: está todo ahí. «Entonces, no ha salido a hacer un recado. Tal vez haya salido a echar una mano a alguna amiga. Alguna emer

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